Por Chuang
Publicamos la
traducción de un artículo sobre la influencia del sistema capitalista mundial
en una nueva epidemia vírica; en este caso, el coronavirus en China.
Originalmente se publicó el 6 de febrero de 2020 en el sitio web de Chuang, a
cargo de un grupo de comunistas chinos que critican tanto el “capitalismo de
Estado” del Partido Comunista Chino como la versión neoliberal de los
movimientos de “liberación” de Hong Kong. En su sitio web publican, además de
los artículos de su blog, una revista temática que ya tiene una edición en
inglés. Red.
El horno
Wuhan es conocido coloquialmente como
uno de los cuatro hornos de China por su opresivo verano
húmedo y caluroso, que comparte con Chongqing, Nankín y alternativamente con
Nanchang o Changsha, ciudades bulliciosas de larga historia, situadas a lo
largo o cerca del valle del río Yangtsé. De las cuatro, Wuhan también está
salpicada de hornos en sentido estricto: el enorme complejo urbano constituye
una especie de núcleo de la fabricación de acero y hormigón y de otras
industrias relacionadas con la construcción en China. Su paisaje está salpicado
de altos hornos de enfriamiento lento de las demás fundiciones de hierro y
acero de propiedad estatal, ahora afectadas por la sobreproducción y obligadas
a una nueva y polémica ronda de cierres y despidos, privatizaciones y
reestructuraciones generales, que ha dado lugar a varias huelgas y protestas de
gran envergadura en los últimos cinco años. La ciudad es ante todo la capital
de la construcción de China, lo que significa que ha desempeñado un papel
especialmente importante en el período posterior a la crisis económica mundial,
ya que aquellos fueron los años en que el crecimiento chino se vio impulsado
por la canalización de inversiones hacia proyectos de infraestructura e
inmobiliarios. Wuhan no solo alimentó esta burbuja con su abundante oferta de
materiales de construcción y obra pública, sino que también, al hacerlo, se
convirtió ella misma en exponente del boom inmobiliario. Según
nuestros cálculos, en 2018-2019 la superficie total dedicada a obras de
construcción en Wuhan equivalía al tamaño de la isla de Hong Kong en su
conjunto.
Pero ahora este horno, motor de la
economía china tras la crisis, parece que se enfría, al igual que los hornos
que se encuentran en las fundiciones de hierro y acero. Aunque este proceso ya
estaba en marcha, la metáfora ya no es simplemente económica, puesto que la
ciudad, antaño bulliciosa, ha estado aislada durante más de un mes y sus calles
se han vaciado por orden gubernativa: “La mayor contribución que podéis hacer
es: no os juntéis, no provoquéis el caos”, rezaba un titular del diario Guangming,
del departamento de propaganda del Partido Comunista Chino (PCC). Hoy en día,
las nuevas y amplias avenidas de Wuhan y los relucientes edificios de acero y
cristal que las coronan, están todos fríos y vacíos, cuando el invierno
atraviesa el Año Nuevo Lunar y la ciudad se estanca bajo la constricción de la
cuarentena generalizada. Aislarse es un buen consejo para cualquier persona en
China, donde el brote del nuevo coronavirus (recientemente rebautizado con el
nombre de SARS-CoV-2 y su enfermedad con el de COVID-19) ha matado a más de dos
mil personas; más que su predecesora, la epidemia de SARS de 2003. El país
entero está paralizado, como lo estuvo durante el SARS. Las escuelas están
cerradas y la gente está confinada en sus casas en todo el país. Casi toda la
actividad económica se detuvo por la fiesta del Año Nuevo Lunar, el 25 de
enero, pero la pausa se extendió durante un mes para frenar la propagación de
la epidemia. Los hornos de China parecen haber dejado de quemar, o por lo menos
no contienen más que brasas incandescentes. En cierto modo, sin embargo, la
ciudad se ha convertido en otro tipo de horno, ya que el coronavirus arde a
través de su numerosa población como una gran fiebre.
El brote se ha achacado
incorrectamente a toda clase de causas, desde la conspiración y/o la liberación
accidental de una cepa de virus del Instituto de Virología de Wuhan –una
afirmación dudosa, difundida en redes sociales, particularmente a través de
publicaciones paranoicas en Facebook de Hong Kong y Taiwán, pero ahora
impulsada por medios de comunicación conservadores e intereses militares en
Occidente–, hasta la propensión de los chinos a consumir alimentos sucios o extraños,
ya que el brote de virus está relacionado con murciélagos o serpientes vendidas
en un mercado semiilegal de animales vivos, especializado en fauna silvestre y
exótica (aunque esta no fue la fuente originaria). Ambas acusaciones reflejan
el evidente belicismo y orientalismo común a las informaciones sobre China, y
una serie de artículos han señalado este hecho fundamental. Pero incluso estas
respuestas suelen centrarse exclusivamente en cuestiones de cómo se percibe el
virus en la esfera cultural, dedicando mucho menos tiempo a indagar en la
dinámica mucho más brutal que se oculta bajo el frenesí de los medios de
comunicación.
Una variante un poco más compleja
entiende al menos las consecuencias económicas, aunque exagera las posibles
repercusiones políticas por efecto retórico. Aquí encontramos a los sospechosos
habituales, que van desde los consabidos políticos belicistas hasta los que se
aferran a la perla derramada del alto liberalismo: las agencias de prensa,
desde la National Review hasta el New York Times,
ya han insinuado que el brote puede provocar una “crisis de legitimidad” del
PCC, a pesar de que apenas se percibe el halo de una revuelta en el aire. Pero
el núcleo de verdad de estas predicciones radica en su comprensión de las dimensiones
económicas de la cuarentena, algo que difícilmente podrían perderse los
periodistas con carteras de acciones más gruesas que sus cráneos. Porque el
hecho es que, a pesar del llamamiento del gobierno a aislarse, la gente puede
verse pronto obligada a juntarse para atender las necesidades
de la producción. Según las últimas estimaciones iniciales, la epidemia ya
provocará que el PIB de China se reduzca a un 5 % este año, por debajo de
su ya de por sí débil tasa de crecimiento del 6 % del año pasado, la más
baja en tres décadas. Algunos analistas han dicho que el crecimiento en el
primer trimestre podría descender al 4 % o menos, y que esto podría
desencadenar algún tipo de recesión mundial. Se ha planteado una pregunta
impensable hasta ahora: ¿qué le sucede realmente en la economía mundial cuando
el horno chino comienza a enfriarse?
Dentro de la propia China, la
trayectoria final de este proceso es difícil de predecir, pero de momento ya ha
dado lugar a un raro fenómeno colectivo de cuestionamiento y aprendizaje sobre
la sociedad. La epidemia ha infectado directamente a casi 80.000 personas
(según el cálculo más conservador), pero ha supuesto una conmoción para la vida
cotidiana bajo el capitalismo de 1.400 millones de personas, atrapadas en un
momento de autorreflexión precaria. Este momento, aunque dominado por el miedo,
ha hecho que todos se hagan simultáneamente algunas preguntas profundas: ¿Qué
va a ser de mí? ¿De mis hijos, mi familia y mis amigos? ¿Tendremos suficiente
comida? ¿Me pagarán? ¿Podré pagar el alquiler? ¿Quién es responsable de todo
esto? De una manera extraña, la experiencia subjetiva se parece a la de una
huelga de masas, pero que, por su carácter no espontáneo, de arriba abajo y
especialmente por su involuntaria hiperatomización, ilustra los enigmas básicos
de nuestro propio presente político opresivo de una manera tan clara como las
verdaderas huelgas de masas del siglo pasado, que dilucidaron las
contradicciones de su época. La cuarentena, entonces, es como una huelga
vaciada de sus características colectivas, pero que es, sin embargo, capaz de
causar un profundo choque tanto psicológico como económico. Este hecho por sí
solo la hace digna de reflexión.
Por supuesto, la especulación sobre
la inminente caída del PCC es una tontería predecible, uno de los pasatiempos
favoritos de The New Yorker y The Economist.
Mientras tanto, se aplican los protocolos normales de supresión mediática, en
los que los artículos de opinión abiertamente racistas publicados en los medios
tradicionales son contrarrestados por un enjambre de artículos de opinión en
Internet que polemizan con el orientalismo y otras facetas ideológicas. Pero
casi toda esta discusión se queda en el nivel de la representación –o, en el
mejor de los casos, de la política de contención y de las consecuencias
económicas de la epidemia–, sin profundizar en las cuestiones de cómo se
producen estas enfermedades en primer lugar, y mucho menos en su difusión. Sin
embargo, ni siquiera esto es suficiente. No es el momento de un simple ejercicio
de scubidú marxista que quite la máscara al villano para
revelar que, sí, de hecho, ¡ha sido el capitalismo el que ha causado el
coronavirus! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros
olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable,
pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la
biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la
experiencia?
