Por Gonzalo Fernández Ortiz de
Zárate. Juan Hernández-Zubizarreta
Cada
vez es más evidente que el capitalismo avanza desbocado y nos conduce a la
humanidad y al planeta a un abismo de desigualdades crecientes y al colapso
ecológico. La agenda política y mediática hegemónica insiste en negar esta
realidad, obviando las causas estructurales de la situación que atravesamos. Se
pone el foco, en sentido contrario, en las consecuencias. Esta inversión de
prioridades, por supuesto, no es casual. Si la acumulación del capital sufre
una crisis sin precedentes –en la que se aúnan escasas expectativas de
crecimiento económico, reducción de la base material y energética, y
vulnerabilidad climática–, quienes detentan el poder no pueden permitirse un
cuestionamiento profundo de su sistema y de sus privilegios. Desvían de este
modo la atención sobre otros fenómenos –productos de dicho sistema–,
convertidos en núcleos centrales de la crisis, para salvaguardar e incluso
fortalecer su andamiaje de injusticia y sostenibilidad en este momento
especialmente crítico. La migración es, sin duda, uno de estos fenómenos
estrella.
El abordaje más extendido
sobre los flujos migratorios ejemplifica a la perfección este nuevo momento
político en el que, aprovechándose del miedo generado por la crisis como caldo
de cultivo, se azuzan lógicas de fascismo social y político. Se fomenta la
guerra entre pobres, la disputa interna entre sectores dominados y explotados
por razones de clase, de género, de sexo y de raza/etnia, mientras quienes
dominan y explotan salen del foco de la contienda política. Se multiplican de
este modo los relatos excluyentes, que dan voz y altavoz a mensajes y prácticas
heteropatriarcales, clasistas, xenófobos y coloniales.
La consecuencia se convierte
en causa. Las mayorías sociales, sobre todo las parias de la tierra, en
culpables. Los migrantes, en invasores. Da igual que Naciones Unidas señale que
el 70% de los conflictos actuales –y por tanto génesis de los flujos
migratorios– tienen un origen socio-ambiental, con vínculo directo con el
modelo económico que provoca el cambio climático. Da igual que la mayoría de
conflictos armados vigentes partan de disputas geopolíticas y económicas entre
bloques capitalistas. Da igual que la precariedad, la exclusión, la dominación
y la expulsión de crecientes grupos sociales sean la seña de identidad del
sistema vigente. La raíz de la crisis se sitúa en las y los migrantes, y cada
vez se escucha, sin tapujos y con más fuerza, la idea de cerrar las fronteras,
de crear muros, vallas, concertinas. La realidad se simplifica, la mentira se
amplifica. El proceso de inversión de prioridades se cierra: las víctimas creen
ver a su verdugo entre las otras víctimas, mientras este no ceja de afilar y
utilizar su guillotina.
En este contexto un académico
de Harvard, antiguo economista del Banco Mundial –Lant Pritchett–, ha realizado
una propuesta migratoria muy polémica, que
pareciera contravenir los vientos huracanados en favor de un Norte-fortaleza inexpugnable.
Defiende vehementemente que Europa necesitará 200 millones de inmigrantes en
los próximos 30 años, si se quiere frenar lo que considera el actual “suicido
demográfico”. Apuesta así por una inmigración en masa, selectiva, rotativa y
sin derechos, en base a trabajadores y trabajadoras con escasa cualificación,
cuyo permiso de residencia se limitaría a un período de 3-5 años, durante el
cual no contarían con ningún tipo de derecho de ciudadanía, ya que se les
“integraría económicamente, pero no políticamente”. En su opinión, se trata de
una estrategia win-win,
todo el mundo gana. Por un lado, Europa podría contar con una masa laboral
empleada en sectores de escaso valor añadido por salarios muy bajos, pero
mejores que los que obtendrían en sus países. De este modo se revertiría el
envejecimiento estructural y se podrían mantener ciertos estándares de
bienestar, vía servicios a bajo coste y vía sostenimiento de la seguridad
social mediante aumento de las cotizaciones. Por el otro, entiende que los diferenciales
de productividad entre países del Norte y del Sur generan el fracaso de los
actuales programas de desarrollo y cooperación internacional. No hay
posibilidad de avanzar en espacios que no favorecen la productividad, por lo
que invertir en desarrollo en los países del sur no es eficaz ni eficiente. En
cambio, favorecer que gente con baja productividad trabaje temporalmente en
espacios productivos incrementará sus recursos y capacidades, lo que en última
instancia redundará en el desarrollo y bienestar de sus países de origen al
regresar.
