“Nuestra nación ha sido elegida por Dios y
tiene el mandato de la historia de ser un modelo para el mundo”.
George W.
Bush
Por
Marcelo Colussi
La
historia humana debe entenderse como grandes movimientos de las masas de
población o, si se prefiere, grandes movimientos y enfrentamientos de las
clases sociales. El choque entre grandes colectivos (los propietarios de los
medios de producción y la gran masa trabajadora) es lo único que explica el
porqué de esa dinámica tan confrontativa que marca la historia (“Un altar
sacrificial”, dirá Hegel; “La violencia como partera de la historia”,
agregará Marx). De ningún modo puede explicarse solo por motivos personales de
alguna “persona importante”. Que los dirigentes sean más o menos encarnizados,
más o menos violentos, más o menos sanguinarios, no es la razón de ser de un
proyecto político, de su beligerancia, de su afán de poderío y rapiña*.
John Kennedy era el “gran
demócrata” y pacifista que se oponía a la guerra en Vietnam. Pero los factores
de poder dieron cuenta del presidente con un balazo en la cabeza, y la guerra
se hizo (gran negocio del complejo militar-industrial). El demócrata Barack
Obama recibió el Premio Nobel de la Paz (¡igual que el confeso asesino Henry
Kissinger en su momento!), pero durante su mandato Estados Unidos produjo
tantos ataques en el mundo, o más, que con los más feroces halcones del Partido
Republicano. En definitiva: la apelación a lo individual, o si se prefiere
incluso, al perfil psicológico (¡o psicopatológico!) de un primer mandatario
termina siendo anecdótico, irrelevante para entender la marcha de las
sociedades. Son fuerzas sociales inconmensurablemente mayores las que guían la
historia. Léase: feroces y descomunales intereses económicos de clase.
De todos modos, no puede negarse
que hay una sutil interrelación entre quien está a la cabeza y la base de la
que proviene. La fórmula, inexactamente atribuida a Maquiavelo, de “los
pueblos tienen los gobiernos que se merecen”, tiene sentido: en realidad,
la dirigencia visible es la expresión explícita de lo que hay en la base, en la
estructura. Si se quiere decir así: en el pueblo común. Tomando estrictamente
esa fórmula, no se debe entender “merecer” como castigo sino como
expresión connatural. Adolf Hitler, un cabo del ejército plagado de
psicopatologías (él mismo era de ascendencia judía, estéril, eyaculaba de
emoción cuando pronunciaba sus discursos), pudo convertirse en el Führer de
la poderosa nación alemana, solamente porque representaba los genuinos
intereses –nunca muy explícitamente declarados– del pueblo teutón. Es decir:
realizarse como “raza superior” (Deutschland über alle, “Alemania sobre
todos”, en plural). ¿Ganó Donald Trump por error las últimas elecciones en
Estados Unidos, o representa él buena parte del “espíritu” yanki que se
manifestó en ese voto: arrollador, machista, altanero, racista, misógino,
despectivo de lo que no suene a american?
Entendidas así las cosas, lo
colectivo guarda una estrecha relación con las expresiones “individuales”. Más
aún, ambos elementos son parte indivisibles de una misma dialéctica. Dicho de
otro modo: los gobernantes (los “políticos profesionales” modernos), no son un
cuerpo extraño al todo social, sino que expresan a cabalidad el “alma
colectiva”, permitiéndonos decirlo así; son funcionales a esa formación
económico-político-social y cultural particular que representan.
Estados Unidos es la gran
potencia desde hace ya un siglo. Las aspiraciones de su clase dominante (y
también de las grandes masas, que indirectamente se benefician de su papel
hegemónico global) son continuar con esa dominación. Dado que los inicios del
siglo XXI muestran una caída relativa de su pujanza económica y la aparición de
otros centros de poder (Rusia, China, más otros países emergentes con gran
potencialidad), envalentonan el proyecto de “un nuevo siglo americano”. Los
tristemente célebres Documentos de Santa Fe (piedra angular del proyecto
geohegemónico como potencia imbatible, más allá de los vaivenes de demócratas
y/o republicanos) establecen el plan de acción, la obligada hoja de ruta a
seguir. Y hoy por hoy, una banda de ultra reaccionarios de derecha (¿halcones?,
¿psicópatas enfermizos?) intentan ejecutar ese supuesto “destino manifiesto”,
para lo que se pueden permitir cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa (la
tortura, por ejemplo, elevada al rango de “política necesaria” con el
presidente George Bush hijo).
