Por
María Cristina Rosas
La terrible contingencia
ambiental que enfrentan la Ciudad de México y diversos estados de la República
Mexicana es atribuible, para muchos, a la negligente gestión de las
autoridades, tanto a nivel federal como local. Se señala que en aras de
“reducir gastos” en el marco de la política de austeridad republicana, se
redujo en una tercera parte el presupuesto de la Comisión Nacional Forestal
(CONAFOR), lo cual limita seriamente su capacidad para la gestión de los
incendios forestales. A nivel local, se critica que el gobierno de la Ciudad de
México, a cargo de una “experta” en temas ambientales, haya reconocido que no
se cuenta con una estrategia para afrontar el declive de la calidad de aire
ante los incendios forestales que aquejan a la gran urbe.
Tomando en cuenta este escenario,
vale la pena reflexionar qué tanto impacta la democracia en la salud. Cierto,
es un tema que siempre ha estado ahí pero que pocas veces ha sido visibilizado,
al menos como se hace ahora. Se sabe que, en los regímenes como el soviético,
en los tiempos de la guerra fría, el Estado era proveedor de los servicios de
salud y que toda la población tenía acceso a ellos. Incluso se cuenta con
información en torno al impacto que tuvo el colapso de la Unión Soviética en el
declive de la esperanza de vida, especialmente en la población masculina, ello
debido a que el arribo a la democracia fue abrupto y la reorganización del
Estado no pudo afrontar de inmediato el ajuste a las nuevas condiciones ni
proveer servicios de salud a los habitantes. Cuba, a quien se acusa de no ser
democrático, presume de una cobertura en salud envidiable en toda América
Latina -y en otras partes del mundo-, lo que llevaría a cuestionar la premisa
de que sólo hay salud en los regímenes democráticos. Sudáfrica, país que tuve
sus primeras elecciones multirraciales en 1994, vio declinar su esperanza de
vida tras el arribo de la democracia. Muchos lo atribuyen a la incidencia y
prevalencia del VIH/SIDA. Otros señalan que antes, en las estadísticas de
salud, no se incluía a la población negra por culpa del apartheid.
Como sea, la salud de los sudafricanos pareciera que desmejoró con la
democracia.
En el mundo de hoy, buena parte
de los seres humanos viven en regímenes democráticos, al menos formalmente. Sin
embargo, la desilusión en torno a la democracia se encuentra ampliamente
extendida, a juzgar por la manera en que los electores se han comportado en
años recientes en Estados Unidos, Francia, Brasil, Ucrania y, por supuesto,
México. Los partidos políticos están en crisis y ello abre la posibilidad de
que personajes “distintos” -o al menos así los perciben los electores- irrumpan
en el escenario con promesas falaces -en muchos casos-, hablando de “ahora sí”
hacer bien las cosas, aunque los resultados dejen mucho qué desear. De ahí que
la democracia se encuentre ahora bajo ataque y ahora sea necesario
reivindicarla, tratando de encontrar argumentos, inclusive, en las políticas en
materia de salud.
El Council on Foreign Relations
de Estados Unidos, dio a conocer un estudio co-financiado por la Fundación Bill
y Melinda Gates y publicado en la prestigiada revista The Lancet¹, que
concluye que la democracia es buena para la salud. Basa esta afirmación en la
revisión de datos estadísticos de 170 países y encuentra que la esperanza de
vida aumentó en los pasados 50 años en naciones que adoptaron la democracia. El
estudio, que fundamenta sus conclusiones en análisis estadísticos de 1980 a
2016, asevera que la esperanza de vida ha sido mayor en países con 10 años o
más de haber transitado a la democracia, respecto a naciones que no modificaron
su sistema político. Se identifica a las enfermedades cardiovasculares, la
tuberculosis, los accidentes automovilísticos y las enfermedades
crónico-degenerativas no transmisibles como las principales causas de muerte en
el mundo y se insiste en que en aquellos lugares donde la democracia existe, ha
disminuido la incidencia de estos males.
Ciertamente la democracia forma
parte de los determinantes políticos de la salud. Todos saben que las decisiones
de las autoridades gubernamentales y lo que hacen o dejan de hacer en los
terrenos de la salud, tiene consecuencias importantísimas para la población.
Pese a ello hay muy pocos estudios en torno a la relación entre política y
salud, dada la complejidad que subyace a dicho vínculo.
Las maneras en que el tema puede
ser abordado son múltiples. Se puede revisar a los sistemas políticos, sean
estos autoritarios o democráticos, parlamentarios o presidencialistas; se
pueden ponderar los valores políticos, las instituciones, la capacidad del
Estado, la estrategia política y la representación que tienen los grupos de
interés, las minorías, sectores vulnerables, etcétera.
