Extremo
ejemplo de violación de los Derechos Humanos
Por Roberto Montoya
Las fotografías difundidas con orgullo por el Pentágono de los primeros prisioneros trasladados el 11 de enero de 2002 en aviones militares desde Afganistán a la prisión de Guantánamo indignaron al mundo. Diecisiete años después aún permanecen 40 prisioneros en ese campo de concentración del siglo XXI, y Trump reclama invertir decenas de millones de dólares en mejorar sus infraestructuras para recibir a nuevos rehenes.
Guantánamo nos recuerda que
la cruzada contra el terror iniciada por Bush, Blair y Aznar
que se ha cobrado tantos miles de víctimas aún no ha terminado.
En las imágenes de prisioneros talibán y de Al-Qaeda, vestidos con monos naranja, en la prisión de la base estadounidense de Guantánamo (foto de AFP, ver en la cabecera de este artículo, ndr), distribuidas por el Pentágono a los medios de todo el mundo en 2002, se mostraba a numerosos hombres frente a sus celdas de rejas metálicas al aire libre de cinco metros cuadrados. Estaban vestidos con monos naranja, arrodillados, amordazados, encadenados de pies y manos, con grandes gafas ciegas negras, mascarillas en la boca, cascos de insonorización cubriendo sus orejas, guantes acolchados y pies enfundados.
En las imágenes de prisioneros talibán y de Al-Qaeda, vestidos con monos naranja, en la prisión de la base estadounidense de Guantánamo (foto de AFP, ver en la cabecera de este artículo, ndr), distribuidas por el Pentágono a los medios de todo el mundo en 2002, se mostraba a numerosos hombres frente a sus celdas de rejas metálicas al aire libre de cinco metros cuadrados. Estaban vestidos con monos naranja, arrodillados, amordazados, encadenados de pies y manos, con grandes gafas ciegas negras, mascarillas en la boca, cascos de insonorización cubriendo sus orejas, guantes acolchados y pies enfundados.
Ninguno de ellos tenía idea
de dónde estaba, muchos no lo supieron hasta años después. Con ese equipamiento
y provistos de pañales habían soportado cerca de 30 horas de vuelo encadenados
en el suelo de aviones de carga militares.
El primer grupo de
prisioneros, 23, llegó a la base naval estadounidense situada ilegalmente en la
provincia cubana de Guantánamo el 11 de enero en un avión militar C-141, pero
no fue ese un vuelo directo desde Afganistán.
Escalas
en suelo español
La primera parte del vuelo,
realizada en un C-17, partió de la base de las tropas estadounidenses en
Kandahar, Afganistán, y aterrizó en España, en la base militar de Morón de la
Frontera. Allí se traspasó a los prisioneros al C-141 con el cual se siguió viaje
hasta Guantánamo.
Habían pasado exactamente
cuatro meses desde los atentados terroristas del 11-S de 2001 y el servil
Gobierno de José María Aznar se apuntó entre los primeros gobiernos europeos en
brindar gustosamente apoyo a la cruzada contra el terror lanzada
por George Bush junior.
Una comisión de investigación
del Parlamento Europeo y otra del Consejo de Europa confirmaron años después,
en 2007, que los aviones camuflados de la CIA que trasladaron a Guantánamo o a
prisiones secretas a individuos capturados en distintos países, hicieron más de
1.400 escalas en aeropuertos europeos entre 2002 y 2005.
Más de 120 de esas escalas
tuvieron lugar en 10 aeropuertos civiles españoles y un número indefinido en
bases militares españolas de uso conjunto con EEUU.
La relación de Aznar con Bush
se estrecharía aún más en los años siguientes y ambos, junto con Blair,
constituirían luego el tristemente célebre trío de las Azores que menos de dos
años después del 11-S y de la guerra de Afganistán que se inició semanas más
tarde de esos atentados, lanzaba en marzo de 2003 la ilegal y unilateral guerra
devastadora contra Irak en aras también de la guerra contra el terror.
A ese primer avión C-141 que
partió de la base de Morón hacia Guantánamo le seguirían varios más en los
siguientes días. En pocas semanas ya eran 150 los prisioneros que mostraba el
Pentágono como trofeos a todo el mundo, y el goteo de traslados fue constante
durante los primeros años.
Aquellas fotos fueron portada
de medios de todo el mundo, provocando gran indignación por el trato inhumano y
vejatorio que suponían y por la violación de las normas sobre trato a
prisioneros de guerra establecidas en las Convenciones de Ginebra desde 1950.
