La inauguración del Templo de
Salomón en São Paulo, en 2014, fue la puesta en escena de un desastre
anunciado: unos años después, el voto de millones de evangelistas decidiría el
regreso de la extrema derecha al poder en varios países de América Latina
Por Iván olano Duque
El Templo de Salomón, en São Paulo, es
el recinto evangélico más grande de Brasil. Pertenece a la Iglesia Universal
del Reino de Dios, fundada y liderada por el obispo neopentecostal –y antiguo
vendedor de lotería– Edir Macedo. Con 100.000 metros cuadrados de área
construida, el edificio incluye un auditorio con sillas para 10.000 personas,
salones de estudio de la Biblia para niños, apartamentos y suites para obispos
y pastores, un museo, otro auditorio para 500 personas, estudios de radio y
televisión, y una imponente fachada con la altura de un edificio de 18 pisos y
revestida con piedras importadas de Israel. La idea fue construir una réplica
del templo homónimo de Jerusalén, descrito en el Antiguo Testamento, pero todo
tiene un aire a Las Vegas: los teléfonos móviles y cualquier dispositivo de
grabación están prohibidos, se aceptan todas las tarjetas de crédito, y una
cinta automatizada lleva los diezmos y las donaciones en efectivo desde el
altar a una habitación segura. Su construcción duró cuatro años y costó 300
millones de dólares.
Se inauguró
el 31 de julio de 2014, y casi nadie se atrevió a faltar. Fue como en Los funerales de la Mamá
Grande, de Gabriel García Márquez, donde todos los representantes
de los distintos poderes naturales y sobrenaturales se sintieron convocados, y
dignos, solemnes en sus trajes de gala “hicieron su aparición por la esquina de
la telegrafía”. Aunque el cuento es modesto al lado de la realidad. Ese día, el
de la inauguración de la obra faraónica de La Iglesia Universal del Reino de
Dios, la multitud se concentró en la explanada con las banderas de los más de
cien países en los que está presente la multinacional religiosa, y desfilaron
por la alfombra roja del templo la entonces presidenta Dilma Rousseff y el
vicepresidente Michel Temer, numerosos gobernadores y alcaldes (entre ellos el
de São Paulo, Fernando Haddad), representantes del poder legislativo y
judicial, directivos de medios de comunicación, industriales, banqueros,
presentadores, modelos y personajes reconocidos del cine y la televisión. Nadie
quiso quedar por fuera de la foto, y los medios no dejaron de subrayarlo: los
grandes poderes de la nación se inclinaban ante la grandeza –y la autoridad–
del templo y sus obispos.
Pero ahora,
ante el triunfo de Bolsonaro con el apoyo decisivo de los evangelistas (22% de
la población según el último censo oficial, de 2010, es decir 42 millones de
brasileros) ese evento faraónico en el que se confunden el poder político,
económico y religioso sólo puede leerse como la patética puesta en escena de un
desastre anunciado.
La derecha evangélica
No sucede
sólo en Brasil. En Colombia, el plebiscito del 2 de octubre de 2016 para
refrendar el Acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC se perdió, en gran
medida, por la intensa campaña de las iglesias evangélicas contra la “ideología
de género” que, según ellos, contenía el Acuerdo. El mismo fantasma (que abarca
las reivindicaciones de la comunidad LGBT y al feminismo) ha marcado la
discusión pública y ha movilizado al electorado de Perú, México, Argentina,
Paraguay, República Dominicana... en casi todo el continente hay un adversario
político común, una nueva unión discursiva entre los evangélicos y la Iglesia
católica.