En este sentido, el brote presenta
dos oportunidades para la reflexión. En primer lugar, se trata de una apertura
instructiva en la que podríamos examinar cuestiones sustanciales sobre la forma
en que la producción capitalista se relaciona con el mundo no humano en un
plano más fundamental: en resumen, el mundo natural, incluidos sus
sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin hacer referencia a la forma
en que la sociedad organiza la producción (porque, de hecho, ambos aspectos no
están separados). Al mismo tiempo, esto es un recordatorio de que el único
comunismo que merece este nombre es el que incluye el potencial de un
naturalismo plenamente politizado. En segundo lugar, también podemos utilizar
este momento de aislamiento para nuestra propia reflexión sobre el estado
actual de la sociedad china. Algunas cosas solo se aclaran cuando todo se
detiene de forma inesperada, y un parón de este tipo no puede por más que sacar
a la luz tensiones que estaban ocultas. A continuación, pues, exploraremos
estas dos cuestiones, mostrando no solo cómo la acumulación capitalista produce
tales plagas, sino también cómo el momento de la pandemia es en sí mismo un
caso contradictorio de crisis política, que hace visibles a las personas los
potenciales y las dependencias invisibles del mundo que les rodea, al tiempo
que ofrece otra excusa más para la extensión creciente de los sistemas de
control en la vida cotidiana.
La generación de
plagas
El virus que subyace a la epidemia
actual (SARS-CoV-2), al igual que su predecesor, el SARS-CoV de 2003, así como
la gripe aviar y la gripe porcina que le precedieron, se gestó en el nexo entre
economía y epidemiología. No es casualidad que tantos de estos virus hayan
tomado el nombre de animales: la propagación de nuevas enfermedades a la
población humana es casi siempre producto de lo que se llama transferencia
zoonótica, que es una forma técnica de decir que tales infecciones saltan de
los animales a los humanos. Este salto de una especie a otra está condicionado
por aspectos como la proximidad y la regularidad del contacto, todo lo cual
construye el entorno en el que la enfermedad se ve obligada a evolucionar.
Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia, también cambian las
condiciones en las que evolucionan tales enfermedades. Detrás de los cuatro
hornos, por tanto, se halla un horno más fundamental que sostiene los centros
industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la
urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal en que nacen plagas
cada vez más devastadoras, se transforman, inducidas a realizar saltos
zoonóticos y entonces lanzadas agresivamente a través de la población humana. A
esto se añaden procesos igualmente intensos que tienen lugar en los márgenes de
la economía, donde las personas que se ven empujadas a realizar incursiones
agroeconómicas cada vez más extensas en ecosistemas locales encuentran
cepas salvajes. El coronavirus más reciente, en sus orígenes salvajes y
su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y
urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra
nueva era de plagas político-económicas.
La idea básica en este caso la
desarrollan más a fondo biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo
libro Big Farms Make Big Flu, publicado en 2016, detalla la
conexión existente entre la agroindustria capitalista y la etiología de las
recientes epidemias, desde el SARS hasta el ébola.[1] Al
rastrear la propagación del H5N1, también conocido como gripe aviar, resume
varios factores geográficos clave para esas epidemias que se originan en el
núcleo productivo:
Los paisajes rurales de muchos de los
países más pobres se caracterizan ahora por una agroindustria no regulada que
presiona sobre los arrabales periurbanos. La transmisión no controlada en zonas
vulnerables aumenta la variación genética con la que el H5N1 puede desarrollar
características específicas para el ser humano. Al extenderse por tres
continentes, el H5N1 de rápida evolución también entra en contacto con una
variedad cada vez mayor de entornos socioecológicos, incluidas las
combinaciones locales específicas de los tipos de huéspedes predominantes, las
modalidades de cría de aves de corral y las medidas de sanidad animal.[2]
Esta propagación, por supuesto, viene
impulsada por los circuitos comerciales mundiales y las migraciones regulares
de mano de obra que definen la geografía económica capitalista. El resultado es
un tipo de creciente selección démica a través de la cual el
virus halla un mayor número de trayectorias evolutivas en un tiempo más corto,
con lo que las variantes más aptas se imponen a las demás.
Pero este es un aspecto fácil de
entender, que ya es común en la prensa dominante: el hecho de que la globalización facilita
una propagación más rápida de estas enfermedades; aunque en este caso con un
añadido importante, viendo cómo este mismo proceso de circulación también
estimula al virus a mutar más rápidamente. La verdadera cuestión, sin embargo,
es anterior: antes de que la circulación aumente la resiliencia de esas
enfermedades, la lógica básica del capital ayuda a situar cepas víricas que
estaban aisladas o eran inofensivas en entornos hipercompetitivos que favorecen
la adquisición de rasgos específicos que causan las epidemias, como un rápido
ciclo de vida del virus, la capacidad de realizar saltos zoonóticos entre
especies portadoras y la capacidad de desarrollar rápidamente nuevos vectores
de transmisión. Estas cepas suelen destacar precisamente por su virulencia. En
términos absolutos, parece que el desarrollo de cepas más virulentas tendría el
efecto contrario, ya que matar antes al huésped da menos tiempo para que el
virus se propague. El resfriado común es un buen ejemplo de este principio, ya
que generalmente mantiene niveles bajos de intensidad que facilitan su
distribución generalizada en la población. Pero en determinados entornos, la
lógica opuesta tiene mucho más sentido: cuando un virus tiene numerosos
huéspedes de la misma especie en estrecha proximidad, y especialmente cuando
estos huéspedes ya pueden tener ciclos de vida acortados, el aumento de la
virulencia se convierte en una ventaja evolutiva.
De nuevo, el ejemplo de la gripe
aviar es muy claro. Wallace señala que los estudios han demostrado que “no hay
cepas endémicas altamente patógenas [de gripe] en las poblaciones de aves
silvestres, que son el reservorio-fuente último de casi todos los subtipos de
gripe”.[3] En
cambio, las poblaciones domesticadas agrupadas en explotaciones
agroindustriales parecen mostrar una clara relación con esos brotes, por
razones obvias:
Los crecientes monocultivos genéticos
de animales domésticos eliminan cualquier cortafuegos inmunológico que pueda
existir para frenar la transmisión. Los tamaños y las densidades de población
más grandes facilitan mayores tasas de transmisión. Tales condiciones de
hacinamiento reducen la respuesta inmunológica. La elevada rotación, que forma
parte de cualquier producción industrial, aporta un suministro continuamente
renovado de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia.[4]
Y, por supuesto, cada una de estas
características es consecuencia de la lógica de la competencia industrial. En
particular, la rápida tasa de rotación en estos contextos
tiene una dimensión biológica muy marcada: “Tan pronto como los animales
industriales alcanzan la masa adecuada, son sacrificados. Las infecciones de
gripe residentes deben alcanzar rápidamente su umbral de transmisión en
cualquier animal dado […]. Cuanto más rápido se produzcan los virus, mayor será
el daño al animal.”[5] Irónicamente,
el intento de suprimir tales brotes mediante la eliminación masiva –como en los
recientes casos de peste porcina africana, que provocaron la pérdida de casi
una cuarta parte de la oferta mundial de carne de cerdo– puede tener el efecto
no deseado de aumentar aún más esta presión selectiva, induciendo así la
evolución de cepas hipervirulentas. Aunque tales brotes se han producido
históricamente en especies domesticadas, a menudo después de períodos de guerra
o catástrofes ambientales que ejercen una mayor presión sobre las poblaciones
de ganado, es innegable que el aumento de la intensidad y de la virulencia de
tales enfermedades ha seguido a la expansión de la producción capitalista.