Los que hoy día llamamos
“políticos profesionales” (tecnócratas a cargo del manejo del aparato de
Estado) no son necesariamente “enfermos”.
La política “profesional” en los marcos de las democracias burguesas comporta
un talante psicopático (mentiras, embustes, manipulación). Esos funcionarios
son, en todo caso, una cabal expresión del plan político que mantiene a Estados
Unidos como potencia hegemónica. (Valga aclarar que ese talante “psicopático”
se encuentra en cualquier “político de profesión”, tanto en países dominantes
como dominados, viabilizando siempre el proyecto de la clase dominante y
embaucando a la masa votante).
Complementariamente, el pueblo
norteamericano, el ciudadano de a pie (Homero Simpson como su ícono por
antonomasia) no es un “enfermo” de violencia, sino una expresión de ese
“espíritu” conquistador que anida en el país del Norte (desde la matanza de
poblaciones originarias en los albores de la conquista hasta las actuales casi
1,000 bases militares que controlan el planeta desde los cinco continentes, más
los alrededor de sus 1,000 satélites geoestacionarios que completan la
militarización total desde el espacio exterior).
La violencia, la bravuconería, el
llevarse por delante todo lo que se le oponga, está en el “espíritu”
imperialista de Estados Unidos. No por casualidad allí la violencia cotidiana
–articulada en muy buena medida con el fabuloso negocio de la venta de armas
portátiles sin ninguna restricción a cualquier persona– asume la forma de “locos” que, sintiéndose Rambos,
disparan impunemente a mansalva contra cualquier civil (lo mismo que hacen sus
fuerzas armadas por el mundo).
Entonces, ¿Estados Unidos es un
país de psicópatas? En modo alguno. No es eso, en absoluto, lo que se está
planteando. Pero sí es evidente que ese proyecto ideológico-cultural que marca
su historia se articula a la perfección con un tenor “psicopático” donde el
otro de carne y hueso no cuenta como semejante sino que es solo un instrumento
útil para la consecución de sus fines. Solamente eso puede explicar que, a
diferencia de otros países del continente americano, a sus habitantes
originarios (los mal llamados “pieles rojas”) se les confinara en reservas
(virtuales parques zoológicos). Y solamente ese pretendido “destino manifiesto”
de “amos universales” es lo que puede explicar su actuación en el mundo durante
todo el siglo XX y lo que va del XXI. No hay guerra donde Washington, directa o
indirectamente, no esté comprometido. Y su apego por la violencia, por las
armas, por la muerte, es definitorio. Basta mirar un par de películas de
Hollywood para constatarlo. Es el único país que se pudo permitir la monstruosa
bestialidad de utilizar armas atómicas contra población civil no combatiente,
aun cuando ello no era en absoluto necesario para decidir el fin de la Segunda
Guerra Mundial.
Todo ello permite entender lo que
acaba de filtrarse en los medios de comunicación: un documento del gobierno
central de Estados Unidos donde, como dice Pablo
Siris Seade, se “reconoce su responsabilidad en la crisis de
Venezuela”. Es decir, siguiendo a este autor, “el descaro y el
robo [es] llevado al rango de política de Estado”, por
cuanto la administración central de Washington no solo se asume como
responsable sino que se ufana de estar creando sufrimiento entre los
venezolanos, buscando con ello la reacción de la población ante el gobierno
bolivariano de Nicolás Maduro para hacerlo caer de una buena vez (quedándose
las empresas estadounidenses con las reservas de crudo, por supuesto).