En Costa Rica
un candidato evangélico casi gana las elecciones; en Guatemala el presidente
es, ante todo, evangélico; en Chile, Piñera nombró a cuatro pastores
evangélicos como asesores de campaña. El problema no es la fe, sino la acción
política en función de esta. El repliegue político –forzado– de la Iglesia
católica y las movilizaciones en defensa de derechos fundamentales no se
traducen, en las incipientes repúblicas del continente americano, en un pacto
social laico basado en la igualdad en derechos, la fraternidad y la
solidaridad, sino en tierra fértil para la avanzada política evangélica. Los
principios políticos de la vieja y las nuevas iglesias son los mismos, claro
está: el ultraconservadurismo –patriarcal, autoritario, homofóbico–, la defensa
del statu quo –antisindicalistas,
anticomunistas de manual–, pero actualizados, remasterizados en las nuevas
iglesias con los lenguajes del show business y la agresividad
neoliberal.
Fue
jimmy carter quien introdujo la fe como un
factor decisivo en la disputa política moderna de los estados unidos.
El modelo es,
por excelencia, estadounidense. Fue Jimmy Carter quien introdujo la fe como un
factor decisivo en la disputa política moderna de los Estados Unidos. En la
campaña presidencial de 1976, los evangélicos, tradicionalmente ajenos a
cualquier proselitismo político, respondieron al llamado de Carter, se
entusiasmaron con sus declaraciones, lo apoyaron, y se sintieron luego
defraudados por su presidencia. Pero ya habían descubierto su potencial
–probaron la sangre de la política– y no estaban dispuestos a contener sus
ambiciones. Nace así, junto al teleevangelismo, la derecha evangélica, una
maquinaria político-religiosa profundamente reaccionaria, dispuesta a crear
alianzas con católicos y judíos conservadores, y no pasó mucho tiempo antes de
que Ronald Reagan dijera, en campaña, ante un auditorio de 15.000 evangélicos:
“Sé que este grupo no puede respaldarme oficialmente... digo esto porque quiero
que sepan que soy yo quien los respalda a ustedes”.
Desde
entonces la derecha evangélica –blanca– se convirtió en una facción más del
Partido Republicano, y nadie ignora el arrastre político de sus templos, sus
emporios audiovisuales, sus mítines dominicales. Desde George H. W. Bush, quien
hizo todo lo posible por ganar el favor de los evangélicos, se posicionó con
fuerza en campaña contra los derechos reproductivos de las mujeres e inició su
discurso de posesión con una plegaria; pasando por George W. Bush, quien en un
debate de las primarias republicanas dijo que su filósofo político favorito era
Jesucristo, mantuvo durante toda su presidencia un lenguaje religioso de
absolutos morales, creó la Oficina de la Casa Blanca de Iniciativas Basadas en
la Fe (OFBCI), reveló en distintas conversaciones privadas que Dios le había
ordenado invadir Afganistán e Irak, y recibió, para su reelección en 2004, el
apoyo crucial de millones de evangélicos; hasta llegar a Donald Trump, quien
representa la antítesis de los valores conservadores y, sin embargo, fue votado
por más del 80% de los evangélicos blancos (incluso más que George W. Bush),
eligió a Mike Pence como vicepresidente (quien se declara “cristiano,
conservador y republicano, en ese orden”), logró el nombramiento de dos jueces
conservadores para el Tribunal Supremo de Justicia (lo que podría echar atrás
precedentes legales fundamentales, como el que despenalizó el aborto), se
propone modificar la Enmienda Johnson (que prohíbe que organizaciones sin ánimo
de lucro, como las iglesias, financien campañas políticas) y, para deleite de
los judíos y evangélicos más conservadores, cumplió su incendiaria promesa de
campaña y reconoció a Jerusalén como capital de Israel.
La patria y
Dios están muy cerca en los Estados Unidos; casi todos los presidentes han
hecho el juramento de posesión constitucional con la mano sobre una Biblia
(sostenida siempre, desde hace seis décadas, por sus esposas). Pero esto no es
nuevo. Noam Chomsky subraya que Estados Unidos no sólo es un país muy
religioso, sino que es, desde el inicio mismo de su historia, uno de los más
fundamentalistas del mundo. Lo que sí es nuevo es ese producto de exportación
–agresivo, efectivo, ambicioso–: la derecha evangélica, el aparato
político-religioso que se ha extendido, como exitosas franquicias, por toda
América Latina.
