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La Iglesia Universal del Reino de Bolsonaro


La inauguración del Templo de Salomón en São Paulo, en 2014, fue la puesta en escena de un desastre anunciado: unos años después, el voto de millones de evangelistas decidiría el regreso de la extrema derecha al poder en varios países de América Latina


Por Iván olano Duque

El Templo de Salomón, en São Paulo, es el recinto evangélico más grande de Brasil. Pertenece a la Iglesia Universal del Reino de Dios, fundada y liderada por el obispo neopentecostal –y antiguo vendedor de lotería– Edir Macedo. Con 100.000 metros cuadrados de área construida, el edificio incluye un auditorio con sillas para 10.000 personas, salones de estudio de la Biblia para niños, apartamentos y suites para obispos y pastores, un museo, otro auditorio para 500 personas, estudios de radio y televisión, y una imponente fachada con la altura de un edificio de 18 pisos y revestida con piedras importadas de Israel. La idea fue construir una réplica del templo homónimo de Jerusalén, descrito en el Antiguo Testamento, pero todo tiene un aire a Las Vegas: los teléfonos móviles y cualquier dispositivo de grabación están prohibidos, se aceptan todas las tarjetas de crédito, y una cinta automatizada lleva los diezmos y las donaciones en efectivo desde el altar a una habitación segura. Su construcción duró cuatro años y costó 300 millones de dólares.

Se inauguró el 31 de julio de 2014, y casi nadie se atrevió a faltar. Fue como en Los funerales de la Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, donde todos los representantes de los distintos poderes naturales y sobrenaturales se sintieron convocados, y dignos, solemnes en sus trajes de gala “hicieron su aparición por la esquina de la telegrafía”. Aunque el cuento es modesto al lado de la realidad. Ese día, el de la inauguración de la obra faraónica de La Iglesia Universal del Reino de Dios, la multitud se concentró en la explanada con las banderas de los más de cien países en los que está presente la multinacional religiosa, y desfilaron por la alfombra roja del templo la entonces presidenta Dilma Rousseff y el vicepresidente Michel Temer, numerosos gobernadores y alcaldes (entre ellos el de São Paulo, Fernando Haddad), representantes del poder legislativo y judicial, directivos de medios de comunicación, industriales, banqueros, presentadores, modelos y personajes reconocidos del cine y la televisión. Nadie quiso quedar por fuera de la foto, y los medios no dejaron de subrayarlo: los grandes poderes de la nación se inclinaban ante la grandeza –y la autoridad– del templo y sus obispos.

Pero ahora, ante el triunfo de Bolsonaro con el apoyo decisivo de los evangelistas (22% de la población según el último censo oficial, de 2010, es decir 42 millones de brasileros) ese evento faraónico en el que se confunden el poder político, económico y religioso sólo puede leerse como la patética puesta en escena de un desastre anunciado. 

La derecha evangélica 

No sucede sólo en Brasil. En Colombia, el plebiscito del 2 de octubre de 2016 para refrendar el Acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC se perdió, en gran medida, por la intensa campaña de las iglesias evangélicas contra la “ideología de género” que, según ellos, contenía el Acuerdo. El mismo fantasma (que abarca las reivindicaciones de la comunidad LGBT y al feminismo) ha marcado la discusión pública y ha movilizado al electorado de Perú, México, Argentina, Paraguay, República Dominicana... en casi todo el continente hay un adversario político común, una nueva unión discursiva entre los evangélicos y la Iglesia católica. 

En Costa Rica un candidato evangélico casi gana las elecciones; en Guatemala el presidente es, ante todo, evangélico; en Chile, Piñera nombró a cuatro pastores evangélicos como asesores de campaña. El problema no es la fe, sino la acción política en función de esta. El repliegue político –forzado– de la Iglesia católica y las movilizaciones en defensa de derechos fundamentales no se traducen, en las incipientes repúblicas del continente americano, en un pacto social laico basado en la igualdad en derechos, la fraternidad y la solidaridad, sino en tierra fértil para la avanzada política evangélica. Los principios políticos de la vieja y las nuevas iglesias son los mismos, claro está: el ultraconservadurismo –patriarcal, autoritario, homofóbico–, la defensa del statu quo –antisindicalistas, anticomunistas de manual–, pero actualizados, remasterizados en las nuevas iglesias con los lenguajes del show business y la agresividad neoliberal. 

Fue jimmy carter quien introdujo la fe como un factor decisivo en la disputa política moderna de los estados unidos.

