Por Joaquín Pérez Rey
Introducción: carnaval de la
vida mexicana

«Carnaval de la vida mexicana» de
Diego Rivera es una de las obras expuestas. Se compone de 4 paneles y se abre
con el titulado «La dictadura». En él destaca el rostro de Plutarco Elías
Calles, el «jefe máximo de la Revolución», compuesto a base de los rasgos de
Hitler, Mussolini, Roosevelt e Hirohito. Una referencia al fascismo que se
propaga por todo el mural en el que hombres con máscaras cargan contra
espantapájaros. Entre los que cargan una enigmática figura ataviada con
sombrero, máscara de animal (¿un perro?), blandiendo dos huesos, provisto de
un utensilio para limpiar zapatos y un micrófono; de su mandil cuelga una
leyenda: «ley del trabajo».
Se trata, permítaseme aventurar
una interpretación, de un mercenario del periodismo, un mero instrumento de
manipulación, un limpiabotas del poder, que entretiene o desinforma con
reclamos a la población. Y la ley del trabajo es un de esos espejuelos.
Podría pensarse, por quien firma
el panel, en la clásica invectiva izquierdista contra los intentos
reformadores, una crítica revolucionaria a la legislación laboral por asumir
el trabajo asalariado en lugar de abolirlo. No obstante, dado el contexto, creo
que se trata de un mensaje diferente. Quizá la ley de trabajo que exhibe el
siniestro reportero sea una referencia más del mural al fascismo, que siempre
ha hablado y mucho de trabajo. La apropiación de la legislación laboral por
los regímenes dictatoriales ha respondido siempre a parámetros similares: una
mueca de paternalismo en la protección individual de los trabajadores
nacionales combinada con la destrucción o desnaturalización de los derechos
sindicales. Según nos explica Néstor de Buen estas características estaban
presentes en la Ley federal del trabajo mexicana de 1931, quizá a la que
aludía el disfraz de perro en el mural pintado en 1936 para el Hotel Reforma y
que nunca lució en las paredes del establecimiento, hoy abandonado, por su
alto contenido político. Para el ilustre jurista mexicano la ley,
probablemente imitando a la Italia fascista, colocó a los sindicatos en una
situación de absoluta dependencia del Estado, generando convenios colectivos
que funcionaron como instrumento de protección patronal y un derecho de huelga
encorsetado y sometido a la verificación de su «existencia».
No pretendo con estas líneas
aplacar la llamada de una vocación frustrada como crítico de arte, sino
interrogarme acerca de un paralelismo ¿cuelga hoy de la solapa de los
dirigentes populistas de derechas la ley del trabajo? Veámoslo con algo de
sosiego en dos actos.
Primer acto. Tragedia
Lo hemos dicho, se ha dicho
muchas veces: el Derecho del trabajo, una disciplina modesta y a menudo
minusvalorada en los esquemas clásicos de los juristas, es, sin embargo,
responsable de una de las grandes conquistas civilizatorias del siglo anterior.
En su haber está nada menos que haber otorgado la condición de ciudadanos a
los trabajadores y no vea aquí el lector un uso genérico del masculino. Con
limitaciones, y la de género es una de las importantes que todavía hoy
arrastramos, la norma laboral logró parcialmente descosificar a los
trabajadores y empezar a considerarlos como sujetos de derechos. No me resisto
a traer aquí lo que hace unos meses le escuchaba a Umberto Romagnoli, uno de
los maestros del derecho del trabajo europeo:
«En la maleta con la que el
Derecho del trabajo se ha presentado en la aduana del tercer milenio estaba la
conciencia de haber transformado a los trabajadores súbditos de un estado
monoclase en ciudadanos de un estado pluriclase. Por esta razón, la democracia
le debe mucho al derecho del trabajo, como le debe mucho al conflicto colectivo
que constituye la única garantía real de progreso».