Renunciando a la República
La derecha
continental se une a los evangélicos; esto les da el arraigo popular que no
consiguen con los partidos tradicionales. Pero lo más preocupante es ver a
sectores políticos de izquierda subiéndose al púlpito de las distintas
iglesias, o justificando la educación religiosa, o ignorando las subvenciones y
exenciones tributarias a los distintos cultos, porque ello no es una muestra de
simple tolerancia o de multiculturalismo, sino una renuncia tácita a toda
República.
Y es una
renuncia no sólo porque le abre la puerta al peligroso cóctel de religión y
política, sino porque justifica que haya convicciones individuales o grupales,
autoridades, jerarquías, legislaciones confesionales que primen sobre los
derechos y deberes de todo ciudadano. En otras palabras, están legitimando
privilegios y suscribiendo excepciones a la soberanía popular.
Lo enumero
como una derrota propia: así como Lula da Silva y Rousseff se abrazaron con los
mismos obispos evangélicos que luego, cuando tuvieron la fuerza y la
oportunidad, ayudaron a elegir un gobierno filofascista en Brasil, así mismo
buena parte del progresismo latinoamericano no ha tenido ningún reparo en
apoyar y justificar la intromisión en política de los distintos cultos. Pienso
en Chávez y Maduro, con un creciente discurso de alusiones religiosas y
realizando actos de campaña con pastores evangélicos; pienso en López Obrador,
aliándose en la última campaña presidencial con el evangelista Partido
Encuentro Social; y pienso, también, en el dinero público que gobiernos
progresistas de países emblemáticos de la “década ganada”, como Ecuador y
Bolivia, gastaron en las visitas del Papa Francisco.
Y es que no
importa que Francisco tenga sintonía con algunas reivindicaciones progresistas,
o que haya variantes del protestantismo que, eventualmente, coincidan con los
intereses populares. El problema no es la orientación ideológica de los
distintos cultos (claro está, mayoritariamente de derecha) sino que su misma
participación en política –su mochila de dogmas y obediencias– es antagonista
del espíritu crítico, la deliberación pública, desde abajo, y la construcción
colectiva de un pacto social con igualdad de derechos.
También
sucede en España: hay sectores “de izquierda” (es decir, con vocación
republicana) que defienden hoy la enseñanza de otras religiones, además del
catolicismo, en las escuelas públicas, renunciando así a todo horizonte de
igualdad republicana.
En
España: Hay sectores “de izquierda” que defienden hoy la enseñanza de otras
religiones, además del catolicismo, en las escuelas públicas.
España es un buen ejemplo de cómo un
orden de privilegios se atrinchera y arraiga tras la confusión cultural de
patria y convicción religiosa. Mientras que en Francia hubo una ardua lucha política
que empezó con el Siglo de las Luces y la Revolución, siguió con distintos
capítulos en el siglo XIX, y se definió, al fin, con la Ley de separación de
las Iglesias y el Estado del 9 de diciembre de 1905, en España –fortín
histórico de la Iglesia católica– un golpe de Estado y una dictadura fascista
de casi cuarenta años afianzaron la identidad católica del poder público.
11.600 millones de euros
Hoy, en
España, además de la enseñanza religiosa en los colegios públicos y privados
concertados, además de exenciones tributarias y cuentas totalmente opacas,
además de funcionarios capellanes y una casilla de aportes a la Iglesia en el
impuesto sobre la renta, además del dinero público que se gasta en el
mantenimiento del patrimonio en poder –y explotado por– la Iglesia católica, es
posible ver, como si lo anterior fuera poco, ese expolio legalizado: las
arbitrarias inmatriculaciones de templos, cementerios, casas, tierras, que
desde hace veinte años ha realizado la Iglesia. Según un cálculo de la asociación
Europa Laica, la Iglesia católica podría estar recibiendo del Estado español
más de 11.600 millones de euros anuales en subvenciones directas y exenciones,
sin contar otros beneficios fiscales –donativos, herencias, entradas–, los
bienes inmatriculados y las donaciones de suelo público. Es, como he dicho, un
orden de privilegios bien arraigado y que proyecta su sombra en la identidad,
comportamiento y aspiraciones de toda la sociedad.