El modelo es, por excelencia, estadounidense. Fue Jimmy Carter quien introdujo la fe como un factor decisivo en la disputa política moderna de los Estados Unidos. En la campaña presidencial de 1976, los evangélicos, tradicionalmente ajenos a cualquier proselitismo político, respondieron al llamado de Carter, se entusiasmaron con sus declaraciones, lo apoyaron, y se sintieron luego defraudados por su presidencia. Pero ya habían descubierto su potencial –probaron la sangre de la política– y no estaban dispuestos a contener sus ambiciones. Nace así, junto al teleevangelismo, la derecha evangélica, una maquinaria político-religiosa profundamente reaccionaria, dispuesta a crear alianzas con católicos y judíos conservadores, y no pasó mucho tiempo antes de que Ronald Reagan dijera, en campaña, ante un auditorio de 15.000 evangélicos: “Sé que este grupo no puede respaldarme oficialmente... digo esto porque quiero que sepan que soy yo quien los respalda a ustedes”.  

Desde entonces la derecha evangélica –blanca– se convirtió en una facción más del Partido Republicano, y nadie ignora el arrastre político de sus templos, sus emporios audiovisuales, sus mítines dominicales. Desde George H. W. Bush, quien hizo todo lo posible por ganar el favor de los evangélicos, se posicionó con fuerza en campaña contra los derechos reproductivos de las mujeres e inició su discurso de posesión con una plegaria; pasando por George W. Bush, quien en un debate de las primarias republicanas dijo que su filósofo político favorito era Jesucristo, mantuvo durante toda su presidencia un lenguaje religioso de absolutos morales, creó la Oficina de la Casa Blanca de Iniciativas Basadas en la Fe (OFBCI), reveló en distintas conversaciones privadas que Dios le había ordenado invadir Afganistán e Irak, y recibió, para su reelección en 2004, el apoyo crucial de millones de evangélicos; hasta llegar a Donald Trump, quien representa la antítesis de los valores conservadores y, sin embargo, fue votado por más del 80% de los evangélicos blancos (incluso más que George W. Bush), eligió a Mike Pence como vicepresidente (quien se declara “cristiano, conservador y republicano, en ese orden”), logró el nombramiento de dos jueces conservadores para el Tribunal Supremo de Justicia (lo que podría echar atrás precedentes legales fundamentales, como el que despenalizó el aborto), se propone modificar la Enmienda Johnson (que prohíbe que organizaciones sin ánimo de lucro, como las iglesias, financien campañas políticas) y, para deleite de los judíos y evangélicos más conservadores, cumplió su incendiaria promesa de campaña y reconoció a Jerusalén como capital de Israel. 

La patria y Dios están muy cerca en los Estados Unidos; casi todos los presidentes han hecho el juramento de posesión constitucional con la mano sobre una Biblia (sostenida siempre, desde hace seis décadas, por sus esposas). Pero esto no es nuevo. Noam Chomsky subraya que Estados Unidos no sólo es un país muy religioso, sino que es, desde el inicio mismo de su historia, uno de los más fundamentalistas del mundo. Lo que sí es nuevo es ese producto de exportación –agresivo, efectivo, ambicioso–: la derecha evangélica, el aparato político-religioso que se ha extendido, como exitosas franquicias, por toda América Latina.  

Renunciando a la República 

La derecha continental se une a los evangélicos; esto les da el arraigo popular que no consiguen con los partidos tradicionales. Pero lo más preocupante es ver a sectores políticos de izquierda subiéndose al púlpito de las distintas iglesias, o justificando la educación religiosa, o ignorando las subvenciones y exenciones tributarias a los distintos cultos, porque ello no es una muestra de simple tolerancia o de multiculturalismo, sino una renuncia tácita a toda República. 

Y es una renuncia no sólo porque le abre la puerta al peligroso cóctel de religión y política, sino porque justifica que haya convicciones individuales o grupales, autoridades, jerarquías, legislaciones confesionales que primen sobre los derechos y deberes de todo ciudadano. En otras palabras, están legitimando privilegios y suscribiendo excepciones a la soberanía popular. 