El grupo de políticos de
profesión que ahora está llevando adelante la política externa de Estados
Unidos, y en particular contra los países “díscolos” de Latinoamérica (Donald
Trump, Mike Pence, Mike Pompeo, John Bolton, Gina Haspel, Elliot Abrams, Marco
Rubio) es, lisa y llanamente, una banda de psicópatas con carta blanca para
hacer lo que los intereses de la clase dominante necesitan. No se detienen con
nada, se saltan absolutamente el derecho internacional, se sienten enviados de
dios, portadores de un proyecto de dominación intocable, incuestionable. De esa
cuenta, por ejemplo, un funcionario como John Bolton pudo decir en su momento,
con total desparpajo: “Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe
seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos.
Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”, para agregar
posteriormente, sin la más mínima diplomacia: “Si es necesario bombardear el
edificio de la ONU, lo haremos”.
En esa línea de pensamiento y de
acción se inscriben todas las tropelías que pueda imaginarse, que en
determinado contexto podrían pasar como delitos de incitación a la violencia, o
expresiones de maniáticos psicópatas, pero puestas en boca de funcionarios de
Washington son simplemente expresión de su proyecto global de supremacía. “Controlar
el mundo. La dominación mundial, controlarlo todo, ser rico, poderoso y todo
eso”, se expresó el entonces candidato republicano y senador Ted Cruz. En
esa lógica se inscribe la oprobiosa cárcel de Abu Ghraib en Irak, hecho nunca
reprimido en Estados Unidos sino, por el contrario, prácticamente aplaudido por
el statu quo. O el reciente infame twitt del
senador cubano-americano Marco Rubio incitando al ataque
contra Nicolás Maduro recordando la sodomización –impulsada por Estados Unidos
– del líder libio Mohamed Khadafi. Dígase de paso que un hecho así, en otro
contexto implicaría un proceso judicial y el muy probable cierre de la cuenta
de Twitter; en boca de un funcionario estadounidense es simplemente un eslabón
más de su cadena de dominación.
Así como no se puede explicar la
tortura de disidentes políticos como el producto psicopatológico de psicópatas
“individuales” (sino que ella responde a un acabado plan de control social, de
pedagogía del terror donde el torturador individual, seguramente un desquiciado
psicópata, es utilizado por el poder), del mismo modo no se puede entender la
agresiva política global estadounidense como consecuencia de actos demenciales
de gente enfermiza. En todo caso, la sociedad “sana” (más exactamente: su clase
dominante) necesita (utiliza) a esos peligrosos sujetos para hacer efectivos
sus planes.
Venezuela (con sus reservas
inconmensurables de petróleo), Cuba (con su dignidad como país socialista que
viene soportando el embate norteamericano desde hace seis décadas), en menor
medida Nicaragua (“mal ejemplo”, pues permitió la entrada china y rusa a su
territorio –el canal interoceánico y una base de observación satelital–),
constituyen hoy las principales “amenazas” para la política hemisférica de
Washington. De ahí esta insolente (enfermiza) manía de aplastar lo que no les
conviene. Pero la historia no se escribe solo con imposiciones de los más
fuertes: los débiles también cuentan. Y la historia, repitámoslo, es esa
continua, prolongada lucha entre opresores y oprimidos. Si el amo tiembla
aterrorizado ante el esclavo, por lo que vive maniatándolo, es porque sabe que
en algún momento ese esclavo reaccionará. Por ello… ¡apuremos esa reacción!
* Utilizaremos la definición dada por la
Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la
Salud (CIE-10): “Trastorno de la personalidad caracterizado por descuido de
las obligaciones sociales y endurecimiento de los sentimientos hacia los demás.
Hay gran disparidad entre el comportamiento de la persona y las normas sociales
prevalecientes. La conducta no se modifica fácilmente a través de la
experiencia adversa ni aun por medio del castigo. La tolerancia a la
frustración es baja, lo mismo que el umbral tras el cual se descarga la
agresión, e incluso la violencia. Hay tendencia a culpar a otros, o a ofrecer
racionalizaciones verosímiles acerca del comportamiento que lleva a la persona
a entrar en conflicto con la sociedad. Personalidad: amoral, antisocial,
asocial, psicopática, sociopática”. En otros términos: comportamientos
típicos de los delincuentes, de los transgresores.