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Relación entre catástrofe climática, género y condiciones de existencia


Por Daniel Raventós y Julie Wark
El planeta se asfixia. Los niños salen del colegio para tomar las calles y decirnos a los adultos lo que tendría que haber resultado obvio décadas atrás, cuando los manantiales empezaban a enmudecer. Los océanos se ahogan con basura, toxinas, radioactividad y cadáveres de animales; los bosques languidecen o son talados; especies grandes y pequeñas se extinguen; la tierra fértil se convierte en desiertos o en lodazales; las toxinas presentes en el aire, en el plástico y en la comida invaden nuestros pulmones y nuestra sangre; las inundaciones y los incendios asolan vastas superficies, principalmente aquellas donde vive la gente pobre. Estos hechos se comentan una y otra vez, pero los ricos y poderosos, tan derrochadores, hacen oídos sordos ante las incuestionables palabras de la adolescente Greta Thunberg: «No podemos paliar una crisis sin tratarla como una crisis […] Si tan imposible es hallar soluciones dentro del sistema, entonces […] deberíamos cambiar el propio sistema».

Pero ¿cómo? La sexta extinción nos afecta a todos de una forma u otra, así que tal vez deberíamos pensar en términos integrales. El único discurso político que disponemos a nivel global (sí, a veces visto con razón como un arma blandida por los poderosos para los poderosos y en general reducido a una parodia de su planteamiento original) es el de los derechos humanos universales, el concepto de que cada individuo tiene derecho a la libertad, la dignidad y la justicia. La condición sine qua non para implementarlos es garantizar el derecho a la existencia material de absolutamente toda la población. Con la sexta extinción ya en marcha, puede que necesitemos más que nunca reflexionar detenidamente sobre el sujeto central de los derechos humanos: los «humanos».
Los derechos humanos no solo afectan a estos, sino al planeta en su conjunto y a todas sus especies. Ahora mismo, una de las prioridades más urgentes es acabar con la arrogante idea de que la especie humana es superior a todas las demás, así como reconocer las consecuencias de su prepotencia y codicia irracionales. Son muchas las lenguas que reflejan el origen terrenal del término humano. Por ejemplo, la voz latina humanus está relacionada con humus, que significa ‘tierra’, y con los seres terrenales, para diferenciarlos de los dioses, lo que les hacía a todos más o menos iguales; en sánscrito, ksam alude a la tierra en contraposición al cielo; en griego, khthon hace referencia a la superficie sólida de la tierra; etcétera. Los humanos, tan vinculados a la tierra por sus lenguas y por su misma composición física, están tan alejados de ella (de sí mismos) que ahora se empeñan en su (propia) destrucción. Si queremos alcanzar la armonía con los miembros de nuestra especie, con el resto de especies y con nuestro hábitat, será necesario llevar a cabo lo que Mike Davis describió en Prisioneros del sueño americano como un «proceso de revueltas que traspase fronteras y aúne  movimientos». Este proceso revolucionario, que incluye la interrelación de los seres humanos con el resto de especies interdependientes que habitan el planeta, implicaría nada menos que «una completa revisión de nuestra relación con el planeta vivo», como escribe George Monbiot en The Guardian.
Los humanos han provocado la catástrofe climática y el planeta, totalmente desestabilizado, ha perdido su resiliencia y ya no es capaz de autorregularse, así que los humanos deben lidiar con ello. Una propuesta que está cogiendo fuerza es la tasa sobre el carbono y dividendo, aplicada principalmente a naciones con rentas y emisiones altas. En principio, la recaudación de este impuesto sobre el carbono se repartiría entre la ciudadanía de forma igualitaria como una especie de renta básica. Podría convertirse en una renta básica universal incondicional capaz de superar el umbral de pobreza si fuera complementada con otras medidas fiscales progresivas, tales como la reestructuración de los impuestos sobre la renta, las transacciones financieras, los bienes inmuebles y de lujo; la eliminación del gravamen reducido (para corporaciones y fundaciones multimillonarias, por ejemplo); una revisión a conciencia del impuesto de sucesiones y donaciones, y una férrea postura gubernamental frente al fraude y la evasión fiscal.