Lo enumero como una derrota propia: así como Lula da Silva y Rousseff se abrazaron con los mismos obispos evangélicos que luego, cuando tuvieron la fuerza y la oportunidad, ayudaron a elegir un gobierno filofascista en Brasil, así mismo buena parte del progresismo latinoamericano no ha tenido ningún reparo en apoyar y justificar la intromisión en política de los distintos cultos. Pienso en Chávez y Maduro, con un creciente discurso de alusiones religiosas y realizando actos de campaña con pastores evangélicos; pienso en López Obrador, aliándose en la última campaña presidencial con el evangelista Partido Encuentro Social; y pienso, también, en el dinero público que gobiernos progresistas de países emblemáticos de la “década ganada”, como Ecuador y Bolivia, gastaron en las visitas del Papa Francisco. 

Y es que no importa que Francisco tenga sintonía con algunas reivindicaciones progresistas, o que haya variantes del protestantismo que, eventualmente, coincidan con los intereses populares. El problema no es la orientación ideológica de los distintos cultos (claro está, mayoritariamente de derecha) sino que su misma participación en política –su mochila de dogmas y obediencias– es antagonista del espíritu crítico, la deliberación pública, desde abajo, y la construcción colectiva de un pacto social con igualdad de derechos.  

También sucede en España: hay sectores “de izquierda” (es decir, con vocación republicana) que defienden hoy la enseñanza de otras religiones, además del catolicismo, en las escuelas públicas, renunciando así a todo horizonte de igualdad republicana.  

En España: Hay sectores “de izquierda” que defienden hoy la enseñanza de otras religiones, además del catolicismo, en las escuelas públicas.

España es un buen ejemplo de cómo un orden de privilegios se atrinchera y arraiga tras la confusión cultural de patria y convicción religiosa. Mientras que en Francia hubo una ardua lucha política que empezó con el Siglo de las Luces y la Revolución, siguió con distintos capítulos en el siglo XIX, y se definió, al fin, con la Ley de separación de las Iglesias y el Estado del 9 de diciembre de 1905, en España –fortín histórico de la Iglesia católica– un golpe de Estado y una dictadura fascista de casi cuarenta años afianzaron la identidad católica del poder público.

11.600 millones de euros

Hoy, en España, además de la enseñanza religiosa en los colegios públicos y privados concertados, además de exenciones tributarias y cuentas totalmente opacas, además de funcionarios capellanes y una casilla de aportes a la Iglesia en el impuesto sobre la renta, además del dinero público que se gasta en el mantenimiento del patrimonio en poder –y explotado por– la Iglesia católica, es posible ver, como si lo anterior fuera poco, ese expolio legalizado: las arbitrarias inmatriculaciones de templos, cementerios, casas, tierras, que desde hace veinte años ha realizado la Iglesia. Según un cálculo de la asociación Europa Laica, la Iglesia católica podría estar recibiendo del Estado español más de 11.600 millones de euros anuales en subvenciones directas y exenciones, sin contar otros beneficios fiscales –donativos, herencias, entradas–, los bienes inmatriculados y las donaciones de suelo público. Es, como he dicho, un orden de privilegios bien arraigado y que proyecta su sombra en la identidad, comportamiento y aspiraciones de toda la sociedad.  

¿Cómo cuestionar las relaciones de poder imperantes y construir sociedades más justas mientras se acepta que haya organizaciones, autoridades, multinacionales religiosas que no rinden cuentas y que no tienen que suscribir los derechos y deberes de todo ciudadano? ¿Cómo impulsar procesos emancipatorios sin enfrentar estos poderes premodernos? La ausencia de una reflexión sobre la laicidad en sectores de izquierda de distintos países es algo más que amnesia histórica o torpeza: es un reflejo de incapacidad y una victoria tenaz del adversario. 

Confunden laicidad con multiculturalismo, respeto a la diferencia, coexistencia, libertad de conciencia o de cultos. Y de algún modo asumen que la no-confesionalidad del Estado es compatible con la financiación pública de negocios privados basados en la fe. Parte de nuestra derrota es esta negligencia con los conceptos y los mapas políticos: la normalización de esas trincheras antidemocráticas que son, cuando llega el momento, las primeras en sumarse a las filas de la extrema derecha. Así, olvidar la laicidad como bandera fundamental de la lucha política es una renuncia a la República y, por tanto, a un pacto social que no esté basado en los apellidos o en la riqueza o en la sangre o en el credo religioso, sino en la garantía –por convicción, por suscripción de principios– de que no seremos objeto de ningún tipo de discriminación ni privilegio. 

Entonces, hay que pensar la laicidad, como concepto, como condición. Y quizás el mejor punto de partida sea desmontar los errados lugares comunes. 

