Por Temir Porras
Ponceleón
El período durante el cual Hugo
Chávez presidió los destinos de Venezuela (1999-2013) estuvo marcado por logros
indiscutibles, destacándose la reducción de la pobreza. El chavismo también
podría presumir de resultados más que respetables en aspectos en los que se lo
esperaba menos, como el crecimiento económico: el Producto Interno Bruto (PIB),
por ejemplo, se multiplicó por cinco entre 1999 y 2014 (1). Seguramente esto
explica sus numerosos triunfos electorales y la longevidad de su hegemonía
política. Este contexto permitió refundar instituciones esclerosadas mediante
un proceso constituyente abierto y participativo, recurriendo a la vez de
manera sistemática al voto popular –a un punto tal que el ex presidente
brasileño Luiz Inácio Lula da Silva manifestó que en Venezuela “hay elecciones
todo el tiempo y cuando no hay, Chávez las inventa”–. A nivel regional, la
Revolución Bolivariana contribuyó a hacer posible la “marea roja” que conquistó
la región durante la primera década del siglo (2) y llevó al poder a fuerzas
progresistas, por la vía electoral, a menudo por primera vez en la historia de
países que parecían decididos a terminar con su estatus de “patio trasero” de
Estados Unidos.
No obstante, la muerte de Chávez
(a los 58 años, en marzo de 2013) y la transición política que llevó al poder a
su sucesor designado, Nicolás Maduro, en la elección presidencial anticipada
del 14 de abril de 2013, inauguraron un nuevo período. Y embrollaron los puntos
de referencia.
Desde 2014, Venezuela atraviesa
la crisis económica más grave de su historia, que no solamente provocó una
situación de angustia social, sino que también contribuyó a profundizar la
polarización política que caracteriza al país desde hace dos décadas. Ya
se ha alcanzado un punto de ruptura entre el gobierno y la oposición que pone
en riesgo el funcionamiento de las instituciones de 1999.
El carácter excepcional de esta
crisis se debe, a la vez, a su duración y a su severidad. En 2018, Venezuela
estaría registrando su quinto año consecutivo de recesión económica, con una
contracción del PIB que podría alcanzar el 18%, después de una caída de entre
el 11 y el 14% en 2017. Como el Estado venezolano no publica datos
macroeconómicos desde 2015 algunos sugieren que los organismos internacionales,
tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o las grandes instituciones
financieras privadas, pintan un panorama más oscuro debido a prejuicios
ideológicos. Sin embargo, cifras gubernamentales que se filtraron confirman una
caída del PIB del 16,5% en 2016 (3). Entre 2014 y 2017, la contracción
acumulada de la economía se establecería, así, en al menos el 30% (4), un
derrumbe comparable al de Estados Unidos entre 1929 y 1932 durante la Gran
Depresión.
Una estrategia incomprensible
Las causas iniciales de la
desaceleración económica constatada desde 2014 no generan ninguna duda. En
junio de ese año, los precios internacionales del petróleo, que representa el
95% del valor de las exportaciones venezolanas, alcanzaron un pico antes de
desplomarse, pasando de 100 a 50 dólares en seis meses y, luego, a 30 dólares
en enero de 2016. Pero, contrariamente a lo que sugiere la sabiduría popular,
las mismas causas no producen de manera mecánica los mismos efectos: todo
depende de la estrategia que se pone en práctica para responderles. En un
contexto de conmoción exógena de una rara violencia, la estrategia elegida por
las autoridades venezolanas genera perplejidad. Y esto, sobre todo porque la
economía venía dando signos de fragilidad mucho antes del desplome de la cotización
del barril.
A pesar de un nivel de inflación estructuralmente alta (5) (de dos dígitos en tiempos “normales”), el gobierno del presidente Maduro decidió mantener una política de control del tipo de cambio que imponía una paridad fija de la moneda nacional, el bolívar, frente al dólar estadounidense. No hacía falta más para avivar el apetito de algunos, que rápidamente comprendieron que el mecanismo les permitía comprar un activo seguro (la moneda estadounidense) a un precio muy inferior a su valor real. Al favorecer de esta manera la fuga de capitales, la política cambiaria del gobierno transformó el país en un inmenso coladero de billetes verdes (6).
A pesar de un nivel de inflación estructuralmente alta (5) (de dos dígitos en tiempos “normales”), el gobierno del presidente Maduro decidió mantener una política de control del tipo de cambio que imponía una paridad fija de la moneda nacional, el bolívar, frente al dólar estadounidense. No hacía falta más para avivar el apetito de algunos, que rápidamente comprendieron que el mecanismo les permitía comprar un activo seguro (la moneda estadounidense) a un precio muy inferior a su valor real. Al favorecer de esta manera la fuga de capitales, la política cambiaria del gobierno transformó el país en un inmenso coladero de billetes verdes (6).