Historia y
etiología
Las plagas son en gran medida la
sombra de la industrialización capitalista, mientras que también actúan como
sus precursoras. Los casos evidentes de viruela y otras pandemias introducidas
en América del Norte son un ejemplo demasiado simple, ya que su intensidad se
vio incrementada por la separación prolongada de las poblaciones a través de la
geografía física; y esas enfermedades, sin embargo, ya habían adquirido su
virulencia a través de las redes mercantiles precapitalistas y la urbanización
temprana en Asia y Europa. Si, en cambio, miramos a Inglaterra, donde el
capitalismo surgió primero en el campo en forma de desalojo masivo de
campesinos del mundo rural para ser reemplazados por monocultivos de ganado, vemos
los primeros ejemplos de estas plagas propias del capitalismo. En la Inglaterra
del siglo XVII ocurrieron tres pandemias diferentes, de 1709 a 1720, de 1742 a
1760 y de 1768 a 1786. El origen de cada una fue el ganado importado del
continente europeo, infectado por las habituales pandemias precapitalistas que
siguieron a los combates. En Inglaterra, el ganado había comenzado a
concentrarse de nuevas maneras, y la introducción del ganado infectado se
propagaría entre la población de forma mucho más agresiva que en el continente.
No es casual, entonces, que los brotes se centraran en las grandes vaquerías de
Londres, que ofrecían entornos ideales para la intensificación de los virus.
En última instancia, cada uno de los
brotes fue contenido mediante una eliminación selectiva y temprana en menor
escala, combinada con la aplicación de prácticas médicas y científicas
modernas, en esencia similares a la forma en que se sofocan esas epidemias hoy
en día. Este es el primer ejemplo de lo que se convertiría en una pauta clara,
imitando la de la propia crisis económica: colapsos cada vez más intensos que
parecen poner a todo el sistema al borde del abismo, pero que en última
instancia se superan mediante una combinación de sacrificios masivos que
despejan el mercado/población y una intensificación de los avances
tecnológicos; en este caso con prácticas médicas modernas y nuevas vacunas, que
a menudo llegan demasiado tarde y en cantidad insuficiente, pero que sin
embargo ayudan a hacer limpieza tras la devastación.
Sin embargo, este ejemplo de la
patria del capitalismo debe venir acompañado de una explicación de los efectos
que las prácticas agrícolas capitalistas tuvieron en su periferia. Mientras que
las pandemias de ganado de Inglaterra en su fase capitalista temprana pudieron
contenerse, los efectos en otros lugares fueron mucho más devastadores. El
ejemplo con mayor impacto histórico es probablemente el del brote de peste
bovina en África, que tuvo lugar en la década de 1890. La fecha en sí no es una
coincidencia: la peste bovina había asolado Europa con una intensidad que
seguía de cerca el fuerte crecimiento de la agricultura, solo frenada por el
avance de la ciencia moderna. A finales del siglo XIX, el imperialismo europeo
llegó a su apogeo, materializado con la colonización de África. La peste bovina
se importó de Europa a África Oriental con los italianos, que intentaron de
alcanzar a otras potencias imperiales colonizando el Cuerno de África mediante
una serie de campañas militares. Estas campañas terminaron en su mayor parte en
fracaso, pero la enfermedad se propagó luego entre la cabaña ganadera indígena
y finalmente llegó a Sudáfrica, donde devastó la primera economía agrícola
capitalista de la colonia, llegando incluso a matar el rebaño en la finca del
infame y autoproclamado supremacista blanco Cecil Rhodes. El efecto histórico
más amplio fue innegable: al matar hasta el 80-90 % de todo el ganado, la
plaga provocó una hambruna sin precedentes en las sociedades predominantemente
pastoriles del África subsahariana. A esta despoblación le siguió la
colonización invasiva de la sabana por el espino, que creó un hábitat idóneo
para la mosca tse-tsé, portadora de la enfermedad del sueño que impide el
pastoreo del ganado. Esto aseguró que la repoblación de la región después de la
hambruna fuera limitada, y permitió una mayor expansión de las potencias
coloniales europeas en todo el continente.
Además de inducir periódicamente
crisis agrícolas y crear las condiciones apocalípticas que ayudaron a que el
capitalismo floreciera más allá de sus primeras fronteras, esas plagas también
han atormentado al proletariado en el propio núcleo industrial. Antes de volver
a los numerosos ejemplos más recientes, vale la pena señalar de nuevo que
simplemente no hay nada exclusivamente chino en el brote de coronavirus. Las
explicaciones de por qué tantas epidemias parecen surgir en China no son
culturales: se trata de una cuestión de geografía económica. Esto queda muy
claro si comparamos China con EE UU o Europa, cuando estos últimos eran centros
de producción mundial y de empleo industrial masivo.[6] Y
el resultado es esencialmente idéntico, con las mismas características. La
muerte del ganado en el campo se combinó en la ciudad con malas prácticas
sanitarias y una contaminación generalizada. Esto centró los primeros esfuerzos
de reforma liberal-progresista en los barrios de clase trabajadora, reflejados
en la recepción de la novela de Upton Sinclair La jungla, escrita
originalmente para documentar el sufrimiento de los trabajadores inmigrantes en
la industria cárnica, pero que fue retomada por los liberales ricos,
preocupados por los quebrantos de salud y en general las condiciones insalubres
en que se preparaban sus propios alimentos.
Esta indignación liberal ante
la inmundicia, con todo su racismo implícito, todavía define lo que
podríamos concebir como ideología automática de la mayoría de las personas
cuando se enfrentan a las dimensiones políticas de algo así como las epidemias
de coronavirus o SARS. Pero los trabajadores apenas pueden controlar las
condiciones en las que trabajan. Sobre todo, mientras que las condiciones
insalubres se filtran fuera de la fábrica a través de la contaminación de los
suministros de alimentos, esta contaminación es realmente solo la punta del iceberg.
Tales condiciones son la norma ambiental para aquellos que trabajan en ellas o
viven en asentamientos proletarios cercanos, y estas condiciones inducen mermas
del nivel de salud de la población que facilitan la propagación del vasto
conjunto de plagas del capitalismo. Tomemos, por ejemplo, el caso de la gripe
española, una de las epidemias más mortíferas de la historia. Fue uno de los
primeros brotes de H1N1 (relacionada con brotes más recientes de gripe porcina
y aviar), y durante mucho tiempo se supuso que de alguna manera era
cualitativamente diferente de otras variantes de la gripe, dado su elevado
número de víctimas mortales. Si bien esto parece ser en parte cierto (debido a
la capacidad de la gripe de inducir una reacción excesiva del sistema inmunológico),
en exámenes posteriores de la bibliografía y en investigaciones epidemiológicas
históricas se comprobó que tal vez no fuera mucho más virulenta que otras
cepas. En cambio, su elevada tasa de mortalidad probablemente se debió sobre
todo a la malnutrición generalizada, al hacinamiento urbano y a las condiciones
de vida generalmente insalubres en las zonas afectadas, lo que fomentó no solo
la propagación de la propia gripe, sino también el cultivo de superinfecciones
bacterianas sobre la infección vírica subyacente.[7]
En otras palabras, el número de
muertes causadas por la gripe española, aunque se achacó a una aberración
impredecible del carácter del virus, se debió en la misma medida a las
condiciones sociales imperantes. Al mismo tiempo, la rápida propagación de la
gripe fue posible gracias al comercio global y la guerra mundial, que en ese
momento se centraban en los imperialismos rápidamente cambiantes que
sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial. Y volvemos a encontrar una historia
ya conocida de cómo se produjo una cepa tan mortal de gripe: aunque el origen
exacto sigue siendo algo turbio, se supone ahora que se originó en cerdos o
aves de corral, probablemente en Kansas. El momento y el lugar son
sintomáticos, ya que los años de posguerra fueron una especie de punto de
inflexión para la agricultura estadounidense, que experimentó la aplicación
generalizada de métodos de producción cada vez más mecanizados y de tipo
industrial. Estas tendencias se intensificaron a lo largo de la década de 1920,
y la aplicación masiva de tecnologías como la cosechadora indujo tanto una
monopolización gradual como un desastre ecológico, cuya combinación dio lugar a
la crisis del Dust Bowl y a la subsiguiente migración
masiva. La concentración intensiva de ganado que caracterizaría más tarde las
explotaciones industriales no había surgido todavía, pero las formas más
básicas de concentración y rendimiento intensivo que ya habían causado
epidemias de ganado en toda Europa eran ahora la norma. Si las epidemias de
ganado inglesas del siglo XVIII fueron el primer caso de una plaga de ganado
claramente capitalista, y el brote de peste bovina de la década de 1890 en
África el mayor de los holocaustos epidemiológicos del imperialismo, la gripe
española puede entenderse entonces como la primera de las plagas del
capitalismo en el seno del proletariado.