Ahí es nada, pero no se trata de
una transición perfecta.
a) Un siniestro paréntesis
Primero porque ha sufrido
siniestros paréntesis. El derecho del trabajo balbuceante y recién estrenado
del período de entreguerras, que por otro lado es en buena parte de los
países europeos el momento fundante de la disciplina, tiene un trágico
destino. La experiencia seguramente más inquietante es la de Weimar y la
destrucción nazi de un ordenamiento laboral que ha sido inspirador para el
planeta entero. Una destrucción que no se hizo sacando el trabajo del debate,
sino reapropiándose de él en claves no democráticas y nacionalistas. En
verdad, el fascismo incrementa la centralidad del trabajo, cuyo sistema de
explotación naturaliza al considerar la desigualdad como una característica
estructural, privando así a las clases de su potencial subversivo (Neumann).
Se trata, a diferencia de la ficción de los contratantes iguales propia del
liberalismo, de hacer explícita la jerarquía estableciendo un principio de
sometimiento al jefe (führerprinzip) y un escenario productivista que condena
a la desaparición al que no esté en condiciones de participar en él, de modo
que el trabajo determina el lugar que se ocupa en la comunidad nacional y se
hace pasar por acto de patriotismo (Andreassi Cieri). Todo ello sin entrar en
la ignominia del trabajo forzado y de las fábricas concentracionarias.
También sucedió con el
franquismo. Responsable de dar muerte al derecho republicano del trabajo, una
obra de gran envergadura y precisión técnica, para sustituirlo por las
soflamas fascistas de Fuero del Trabajo y la aniquilación, también física,
de cualquier rastro de derecho sindical.
Fórmulas que no constituyeron
una alternativa al capitalismo, sino que lo defendieron, no obstante su
retórica antiliberal. Pura fachada para mantener de forma autoritaria el
status quo socio económico, adoptando una retórica «productivista» implacable
con cualquier rastro de indisciplina fabril e incorporando al círculo de los
productores a los propios empresarios que no hacían más que ocupar la
posición que les pertenecía en la jerarquía social. Como virtuosamente
relata El orden del día de Éric Vuillard todo empieza con la alianza entre la
industria y el fascismo.
Es desde luego un período negro,
pero si se echa la vista atrás, como parece hacer el Angelus Novus de Paul
Klee, y se hace desde la perspectiva del derecho del trabajo en crisis de la
actualidad, quizá quepa decir con Walter Benjamin, al que el dibujo acompañó
durante buena parte de su vida, que el Ángel de la Historia con su mirada
vuelta hacia el pasado «donde nosotros percibimos una cadena de
acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y
la arroja a sus pies». No, por tanto, paréntesis sino una sola desgracia que
lleva contra las cuerdas a ese derecho del trabajo civilizatorio que hoy
miramos con envidia, pero que quizá siempre ha contenido en sus intersticios
su propia destrucción. La conquista civilizatoria tenía un peaje, el de
apuntalar el capitalismo. Se trata de la consabida ambivalencia de un derecho
que a la vez que protege a la parte más débil de la relación consiente esa
misma relación de desigualdad, como si para salvar alguien del ahogamiento
primero lo tiráramos al océano.
Y los acontecimientos
posteriores, tras el esplendor inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial,
confirman esta catástrofe única. Aunque esto nos lleva a la segunda de las
limitaciones que nos interesa señalar respecto de la conquista civilizatoria
procurada por el derecho del trabajo.
b) Un derecho nacional asediado
Y es que, en segundo lugar, el
tránsito del trabajo a la ciudadanía se hizo, pese a los antecedentes y las
ideologías, con los recursos del estado nación. Fue el derecho del trabajo
alemán, español, italiano o el belga el que emprendió la tarea. El
ordenamiento laboral acabó encerrado en las fronteras nacionales cargándose de
peculiaridades. Si bien respecto del contrato de trabajo el lenguaje fue a
grandes rasgos compartido, el derecho sindical se convirtió en una extensión
de la idiosincrasia nacional, dando lugar a técnicas bien diversas en materia
de autonomía colectiva, dificultando el lenguaje común y, sobre todo,
propiciando que los espacios sindicales de las confederaciones fueran
fundamentalmente nacionales, postergando en la práctica la creación de
sujetos sindicales que actuaran de forma contrahegemónica en el espacio
transnacional o supranacional sin más. Cierto que en los albores del derecho
del trabajo este ámbito estaba todavía por construir, al menos con la
intensidad de la actualidad, pero quizá podríamos aventurar la hipótesis de
que la falta de sujetos colectivos organizados en el espacio que desborda el
espacio nación ha entregado el ámbito de lo transnacional (y no en menor
medida el supranacional) a la lex mercatoria. Se trata de un espacio sin otras
reglas que la impuestas unilateralmente por las grandes corporaciones donde,
como se sabe, la conquista de lugares democráticos es especialmente compleja y
avanza a base de mucho tesón (los acuerdos multilaterales, por ejemplo) o, lo
que es peor, a lomos de tragedias medioambientales y humanas (aquí los
ejemplos son inagotables), si es que cabe distinguir entre ambas.