¿Cómo
cuestionar las relaciones de poder imperantes y construir sociedades más justas
mientras se acepta que haya organizaciones, autoridades, multinacionales
religiosas que no rinden cuentas y que no tienen que suscribir los derechos y
deberes de todo ciudadano? ¿Cómo impulsar procesos emancipatorios sin enfrentar
estos poderes premodernos? La ausencia de una reflexión sobre la laicidad en
sectores de izquierda de distintos países es algo más que amnesia histórica o
torpeza: es un reflejo de incapacidad y una victoria tenaz del
adversario.
Confunden
laicidad con multiculturalismo, respeto a la diferencia, coexistencia, libertad
de conciencia o de cultos. Y de algún modo asumen que la no-confesionalidad del
Estado es compatible con la financiación pública de negocios privados basados
en la fe. Parte de nuestra derrota es esta negligencia con los conceptos y los
mapas políticos: la normalización de esas trincheras antidemocráticas que son,
cuando llega el momento, las primeras en sumarse a las filas de la extrema
derecha. Así, olvidar la laicidad como bandera fundamental de la lucha política
es una renuncia a la República y, por tanto, a un pacto social que no esté
basado en los apellidos o en la riqueza o en la sangre o en el credo religioso,
sino en la garantía –por convicción, por suscripción de principios– de que no
seremos objeto de ningún tipo de discriminación ni privilegio.
Entonces, hay
que pensar la laicidad, como concepto, como condición. Y quizás el mejor punto
de partida sea desmontar los errados lugares comunes.
Dos lecturas equivocadas de la laicidad
Abdennour Bidar
es un filósofo francés, miembro del Observatorio Nacional de la Laicidad,
encargado de la misión sobre la pedagogía de la laicidad del Ministerio de
Educación de Francia y autor de una extraordinaria Historia del humanismo en Occidente. Y si bien
él es hoy un funcionario francés, sus reflexiones sobre la laicidad no se
limitan a un Estado, sino que intentan explorar un concepto vital para la idea
moderna de República (su “piedra angular”, dice). De modo que voy a parafrasear
acá las que son, a su juicio, las dos interpretaciones erradas y más habituales
de la laicidad.
En primer
lugar, la que plantea que hay que prohibir toda expresión religiosa en el
ámbito público y circunscribirlas al ámbito privado. Tal cosa equivaldría, en
la práctica, a una criminalización de los sentimientos religiosos, y es por lo
general usada como fachada del racismo (suele surgir, con frecuencia, contra
los musulmanes) y la xenofobia. La laicidad, en cambio, busca el equilibrio
entre la manifestación pública del sentimiento religioso y la igualdad
republicana, sin discriminación ni favoritismos.
La segunda
interpretación errada de la laicidad es incluso más habitual –y extrema– que la
primera. Es aquella que plantea que el Estado debe ser neutral; es decir, no
debe tomar partido, ni apoyar, ni decir nada respecto a los sentimientos
religiosos. Esta idea tiene un gran calado en estos tiempos, pero es peligrosa
(una pseudolaicidad de corte neoliberal, digo), pues “significaría que el
Estado no tiene ningún valor que defender”.
No: el Estado
republicano no es neutro, sino imparcial. No es neutro porque se basa en los
valores humanistas del Siglo de las Luces: en los principios fundamentales de
igualdad en derechos, libertad y fraternidad, que hacen parte de las sucesivas
declaraciones de los Derechos Humanos (esto incluye la Declaración Universal de
1948). Y es imparcial porque a la República le da igual que creas en el cielo y
el infierno: sus principios nos cobijan a todos.