La Edad Dorada
Los paralelismos con el actual caso
chino saltan a la vista. El COVID-19 no puede entenderse sin tener en cuenta
las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas dentro del
sistema capitalista mundial y a través del mismo ha moldeado el sistema de
sanidad del país y el estado de la salud pública en general. Por consiguiente,
la epidemia, por novedosa que sea, es similar a otras crisis de salud pública
anteriores a ella, que suelen producirse casi con la misma regularidad que las
crisis económicas y que se consideran de manera similar en la prensa popular,
como si se tratara de acontecimientos aleatorios, cisnes negros,
totalmente impredecibles y sin precedentes. La realidad, sin embargo, es que
estas crisis sanitarias se ajustan a sus propios patrones caóticos y cíclicos
de recurrencia, facilitadas por una serie de contradicciones estructurales
incorporadas a la naturaleza de la producción y a la vida proletaria bajo el
capitalismo. Como en el caso de la gripe española, el coronavirus fue originalmente
capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general
de la atención sanitaria básica entre la población general. Pero precisamente
porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico
espectacular, se ha ocultado tras el esplendor de las ciudades relucientes y
las grandes fábricas. La realidad, sin embargo, es que el gasto en servicios
públicos como la atención sanitaria y la educación en China sigue siendo
extremadamente bajo, mientras que la mayor parte del gasto público se ha
dedicado a la infraestructura de ladrillos y mortero: puentes, carreteras y
electricidad barata para la producción.
Al mismo tiempo, la calidad de los
productos del mercado interior suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la
industria china ha producido bienes de alta calidad y elevado valor para la
exportación, fabricados según los más estrictos estándares para el mercado
mundial, como los teléfonos móviles inteligentes y los chips de ordenador. Pero
los productos que se dejan para el consumo en el mercado interior se basan en
normas pésimas, lo que provoca escándalos regulares y una profunda desconfianza
del público. Los numerosos casos recuerdan sin duda a La jungla de
Sinclair y otros relatos de EE UU de la Edad Dorada. El caso más
importante que se recuerda, el escándalo de la leche con melamina de 2008, dejó una
docena de niños muertos y decenas de miles de personas hospitalizadas (aunque
tal vez se vieron afectadas cientos de miles de personas). Desde entonces,
varios escándalos han sacudido al público con regularidad: en 2011, cuando se
descubrió el uso de aceite remanufacturado –reciclado a
partir de los colectores de grasa del alcantarillado– en restaurantes de todo
el país, o en 2018, cuando unas vacunas defectuosas mataron a varios niños, y
luego un año más tarde, cuando docenas de personas fueron hospitalizadas al
recibir vacunas falsas contra el VPH. Las historias menos graves están más
descontroladas, componiendo un telón de fondo familiar para cualquiera que viva
en China: mezcla de sopa instantánea en polvo con jabón para reducir costes,
empresarios que venden cerdos muertos por causas misteriosas en las aldeas
vecinas, cotilleos sobre qué tiendas callejeras son más propensas a ponernos
enfermos.
Antes de la incorporación paulatina
del país al sistema capitalista mundial, en China servicios como la atención
sanitaria se prestaban (principalmente en las ciudades) en el marco del
sistema danwei de prestaciones empresariales o (sobre todo,
pero no exclusivamente, en el campo) en clínicas locales atendidas por
abundantes médicos descalzos, servicios que se prestaban de forma gratuita. Los
éxitos de la atención sanitaria de la era socialista, al igual que sus éxitos
en la esfera de la educación básica y la alfabetización, fueron suficientemente
importantes como para que incluso los críticos más duros del país tuvieran que
reconocerlos. La esquistosomiasis, que asoló el país durante siglos, quedó
básicamente eliminada en gran parte de su centro de origen histórico, para
volver con fuerza cuando se empezó a desmantelar el sistema de atención sanitaria
socialista. La mortalidad infantil se desplomó y, a pesar de la hambruna que
acompañó al Gran Salto Adelante, la esperanza de vida pasó de 45 a 68 años
entre 1950 y principios de la década de 1980. La inmunización y las prácticas
sanitarias generales se generalizaron, y la información básica sobre nutrición
y salud pública, así como el acceso a los medicamentos rudimentarios, fueron
gratuitos y accesibles a todo el mundo. Al mismo tiempo, el sistema de médicos
descalzos ayudó a divulgar conocimientos médicos básicos, aunque
limitados, entre gran parte de la población, contribuyendo a construir un
sistema de atención sanitaria robusto y ascendente en condiciones de grave
pobreza material. Vale la pena recordar que todo esto tuvo lugar en un momento
en que China era más pobre, per cápita, que el país medio del África
subsahariana de hoy.
Desde entonces, una combinación de
abandono y privatización ha degradado sustancialmente este sistema, al mismo
tiempo que la rápida urbanización y la producción industrial desregulada de
artículos domésticos y alimentos ha agudizado la necesidad de una atención
sanitaria generalizada, por no hablar de los reglamentos sobre alimentos,
medicamentos y seguridad. Hoy en día, el gasto público de China en salud es de
323 dólares estadounidenses per cápita, según las cifras de la Organización
Mundial de la Salud. Esta cifra es baja incluso en comparación con otros países
de renta media-alta, y equivale más o menos a la mitad de lo que
gastan Brasil, Bielorrusia y Bulgaria. La reglamentación es mínima o
inexistente, lo que da pie a numerosos escándalos como los mencionados
anteriormente. Mientras tanto, los efectos de todo esto se dejan sentir con
mayor fuerza en los cientos de millones de trabajadores migrantes, para los que
todo derecho a prestaciones básicas de atención sanitaria se evapora por
completo cuando abandonan sus pueblos rurales de origen (donde, en virtud del
sistema hukou, son residentes permanentes independientemente de su
ubicación real, lo que significa que no pueden acceder en otro lugar a los
recursos públicos existentes).
Aparentemente, se suponía que la
asistencia sanitaria pública había sido sustituida a finales de la década de
1990 por un sistema más privatizado (aunque gestionado por el Estado), en el
que una combinación de las contribuciones de las empresas y los trabajadores
sufragaría la atención médica, las pensiones y el seguro de vivienda. Sin
embargo, este sistema de seguridad social ha sufrido una infradotación
sistemática, hasta el punto de que las contribuciones supuestamente exigidas a
las empresas a menudo se ignoran, con lo que la gran mayoría de los
trabajadores tienen que pagar el servicio de su bolsillo. Según la última
estimación nacional disponible, solo el 22 % de los trabajadores y trabajadoras
migrantes tenían un seguro médico básico. Sin embargo, la falta de
contribuciones al sistema de seguridad social no es simplemente un acto de
maldad de empresarios corruptos, sino que se explica en gran medida por el
hecho de que los estrechos márgenes de beneficio no dejan espacio para ventajas
sociales. Según nuestros propios cálculos, pagar la seguridad social en un
centro industrial como Dongguan reduciría los beneficios industriales a la
mitad y llevaría a muchas empresas a la quiebra. Para colmar las enormes
lagunas, China estableció un plan sanitario complementario para cubrir a los
jubilados y los trabajadores por cuenta propia, que solo paga unos pocos
cientos de yuanes por persona al año en promedio.
Este criticado sistema sanitario
genera sus propias y terribles tensiones sociales. Cada año mueren varios
miembros del personal médico y docenas de ellos resultan heridos por agresiones
de pacientes enfadados o, más a menudo, de familiares de pacientes que han
muerto bajo su custodia. El ataque más reciente ocurrió en la víspera de
Navidad, cuando un médico de Pekín fue apuñalado hasta la muerte por el hijo de
una paciente que creía que su madre había muerto por falta de cuidados en el
hospital. Una encuesta entre médicos reveló que nada menos que el 85 %
habían sufrido actos de violencia en el lugar de trabajo, y otra, de 2015,
mostró que el 13 % de los médicos en China habían sido agredidos
físicamente el año anterior. Los médicos chinos visitan a cuatro veces más
pacientes al año que los estadounidenses, mientras que perciben menos de 15.000
dólares al año; esto es menos que el ingreso medio per cápita (16.760 dólares),
mientras que en Estados Unidos el salario medio de un médico (alrededor de
300.000 dólares) es casi cinco veces mayor que la renta media per cápita
(60.200 dólares). Antes de que lo cerraran en 2016 y se detuviera a sus
creadores, el ya desaparecido proyecto de blog de seguimiento de Lu Yuyu y Li
Tingyu registró al menos varias huelgas y manifestaciones de profesionales
sanitarios médicos cada mes.[8] En
2015, el último año completo de sus datos meticulosamente recopilados, se
produjeron 43 actos de este tipo. También registraron docenas de “incidentes de
[protesta] por el tratamiento médico” cada mes, protagonizados por familiares
de los pacientes, con 368 registrados en 2015.