George Bush respondió a esas
críticas con su particular estilo: emitió un memorándum en el que etiquetó a
todos los detenidos como “talibán” o “combatientes de Al Qaeda” sin aportar
ninguna prueba que todos lo fueran, y creó para ellos la figura de
“combatientes enemigos”. Con ese novedoso estatus, una verdadera burla a la ONU
y a todos los organismos internacionales, excluía a esos presos de los derechos
que confieren las
Convenciones de Ginebra a todo prisionero de guerra desde 1949.
Aduciendo que la base naval
de la bahía de Guantánamo, enclavada en la provincia cubana del mismo nombre
desde 1903 -pese a las reiteradas denuncias del Gobierno de Cuba- era un
“territorio estadounidense de ultramar”, Bush impidió la actuación de los
tribunales federales de EEUU.
Por medio de su Orden Militar
del 13 de noviembre de 2001 Bush ya había decidido que los prisioneros serían
juzgados por tribunales militares.
La trama jurídica urdida por
la Casa Blanca, el Pentágono, el Departamento de Justicia y el Departamento de
Estado dejó así en un absoluto limbo legal a todos los individuos capturados
por sus fuerzas armadas en Afganistán u otros escenarios de guerra y a los
secuestrados y trasladados por la CIA a centros de tortura.
Agentes españoles
participaron en los interrogatorios a dos de los detenidos en Guantánamo que
tenían nacionalidad española.
Prisioneros
de entre 13 y 89 años
Se tardó años en conocer la
identidad de quienes estaban detenidos en Guantánamo y el tipo de torturas a
las que habían sido sometidos con total impunidad. Según los datos de ACLU
(American Civil Liberties Union) la más poderosa asociación defensora de los
derechos civiles de EEUU, en total pasaron
por la prisión 779 personas de 40 nacionalidades diferentes.
El menor tenía 13 años -y
hubo otros 20 menores de edad-; el mayor tenía 89 años. Fueron cerca de 200 los
agentes del FBI que participaron en los abusos y torturas a prisioneros; 26 de
los detenidos en Guantánamo habían sido previamente torturados por agentes de
la CIA en cárceles secretas situadas en distintos países, algunas de ellas en
suelo europeo, en Hungría y Polonia.
Al menos 7 prisioneros se
suicidaron al no soportar las torturas y el confinamiento; el más joven de
ellos, Yasser Talal Al Zahrani, se suicidó a los 21 años. Había sido capturado
a los 16 años.
Muchos otros prisioneros
intentaron suicidarse, más de 100 llevaron adelante una huelga de hambre de
protesta en 2005, a los que se terminó alimentando por la fuerza, sujetos a una
silla y por medio de sondas gastroesofágicas.
Según Harry B. Harris, el que
fuera comandante de la Joint Task Force en Guantanamo -y actual embajador de
EEUU en Corea del Sur- los suicidios no eran consecuencia de la desesperación
sino “parte de un plan de guerra asimétrica diseñado por Al Qaeda”, “una hábil
estrategia de propaganda”.
Según el informe de ACLU,
coincidente con datos de Amnistía Internacional y otros organismos de derechos
humanos, solo el 5% de los prisioneros que pasaron por Guantánamo fueron
detenidos por las tropas estadounidenses.
El 86% fue capturado por
milicias controladas por señores de la guerra afganos y
vendidos por entre 3.000 y 25.000 dólares cada uno a las tropas de EEUU tras
acusarlos interesadamente de ser combatientes talibán o de Al Qaeda. El
Pentágono invirtió millones de dólares en esas compras.
De ahí los pésimos resultados
logrados.
Cientos de ellos fueron
liberados sin cargos tras años de confinamiento, más de 500 de ellos durante la
era Bush. Obama heredó 242 de su predecesor y legó 41
prisioneros a Trump tras sus ocho años de mandato. Trump ha transferido en dos
años solo a uno, el saudí Ahmed Mohammed Al-Darbi.
Como en buena parte de los
casos de prisioneros transferidos a sus países de origen o a terceros países,
Al-Darbi, capturado en 2002 en Azerbayán y torturado en una cárcel secreta de
la CIA en Afganistán, tuvo que autoinculparse ante el tribunal militar de la
base de Guantánamo para poder ser trasladado a una prisión de Arabia Saudí,
para ser sometido a un programa de ‘desradicalización’ durante varios años más.
Solo 8 fueron condenados por
los tribunales militares, cuyos miembros hicieron caso omiso de las denuncias
de las torturas que habían sufrido para que se autoinculparan. Siete de los
fiscales militares designados por el Pentágono pidieron su traslado al no poder
soportar el nivel de injusticia de esos juicios, realizados sin garantía
alguna. Los prisioneros no tienen derecho a conocer los autos acusatorios por ‘problemas
de seguridad nacional’.