La apropiación neoliberal de los
espacios internacionales, resumamos así para no distinguir entre sus diversos
ámbitos, representa además otro papel capital para la evolución del derecho
de la ciudadanía laboriosa. Es en este ámbito desde el que comienza una
fuerte deslegitimación del aparato protector propio de los ordenamientos
laborales nacionales. La falsa ecuación no deja de repetirse impenitentemente:
acabar con el desempleo exige acabar con los derechos de los trabajadores,
primero excepcionalmente y más tarde, en la era de las reformas estructurales,
de forma definitiva. El ordenamiento laboral entero convertido en un útil de
la política de empleo lo que no era más que un antecedente necesario de lo
que acabaría por llegar en tiempos más recientes: la norma laboral como
instrumento de gestión de la empresa, una herramienta más a su servicio como
las formulas societarias o la ingeniería fiscal.
Pero antes de entrar brevemente
en estos contenidos conviene alertar sobre sus procedimientos. Buena parte de
estas reformas han sido sugeridas, valga el eufemismo, por los organismos
financieros internacionales que han hecho depender el acceso al crédito por
parte de los países a que estos procedan a una serie de reformas estructurales
de su legislación interna, entre ellas, y principalmente, la reforma de la
legislación laboral.
Esta condicionalidad ha afectado
gravemente a los procesos de decisión interna que, con mucha frecuencia y
sabedores que las medidas estaban tomadas, han articulado las reformas
laborales orillando el debate parlamentario. Normas de urgencia por doquier han
sido la clave de estos cambios que incluso, el ejemplo de Brasil es
sobresaliente, no han dudado en dar lugar a grandes turbulencias (anti)
democráticas para articular reformas regresivas de los derechos de los
trabajadores.
Se ha originado así una especie
de «reforma laboral global» explícita que comparte rasgos comunes. Hay desde
luego variantes nacionales, pero una serie de líneas de tendencia pueden ser
señaladas: la precariedad de las relaciones de trabajo con la aparición de
moldes contractuales que priman la inserción laboral a costa de la rebaja de
los derechos laborales; la banalización del despido que abandona su
consideración como medida de ultima ratio para intentar convertirse en un modo
de gestión cotidiano, la descentralización productiva como tendencia
imparable y global..., y en un lugar destacado la instrumentalización de la
autonomía colectiva.
Se percibe así una suerte de
«chilenización» de la negociación colectiva, esto es, una descentralización
forzada del convenio colectivo que se pretende quede anclado en la empresa
desplazando la negociación sectorial. La empresa como centro de regulación,
una especie de autarquía normativa que estimula la competencia en condiciones
de trabajo, naturalmente a la baja.
Tampoco puede dejar de
mencionarse otra tendencia, a veces explícita, en ocasiones implícita. Se trata
de la extensión del modelo del contrato «cero horas». Una forma de empleo
basada sobre la disponibilidad no remunerada del trabajador que presta sus
servicios solo a requerimiento del empresario. Un tipo de relación espoleada
por las nuevas tecnologías y que a veces pugna por considerar obsoletos los
indicios de subordinación abrazando el trabajo autónomo y la retórica del
emprendimiento. Expulsión hacía una supuesta auto-organización del trabajo
que como recientemente y con fina ironía advertía un juez británico supone
ser libre para pasar frío o tener accidentes y no resultar protegidos.
