Las
comunas como fase superior de la felicidad humana
Por Fernando Buen Abad Domínguez
Rebelión/Instituto de Cultura y Comunicación UNLa
Con el
surgimiento de la Revolución Bolchevique, y la Unión Soviética, el mundo
experimentó (también) una transformación cultural y comunicacional que sacudió
todos los cimentos históricos. Por negarlas o combatirlas, por valorarlas y
seguirlas… en todos los ámbitos de la teoría o de la práctica, se dejó sentir
un viento “nuevo” que conmocionó las formas de pensar y hacer política –en su
sentido más amplio- y de transformar al mundo. Un pueblo organizado de mil
maneras (obreros y campesinos) decidió no seguir siendo oprimido… y una clase
opresora no pudo seguir oprimiendo. Cambió el rumbo, cambió la dirección y
cambiaron los dirigentes. ¿Qué falló?
Había que remover instituciones y costumbres,
preconceptos y definiciones, instauradas por la ideología de la clase dominante
como ejes rectores de la vida y del papel de cada persona en su relación con la
riqueza toda y especialmente con la riqueza producida por el trabajo. Había que
sacudir escombros y telarañas, momias y creencias tan hondas como la parálisis
fatalista y de resignación que se generaba en pueblos acosados por una guerra
económica de saqueo y privación escoltadas con armas y represión permanente.
Incluso armas ideológicas. Había que construir un imaginario social “nuevo” (o
dicho de otro modo actualizar la historia de las luchas emancipadoras) con
seres humanos dispuestos a rehacer en su cabeza, su corazón y su panza un modo
distinto de relacionarse para producir lo que necesitamos todos y distribuirlo
para el bien de todos. Cambiar la dirección de todos los beneficios.
Había un programa y un partido con un marco
(digamos provisionalmente filosófico) que organizaba democráticamente todos los
esfuerzos con rumbo a una sociedad sin clases sociales. Sin opresores y sin
oprimidos, donde además de modificar el modo de producción, tendría que cambiar
las relaciones de producción en manos de personas dispuestas a ser felices -con
toda la dificultad que ello implicaba- en una realidad sometida históricamente
a todas las infelicidades. O, dicho resumidamente, tomar una dirección nueva
–realmente nueva- para la humanidad y para el planeta. Claro que no sería fácil
y claro que no sería “rápido”.
La sola idea de tomar una dirección distinta para
los seres humanos y todos sus hábitat, que a muchos parecía imposible, utópico,
mesiánico o loco…y a otros parecía esperanzador, deseable, posible y
realizable; exigió claridad meridiana en el qué hacer y en el cómo hacerlo.
Exigió -y exige- mucha precisión en el orden de las prioridades y los plazos,
en la profundidad y en la amplitud de las transformaciones. Exigió y exige un
cambio de raíz en la mentalidad y una disposición proactiva a toda prueba.
Exigió y exige desarrollar instrumentos capaces de movernos hacia delante en la
ciencia, en las artes, en la teoría y en la praxis. Era imposible transitar hacia
la nueva dirección con un mapa del pasado a menos que tal mapa sirviera,
críticamente, para recordar a dónde no debería irse. En ese campo de exigencias
nuevas se tensó fuertemente la relación entre la dirección y los dirigentes. Y
el problema nos dura hasta la fecha.
En algunos lugares (y frentes ideológicos) el
concepto “dirección” se entiende como un genérico que incluye, necesariamente,
a los dirigentes. Pero la práctica ha demostrado que, entre el proceso que
implica la creación de una sociedad donde lo más importante sea el bienestar de
la sociedad misma y la integridad ético-política de los dirigentes; entre lo
que se dice y lo que se hace… es decir “del dicho al hecho”, hay un “trecho”
plagado con problemas de orden muy diverso, incluyendo el de identificar con
minucia los verdaderos intereses y compromisos de los dirigentes para alcanzar
los objetivos marcados por la dirección del programa revolucionario. Muchas
desviaciones, muchas traiciones, muchas limitaciones -de todo tipo- han
demorado y frustrado el avance del trayecto.
Se cuentan a raudales los reformismos, los
conciliadores, los disfraces, las revolturas ideológicas y las guerras
mediático-psicológicas diseñadas principalmente para demorar, abortar, deformar
y asesinar todo aquello que implique pasos (así sean pequeños) en la dirección
emancipadora. Algunos dirigentes descarrilaron el viaje y quemaron el mapa de
lo nuevo. Lo viejo no superado y lo nuevo que no termina de nacer. En esa
disputa (explicada así muy apretadamente) nos hemos visto inmersos muchas
décadas y eso nos ha costado vidas y recursos incalculables expresados en daños
severos a la naturaleza misma y a la especie humana en su totalidad. Los
enemigos de la nueva dirección, en sus delirios propagandísticos han dado por
muerto todo lo que suene a transformación y, así, dan por muerto el marco
filosófico, sus logros incipientes, sus beneficios y aportes…han llegado a dar
por muerta la historia misma.
Pero lo esencial del rumbo nuevo no pueden
borrarlo. Está en vivo en la revolución permanente que el pueblo trabajador
despliega en cada una de sus rebeldías y revoluciones (grandes o pequeñas) que
no resienten más el sometimiento a una clase que nos depreda y nos deprime, que
nos expolia y nos humilla. De esa revolución permanente que ocurre en miles de
ámbitos distintos, más visibles o menos, de esa lucha pertinaz e incesante
esperamos el nacimiento de los dirigentes de nuevo tipo, de los que no
traicionen y de los que hagan, de la dirección marcada por el pueblo
trabajador, un arte nuevo de la dirigencia. Que manden obedeciendo, que no
quepa en su cabeza, ni en su corazón, otra premisa que seguir el rumbo que se
mandata desde las bases. Que sean vasos comunicantes para la creación de una
cultura y una comunicación de lo común, de lo comunitario, de las comunas como
fase superior de la felicidad humana.
No se trata de un simple “conflicto de intereses”
porque está en juego la degradación, la desmoralización y la ruina de los
pueblos. Es una situación de vida o muerte para la clase que representa el
único futuro viable de la Humanidad. La contradicción entre dirigentes y
dirección comprende peligros inaceptables que no pueden ser resueltos con
simples “concesiones” ni espejismos de “unidad” de coyuntura. Si los dirigentes
no responden a la dirección marcada por las bases, y no se producen cambios, el
pueblo trabajador queda expuesto a peligros históricos cada vez mayores, como
el neo-fascismo. Un antídoto necesario es que la dirección transformadora,
mandatada por la comunidad de las bases, sea la cultura y la comunicación que
profesen los dirigentes permanentemente. No aceptemos otro camino.