Dos lecturas equivocadas de la laicidad 

Abdennour Bidar es un filósofo francés, miembro del Observatorio Nacional de la Laicidad, encargado de la misión sobre la pedagogía de la laicidad del Ministerio de Educación de Francia y autor de una extraordinaria Historia del humanismo en Occidente. Y si bien él es hoy un funcionario francés, sus reflexiones sobre la laicidad no se limitan a un Estado, sino que intentan explorar un concepto vital para la idea moderna de República (su “piedra angular”, dice). De modo que voy a parafrasear acá las que son, a su juicio, las dos interpretaciones erradas y más habituales de la laicidad. 

En primer lugar, la que plantea que hay que prohibir toda expresión religiosa en el ámbito público y circunscribirlas al ámbito privado. Tal cosa equivaldría, en la práctica, a una criminalización de los sentimientos religiosos, y es por lo general usada como fachada del racismo (suele surgir, con frecuencia, contra los musulmanes) y la xenofobia. La laicidad, en cambio, busca el equilibrio entre la manifestación pública del sentimiento religioso y la igualdad republicana, sin discriminación ni favoritismos.  

La segunda interpretación errada de la laicidad es incluso más habitual –y extrema– que la primera. Es aquella que plantea que el Estado debe ser neutral; es decir, no debe tomar partido, ni apoyar, ni decir nada respecto a los sentimientos religiosos. Esta idea tiene un gran calado en estos tiempos, pero es peligrosa (una pseudolaicidad de corte neoliberal, digo), pues “significaría que el Estado no tiene ningún valor que defender”.  

No: el Estado republicano no es neutro, sino imparcial. No es neutro porque se basa en los valores humanistas del Siglo de las Luces: en los principios fundamentales de igualdad en derechos, libertad y fraternidad, que hacen parte de las sucesivas declaraciones de los Derechos Humanos (esto incluye la Declaración Universal de 1948). Y es imparcial porque a la República le da igual que creas en el cielo y el infierno: sus principios nos cobijan a todos. 

De modo que, para resumir, no hay ningún problema con la manifestación pública del sentimiento religioso. Pero claro: si gente de cualquier confesión usa el espacio público para promover algún tipo de discriminación o segregación o cualquier discurso que contradiga los Derechos Humanos, entonces es claro que se han salido del marco ético y la legalidad republicana.  

De la crisis neoliberal al fervor integrista 

Aunque los grandes templos evangélicos abarcan casi todas las miradas mediáticas, la mayoría de los templos en América Latina son mucho más pequeños. Están en los barrios y se parecen a ellos: no hay molduras doradas ni altavoces de última generación, sino sillas de plástico y tejas de eternit. Los templos se convierten en un eje articulador de la vida comunitaria, y se vuelven más esenciales ahí donde hay mayor precariedad y menos instituciones estatales. Por eso en Brasil, por ejemplo, los pastores evangélicos suelen ser la autoridad que regula la convivencia en las favelas. 

Esta es una de las claves para entender el éxito de las franquicias evangélicas: con policía –o incluso militares– como única presencia estatal, en barrios segregados y fracturados, sin tejido comunitario, los templos son la comunidad, dan orden y sentido a la supervivencia cotidiana, y por tanto hay que reconocer que su presencia significa un alivio para la vida de muchísima gente. Como dice Pepe Mujica, “la gente tiene que creer en algo”.  

Pero hay una paradoja: son comunidades, sí, pero fervientemente individualistas. Lo comunitario es la sumisión a determinadas lecturas de los evangelios, a la autoridad de los pastores y obispos, la regulación de la convivencia, la oferta –a veces– de algunos servicios básicos, y la organización, disciplina y capacidad de acción colectiva para defender una agenda política ultraconservadora (en Estados Unidos, el peso electoral de los evangélicos no se debe tanto a su número, como al hecho de que ellos siempre votan). Pero el individualismo es, por otro lado, el gancho y el pegamento de todo su discurso: la promesa neoliberal de una realización material individual.  

Entonces se vuelve sugerente leer el crecimiento del movimiento evangélico en América Latina (claro está, con gran diversidad de nombres, orientaciones teológicas y filiaciones políticas, pero sobre todo muy a la derecha) como una serpiente que se muerde la cola y con piel neoliberal. Se benefician, por un lado, de la exclusión social, el crecimiento de la desigualdad y la destrucción de lazos comunitarios; alimentan, por el otro, la desconfianza entre sectores populares, la guerra de identidades, la violencia patriarcal, y se vuelven anticuerpos barriales contra cualquier asomo de discurso emancipador o perspectiva de clase, mientras cultivan –¡cómo no!– una reverencia religiosa a las élites económicas. 