En estas condiciones de desinversión
pública masiva del sistema de salud, no es sorprendente que COVID-19 se haya
propagado tan fácilmente. En combinación con el hecho de que en China surgen
nuevas enfermedades contagiosas a un ritmo de una cada uno o dos años, parecen
darse las condiciones para que tales epidemias continúen. Como en el caso de la
gripe española, la deficiencia generalizada de salud pública entre la población
proletaria ha ayudado a que el virus gane terreno y, a partir de ahí, a que se
propague rápidamente. Pero insistimos en que no es solo una cuestión de
distribución. También hemos de entender cómo se generó el virus como tal.
No existe vida
salvaje
En el caso del brote más reciente, la
historia es menos evidente que la de los casos de gripe porcina o aviar, que
están tan claramente asociados al núcleo del sistema agroindustrial. Por una
parte, los orígenes exactos del virus no están todavía del todo claros. Es
posible que se originara en los cerdos, que se comercializan entre otros muchos
animales domésticos y salvajes en el mercado mojado de
Wuhan, que parece ser el epicentro del brote, en cuyo caso la causalidad podría
parecerse más a los casos anteriores de lo que cabría suponer. Es más probable,
sin embargo, que el virus se originó en murciélagos o posiblemente en
serpientes, animales que suelen cazarse en el medio silvestre. Sin embargo,
incluso en este caso existe una relación, ya que el declive de disponibilidad e
inocuidad de la carne de cerdo, debido al brote de peste porcina africana, ha
hecho que el aumento de la demanda de carne se haya satisfecho a menudo a
partir de estos mercados mojados que venden carne de
caza salvaje. Pero sin la conexión directa con la ganadería
industrial, ¿podemos decir que los mismos procesos económicos tienen algo que
ver con este brote en particular?
La respuesta es que sí, pero de una
manera diferente. Una vez más, Wallace señala no una, sino dos rutas
principales por las que el capitalismo contribuye a gestar y desatar epidemias
cada vez más mortales: la primera, esbozada anteriormente, es el fenómeno
directamente industrial, en el que los virus se originan en entornos
industriales que han sido totalmente subsumidos en la lógica capitalista. El
segundo es el proceso indirecto, que tiene lugar a través de la expansión y
extracción capitalista en el interior del país, donde virus hasta ahora
desconocidos se extraen esencialmente de poblaciones salvajes y se distribuyen
a través de los circuitos mundiales del capital. Por supuesto, ambos procesos
no están totalmente separados, pero al parecer el segundo caso es el que mejor
describe la aparición de la epidemia actual.[9] En
este caso, el aumento de la demanda de animales salvajes para el consumo, usos
medicinales o (como en el caso de los camellos y el síndrome respiratorio de
Oriente Medio) una variedad de funciones culturalmente significativas, genera
nuevas cadenas comerciales mundiales de bienes salvajes. En otros,
las cadenas de valor agroecológicas preexistentes se amplían simplemente a
esferas anteriormente salvajes, alterando los ecosistemas locales y
modificando la interfaz entre lo humano y lo no humano.
El propio Wallace es claro al
respecto, explicando varias dinámicas que crean enfermedades peores a pesar de
que los propios virus ya existen en entornos naturales. La
expansión de la producción industrial por sí sola “puede desplazar a los
animales silvestres cada vez más capitalizados hacia el último extremo del
paisaje primario, desenterrando una mayor variedad de patógenos potencialmente
protopandémicos”. En otras palabras, a medida que la acumulación de capital
subsume nuevos territorios, los animales se verán empujados a zonas menos
accesibles donde entrarán en contacto con cepas de enfermedades que estaban
aisladas, mientras que estos mismos animales se convierten en objetivos de la
mercantilización, ya que “incluso las especies más salvajes que subsisten están
siendo introducidas en las cadenas de valor agrarias”. De manera similar, esta
expansión acerca los humanos a estos animales y estos entornos, lo que “puede
ampliar la interfaz (y la propagación) entre las poblaciones silvestres no
humanas y la ruralidad recientemente urbanizada”. Esto proporciona al virus más
oportunidades y recursos para mutar de una manera que le permite infectar a los
humanos, aumentando la probabilidad de una propagación biológica. De todos
modos, la geografía de la industria en sí nunca es tan netamente urbana o
rural, y la agricultura industrial monopolizada hace uso tanto de las grandes
explotaciones agrícolas como de las pequeñas: “en la pequeña finca de un
arrendatario [una explotación agroindustrial] en el lindero del bosque, un
animal de cría puede ingerir un patógeno antes de ser enviado a una planta de
procesamiento a las afueras de una gran ciudad”.
El hecho es que la esfera natural ya
está subsumida en un sistema capitalista totalmente globalizado que ha logrado
cambiar las condiciones climáticas de base y devastar tantos ecosistemas
precapitalistas[10] que
el resto ya no funciona como podría haberlo hecho en el pasado. Aquí reside
otro factor causal, ya que, según Wallace, todos estos procesos de devastación
ecológica reducen “la complejidad ambiental con la que el bosque interrumpe las
cadenas de transmisión”. La realidad, entonces, es que es un error pensar en
tales áreas como la periferia natural de un sistema
capitalista. El capitalismo ya es global, y también totalizador. Ya no tiene un
linde o frontera con alguna esfera natural no capitalista más allá de él, y por
lo tanto no existe una cadena de desarrollo en la que los países atrasados siguen
a los que están delante de ellos en su camino hacia la cadena de valor, ni
tampoco ninguna verdadera zona salvaje capaz de ser preservada en alguna
condición pura e intacta. En su lugar, el capital tiene simplemente un hinterland subordinado,
que a su vez está totalmente subsumido en las cadenas de valor mundiales. Los
sistemas sociales resultantes –desde el supuesto tribalismo hasta
la renovación de las religiones fundamentalistas antimodernas– son en su
totalidad productos contemporáneos, y casi siempre están conectados de hecho
con los mercados mundiales, a menudo de forma bastante directa. Lo mismo cabe
decir de los sistemas bioecológicos resultantes, ya que las zonas salvajes están
en realidad integradas en esta economía mundial tanto en el sentido abstracto
de dependencia del clima y de los ecosistemas conexos como en el sentido
directo de estar asociadas a esas mismas cadenas de valor mundiales.
Este hecho crea las condiciones
necesarias para la transformación de las cepas víricas salvajes en
pandemias mundiales. Pero el COVID-19 no es la peor de ellas. Una ilustración
ideal del principio básico y del peligro global puede encontrarse en el ébola.
El virus del ébola[11] es
un caso claro de un reservorio vírico existente que se extiende a la población
humana. Las pruebas disponibles indican que sus huéspedes de origen son varias
especies de murciélagos nativos de África Occidental y Central, que sirven de
portadores pero que no se ven afectados por el virus. No ocurre lo mismo con
los demás mamíferos salvajes, como los primates y los cefalofos, que contraen
periódicamente el virus y sufren brotes rápidos y de gran mortandad. El ébola
tiene un ciclo de vida particularmente agresivo fuera de las especies de
reservorio. A través del contacto con cualquiera de estos huéspedes salvajes,
los humanos también pueden infectarse, con resultados devastadores. Se han
producido varias epidemias importantes, y la tasa de mortalidad de la mayoría
ha sido extremadamente alta, casi siempre superior al 50 %. En el mayor
brote registrado, que resurgió esporádicamente de 2013 a 2016 en varios países
de África Occidental, se produjeron 11.000 muertes. La tasa de mortalidad de
los pacientes hospitalizados en este brote fue del 57 al 59 %, y resultó
mucho más alta para quienes no tuvieron acceso a un hospital. En los últimos
años se han desarrollado varias vacunas por parte de laboratorios privados,
pero la lentitud de los mecanismos de aprobación y los estrictos derechos de
propiedad intelectual se han combinado con la falta generalizada de una
infraestructura sanitaria han creado una situación en la que las vacunas apenas
han servido para detener la epidemia más reciente, centralizada en la República
Democrática del Congo (RDC) y que ahora es el brote más duradero.
La enfermedad se presenta a menudo
como si fuera algo así como una catástrofe natural; en el mejor de los casos se
achaca al azar, en el peor se atribuye a las prácticas culturales inmundas de
la gente pobre que vive en los bosques. Pero el momento en que se produjeron
estos dos grandes brotes (2013-2016 en África Occidental y 2018-presente en la
República Democrática del Congo) no es una coincidencia. Ambos han ocurrido
precisamente cuando la expansión de las industrias primarias ha desplazado aún
más a los habitantes de los bosques y ha distorsionado los ecosistemas locales.