¿Cómo posicionarnos ante esta
propuesta? ¿Es ética y políticamente defendible? ¿Es viable? ¿La apoyaríamos
simplemente por no sustentarse sobre el cierre de fronteras, dando así espacio
al debate sobre la pertinencia de las personas migrantes en nuestras
sociedades, aunque sea bajo supuestas necesidades del mercado laboral? ¿Debemos
al contrario enfrentarla, ya que generalizaría en Europa la situación de los
migrantes asiáticos en Emiratos Árabes Unidos o Arabia Saudí? En definitiva,
¿estamos realmente ante una mirada diferente de las migraciones, o es el mismo
lobo con nueva piel de cordero, una especie de colonialismo y racismo cool?
En nuestra opinión, la
propuesta de Pritchett posee una carga política tremendamente peligrosa –al ser
menos evidente–, y debe ser absolutamente rechazada, por cuatro motivos
complementarios: en primer lugar, se sostiene sobre una falsa alternativa entre
el “cierre de fronteras” y “la política migratoria vinculada al mercado
laboral”, cuando ambas son parte de un mismo relato que persigue ahondar en la
precariedad y en la falta de derechos desde posturas racistas y
pro-capitalistas; segundo, la lógica win-win es inviable, al basarse en un
enfoque de desarrollo claramente colonial –que obvia la matriz colonial e
imperial del desarrollo y de la globalización– y escasamente riguroso –al
simplificar el análisis a cálculos econométricos–, generando resultados
construidos sobre el barro, ajenos a una realidad mucho más compleja; tercero,
la propuesta pasa por encima no solo de la historia y fenómenos sistémicos que
afectan al Sur Global, sino también de asuntos globales hoy en día tan
relevantes como el agotamiento de materiales y fuentes de energía fósil, el
cambio climático, la nueva oleada de tratados comerciales, la cuarta revolución
industrial, etc., invalidando así sus conclusiones y cálculos; cuarto, y a modo
de corolario, desprende un explícito tufo xenófobo que contraviene sin
paliativos el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, por lo que se
construye sobre la negación del conjunto de convenios internacionales.
Argumentaremos brevemente
estas cuatro críticas. Comenzamos afirmando que la propuesta Pritchett en
ningún caso es una alternativa al relato duro de cierre de fronteras. Como muy
bien explica Pastora Filigrana, todas las propuestas que
supeditan las migraciones a la oferta de trabajo nunca han tenido como objetivo
las necesidades del mercado laboral, en un contexto en el que el pleno empleo
no solo es ya una quimera, sino que avanzamos en sentido contrario por efecto
de la automatización. Su argumentación por tanto es una falacia, ya que lo que
realmente se persigue con propuestas como esta es disponer de una abundante
mano de obra barata, servicial y sin derechos, independientemente de la oferta
laboral. El racismo y el colonialismo sirven así de herramienta para avanzar en
una de las principales necesidades del capitalismo, que es la de contar con
un ejército de reserva abundante
y precarizado, que permita aumentar la tasa de ganancia empresarial apretando
aún más la tuerca a los y las trabajadoras. Y este es el mismo mensaje y el
mismo objetivo que mantienen, con otras palabras, tonos e intensidades, quienes
abogan por los muros y el cierre de fronteras: apropiarse del trabajo migrante,
a la vez que se convierte a estas y estos en chivos expiatorios de la crisis
cuando el momento lo demande. Dos formas, dos relatos, por tanto, de perseguir
un mismo mensaje que entroniza al capitalismo desde su matriz colonial y
racista.
