Por Pablo Stefanoni
Hace 20 años, el triunfo de Hugo Chávez fue seguido
con un entusiasmo limitado por la izquierda latinoamericana. Un tanto
folklórico, el ex paracaidista había organizado en 1992 un golpe de Estado
militarmente fallido pero, a la larga, políticamente exitoso 1/, y
tras su victoria en las elecciones presidenciales de 1998 sorprendió al jurar
su cargo sobre la “Constitución moribunda”. En un comienzo, sus
posicionamientos ideológicos resultaban ambiguos:
si bien había tenido
acercamientos con la izquierda durante su carrera militar, al mismo tiempo se
había rodeado de asesores como el nacionalista argentino, con posiciones
cercanas a los militares carapintadas, Norberto Ceresole, y por otro lado
elogiaba la Tercera Vía de Tony Blair. Fue tras el golpe que sufrió en 2002 que
la experiencia chavista terminó de ser incorporada como acervo de una izquierda
latinoamericana que había encontrado en la tradición nacional-popular una tabla
de salvación frente a la crisis del socialismo real y las derrotas de los 70.
El sueño de Jorge Abelardo Ramos de articular populismo y socialismo parecía
hacerse parcialmente realidad, primero en Venezuela y después en Bolivia y
Ecuador. Pero lo que en un momento fue una locomotora hoy se volvió un peso
para los progresismos regionales, a punto tal que nadie puede ganar hoy una
elección en América Latina sin diferenciarse del madurismo, en el contexto de
una masiva migración de venezolanos que dan carnadura –y voz– a los fracasos de
su gobierno.
Cultura de campamento
Es difícil atribuir a la “maldición de la
abundancia” el derrumbe económico que atraviesa Venezuela; otros países de la
región y del mundo dependen de las exportaciones hidrocarburíferas y no sufren
un retroceso de características post-bélicas –la caída del PIB en Venezuela ronda
el 50% en los últimos cinco años, un hecho inédito en la región– 2/.
Hasta hace un par de años, gracias a la combinación de una serie de dimensiones
a menudo poco debatidas por las izquierdas latinoamericanas, el chavismo había
logrado postergar la discusión sobre la “vía venezolana al socialismo…
petrolero” hasta que ya no haya “conspiraciones imperialistas” en el horizonte,
es decir, ad infinitum. Entre esas dimensiones encontramos el carisma
excepcional de Chávez (imposible de transmitir y que combinaba “padre severo”
con “madre cariñosa”); un tipo de mesianismo compasivo de matriz cristiana; un
cripto estalinismo tropical desorganizado que entronca con rituales y marcos
interpretativos del socialismo real, y una visión militarista de los problemas propia
de un caudillismo pretoriano 3/. Todo esto en el marco de una gran
ineficiencia administrativa, incluso en comparación con otros “populismos” de
la región.
Tras la muerte de Chávez (marzo de 2013), sin una
institucionalidad bolivariana propiamente dicha y en un contexto de una
pronunciada caída de los precios de los hidrocarburos, la fórmula bolivariana
–petróleo+carisma+empoderamiento simbólico de los excluidos– se debilitó hasta
desembocar en la situación actual.
Frente a esa deriva, una parte de la izquierda
crítica intentó anclarse en una suerte de “melancolía chavista”, y atribuir los
problemas al liderazgo de Nicolás Maduro, el “hijo de Chávez”. Pero la
profundidad de la crisis (hiperinflación, derrumbe del PBI, inseguridad), junto
a la falta de espacios de deliberación política real en el Partido Socialista
Unido de Venezuela (PSUV), impidieron la emergencia de un “chavismo crítico”
con incidencia social, por lo que una parte de él terminó en el Frente Amplio
Venezuela Libre, que agrupa fuerzas vivas, iglesias, partidos e intelectuales
de diferentes tendencias.
Venezuela vive, como señaló el sociólogo Marc
Saint-Upéry, en una suerte de “autoritarismo anárquico y desorganizado” 4/,
incapaz incluso de imponer la autoridad del Estado, como lo demuestran la
crisis del sistema carcelario, el “pranato” (mafia) minero 5/ y
las cifras brutales de inseguridad (80 muertes violentas por cada 100.000
habitantes), que han acabado incluso con parte de la sociabilidad nocturna. A
ello hay que sumar los Operativos para la Protección y Liberación del Pueblo
(OLP) y más recientemente las maniobras de las Fuerzas de Acciones Especiales
(FAES), que en ambos casos rutinizaron el gatillo fácil en los barrios 6/,
además de una gestión predatoria de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), la gallina
de los huevos de oro de la revolución. La situación es tan mala que el propio
Maduro habló –después de casi dos décadas– del “falso socialismo”, en un
intento de convencer a los electores de que voten por “un nuevo comienzo”.