De modo que,
para resumir, no hay ningún problema con la manifestación pública del
sentimiento religioso. Pero claro: si gente de cualquier confesión usa el
espacio público para promover algún tipo de discriminación o segregación o
cualquier discurso que contradiga los Derechos Humanos, entonces es claro que
se han salido del marco ético y la legalidad republicana.
De la crisis neoliberal al fervor integrista
Aunque los
grandes templos evangélicos abarcan casi todas las miradas mediáticas, la
mayoría de los templos en América Latina son mucho más pequeños. Están en los
barrios y se parecen a ellos: no hay molduras doradas ni altavoces de última
generación, sino sillas de plástico y tejas de eternit. Los templos se
convierten en un eje articulador de la vida comunitaria, y se vuelven más
esenciales ahí donde hay mayor precariedad y menos instituciones estatales. Por
eso en Brasil, por ejemplo, los pastores evangélicos suelen ser la autoridad
que regula la convivencia en las favelas.
Esta es una
de las claves para entender el éxito de las franquicias evangélicas: con
policía –o incluso militares– como única presencia estatal, en barrios
segregados y fracturados, sin tejido comunitario, los templos son la comunidad,
dan orden y sentido a la supervivencia cotidiana, y por tanto hay que reconocer
que su presencia significa un alivio para la vida de muchísima gente. Como dice
Pepe Mujica, “la gente tiene que creer en algo”.
Pero hay una
paradoja: son comunidades, sí, pero fervientemente individualistas. Lo
comunitario es la sumisión a determinadas lecturas de los evangelios, a la
autoridad de los pastores y obispos, la regulación de la convivencia, la oferta
–a veces– de algunos servicios básicos, y la organización, disciplina y
capacidad de acción colectiva para defender una agenda política
ultraconservadora (en Estados Unidos, el peso electoral de los evangélicos no
se debe tanto a su número, como al hecho de que ellos siempre votan). Pero el
individualismo es, por otro lado, el gancho y el pegamento de todo su discurso:
la promesa neoliberal de una realización material individual.
Entonces se
vuelve sugerente leer el crecimiento del movimiento evangélico en América
Latina (claro está, con gran diversidad de nombres, orientaciones teológicas y
filiaciones políticas, pero sobre todo muy a la derecha) como una serpiente que
se muerde la cola y con piel neoliberal. Se benefician, por un lado, de la
exclusión social, el crecimiento de la desigualdad y la destrucción de lazos
comunitarios; alimentan, por el otro, la desconfianza entre sectores populares,
la guerra de identidades, la violencia patriarcal, y se vuelven anticuerpos
barriales contra cualquier asomo de discurso emancipador o perspectiva de
clase, mientras cultivan –¡cómo no!– una reverencia religiosa a las élites
económicas.
El Estado
Republicano no es nuestro, sino imparcial. No es nuestro porque se basan en los
valores humanistas del siglo de las luces: en los principios fundamentales de
igualdad en derechos, libertad y fraternidad
De modo que son al mismo tiempo un
resultado y un combustible del proyecto neoliberal, y por tanto ganarán
protagonismo con su resquebrajamiento. No podemos ignorar, a propósito, el
cinismo y la agresividad de la “Teología de la prosperidad”, la matriz ideológica
del pentecostalismo y el movimiento carismático. En síntesis, la idea es que la
salud y la prosperidad material son proporcionales a la bendición divina, lo
que significa que los ricos y poderosos (pastores y obispos incluidos) están
más cerca de Dios, y que la pobreza y la enfermedad se curan con la fe (es
decir, arrepentimiento, donaciones, sumisión). Es, pues, la exitosa caricatura
enlatada —made in
USA— de la vieja instrumentalización política y económica del
sentimiento religioso.