De hecho, esto parece ser cierto en más casos que en los más recientes, ya que,
como explica Wallace, “cada brote del ébola parece estar relacionado con
cambios en el uso de la tierra impulsados por el capital, incluso en el primer
brote en Nzara (Sudán) en 1976, donde una fábrica financiada por el Reino Unido
hilaba y tejía el algodón local”. Del mismo modo, los brotes de 2013 en Guinea
se produjeron justo después de que un nuevo gobierno comenzara a abrir el país
a los mercados mundiales y a vender grandes extensiones de tierra a
conglomerados agroindustriales internacionales. La industria del aceite de
palma, notoria por su papel en la deforestación y la destrucción ecológica en
todo el mundo, parece haber sido particularmente culpable, ya que sus
monocultivos devastan las robustas barreras ecológicas que ayudan a interrumpir
las cadenas de transmisión y al mismo tiempo atraen literalmente a las especies
de murciélagos que sirven de reservorio natural del virus.[12]
Mientras tanto, la venta de grandes
extensiones de tierra a empresas comerciales agroforestales supone tanto la
desposesión de las poblaciones locales que viven en los bosques como la
distorsión de sus formas locales de producción y recolección, que dependen del
ecosistema. Esto deja a menudo a la gente pobre de las zonas rurales sin otra
opción que internarse más en el bosque, al tiempo que trastorna su relación
tradicional con este ecosistema. El resultado es que la supervivencia depende
cada vez más de la caza de animales salvajes o de la recolección de plantas y
madera para su venta en los mercados mundiales. Esas poblaciones se convierten
entonces en los representantes de la ira de las organizaciones ecologistas
mundiales, que las denuncian como cazadores furtivos y madereros
ilegales, responsables de la misma deforestación y destrucción ecológica
que las empujó a esos comercios en primer lugar. A menudo, el proceso toma
entonces un giro mucho más siniestro, como en Guatemala, donde los
paramilitares anticomunistas, rémoras de la guerra civil del país, se
transformaron en fuerzas de seguridad verdes, encargadas de proteger el
bosque de la tala, la caza y el narcotráfico ilegales, que eran los únicos
oficios disponibles para sus habitantes indígenas, que habían sido empujados a
tales actividades precisamente por la violenta represión que habían sufrido de
esos mismos paramilitares durante la guerra.[13] Desde
entonces, el patrón se ha reproducido en todo el mundo, favorecido por los
medios de comunicación de los países ricos, que celebran la ejecución (a menudo
directamente filmada) de furtivos por parte de unas fuerzas de
seguridad supuestamente verdes.[14]
La contención como
ejercicio en el arte de gobernar
COVID-19 ha centrado la atención
mundial en una escala sin precedentes. El ébola, la gripe aviar y el SARS, por
supuesto, también vinieron acompañados de un frenesí mediático. Pero algo
acerca de esta nueva epidemia ha generado un tipo diferente de aguante. En
parte, esto se debe casi con seguridad a la espectacular magnitud de la
respuesta del gobierno chino, que ha dado lugar a imágenes igualmente
espectaculares de megalópolis vaciadas que contrastan con la imagen habitual de
los medios de comunicación de China como un país superpoblado y contaminado.
Esta respuesta también ha sido una prolija fuente de especulaciones habituales
sobre el inminente colapso político o económico del país, favorecidas además
por las continuas tensiones de la fase inicial de la guerra comercial con EE
UU. Esto se combina con la rápida propagación del virus, apareciendo este como
una amenaza mundial inmediata, a pesar de su baja tasa de mortalidad.[15]
Sin embargo, en un plano más
profundo, lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma
en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, una
especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la
contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva
del Estado chino, pero pone de relieve asimismo la incapacidad más profunda de
este Estado, revelada por su necesidad de confiar tanto en una combinación de
medidas de propaganda total desplegadas a través de todos los medios de
comunicación y la movilización de buena voluntad de la población local que, de
otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la
propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad
represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de
intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso
más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La
verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión represiva supone una
incapacidad más profunda del Estado chino, que en sí mismo está todavía en
construcción.
Esto de por sí nos ofrece una ventana
para contemplar la naturaleza del Estado chino, mostrando cómo está
desarrollando nuevas e innovadoras técnicas de control social y respuesta a la
crisis capaces de ser desplegadas incluso en condiciones en las que la
maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente. Esas condiciones, a su
vez, ofrecen un panorama aún más interesante (aunque más especulativo) de cómo
podría responder la clase dirigente de un país determinado cuando una crisis
generalizada y una insurrección activa provoquen disrupciones similares hasta
en los Estados más robustos. El brote viral se vio favorecido en todos los
aspectos por las deficientes conexiones entre los niveles de gobierno: la
represión de los médicos denunciantes por parte de los
funcionarios locales en contra de los intereses del gobierno central, los
ineficaces mecanismos de notificación de los hospitales y la prestación
extremadamente deficiente de la atención sanitaria básica son solo algunos
ejemplos. Mientras tanto, los diferentes gobiernos locales han vuelto a la
normalidad con ritmos diferentes, casi completamente fuera del control del
Estado central (excepto en Hubei, el epicentro). En el momento de redactar este
texto, parece casi totalmente aleatorio qué puertos están en funcionamiento y
qué empresas locales han reanudado la producción. Pero esta cuarentena de
bricolaje ha hecho que las redes logísticas de larga distancia entre ciudades
sigan perturbadas, ya que cualquier gobierno local puede impedir simplemente,
al parecer, el paso de trenes o camiones de carga a través de sus fronteras. Y
esta incapacidad a nivel de base del gobierno chino le ha obligado a tratar el
virus como si fuera una revuelta popular, jugando a la guerra civil contra un
enemigo invisible.
La maquinaria estatal nacional
comenzó a funcionar realmente el 22 de enero, cuando las autoridades mejoraron
las medidas de respuesta de emergencia en toda la provincia de Hubei y dijeron
al público que tenían la autoridad legal para establecer instalaciones de
cuarentena, así como para “reunir” el personal, los vehículos y las
instalaciones necesarias para la contención de la enfermedad, o para establecer
bloqueos y controlar el tráfico (con lo que se autorizaba un fenómeno que sabía
que ocurriría de todos modos). En otras palabras, el pleno despliegue de los
recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento al esfuerzo
voluntario en nombre de los habitantes de la localidad. Por un lado, un
desastre tan masivo pondrá a prueba la capacidad de cualquier Estado (véase,
por ejemplo, la respuesta a los huracanes en Estados Unidos). Pero, por otra
parte, esto repite una pauta común en el arte de gobernar de China, según la
cual el Estado central, al carecer de estructuras de mando formales y eficaces
que se extiendan hasta el nivel local, tiene que basarse en una combinación de
llamamientos ampliamente difundidos para que los funcionarios y los ciudadanos
locales se movilicen y una serie de castigos a posteriori para los que peor
respondan (amparados en la lucha contra la corrupción). La única respuesta
verdaderamente eficaz se encuentra en zonas específicas en las que el Estado
central concentra el grueso de su poder y su atención, en este caso, Hubei en
general y Wuhan en particular. En la mañana del 24 de enero, la ciudad ya se
encontraba en estado de cierre total efectivo, sin trenes que entraran o
salieran, casi un mes después de que se detectara la nueva cepa del
coronavirus. Funcionarios de sanidad nacionales declararon que las autoridades
sanitarias podían examinar y poner en cuarentena a cualquier persona a su
discreción. Además de las principales ciudades de Hubei, docenas de otras
ciudades de toda China, incluidas Pekín, Cantón, Nankín y Shanghái, han
establecido bloqueos de diversa índole a los flujos de personas y mercancías
que entran y salen de sus fronteras.