Estas reformas de influjo
internacional generan enormes paradojas, pero hay una que destaca con luz
propia. En muchas ocasiones el acatamiento nacional de las directrices
laborales de los organismos internacionales, que se verifica como estamos
viendo en reformas laborales regresivas, implica que estos mismo Estados
incumplan los compromisos internacionales que en materia de derechos sociales
tienen asumidos. Sirva solo como muestra el incumplimiento de la Carta Social
Europea por países como España o Grecia.
Algo que demuestra la necesidad
de informes de impacto en derechos humanos cuando se establecen los
condicionantes de la ayuda financiera o medidas similares, pero sobre todo
demuestra que la gobernanza de las relaciones laborales exige transcender el
ámbito nacional que, en buena medida, se encuentra a la intemperie frente los
mecanismos de retorsión de los derechos laborales que proceden de los distintos
órganos internacionales, entre los que cabe incluir a la propia UE. Respecto
de esta hace unos días un grupo de prestigiosos intelectuales europeos
afirmaba que «la corrosión de los sistemas de solidaridad, ya sean los
servicios públicos, el derecho del trabajo o de la seguridad social, es uno de
los efectos más visibles de la integración europea, y el primer factor de su
desintegración»1.
Un derecho nacional, por tanto,
sometido a las presiones del exterior que en su actual configuración a duras
penas cumple con el cometido civilizatorio con el que abríamos estas líneas.
Y un derecho que se ocupa de un trabajo que ha perdido su centralidad para
todos, excepto para los trabajadores que se empecinan en seguir considerándolo
su principal preocupación.
Este es el contexto en el que se
mueve el trabajo y su derecho la primera década del siglo XXI hasta que, de la
mano de políticas populistas de ultraderecha, vuelve a cargarse de
protagonismo.
Segundo
acto. Farsa
«From the
People proceeds the power of the State
-But where does it proceed to?
Yes, where is it proceeding to?»
(Bertolt Brecht, Article One of the Weimar Constitution)
-But where does it proceed to?
Yes, where is it proceeding to?»
(Bertolt Brecht, Article One of the Weimar Constitution)
«We
assembled here today are issuing a new decree to be heard in every city, in
every foreign capital, and in every hall of power.
From this day forward, a new vision will govern our land.
From this moment on, it’s going to be America First.
From this day forward, a new vision will govern our land.
From this moment on, it’s going to be America First.
Every
decision on trade, on taxes, on immigration, on foreign affairs, will be made
to benefit American workers and American families. We must protect our borders
from the ravages of other countries making our products, stealing our
companies, and destroying our jobs. Protection will lead to great prosperity
and strength.
[...]
We will bring back our jobs. We will bring back our borders. We will bring back our wealth. And we will bring back our dreams».
(Donald Trump, discurso inaugural de su presidencia)
We will bring back our jobs. We will bring back our borders. We will bring back our wealth. And we will bring back our dreams».
(Donald Trump, discurso inaugural de su presidencia)
Qué duda cabe que el futuro del
trabajo y de su regulación, ahora que el debate recorre el mundo de la mano
del centenario de la OIT, pasa por la búsqueda de una normatividad
internacional que evite precisamente la debilidad que los estados han mostrado
en la defensa del Estado Social. La noción de trabajo decente, la aparición
de una rica dogmática sobre los derechos humanos laborales o el diálogo
multinivel entre jurisdicciones son elementos de una nueva normatividad que
transciende lo nacional y busca espacios de civilización que se incorporan a
los países a través de la pasarela de las constituciones internas o de la creación
de un ius cogens internacional que llega incluso a prescindir del dato formal
de ratificación o no de los tratados (piénsese por ejemplo en las normas
consideradas fundamentales por la OIT o las influencias de unos instrumentos
derechos sociales sobre otros).
Si bien la acción estatal sigue
siendo decisiva para la adecuada garantía de los derechos laborales lo cierto
es que el nuevo reparto mundial del trabajo y los avances tecnológicos hacen
indispensable una nueva gobernanza global de las relaciones laborales que
debería tener un pilar básico en la autonomía colectiva transnacional.