Mientras este modelo parecía funcionar, por ejemplo,
reduciendo la pobreza, Venezuela, amplificada por la retórica de Chávez, se
había transformado en un faro político en la región, con discursos que
revitalizaron la tradición antiimperialista y hasta “ponían en la agenda” el
socialismo. No obstante, desde el comienzo del proceso se podían observar todo
tipo de problemas, tapados, hasta donde era posible, por el boom de los precios
petroleros (que subieron alrededor del 1.000% durante la era Chávez). Detrás de
estos discursos a menudo se escondían las culturas políticas forjadas por
Acción Democrática y Copei desde 1958.
En las últimas dos décadas se han ensayado varias
estrategias –en la primera etapa, “operativos cívico-militares”– para llevar
adelante “procesos de inclusión masivos y acelerados” a través de una
distribución más justa de la renta petrolera, junto con un sistema comunal que
debería absorber a la democracia liberal. Algunos críticos del rentismo hablan
de la “cultura de campamento”, en la que predominan los operativos
extraordinarios sin continuidad en el tiempo 7/. Pero fue el propio
Chávez quien, admitiendo implícitamente el fracaso de una agenda de desarrollo
post-hidrocarburífera (la “siembra del petróleo”), definió el proyecto en
marcha como “socialismo petrolero”. Durante una emisión de Aló Presidente, su
programa semanal, el mandatario venezolano explicó: “Estamos empeñados en
construir un modelo socialista muy diferente al que imaginó Marx en el siglo
XIX. Ese es nuestro modelo, contar con esta riqueza petrolera”.
Las imágenes del socialismo
En este marco emergió lo que el economista marxista
Manuel Sutherland define como un “populismo clientelar lumpen”, que se fue
superponiendo a los efectos iniciales del empoderamiento simbólico de las capas
más postergadas. Esto explica en parte la persistencia del chavismo en sectores
de la sociedad que encontraron en Chávez al líder que, seguramente sin haber
leído a Ernesto Laclau, construyó el “significante vacío” en el que se
inscribieron las múltiples demandas de los de abajo. Pero también la
degradación actual.
El caso venezolano deja en evidencia que, desde la
caída del Muro de Berlín en 1989, no fue posible pensar, ni teórica ni
prácticamente, un tipo de transformación socialista integral de la sociedad sin
caer en la cultura anti-pluralista del socialismo real. Y en esa deriva no fue
menor el rol de Cuba, embarcada hoy en una serie de reformas, pero sin perder
la vocación totalitaria en diversos terrenos de la vida social. Venezuela, sin
dudas, no se transformó en Cuba: no logró poner en práctica algunas políticas
públicas de inclusión social sistemática –como lo hicieron los cubanos en
materia de salud y educación–, y no terminó de desmantelar totalmente la
“democracia liberal” (aunque la Asamblea Nacional Constituyente inaugurada en
2017 modeló un gobierno de facto que se sitúa por encima de los poderes
constituidos y anuló en los hechos a la Asamblea Nacional –de mayoría opositora
desde 2015 y declarada en desacato por una justicia completamente subordinada
al chavismo–).
De este modo, el “silencio Cuba”, al decir de
Claudia Hilb, de muchas izquierdas latinoamericanas –y de más allá también–
devino en un “silencio Venezuela”, que no significó, como tampoco ocurrió en el
caso de la isla, no hablar de Venezuela, sino evitar enfrentar los problemas
apelando de manera mecánica a las “agresiones imperiales”. Bajo el mismo acoso
imperial, la Bolivia de Evo Morales lleva más de una década de crecimiento y
consolidación macroeconómica, baja inflación y estabilidad cambiaria.
Lo cierto es que la misma Venezuela que pareció
alentar la expansión del socialismo en la región terminó convirtiéndose en un
búmeran para las izquierdas. No es de extrañar que las fuerzas de derecha
latinoamericanas incluyan a Venezuela –o, mejor dicho, a los riesgos, más
imaginados que reales, de venezuelización– en las campañas electorales. Incluso
Sebastián Piñera llegó a hablar, con tonalidades de realismo mágico, de los
peligros de transitar hacia “Chilezuela” si triunfaba el candidato de
centroizquierda, por no hablar del “efecto Venezuela” en la política argentina,
colombiana y brasileña. Por supuesto, esos relatos pueden descartarse como
propios de la tradicional retórica conservadora que busca desprestigiar a los
gobiernos populares. Pero eso significaría desconocer que Venezuela es el único
país que se proclamó “socialista” con posterioridad a la caída del Muro de
Berlín y que hoy replica imágenes clásicas de la decadencia del socialismo
real: desabastecimiento, colas, hiperinflación, migraciones masivas y un Estado
crecientemente pretoriano.