Pero además, esta propuesta
es inviable y se sustenta sobre análisis pobres, fuera de la realidad. No es
casual que Pritchett fuera economista jefe del Banco Mundial, organismo de
funesto recuerdo para movimientos sociales, pueblos y comunidades de muchos
países empobrecidos. Su concepción del desarrollo no solo obvia la historia de
imperialismo y colonialismo que desestructuró procesos propios y generó
dependencias en los países del Sur –y lo sigue haciendo en la actualidad, bajo
otros parámetros–. Además, abunda en un enfoque metodológico que analiza la
compleja realidad económica desde el simple cálculo de dos variables –en este
caso el análisis comparativo entre ingresos de las personas migrantes en Europa
y en sus países de origen, así como los diferenciales de productividad entre
territorios–, manteniendo lo demás ceteris
paribus, esto es, constante. Sostener de este modo que la
productividad de personas de baja cualificación en sectores de bajo valor
añadido se va a incrementar necesariamente por trabajar temporalmente en Europa
–espacio en su opinión de productividad alta– es una quimera. Pretender además
que el regreso de esas personas a sus territorios de origen tiene una
correlación directa con el desarrollo del país, sin tener en cuenta fenómenos
históricos y sistémicos que estructuralmente lo condicionan, es vivir en un
mundo irreal. La tesis por tanto de que gente improductiva en espacios
productivos aumenta su productividad, y que esta se derramará en su país de
origen al regreso –tesis central de la propuesta–, es todo un brindis al sol.
Pero si esta cuenta de la vieja del
modelo de desarrollo made
in Banco Mundial es inviable –y por tanto el win-win con el que nos
trata de encandilar no es cierto–, todavía lo es más aún en términos globales.
Pritchett aplica el ceteris
paribus a fenómenos globales hoy en día indispensables para
cualquier estudio internacional que se precie. ¿Compensarán de este modo los
incrementos individuales de productividad el expolio corporativo de bienes
comunes y ganancias? ¿Puede haber desarrollo en el marco de una nueva oleada de tratados comerciales, que
amenaza la democracia y promueve un gobierno de facto de las grandes empresas? ¿Podemos
excluir del análisis internacional hoy en día el cambio climático, el
agotamiento de las fuentes fósiles de energía o las tierras raras? ¿Será que la
gente migra por vicio o ganas de hacer turismo? Pritchett insiste tozudamente
en el clásico error de la economía hegemónica, que abusa del cálculo
econométrico y se distancia de la realidad, como si la economía fuera un ente
autónomo cuyas premisas y conclusiones pueden aislarse de la realidad. El
resultado final, sin duda alguna, es un endeble castillo de arena cuyo objetivo
parece ser el de dotar de una pátina académica a la agenda hegemónica actual:
más capitalismo, explotando para ello su matriz excluyente, racista y colonial,
pero desde un tono más cool que el de Trump, Salvini y demás.
Por último, afirmamos que la
propuesta Pritchett no solo es inviable, sino que también se entiende como una agresión
al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Según este, todos los seres
humanos, de donde quiera que sean, nacen libres e iguales en su dignidad y son
titulares, sin ninguna discriminación, del conjunto de libertades y derechos,
tanto individual como colectivamente, que les son inherentes en su condición de
seres humanos. Toda la ciudadanía de este modo, y en particular los grupos más
vulnerables, deben participar de manera determinante en las decisiones que
afecten a sus vidas y a su entorno. Y los Estados, finalmente, tienen la
obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos,
es decir, los derechos civiles, políticos, sociales, económicos, culturales y
medioambientales, tanto en su territorio como fuera del mismo. La propuesta
migratoria de Pritchett indudablemente se salta a la torera estas máximas y
contraviene los convenios internacionales: define ciudadanos de primer y de
segunda; establece una línea abisal de ciudadanía en la masa de migrantes
pobres; y lo hace además en el marco de una estrategia en la que se invita a
colaborar a los Estados y a la Unión Europea.
En definitiva, Pritchett
realiza una propuesta migratoria que en ningún caso es alternativa al cierre de
las fronteras; cuyos análisis son inviables y ajenos a la realidad global; que
atenta contra el Derecho Internacional de los Derechos Humanos; y que
únicamente persigue vendernos capitalismo, colonialismo y racismo de una
manera cool y
bajo una supuesta pátina académica, invirtiendo causas y consecuencias. Nada
que ver con un enfoque emancipador de las migraciones. Este pasa necesariamente
por el señalamiento de la génesis de la crisis actual; por responder en el
corto plazo a las necesidades prácticas de carácter cotidiano e inmediato de
las personas migrantes; y por buscar un uso alternativo del derecho que permita
que todas las personas excluidas del modelo neoliberal puedan ser sujetos de
derecho de manera plena y al margen de fronteras y jerarquías. No busquemos
atajos, el momento lo exige.
Gonzalo Fernández Ortiz de
Zárate y Juan Hernández-Zubizarreta son investigadores de Paz con Dignidad-OMAL