En respuesta al llamamiento del
Estado central a movilizarse, algunas localidades han tomado sus propias
iniciativas extrañas y estrictas. Las más espantosas de ellas corresponden a
cuatro ciudades de la provincia de Zhejiang, en las que se han expedido
pasaportes locales a 30 millones de personas, lo que permite que solo una
persona por hogar salga de su casa una vez cada dos días. Ciudades como
Shenzhen y Chengdu han ordenado el confinamiento de todos los barrios, y han
autorizado la puesta en cuarentena de edificios enteros de departamentos
durante catorce días si se encuentra un solo caso confirmado del virus en su
interior. Mientras tanto, cientos de personas han sido detenidas o multadas por
“difundir rumores” sobre la enfermedad, y algunas que han quebrantado la
cuarentena han sido detenidas y sentenciadas a largas penas de cárcel, y las
propias cárceles están experimentando ahora un grave brote, debido a la
incapacidad de los funcionarios de aislar a los individuos enfermos incluso en
un entorno especialmente concebido para facilitar el aislamiento. Este tipo de
medidas desesperadas y agresivas reflejan las de los casos extremos de
contrainsurgencia, recordando muy claramente las acciones de la ocupación
militar-colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, en Palestina.
Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis de este
tipo que albergan a gran parte de la población mundial. La represión ofrece
entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la
revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción
ejecutada por el Estado.
Incapacidad
Esta particular represión se
beneficia de su carácter aparentemente humanitario, ya que el Estado chino
puede movilizar un mayor número de personas para ayudar en lo que es,
esencialmente, la noble causa de frenar la propagación del virus. Pero, como
cabe esperar, estas medidas restrictivas siempre resultan contraproducentes. La
contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que
solo se lleva a cabo cuando resultan imposibles formas más sólidas de
conquista, apaciguamiento e integración económica. Es una acción costosa,
ineficiente y de retaguardia, que revela la incapacidad más profunda de
cualquier poder encargado de desplegarla, ya sean los intereses coloniales
franceses, el menguante imperio estadounidense u otros. El resultado de la
represión es casi siempre una segunda revuelta, ensangrentada por el
aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Aquí, la cuarentena
difícilmente reflejará la realidad de la guerra civil y la contrainsurgencia.
Pero incluso en este caso, la represión ha fracasado a su manera. Con tanto
esfuerzo del Estado enfocado al control de la información y la constante
propaganda desplegada a través de todos los aparatos mediáticos posibles, el
malestar se ha expresado en gran medida dentro de las mismas plataformas.
La muerte del Dr. Li Wenliang, uno de
los primeros denunciantes de los peligros del virus, el 7 de febrero, sacudió a
los ciudadanos encerrados en sus casas en todo el país. Li fue uno de los ocho
médicos detenidos por la policía por difundir información falsa a
principios de enero, antes de contraer el virus él mismo. Su muerte provocó la
ira de los ciudadanos y una declaración de arrepentimiento del gobierno
municipal de Wuhan. La gente está empezando a ver que el Estado está formado
por funcionarios y burócratas torpes que no tienen ni idea de qué hacer, pero
que simulan ser fuertes.[16] Este
hecho quedó claro sobre todo cuando el alcalde de Wuhan, Zhou Xianwang, se vio
obligado a admitir en la televisión estatal que su gobierno había retrasado la
publicación de información crítica sobre el virus después de que se produjera
un brote. La propia tensión causada por el brote, combinada con la que indujo
la movilización total del Estado, ha empezado a revelar a la población en
general las profundas fisuras que se esconden tras el retrato tan fino como el
papel que el gobierno pinta de sí mismo. En otras palabras, situaciones como
estas han expuesto las incapacidades fundamentales del Estado chino a un número
cada vez mayor de personas que anteriormente habrían tomado la propaganda del
gobierno al pie de la letra.
Si se pudiera encontrar un solo
símbolo para expresar el carácter básico de la respuesta del Estado, sería algo
como el vídeo de arriba, grabado por un vecino de Wuhan y compartido en
Internet occidental a través de Twitter en Hong Kong.[17] Muestra
a un número de personas que parecen ser médicos o socorristas provistos de un
equipo de protección completo tomándose una foto con la bandera china. La
persona que filma el vídeo explica que están fuera de ese edificio todos los
días para varias sesiones fotográficas. El vídeo sigue a los hombres mientras
se quitan el equipo de protección y se quedan parados platicando y fumando,
incluso usando uno de los trajes para limpiar su automóvil. Antes de irse, uno
de los hombres arroja sin más el traje protector en un contenedor de basura
cercano, sin molestarse en tirarlo al fondo donde no se vea. Vídeos como éste
se han difundido rápidamente antes de ser censurados: pequeñas rasgaduras en el
fino velo del espectáculo autorizado por el Estado.
En un nivel más fundamental, la
cuarentena también ha comenzado a ver la primera ola de reverberaciones
económicas en la vida personal de las personas. Se ha informado ampliamente
sobre el aspecto macroeconómico de esta situación, ya que una reducción masiva
del crecimiento chino podría provocar una nueva recesión mundial, especialmente
si se combina con la continuación del estancamiento en Europa y un reciente
bajón de uno de los principales índices de salud económica de EE UU, que
muestra una repentina disminución de la actividad comercial. En todo el mundo,
las empresas chinas y las que dependen fundamentalmente de las redes de
producción chinas están estudiando ahora sus cláusulas de fuerza mayor,
que permiten los retrasos o la cancelación de las responsabilidades que
contraen ambas partes en un contrato comercial cuando ese contrato se
vuelve imposible de cumplir. Aunque de momento es poco
probable, la mera perspectiva ha hecho que se restablezca una cascada de
demandas de producción en todo el país. La actividad económica, sin embargo,
solo se ha reactivado en parte: todo funciona ya sin problemas en algunas áreas
mientras que en otras todavía impera una pausa indefinida. De momento, el 1 de
marzo se ha declarado la fecha provisional en la que las autoridades centrales
han pedido que todas las zonas fuera del epicentro del brote vuelvan a
trabajar.
Pero otros efectos han sido menos
visibles, aunque posiblemente sean mucho más importantes. Muchos trabajadores
migrantes, incluidos los que se habían quedado en las ciudades en que trabajan
de cara al Festival de Primavera o que pudieron regresar antes de que se
practicaran varios cierres, están ahora atrapados en un peligroso limbo. En
Shenzhen, donde la gran mayoría de la población es migrante, los lugareños informan
de que el número de personas sin hogar ha empezado a aumentar. Pero las nuevas
personas que deambulan por las calles no son personas sin hogar habituales,
sino que al parecer han sido literalmente abandonadas allí sin ningún otro
lugar adonde ir, todavía con ropa relativamente limpia, sin saber dónde es
mejor dormir a la intemperie o dónde obtener comida. Varios edificios de la
ciudad han experimentado un aumento de los pequeños robos, sobre todo de comida
depositada a la puerta de los residentes que se quedan en casa para la
cuarentena. En general, los trabajadores están dejando de cobrar sus salarios a
medida que la producción se paraliza. En el mejor de los casos, las paradas de
la producción dan lugar a cuarentenas en los dormitorios de empresa, como la
impuesta en la planta de Foxconn en Shenzhen, donde los trabajadores que acaban
de retornar han de permanecer en sus habitaciones durante una o dos semanas, se
les paga alrededor de un tercio de sus salarios normales y luego se les permite
regresar a la línea de producción. Las empresas más pobres no tienen esta
opción, y el intento del gobierno de ofrecer nuevas líneas de crédito barato a
las empresas más pequeñas probablemente no sirva de mucho a largo plazo. En
algunos casos, parece que el virus simplemente acelerará las tendencias
preexistentes de reubicación de fábricas, ya que empresas como Foxconn amplían
la producción en Vietnam, India y México para compensar la desaceleración.
La guerra
surrealista
Mientras tanto, la torpe respuesta
inicial al virus, la aplicación por el Estado de medidas particularmente
punitivas y represivas para controlar el brote y la incapacidad del gobierno
central para coordinar eficazmente entre las localidades con el fin de hacer
malabarismos con la producción y la cuarentena simultáneamente, todo indica que
en el corazón de la maquinaria del Estado anida una profunda incapacidad. Si,
como argumenta nuestro amigo Lao Xie, el gobierno de Xi Jinping ha puesto el
acento en la “construcción del Estado”, parece que queda mucho trabajo por
hacer en este sentido. Al mismo tiempo, si la campaña contra el COVID-19 puede
leerse también como un simulacro de lucha contra una revuelta popular, es
notable que el gobierno central solo tenga la capacidad de proporcionar una
coordinación eficaz en el epicentro de Hubei y que sus respuestas en otras
provincias –incluso en lugares ricos y bien considerados como Hangzhou– sigan
siendo en gran medida descoordinadas y desesperadas. Podemos interpretar esto
de dos maneras: primero, como una demostración de la debilidad que subyace a
las maneras duras del poder estatal, y segundo, como una advertencia sobre la
amenaza que suponen las respuestas locales descoordinadas e irracionales cuando
la maquinaria del Estado central está desbordada.