Las derivas del Foro de San Pablo
El giro a la derecha en la región no alentó una
revisión crítica de la “década ganada” sino actitudes reactivas y retroutopías
sobre las “primaveras populares” perdidas. Esto puedo verse en la 24ª Asamblea
del Foro de San Pablo, celebrada en julio de 2018 en La Habana. La presencia en
su seno de las figuras del ala más conservadora de Cuba, como el vicesecretario
del Partido Comunista de Cuba (PCCh), José Ramón Machado Ventura, contribuyó al
repliegue ideológico y a la retórica contra el cerco imperial. Pero el imperio
requiere un análisis más fino, al menos para reconocer que los halcones de la
era Bush que hoy buscan derrocar a Maduro –y le ofrecen una playa paradisíaca
si se va del país o la de Guantánamo si se queda– conviven con un Trump que
llegó a la Casa Blanca supuestamente apoyado por Vladimir Putin, en el marco de
la emergencia de la “derecha alternativa”.
Problemas como la corrupción fueron englobados en
el encuentro del Foro en el gran relato de la conspiración política-judicial. Y
aunque sería ingenuo negar las operaciones y el rol de la política y los jueces
celebrities, lo cierto es que la ética pública constituye una demanda popular
generalizada. De hecho, en los países gobernados por la derecha las izquierdas
ganan también con discursos “honestistas”, como ocurrió en México con Andrés
Manuel López Obrador. Pero incluso más allá de esta cuestión –que hoy tiñe
todas las campañas electorales– la solidaridad acrítica del Foro con el
gobierno de Venezuela y con Daniel Ortega en Nicaragua –que logró mantenerse en
el poder sin escatimar represión a sangre y fuego– deja ver una subestimación
de las izquierdas regionales de la crisis política y moral de gran parte de sus
fuerzas y del problema democrático. Una subestimación que recuerda reacciones
frente a la crisis del socialismo real poco antes del derrumbe de la Unión
Soviética, en 1991.
“Empate catastrófico”
Habrá que ver cómo termina el “empate catastrófico”
iniciado con la guerra de poderes lanzada en 2015, cuando la oposición ganó dos
tercios de la Asamblea Nacional. Juan Guaidó, en una especie de acto
“leninista”, se hizo proclamar “presidente encargado”, tratando de aprovechar
los “instantes huidizos” de la política. E hizo de la “ayuda humanitaria” –con
apoyo de Estados Unidos– su caballito de batalla para mostrar que tiene algún
poder material y tratar de quebrar a las Fuerzas Armadas. Es claro que la caída
de Maduro sería un golpe inevitable para las izquierdas de la región
(maduristas y no maduristas).
Sin embargo, la experiencia del socialismo real
advierte sobre los riesgos de atar la suerte de la izquierda a proyectos
políticos cuyo único mérito es “resistir al imperio”, aunque resulten opresivos
para quienes viven en ellos, y de reclamar Estado de Derecho, libertades
democráticas y justicia independiente sólo cuando gobierna la derecha. No puede
ignorarse que la persistencia de Maduro en el poder, en las condiciones
actuales, tiene también un efecto disuasivo sobre cualquier proyecto de
transformación social que se identifique como socialista. Lo entendió Bernie
Sanders, que hoy lidera uno de los movimientos más dinámicos de la izquierda
global, quien hizo una crítica democrática radical al gobierno venezolano al
tiempo que rechazaba el injerencismo de los halcones de la Casa Blanca 8/.
Cecile Marín
Notas
1/ En parte este éxito fue posibilitado, de manera
involuntaria, por el indulto otorgado por el presidente Rafael Caldera.
2/ Pablo Stefanoni, “¿A dónde va Venezuela? (si es
que va a alguna parte)”, entrevista a Manuel Sutherland, Nueva Sociedad, ed.
digital, Nueva Sociedad, Buenos Aires, enero de 2019.
3/ Marc Saint-Upéry y Pablo Stefanoni, “Le
cauchemar de Bolívar: crise et fragmentation des gouvernements de l’Alba”,
Hérodote, París, 2019.
4/ Marc Saint-Upéry, El sueño de Bolívar. Los
desafíos de las izquierdas latinoamericanas, Paidós, Barcelona, 2008.
5/ Pranes son los jefes del hampa. Ver “El Arco
Minero del Orinoco. Diversificación del extractivismo y nuevos regímenes
biopolíticos”, Nueva Sociedad, Nº 274, marzo-abril de 2018.
6/ “Las FAES. Reflexiones sobre la
(in)seguridad en Venezuela”, entrevista a Keymer Ávila, Aporrea, 3-1-2019;
Rebecca Hanson y Verónica Zubillaga, “Los operativos militarizados en la era
post-Chávez. Del punitivismo carcelario a la matanza sistemática”, Nueva
Sociedad, Nº 278, noviembre-diciembre de 2018.
7/ Rafael Uzcátegui, La Revolución
como espectáculo. Una crítica anarquista al gobierno bolivariano, Libros de
Anarres, Buenos Aires, 2010.
8/ Tuit, 24 de enero de 2019.