Human Rights First, otra de
las más grandes organizaciones defensoras de los derechos civiles en EEUU
aporta por su parte estos
otros datos complementarios: 4 detenidos murieron desde 2009 por
distintas razones, aparte de los suicidados; los 40 detenidos que aún
permanecen en la prisión, la mayoría de ellos yemeníes están
allí desde hace más de 10 años; 7 de ellos están actualmente siendo
juzgados; 5 de los prisioneros están desde hace tiempo a la espera de ser
liberados; 26 son los considerados por el Pentágono especialmente
peligrosos y a los que no está dispuesto a liberar en ningún caso
aunque contra varios de ellos no se presentaron pruebas incriminatorias.
Según los cálculos de HRF,
similares a las cifras oficiales del presupuesto de Defensa, mientras el
mantenimiento de un preso en una cárcel federal de máxima seguridad en
territorio estadounidense cuesta al Estado 78.000 dólares anuales, un
prisionero de la base de Guantánamo cuesta 10 millones, dado que se mantiene el
mismo personal militar y civil (1.760 efectivos) y la misma infraestructura
para los 40 detenidos actualmente que la que se mantenía cuando había 780.
Solo la rehabilitación del
Camp 7, el ultrasecreto bloque donde se mantiene a los 15 prisioneros
considerados más peligrosos -algunos están acusados de participar en la
planificación de los atentados del 11-S y otros actos terroristas- fue
presupuestada en 2014 por John F. Kelly, -comandante bajo la Administración
Obama del Comando Sur de Estados Unidos y desde 2017 Secretario de Seguridad
Nacional de Trump- en 69 millones de dólares, a 4,6 millones por prisionero.
Paralizado el proyecto por
Obama ha sido recuperado por Trump, quien proyecta poder realizarlo antes de
2022 si se aprueba su nuevo presupuesto general de Defensa para 2019.
Pese a los magros resultados
obtenidos con este siniestro laboratorio caribeño, Trump se obstina en
mantenerlo abierto para trasladar allí a “los tipos malos que amenazan la
seguridad de Estados Unidos”.
El presidente estadounidense
emitió el 30 de enero de 2018 una
Orden Ejecutiva revocando la decisión de Obama de cerrar la
prisión y anunciando que se trasladaría allí a nuevos prisioneros.
En 2008 llegaron los últimos
detenidos a Guantánamo, pero el Pentágono le ha presentado un plan a Trump
meses atrás para ‘rentabilizar’ tan costoso penal con el ingreso de prisioneros
de alto valor del Estado Islámico que mantiene actualmente en
bases militares en Oriente Medio.
En junio pasado se llevó a
cabo una simulación de llegada en avión a Guantánamo de nuevos prisioneros para
comprobar que todo el protocolo seguía estando aceitado como hace una década.
El
Partido Demócrata no apoyó a Obama para cerrar Guantánamo
Obama prometió en 2009 cerrar
el penal y al irse de la Casa Blanca en 2017 este seguía abierto. ¿Por qué no
utilizó el mecanismo presidencial de la Orden Ejecutiva para hacerlo sorteando
así la oposición republicana? Muchos analistas se han hecho esa pregunta.
Los republicanos no eran su
único problema. Obama encontró en realidad una seria oposición en el seno del
propio Partido Demócrata. No logró apoyo cuando al inicio de su mandato anunció
que se formaría una comisión para investigar y castigar a los responsables de
los numerosos casos de torturas contra los prisioneros de guerra, y tampoco
cuando planteó su plan para cerrar Guantánamo, proponiendo liberar a los presos
contra los que no había cargos y juzgar en tribunales federales estadounidenses
a aquellos contra los que sí los hubiera.
Numerosos gobernadores
demócratas se opusieron al igual que los republicanos a que se trasladara a los
que fueran condenados por esos tribunales a cárceles de máxima seguridad en sus
respectivos estados. Aseguraban que una decisión de ese tipo haría que sus
estados se convirtieran en objetivo de los terroristas.
En 2015, durante el segundo
mandato de Obama, el Partido Republicano controlaba las dos Cámaras. Al aprobar
el presupuesto de Defensa para 2016 tanto la Cámara de Representantes como el
Senado rechazaron la partida reclamada por el presidente para poder llevar a
cabo su plan de cierre de Guantánamo.
Obama no pudo vetar la llamada
Ley de Autorización de Defensa Nacional (NDAA) porque se votó por una amplísima
mayoría, y ello fue posible porque solo una minoría de demócratas votaron en
contra. En la Cámara de Representantes el Partido Republicano tenía 247 escaños
de un total de 435, pero consiguió 370 votos a favor y solo 58 en contra; en el
Senado eran 54 los republicanos de un total de 102, pero fueron 91 los que
votaron a favor de la Ley y solo hubo 3 en contra.
Las cifras son elocuentes. El
Partido Demócrata tiene evidentemente un problema interno grave y varias
familias con intereses muy distintos.Todo esto ha contribuido para que
Guantánamo siguiera abierto.