Una reflexión recurrente es la
que sostiene, más allá de lo sugerido por la investigación publicada en The
Lancet, es que, en los sistemas políticos democráticos, dada la
competencia imperante entre los actores políticos, existe el estímulo para
satisfacer las expectativas de la población y, por lo mismo, ganar su apoyo en
las elecciones. Así, las instituciones democráticas buscarían políticas que
garanticen el acceso a los servicios de salud al igual que la mejora de su
calidad. En Canadá y la Gran Bretaña existe políticas que favorecen el acceso
universal, en contraste con Estados Unidos donde siguen prevaleciendo -a pesar
del Obamacare– los servicios privados, mismo que excluyen a buena
parte de la población, del acceso a los servicios de salud. Y conste que los
tres países son democracias muy reputadas.
Un tema muy interesante y relacionado
con lo anterior es cómo actúan los gobiernos en el momento en que se presenta
una emergencia en salud. En México, por ejemplo, cuando tuvo lugar la crisis
provocada por la influenza AH1N1 a partir de abril de 2009, el gobierno de
Felipe Calderón acató las disposiciones internacionales invocando el protocolo
sanitario internacional, el cual no sólo alerta sobre los brotes, sino que
potencia la asistencia y cooperación globales para apoyar los esfuerzos del
país o países afectados. A nivel interno, tras un inicio muy criticado, las
autoridades fueron proporcionando información a la población, lo que ayudó a
enfrentar el problema y a que las personas que sospecharan que padecían la
enfermedad, acudieran con las autoridades sanitarias (claro, otro tema es cómo
las instancias sanitarias mexicanas se vieron rebasadas ante esta emergencia).
Contrástese esto con lo sucedido en la República Popular China (RP China) en
2003, a propósito de la irrupción del síndrome agudo respiratorio severo (SARS)
en la provincia de Guangdong. Hoy se tiene conocimiento de que las autoridades
(que mantienen un férreo control sobre los medios de comunicación) no
proporcionaron información a la población y que ello favoreció la propagación
de la enfermedad².
El contraste en los casos
referidos, el de México con la influenza AH1N1 en 2009 y el de la RP China con
el SARS en 2003, parecerían corroborar que la democracia es buena para la
salud. Sin embargo, es arriesgado hacer generalizaciones. Hoy, en las naciones
capitalistas más avanzadas del planeta, el sarampión se propaga a un ritmo
impresionante, sobre la base de que vacunar a los infantes es malo, amén de la
existencia de diversas creencias religiosas que sostienen que no es aceptable
introducir al cuerpo agentes “extraños” (es decir, las vacunas). La democracia
posibilita el disenso, que las opiniones de los miembros de la sociedad ejerzan
el derecho a pensar y actuar de manera diferenciada. Pero, ¿qué ocurre cuando
ese “disenso” tiene impactos negativos en la salud? ¿Debe un régimen
democrático, intervenir y vacunar a los infantes en contra de la voluntad de
sus padres? Y, si no lo hace ¿quién asumirá el costo de muertes o
discapacidades generadas por la ausencia de vacunación? Las democracias tienen
una responsabilidad social, pero los desafíos son enormes.
Sirva la presente reflexión
entonces, para analizar el sentido de la democracia de cara a la salud de la
población ante la crisis que aqueja a buena parte del país por los incendios
forestales. Evidentemente la CONAFOR requerirá más recursos y las autoridades
de la Ciudad de México (y, previsiblemente del Estado de México y otras
entidades) deberán elaborar planes de contingencia para atender los incendios
forestales existentes y la contaminación por ellos generada. Por momentos, la
postura de las autoridades nacionales en la coyuntura actual, se parece mucho a
la de la RP China en 2003 y ello es inaceptable. No sólo se requieren planes y
acciones, sino, igualmente, información oportuna y veraz a la población. No
hacerlo pone en peligro la vida de millones de mexicanos. Así como se sabe que
buena parte de los incendios forestales son provocados por la mano del hombre,
también la exitosa gestión de las crisis generadas por ellos, reposa en las
autoridades. Ante una mala gestión, el problema sólo podrá empeorar.
Notas
1. Thomas
J. Bollyky, Tara Templin, Matthew Cohen, Diana Schoder, Joseph L. Dielerman y
Simon Wigley (March 13,2019), “The relationships between democratic experience,
adult health and cause specific mortality in 170 countries between 1980 and
2016: an observational analysis”, en The Lancet, 2019: 393:
1628-40, disponible en https://www.thelancet.com/pdfs/journals/lancet/PIIS0140-6736(19)30235-1.pdf
2. J. P.
Ruger (April 2005), “Democracy and Health”, en QJM, 98 (4): 299-304, disponible
en https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4006218/