De hecho, si hay una política económica capaz de cambiar el sistema, traspasar fronteras y equilibrar a la humanidad, esa es la renta básica universal incondicional. Se apoya en cinco aspectos básicos: es un ingreso periódico, por encima del umbral de pobreza, individual, universal e incondicional (no tiene en cuenta la situación laboral ni las fuentes de ingresos). Es un derecho, independientemente de las circunstancias personales a excepción del estatus de ciudadanía o residencia y, como se financia principalmente a través de reformas fiscales progresivas, también es una forma de mitigar la atroz desigualdad que provoca que las 26 personas más ricas del mundo posean lo mismo que el 50 % más pobre. La renta básica no debería ser una medida exclusiva, sino que tiene que ir acompañada de un estado del bienestar fortalecido, de un transporte y una educación públicos y gratuitos, de seguros de salud accesibles y de mejores pensiones de jubilación, entre otros. En lo referente al medioambiente, podrían concederse bonificaciones fiscales a iniciativas que fomenten la agricultura sostenible, los sistemas fotovoltaicos y los proyectos de permacultura, por ejemplo, o a medidas que beneficien a otras especies, como la regeneración de bosques, pastos, selvas y océanos, y a la resilvestración.
El ecologismo está, por supuesto, relacionado con la justicia ambiental. Hace mucho, la tierra expoliada por las fuerzas colonialistas y destinada a la agricultura intensiva estuvo habitada por comunidades indígenas que promovían su diversidad biológica, sostenibilidad y belleza. Cuando estas comunidades fueron exiliadas, esclavizadas y masacradas, sus técnicas de explotación agrícola se perdieron, y con ellas la concepción de la tierra como parte de la humanidad y viceversa. Pero todavía hay comunidades con un amplio conocimiento del mundo natural, que puede que sea la forma más valiosa de conocimiento que poseemos hoy en día. Parte de la reparación del sistema pasa por devolver a estas comunidades los derechos que les fueron arrebatados, por promover medidas para revivirlas y por reaprender de ellas formas de vida sostenibles que fueron silenciadas hace mucho tiempo. Estar en contacto con la naturaleza de forma activa tiene beneficios tanto físicos como mentales, pero el acceso a la naturaleza es desigual, otra cuestión de justicia ambiental. En Inglaterra, por ejemplo, donde la tasa de pobreza infantil ascenderá al 35 % en 2021, más de uno de cada nueve niños pasa más de un año sin visitar un entorno natural.
El aspecto universal de la renta básica podría ir más allá de conceptos parciales y cambiar la percepción y el trato que la población tiene sobre el medio físico y social en su conjunto. Los ecologistas que consideran el «crecimiento» económico como destructivo y desigual defienden que la renta básica separa de forma automática binomios tan arraigados como renta y trabajo y que puede contrarrestar el crecimiento descontrolado. Florent Marcellesi, diputado del Partido Verde en el Parlamento Europeo, escribe: «La renta básica puede entenderse como uno de los motores de mejora de la justicia social y ambiental, como una reestructuración ecológica de la economía y como promotora de la autonomía». El bienestar no se concibe como sinónimo de consumismo, por lo que buena parte del pensamiento ecológico considera la renta básica como una herramienta para promover actividades consideradas no “productivas”, como los cuidados y el trabajo voluntario o los jardines comunitarios y la permacultura ¾proyectos políticos en tanto en cuanto reúnen a un grupo de personas y crean espacios fuera del sistema capitalista¾; estas actividades podrían ser ecológicamente poderosas si se combinaran con las prácticas y técnicas indígenas del sur global. Por tanto, la renta básica podría fomentar la ecología política y ayudar a construir una economía plural, coherente y respetuosa con la biosfera.
Al ser un ingreso individual (no familiar), la renta básica liberaría a las mujeres de la dependencia económica de los hombres, sobre todo a las mujeres víctimas de violencia doméstica dependientes de sus maltratadores e incapaces de emanciparse. Los sistemas de seguridad social que se implementaron en los países más ricos tras la Segunda Guerra Mundial fueron concebidos para que la mujer estuviera sometida económicamente al marido. Recibían prestaciones solo en calidad de esposas, no de ciudadanas y, como ya apuntaran clásicos del republicanismo, la verdadera ciudadanía precisa independencia económica. Como ingreso individual, la renta básica encaja con las nuevas formas de convivencia, en especial con las familias monoparentales encabezadas por mujeres.