Entre los reclamos a Trump
para que invierta en mejorar las infraestructuras de la prisión, los mandos
militares de la misma piden reacondicionar algunos de sus bloques, sus campos,
para albergar a prisioneros ancianos, como el otrora rico empresario paquistaní
Saifullah Paracha, de 71 años, u otros con discapacidad física.
A pesar de que importantes
cargos del Pentágono rechazan mantener abierto Guantánamo por su costo y su
manifiesta ineficacia en la lucha contra el terrorismo, Trump sigue adelante
con sus planes. En diciembre de 2017 el Relator Especial contra la Tortura de
la ONU, Nils Melzer, criticó duramente en un comunicado que en Guantánamo se
siguieran aplicando torturas de distinto tipo y denunció la impunidad con la
que actuaban los responsables de estas.
Pero para el presidente la
tortura nunca fue un problema. En 2017 impidió que se desclasificara el informe
de 6.700 páginas elaborado por una comisión parlamentaria presidida por la
demócrata Dianne Feinstein -recientemente elegida presidenta de la Cámara de
Representantes- sobre los interrogatorios y torturas de la CIA.
Desde el inicio de su mandato
reivindicó el uso del ‘waterboarding’ (submarino). En un acto de su campaña
electoral, en junio de 2016, Trump preguntó a sus seguidores: “¿Qué opináis
del waterboarding? Y se respondió: “Me gusta mucho, no creo que sea
suficientemente duro”.
En 2017 conmovió a muchos la
decisión del presidente de nombrar a un hombre clave en la elaboración de los
memorandos de la Administración Bush teorizando y justificando la tortura
sistemática con los prisioneros, Steven Engel, para presidir el Consejo Legal
del Departamento de Justicia.
En 2018 nombraba igualmente a
Gina Haspel, responsable de una cárcel secreta de la CIA en Tailandia donde se
torturó a varios prisioneros, como directora de la agencia. Trump no ocultó en
ningún momento su propósito de recuperar las prácticas más siniestras de la
‘guerra contra el terror’ de la era Bush.
¿Y
la comunidad internacional?
Las protestas y críticas de
la ONU y la UE durante los años más duros de la ‘guerra contra el terror’ de
Bush se fueron espaciando y prácticamente han desaparecido.
Para aquellos prisioneros
considerados menos peligrosos por el Pentágono la vida diaria en la prisión ha
mejorado y por ello organiza visitas de periodistas para visitar algunos de los
campos de detenidos, a los que solo se pueden ver a través de mirillas. Pueden
comprobar que tienen una biblioteca, vídeos, juegos, clases de dibujo y
manualidades.
Más de 30 de los cuadros
pintados por prisioneros y varias esculturas fueron presentados a fines de 2017
en la exposición Oda al mar: arte de la Bahía de Guantánamo en
una galería del Upper West Side de Manhattan. Fue un éxito, varios famosos
compraron algunas de esas obras y se empezaron a interesar por los ‘artistas’,
lo que decidió al Departamento de Estado a prohibir la salida de más pinturas y
esculturas de la prisión, alegando que eran “propiedad del Estado”.
El Pentágono sabe que después
de diez o más años aislados del mundo, el ‘valor’ de esos presos, lo que puedan
saber de cómo funciona Al Qaeda o Daesh es nulo. Se ignora cuál es el trato que
reciben los 15 presos del Camp 7, un bloque del que se desconoce todo. Ni
siquiera se sabe dónde está localizado.
Y el tour para
los medios se completa mostrando otras dependencias de la base naval donde la
bandera de McDonald ondea junto a la enseña de las barras y estrellas, donde
existe un campo de golf, gimnasio, piscina, cine, supermercados, tumbonas en la
plaza, bares y distintos lugares de esparcimiento para las tropas y
funcionarios civiles estadounidenses y sus familiares.
El Pentágono organiza visitas
a la base naval de grupos de payasos para entretener a los
hijos de los militares o de grupos de rock y otros espectáculos
en vivo para las tropas para
hacerlos ‘sentir como en casa’ y que olviden que están ocupando
suelo extranjero, que del otro lado del perímetro de la base está la legítima
titular de ese territorio, la archienemiga Cuba.
A escasa distancia de las
viviendas, bares, polideportivo y ruidosas fiestas de los carceleros hay 40
hombres encarcelados desde hace más de 10 años. Están a merced de los caprichos
de un presidente que como sus predecesores actúa con total impunidad, con la
seguridad que le da saber que la llamada ‘comunidad internacional’ no hará nada
por ellos, que puede seguir contando después de 17 años con su pasiva -cuando
no activa- complicidad.
Roberto Montoya es periodista y escritor