La pregunta está
ahí, en todos lados, pero es especialmente urgente en América Latina: además de
la agresiva agenda política de la derecha evangélica, ¿acaso esta época con
creciente desigualdad, riesgo ecológico e incertidumbre política –que sólo
algunos nostálgicos piensan que va a estabilizarse– nos conduce a la emergencia
de un nuevo integrismo de masas? Y ya no me refiero sólo a la disputa política
inmediata, sino a las próximas décadas (y sé que esto es pura especulación):
¿podrá regresar la religión como un protagonista político que dé orden y
sentido a un mundo al borde del abismo, que sale de una crisis para entrar en
otra, y cuya única constante es la injusticia social, la incertidumbre, la
fragmentación? La gente tiene que creer en algo.
Así que
busqué en Google Maps el Templo de Salomón en São Paulo. Conviene conocer al
adversario, y quería ver el barrio, la vista del monstruo desde la calle en un
día normal. Internet nos permite esos prodigios. Entonces, frente a la
imponente fachada de cincuenta y cinco metros giré el cursor, y encontré algo
que no había leído en ninguna reseña: justo al otro lado de la Avenida Celso
García, frente al enorme templo evangélico, hay una modesta parroquia católica.
Parece intimidada, diminuta en comparación con su propio reflejo.
Ética republicana
Antes de la
República, y acaso como condición de esta, es imprescindible asumir y compartir
una ética republicana; es decir, una línea de comportamiento y pensamiento de
lo público rigurosa, escrupulosamente laica.
Esto
significa reconocer y defender el derecho a la palabra pública, el debate
abierto y la capacidad racional de regular la convivencia entre todos; sin esta
confianza en la inteligencia colectiva (libre de la tutela de monarcas,
obispos, organizaciones financieras o intérpretes de textos sagrados) no será
posible construir un pacto social en beneficio de todos y que esté por encima
de cualquier confesión. Infantilizar o negar la capacidad racional de los
ciudadanos es, pues, inaceptable.
Pero al mismo
tiempo hay un texto base, un referente de la ética republicana; no fue escrito
por dioses ni profetas, sino por una reflexión de más de dos milenios sobre la
dignidad, las posibilidades y los peligros de lo humano en términos
universales. Es un texto mejorable, desde luego, pero es también una de las
mayores conquistas de la humanidad (justo después, y esto no es un detalle
menor, de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus mayores horrores): la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En esa misma
línea hay que recordar la historia del pensamiento crítico y la lucha por la
independencia del poder público de cara a la religión, y entenderlas bajo la
premisa de que nada está ganado para siempre. El laicismo es, como el proyecto
democrático, una construcción permanente, y no debe entenderse sólo como un
contrapeso a las distintas iglesias, sino también como una actitud, una
predisposición al cuestionamiento y, por tanto, una barrera de contención de
todo dogmatismo.
La ética
republicana es, así, un compromiso con el pensamiento crítico en búsqueda
permanente del bien común. Hay que cultivarla, desarrollarla, entenderla como
un paso indispensable para la emergencia de una ciudadanía real, es decir, que
no esté definida por un vano trámite burocrático sino por la consciencia
radical de la interdependencia. Y, heredera de la Ilustración, nos exige
profundizar en la importancia de escrupulosas divisiones del poder: no sólo el
civil y el religioso, sino también —y acaso sobre todo— el público y el
privado.