Sin embargo, lejos de asistir a
una reconfiguración de los lazos de solidaridad que eviten la competencia a la
baja y universalicen la noción de trabajo decente más allá de la
ciudadanía, venimos asistiendo a la aparición de estrategias populistas de
derechas que han gozado del apoyo ciudadano en partes importantes del globo.
Estrategias que rompen con el confinamiento del trabajo y su regulación a un
lugar secundario y lo reintroducen en el centro del debate desde una óptica
nacionalista y xenófoba. El mensaje no es tanto una recuperación de los
derechos laborales perdidos, sino una recuperación del empleo con la fórmula
demagógica de protección de los mercados nacionales, expulsión de los
inmigrantes y cierre de las fronteras. Pero, como demuestra el denominado
decreto dignidad en Italia /2, no es ni si quiera descartable que en el marco
de esta reapropiación populista del discurso laboral se produzcan tímidas
recuperaciones de derechos que, combinadas con el discurso implacable frente a
la inmigración, lancen la idea de un Derecho del trabajo de los italianos o de
los húngaros, un derecho excluyente del extranjero al que se responsabiliza de
la decadencia del trabajo con derechos. Una estrategia cuyos réditos
electorales no hay que minusvalorar.
No es previsible, con todo, que
estas versiones demagógicas de la recuperación de los derechos de los
trabajadores procuren ninguna suerte de rehabilitación de los ordenamientos
laborales. Antes al contrario, cabe esperar un deterioro de las relaciones
colectivas y un intento de marginación de las organizaciones sindicales,
cuando no una identificación entre patriotismo y degradación de la relación
de trabajo3. Sin embargo, el hecho de que el debate del trabajo haya recibido
nuevos bríos de la mano de estas propuestas insolidarias y alejadas de los
derechos humanos, propuestas carnavalescas por terminar por donde empezamos,
demuestra las carencias del discurso progresista, especialmente en su versión
socialdemócrata. Que la socialdemocracia ha colaborado activamente con la
pérdida de centralidad del trabajo y su reducción a mero coste, asumiendo
buena parte del discurso neoliberal, no creo que pueda ponerse en duda. Serán
unas u otras las razones de este proceder, algunas de ellas, como ya hemos
señalado, explicables como un mero sucumbir a las imposiciones de los órganos
supranacionales, pero sean cuales sean, demuestran que el trabajo con derechos
debe incorporarse a la agenda inmediata de la izquierda, que tiene el reto de
demostrar que se pueden construir espacios de bienestar basados en la
solidaridad y que no es posible elegir entre el respeto a los derechos humanos
de las personas y la garantía de los derechos laborales y de protección
social de los nacionales. Esta odiosa y falaz disyuntiva que, a lomos de las
fake news y la manipulación masiva que propician las redes sociales, gana
adeptos debe combatirse activamente devolviendo al trabajo de las personas sus
derechos, sorteando las limitaciones del pasado reciente y universalizando la
noción de trabajo decente. Reconquistar en definitiva la ciudadanía a través
del trabajo que ya no puede ser más una ciudadanía estatal, sino global y
enmarcada en los valores de la fraternidad.
Esta reconquista arroja sobre las
fuerzas de la izquierda una responsabilidad de gran envergadura, la de
desmostar la vigencia de estos valores, lo que será imposible si sigue
concediendo crédito al discurso de los mercados. Si no se rompe esta dinámica
se dará alas a la mascarada de la ultraderecha y serán las libertades las que
perezcan. Una amenaza cada día menos alarmista y más alarmante.
Notas:
1/ CASAS, M. E., y SUPIOT, A.,
«Sobre la democracia en Europa», El País, 14-11-2018. 4
2/ Que ha dado lugar a un
insólito, por inesperado, debate en nuestro país, vid. el inicio del mismo en
el artículo de Anguita, Monereo e Hillueca: https://www.cuartopoder.es/ideas/2018/09/05/fascismo-en-italia-decreto-dignidad/
3/ Así por ejemplo la carta de
trabajo verde y amarilla, los colores nacionales, que propone Bolsonaro para
Brasil y que supone la pérdida de derechos laborales y de seguridad social
frente a la tradicional carta azul, vid. https://www.cut.org.br/noticias/bolsonaro-cria-carteira-de-trabalho-verd... 96d0