El aspecto feminista de la renta básica también está relacionado con el medioambiente. En muchas sociedades, las mujeres son en gran medida las responsables de adquirir los alimentos debido a la prevaleciente división del trabajo. Pero el cambio climático actúa, por decirlo así, de forma sexista: sus efectos agravan los daños físicos, psicológicos y sociales que sufren mujeres y niñas, y la violencia sexual aumenta. La degradación del suelo y las sequías afectan a más de 169 países, cuyas consecuencias más severas se centran en las comunidades rurales más pobres: el 70 % de los mil trescientos millones de personas que viven en la pobreza en todo el mundo son mujeres. Sus posibilidades de morir en un desastre «natural» son mayores y son más vulnerables a los matrimonios infantiles y a la prostitución forzados si una hambruna, sequía o inundación destruye la forma de sustento familiar. Género y clima están indisolublemente relacionados y la igualdad de género puede afectar directamente al cambio climático.
En los países pobres, las mujeres suelen cultivar la mayor parte de su sustento en pequeñas explotaciones, pero tienen menos recursos que los hombres, por lo que sus terrenos son menos productivos, lo que se traduce en más deforestación, ya que deben desbrozar mayores superficies de tierra para obtener la misma cantidad de alimento a la vez que lidian con la pérdida de la biodiversidad, la deforestación, la degradación del suelo, el acaparamiento de agua y tierras, la represión del conocimiento indígena y la falta de servicios básicos. Los científicos calculan que si las mujeres tuvieran las mismas herramientas que los hombres, podrían cultivar entre un 20 y un 30 % más en la misma superficie de tierra. Esto supondría un ahorro de dos mil millones de toneladas de emisiones para el año 2050.
Activistas, científicas, escritoras y académicas han contribuido al movimiento ecologista desde sus inicios y, en sistemas tradicionales, mucho antes de que existiera dicho movimiento. Por ejemplo, las mujeres de la isla de Leyte, en Filipinas, están llevando a cabo la recuperación de su deshumedecida turbera (las turberas acumulan el 30 % del carbono mundial). En los países africanos donde la Revolución Verde obliga a los minifundistas a formar parte de la homogeneizada cadena de suministro global restringiendo e incluso criminalizando el control independiente de los materiales de reproducción (semillas), las mujeres han jugado históricamente un papel esencial en la selección, almacenamiento y distribución de las mismas, protegiendo así la diversidad agrícola y creando una reserva de recursos genéticos que es un pilar de la vida social.
Global Witness calcula que 201[1] defensores del medioambiente fueron asesinados en 2017 (principalmente en Brasil, Filipinas y Colombia) por proteger sus tierras y recursos naturales. Alrededor del 10 % de las víctimas fueron mujeres, casi todas ellas indígenas. En 2016, el asesinato de Berta Cáceres en Honduras fue ampliamente condenado, pero las muertes de otras mujeres (como Emilsen Manyoma en Colombia, Leonela Tapdasan Pesadilla en Filipinas, Laura Leonor Vásquez Pineda en Guatemala o Macarena «La Negra» Valdés en Chile) fueron ignoradas en su gran mayoría y muchas otras se enfrentan a intimidaciones, violaciones, torturas y penas de prisión. Los estudios de violencia de género muestran que las mujeres con medios de producción (o con una renta garantizada) son menos vulnerables.
El cambio climático también actúa de forma racista. El catedrático James K. Boyce señala que (The Real News Network, 28 de noviembre de 2018), en los Estados Unidos, las comunidades con una mayor proporción de afroamericanos, latinos e indígenas están más expuestas a la contaminación. Esto es extrapolable a nivel internacional: la degradación medioambiental está relacionada con la desigualdad económica y de poder. «Y a mayor desigualdad, mayor daño medioambiental, lo que producirá más desigualdad al deteriorar la salud de la población y limitar sus fuentes de ingresos, etcétera. Por otra parte, podría invertirse este círculo vicioso: a menor desigualdad, menor daño medioambiental, que a su vez disminuiría la desigualdad, etcétera». ¿Puede la renta básica universal ser un catalizador para que la humanidad invierta este círculo vicioso?


[1] «Desde la publicación de este informe, ha salido a la luz nueva información que ha significado que la matanza de 6 agricultores indígenas en Perú en septiembre de 2017 ya no cumple con nuestros criterios de inclusión. Como tal, las cifras para 2017 se han revisado a 201 asesinatos a nivel mundial, con 40 vinculados a la agroindustria y 2 que ocurrieron en Perú durante el año». https://www.globalwitness.org/fr/campaigns/environmental-activists/a-qu%C3%A9-precio/