El Estado Republicano no es nuestro, sino imparcial. No es nuestro porque se basan en los valores humanistas del siglo de las luces: en los principios fundamentales de igualdad en derechos, libertad y fraternidad

De modo que son al mismo tiempo un resultado y un combustible del proyecto neoliberal, y por tanto ganarán protagonismo con su resquebrajamiento. No podemos ignorar, a propósito, el cinismo y la agresividad de la “Teología de la prosperidad”, la matriz ideológica del pentecostalismo y el movimiento carismático. En síntesis, la idea es que la salud y la prosperidad material son proporcionales a la bendición divina, lo que significa que los ricos y poderosos (pastores y obispos incluidos) están más cerca de Dios, y que la pobreza y la enfermedad se curan con la fe (es decir, arrepentimiento, donaciones, sumisión). Es, pues, la exitosa caricatura enlatada —made in USA— de la vieja instrumentalización política y económica del sentimiento religioso. 

La pregunta está ahí, en todos lados, pero es especialmente urgente en América Latina: además de la agresiva agenda política de la derecha evangélica, ¿acaso esta época con creciente desigualdad, riesgo ecológico e incertidumbre política –que sólo algunos nostálgicos piensan que va a estabilizarse– nos conduce a la emergencia de un nuevo integrismo de masas? Y ya no me refiero sólo a la disputa política inmediata, sino a las próximas décadas (y sé que esto es pura especulación): ¿podrá regresar la religión como un protagonista político que dé orden y sentido a un mundo al borde del abismo, que sale de una crisis para entrar en otra, y cuya única constante es la injusticia social, la incertidumbre, la fragmentación? La gente tiene que creer en algo. 

Así que busqué en Google Maps el Templo de Salomón en São Paulo. Conviene conocer al adversario, y quería ver el barrio, la vista del monstruo desde la calle en un día normal. Internet nos permite esos prodigios. Entonces, frente a la imponente fachada de cincuenta y cinco metros giré el cursor, y encontré algo que no había leído en ninguna reseña: justo al otro lado de la Avenida Celso García, frente al enorme templo evangélico, hay una modesta parroquia católica. Parece intimidada, diminuta en comparación con su propio reflejo.  

Ética republicana 

Antes de la República, y acaso como condición de esta, es imprescindible asumir y compartir una ética republicana; es decir, una línea de comportamiento y pensamiento de lo público rigurosa, escrupulosamente laica. 

Esto significa reconocer y defender el derecho a la palabra pública, el debate abierto y la capacidad racional de regular la convivencia entre todos; sin esta confianza en la inteligencia colectiva (libre de la tutela de monarcas, obispos, organizaciones financieras o intérpretes de textos sagrados) no será posible construir un pacto social en beneficio de todos y que esté por encima de cualquier confesión. Infantilizar o negar la capacidad racional de los ciudadanos es, pues, inaceptable.  

Pero al mismo tiempo hay un texto base, un referente de la ética republicana; no fue escrito por dioses ni profetas, sino por una reflexión de más de dos milenios sobre la dignidad, las posibilidades y los peligros de lo humano en términos universales. Es un texto mejorable, desde luego, pero es también una de las mayores conquistas de la humanidad (justo después, y esto no es un detalle menor, de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus mayores horrores): la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  

En esa misma línea hay que recordar la historia del pensamiento crítico y la lucha por la independencia del poder público de cara a la religión, y entenderlas bajo la premisa de que nada está ganado para siempre. El laicismo es, como el proyecto democrático, una construcción permanente, y no debe entenderse sólo como un contrapeso a las distintas iglesias, sino también como una actitud, una predisposición al cuestionamiento y, por tanto, una barrera de contención de todo dogmatismo.  

La ética republicana es, así, un compromiso con el pensamiento crítico en búsqueda permanente del bien común. Hay que cultivarla, desarrollarla, entenderla como un paso indispensable para la emergencia de una ciudadanía real, es decir, que no esté definida por un vano trámite burocrático sino por la consciencia radical de la interdependencia. Y, heredera de la Ilustración, nos exige profundizar en la importancia de escrupulosas divisiones del poder: no sólo el civil y el religioso, sino también —y acaso sobre todo— el público y el privado.  