Estas son lecciones importantes para
una época en que la destrucción causada por la acumulación interminable se ha
extendido tanto hacia arriba en el sistema climático mundial como hacia abajo
en los sustratos microbiológicos de la vida en la Tierra. Tales crisis se
volverán más comunes. A medida que la crisis secular del capitalismo adquiera
un carácter aparentemente no económico, nuevas epidemias, hambrunas,
inundaciones y otros desastres naturales se utilizarán para
justificar la ampliación del control estatal, y la respuesta a esas crisis
funcionará cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas herramientas
no probadas para la contrainsurgencia. Una política comunista coherente debe
tener en cuenta ambos hechos. En el plano teórico, esto significa comprender
que la crítica del capitalismo se empobrece cuando se separa de las ciencias
duras. Pero en el plano práctico, también implica que el único proyecto
político posible hoy en día es el que es capaz de orientarse en un terreno
definido por una catástrofe ecológica y microbiológica generalizada, y de
operar en este estado perpetuo de crisis y atomización.
En una China en cuarentena, empezamos
a vislumbrar tal paisaje, al menos en sus contornos: calles vacías del final
del invierno, cubiertas de una tenue capa de nieve intacta, rostros iluminados
por la luz de un teléfono móvil que se asoman a las ventanas, barricadas
esporádicas atendidas por unas cuantas enfermeras, policías, voluntarios o
simplemente actores pagados encargados de izar banderas y decir a la gente que
se pongan la máscara y vuelvan a casa. El contagio es social. Por lo tanto, no
debe sorprender que la única manera de combatirlo en una etapa tan tardía es
librar una especie de guerra surrealista contra la sociedad misma. No os
juntéis, no provoquéis el caos. Pero el caos también se puede construir en el
aislamiento. Mientras los hornos de todas las fundiciones se enfrían hasta no
contener más que brasas que crepitan suavemente y luego se convierten en
cenizas heladas, las muchas desesperaciones menores no pueden evitar salir de
esa cuarentena para caer juntos en un caos mayor que un día, como este contagio
social, podría ser difícil de contener.
[1] Buena parte de lo que explicaremos en este
apartado es simplemente un resumen de los argumentos de Wallace, dirigido a un
público más general y sin la necesidad de defender la tesis frente
a otros biólogos mediante la exposición de una argumentación rigurosa y toda
clase de pruebas. Para quienes cuestionen las pruebas básicas, nos remitimos a
la obra de Wallace y sus correligionarios.
[2] Robert G. Wallace, “Big Farms Make Big Flu: Dispatches on
Influenza, Agribusiness, and the Nature of Science”, Monthly Review
Press, 2016, p. 52.
[6] Esto no significa que las comparaciones de
Estados Unidos con China hoy en día no sean también informativas. Como EE UU
tiene su propio sector agroindustrial masivo, contribuye enormemente a la
producción de nuevos virus peligrosos, por no mencionar las infecciones
bacterianas resistentes a los antibióticos.
[7] Cf. J. F. Brundage y G. D. Shanks, “What really happened during
the 1918 influenza pandemic? The importance of bacterial secondary infections”,
en The Journal of Infectious Diseases, vol. 196, n.º 11, diciembre
de 2007, pp. 1.717-1.718, respuesta del autor 1.718-1.719; D. M. Morens y A. S.
Fauci, “The 1918 influenza pandemic: Insights for the 21st century”, en The
Journal of Infectious Diseases, vol. 195, n.º 7, abril de 2007, pp.
1.018-1.028.
[8] Cf. Picking Quarrels, en el
número 2 de la revista: http://chuangcn.org/journal/two/picking-quarrels/
[9] A su manera, estas dos vías de generación de
la pandemia reflejan lo que Marx llama subsunción real y formal en
la esfera de la producción propiamente dicha. En la subsunción real, el proceso
de producción propiamente dicho se modifica mediante la introducción de nuevas
tecnologías capaces de intensificar el ritmo y el volumen de la producción, de
manera similar a cómo el entorno industrial ha modificado las condiciones
básicas de la evolución vírica, de modo que se producen nuevas mutaciones a un
ritmo mayor y con mayor virulencia. En la subsunción formal, que precede a la
subsunción real, estas nuevas tecnologías aún no se aplican. En cambio, las
formas de producción preexistentes se reúnen simplemente en nuevos lugares que
tienen alguna interfaz con el mercado mundial, como en el caso de los
trabajadores del telar manual que se ubican en un taller que vende su producto
con beneficio, y esto es similar a la forma en que los virus producidos en
entornos naturales se extraen de la población silvestre y se
introducen en las poblaciones domésticas a través del mercado mundial.
[10] Sin embargo, es un error equiparar estos
ecosistemas a los entornos prehumanos. China es un ejemplo
perfecto, ya que muchos de sus paisajes naturales aparentemente primitivos fueron
moldeados, de hecho, durante períodos mucho más antiguos de expansión humana,
que eliminaron especies que antes eran comunes en la parte continental de Asia
Oriental, como los elefantes.
[11] Técnicamente, este es un término genérico que
abarca unos cinco virus distintos, el más mortal de los cuales se denomina
simplemente virus del ébola, antes virus del Zaire.
[12] Para el caso específico de África Occidental,
cf. R. G. Wallace, R. Kock, L. Bergmann, M. Gilbert, L. Hogerwerf, C.
Pittiglio, R. Mattioli, “Did Neoliberalizing West African Forests Produce a New
Niche for Ebola?”, en International Journal of Health Services,
vol. 46, n.º 1, 2016; y para una visión más amplia de la conexión entre las
condiciones económicas y el ébola como tal, cf. Robert G. Wallace y Rodrick
Wallace (eds.), Neoliberal Ebola: Modelling Disease Emergence from
Finance to Forest and Farm, Springer, 2016; y para la descripción más
directa del caso, aunque menos erudita, véase el artículo de Wallace, enlazado
más arriba: “Neoliberal Ebola: the Agroeconomic Origins of the Ebola Outbreak”,
en Counterpunch, 29/07/2015. https://www.counterpunch.org/2015/07/29/neoliberal-ebola-the-agroeconomic-origins-of-the-ebola-outbreak/
[13] Cf. Megan Ybarra, Green Wars: Conservation and
Decolonization in the Maya Forest, University of California Press, 2017.
[14] Sin duda no es cierto que toda la caza
furtiva la lleve a cabo la población local pobre, o que todas las fuerzas de
guardabosques en los parques nacionales de diferentes países operen de la misma
manera que los antiguos paramilitares anticomunistas, pero los enfrentamientos
más violentos y los casos más agresivos de militarización de los bosques
parecen seguir esencialmente este patrón. Para un amplio panorama del fenómeno,
véase el número especial de 2016 de Geoforum (n.º 69) dedicado
al tema. El prefacio puede encontrarse aquí: Alice B. Kelly y Megan Ybarra,
“Introduction to themed issue: ‘Green security in protected áreas’”, en Geoforum,
vol. 69, 2016, pp. 171-175. http://gawsmith.ucdavis.edu/uploads/2/0/1/6/20161677/kelly_ybarra_2016_green_security_and_pas.pdf
[15] De lejos la más baja de todas las
enfermedades mencionadas aquí; el elevado número de muertes ha sido en gran
parte el resultado de su rápida propagación a numerosos huéspedes humanos,
provocando un elevado número de muertes en cifras absolutas a pesar de tener
una tasa de mortalidad muy baja.
[16] En una entrevista en podcast, Au Loong Yu,
citando a amigos en el continente, dice que el gobierno municipal de Wuhan está
efectivamente paralizado por la epidemia. Au sugiere que la crisis no solo está
desgarrando el tejido social, sino también la maquinaria burocrática del PCC,
que intensificará a medida que el virus se extienda y se convierta en una
crisis cada vez más intensa para otros gobiernos locales en todo el país. La
entrevista la realizó Daniel Denvir, de The Dig, y se publicó el 7
de febrero: https://www.thedigradio.com/podcast/hong-kong-with-au-loong-yu/
[17] El vídeo es auténtico, pero cabe señalar que
Hong Kong ha sido un semillero de actitudes racistas y teorías de la
conspiración contra los habitantes del continente y el PCC, por lo que gran
parte de lo que se comparte en los medios sociales por los hongkoneses sobre el
virus debe comprobarse cuidadosamente. [El vídeo se puede ver en la publicación
original: http://chuangcn.org/2020/02/social-contagion/]