Ni
reyes ni obispos ni padres ni jefes; no hay ninguna autoridad por encima del
pacto social y los derechos fundamentales
¿Alguien cree que es legítimo subordinar
las instituciones y el patrimonio compartido a sus intereses y convicciones
particulares? Pues habrá que decirle que no, que las viejas iglesias son
organizaciones de culto, pero también multinacionales privadas, y que hemos
aprendido que su intromisión en la gestión de lo público es una amenaza para la
libertad de todos. ¿Alguien está convencido –porque así lo dicta su credo
particular– de que niños y niñas deben tener escuelas separadas? Pues habrá que
decirle que tiene todo el derecho de pensar eso, pero que la sociedad no puede
cumplir sus deseos, porque la mezcla de sexos es indispensable para educar en
la convivencia y la igualdad. ¿Alguien prohíbe a sus hijos el uso de
anticonceptivos y le parece inaceptable la interrupción del embarazo? Pues
habrá que decirle que sus hijos son también ciudadanos, y que los derechos
sexuales y reproductivos, como todos los derechos, son innegables e
inalienables. Ni reyes ni obispos ni padres ni jefes; no hay ninguna autoridad
por encima del pacto social y los derechos fundamentales.
Lo subraya
bien Abdennour Bidar: “derecho a la diferencia” no significa “diferencia de
derechos”. Pero claro, somos diferentes. La laicidad no sofoca las diferencias,
sino que las garantiza; enseña a valorar las identidades, las distintas
opiniones metafísicas, pero también a reconocer sus límites. Que sea esta la
oportunidad para decirlo: la laicidad no es enemiga de la religión, y ser laico
no es lo contrario de ser religioso. El mismo Bidar, por ejemplo, es laico y
musulmán al mismo tiempo. Ser laico no es una creencia, ni una religión, sino
un principio republicano que permite la convivencia y la igualdad de derechos;
un principio que reconoce la libertad de conciencia, el inmenso poder de los
sentimientos religiosos y, por tanto, nuestro deber de que en virtud de estos,
ningún colectivo se imponga injustamente sobre otro.
Por mi parte,
siento respeto –y a veces admiración– por el fuego primigenio que hay en los
sentimientos religiosos. Incluso creo que beben de la misma fuente que el arte
y el estremecimiento estético. Creo, además, que la Teología de la liberación
ha sido un impulso de rebeldía y humanismo cristiano digno de estudio y
celebración. Pero cuando veo que los sentimientos religiosos se convierten en
una herramienta del poder, y que las injusticias se parapetan en ellos, y que
la Teología de la prosperidad gana adeptos en América Latina, y que siguen
estafando a la clase trabajadora con curas divinas y exorcismos, y que un
obispo en Brasil es propietario de un imperio mediático e impulsa la elección
de un presidente filofascista, entonces me parece incluso más necesaria esa
indignación, esa consciencia combativa que nos enseñó Voltaire, y que no va
dirigida contra el descuido del laicismo o siquiera contra la religión, sino
contra la superstición misma.
A veces, como
está sucediendo justo ahora, es necesario ver la brutalidad del adversario para
renovar y afianzar determinadas banderas. La laicidad surgió, como concepto,
como disputa material y cultural, de un deseo de libertad y de justicia
imparcial –sin excepciones ni privilegios–. Los poderosos de este mundo ya
tienen demasiadas herramientas como para que también les permitamos
instrumentalizar la fe y la superstición. Por esa historia, por esta urgencia,
porque los desafíos se multiplican y tenemos que hacerles frente es
imprescindible que entendamos la laicidad como un pilar fundamental de todo
esfuerzo emancipatorio.
Y porque lo
único que nos hará dignos de un verdadero proyecto democrático, en cualquiera
de nuestros países, es asumir la vía republicana: la solidaridad, la
fraternidad, la igualdad en derechos y la justicia social; la consciencia de
que todo privilegio es un adversario, que el territorio es una casa compartida,
y que el pacto social lo redactamos, lo corregimos, lo firmamos entre
todos.
La vía
republicana es laica: el pueblo es el único soberano, la dignidad es una
conquista compartida, y nada nos hará renunciar a nuestra capacidad racional o
a nuestra autodeterminación. Nada; ni multinacionales religiosas ni dogmas
particulares ni vendedores de lotería.
___________________
Iván Olano Duque es escritor y ganador de la última
edición del Premio de ensayo “Miguel de Unamuno” por su libro El sueño de la especie. Siete
ensayos al borde del abismo.