Ni reyes ni obispos ni padres ni jefes; no hay ninguna autoridad por encima del pacto social y los derechos fundamentales

¿Alguien cree que es legítimo subordinar las instituciones y el patrimonio compartido a sus intereses y convicciones particulares? Pues habrá que decirle que no, que las viejas iglesias son organizaciones de culto, pero también multinacionales privadas, y que hemos aprendido que su intromisión en la gestión de lo público es una amenaza para la libertad de todos. ¿Alguien está convencido –porque así lo dicta su credo particular– de que niños y niñas deben tener escuelas separadas? Pues habrá que decirle que tiene todo el derecho de pensar eso, pero que la sociedad no puede cumplir sus deseos, porque la mezcla de sexos es indispensable para educar en la convivencia y la igualdad. ¿Alguien prohíbe a sus hijos el uso de anticonceptivos y le parece inaceptable la interrupción del embarazo? Pues habrá que decirle que sus hijos son también ciudadanos, y que los derechos sexuales y reproductivos, como todos los derechos, son innegables e inalienables. Ni reyes ni obispos ni padres ni jefes; no hay ninguna autoridad por encima del pacto social y los derechos fundamentales. 

Lo subraya bien Abdennour Bidar: “derecho a la diferencia” no significa “diferencia de derechos”. Pero claro, somos diferentes. La laicidad no sofoca las diferencias, sino que las garantiza; enseña a valorar las identidades, las distintas opiniones metafísicas, pero también a reconocer sus límites. Que sea esta la oportunidad para decirlo: la laicidad no es enemiga de la religión, y ser laico no es lo contrario de ser religioso. El mismo Bidar, por ejemplo, es laico y musulmán al mismo tiempo. Ser laico no es una creencia, ni una religión, sino un principio republicano que permite la convivencia y la igualdad de derechos; un principio que reconoce la libertad de conciencia, el inmenso poder de los sentimientos religiosos y, por tanto, nuestro deber de que en virtud de estos, ningún colectivo se imponga injustamente sobre otro. 

Por mi parte, siento respeto –y a veces admiración– por el fuego primigenio que hay en los sentimientos religiosos. Incluso creo que beben de la misma fuente que el arte y el estremecimiento estético. Creo, además, que la Teología de la liberación ha sido un impulso de rebeldía y humanismo cristiano digno de estudio y celebración. Pero cuando veo que los sentimientos religiosos se convierten en una herramienta del poder, y que las injusticias se parapetan en ellos, y que la Teología de la prosperidad gana adeptos en América Latina, y que siguen estafando a la clase trabajadora con curas divinas y exorcismos, y que un obispo en Brasil es propietario de un imperio mediático e impulsa la elección de un presidente filofascista, entonces me parece incluso más necesaria esa indignación, esa consciencia combativa que nos enseñó Voltaire, y que no va dirigida contra el descuido del laicismo o siquiera contra la religión, sino contra la superstición misma. 
A veces, como está sucediendo justo ahora, es necesario ver la brutalidad del adversario para renovar y afianzar determinadas banderas. La laicidad surgió, como concepto, como disputa material y cultural, de un deseo de libertad y de justicia imparcial –sin excepciones ni privilegios–. Los poderosos de este mundo ya tienen demasiadas herramientas como para que también les permitamos instrumentalizar la fe y la superstición. Por esa historia, por esta urgencia, porque los desafíos se multiplican y tenemos que hacerles frente es imprescindible que entendamos la laicidad como un pilar fundamental de todo esfuerzo emancipatorio. 

Y porque lo único que nos hará dignos de un verdadero proyecto democrático, en cualquiera de nuestros países, es asumir la vía republicana: la solidaridad, la fraternidad, la igualdad en derechos y la justicia social; la consciencia de que todo privilegio es un adversario, que el territorio es una casa compartida, y que el pacto social lo redactamos, lo corregimos, lo firmamos entre todos. 

La vía republicana es laica: el pueblo es el único soberano, la dignidad es una conquista compartida, y nada nos hará renunciar a nuestra capacidad racional o a nuestra autodeterminación. Nada; ni multinacionales religiosas ni dogmas particulares ni vendedores de lotería.

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Iván Olano Duque es escritor y ganador de la última edición del Premio de ensayo “Miguel de Unamuno” por su libro El sueño de la especie. Siete ensayos al borde del abismo.