Hasta 2014, los ingresos
petroleros siguieron siendo abundantes. Pero el valor de las importaciones (con
frecuencia sobrefacturadas) no dejaba de aumentar, dado que alimentaba la
estrategia de acumulación común a las burguesías de los países petroleros: la
“captura de renta”, que consiste en transformar las reservas petroleras en
dólares, utilizar esos dólares para impulsar la moneda nacional y, por ende, el
poder de compra de la población y, finalmente, incrementar las ventas del
sector importador, dirigido por la elite. Y luego la cotización del petróleo
comenzó a caer…
El Estado decidió financiar su déficit
fiscal (la diferencia entre el total de sus gastos y el de sus ingresos)
recurriendo a la famosa “plancha de billetes” y reducir sus importaciones
restringiendo la venta de dólares en el mercado oficial. Esta doble decisión
marcó el comienzo del desabastecimiento (7) y liberó las tendencias
inflacionarias, pronto fuera de control: al estar disponible una masa monetaria
(la cantidad de billetes en circulación) creciente para una cantidad
decreciente de bienes y servicios, la disparada de los precios era inevitable.
Entonces, la cotización del
billete verde, buscado tanto por los importadores como por su valor refugio,
explotó en el mercado negro. Pronto, el valor del dólar “paralelo” funcionó
como referencia en la calle para la fijación del precio de los bienes y de los
servicios. Como el alza de los precios erosionaba rápidamente los salarios y
las finanzas públicas, el Estado intentó sostener el poder de compra poniendo
cada vez más billetes en circulación. Entre 2014 y 2017, la masa monetaria dio
un salto de un 8.500%. Así, estaban reunidos todos los ingredientes para que la
economía entrara en hiperinflación. Sin sorpresa, el índice de precios al
consumidor (una medida común de la inflación) pasó del 300% en 2016 al 2.000%
en 2017. Para 2018, las estimaciones varían entre el 4.000% y el 1.300.000%. En
ese último caso en concreto, un bien comprado por un valor de 1.000 bolívares
al 1º de enero de 2018 costaría 13.000.000 el 31 de diciembre.
Complicación extra: 2016 y 2017
estuvieron marcados por importantes vencimientos de pagos de deuda. A pesar de
que los ingresos petroleros estaban en caída libre, el gobierno de Maduro
–siguiendo en esto la doctrina de Chávez– respetó escrupulosamente sus
compromisos. Al menos hasta diciembre de 2017. En ese entonces, en un discurso
por televisión, el presidente anunció que entre 2014 y 2017 el país había
desembolsado la suma colosal de 71.700 millones de dólares de deuda.
Una vez más, la estrategia del
poder para responder a las dificultades suscita numerosos interrogantes.
Decidir pagar las deudas implicó “monetizar” activos de la nación, en otras
palabras entregarlos en garantía, o incluso venderlos, para reunir las sumas
que necesitaba el Estado. En el transcurso de ese período, Venezuela utilizó
unas veces el oro monetario de las reservas internacionales y otras veces
recurrió a sus derechos especiales de giro (DEG) del FMI (8). Cuando no
solicitó directamente préstamos a las compañías petroleras de países aliados,
como la rusa Rosneft, entregando como garantía el 49,9% de las acciones de uno
de sus activos más preciados, la empresa refinadora Citgo, cuya sede y
operaciones se encuentran en Estados Unidos.
En septiembre de 2016, la
compañía petrolera nacional PDVSA les propuso a sus acreedores un canje de
obligaciones que, para alargar en (solamente) tres años el vencimiento de una
serie de títulos (de 2017 a 2020), ofrecía como garantía el 50,1% restante del
capital de Citgo, poniendo así en peligro el control de esta sociedad por parte
de PDVSA en caso de default de pago. Esta operación de refinanciamiento
parcial, la única bajo la presidencia de Maduro, no atrajo más que a fondos
especulativos, tentados por la hipótesis de un default que les permitiría
apropiarse de la refinadora estadounidense.
Subsisten algunas preguntas: ¿por
qué el Estado se sintió en la obligación de pagar, en tiempo y forma, hasta el
último centavo de su deuda, mientras que desde 2014 sus ingresos se diluían?
¿Por qué, sin que ni siquiera fuera necesario entrar en default, no buscó proceder
a una renegociación global con sus acreedores? El acceso a los mercados de
capitales se volvía cada vez más limitado y costoso a medida que la situación
se degradaba, pero todavía era posible una negociación asociando a China, socio
financiero clave de Venezuela que siguió proveyéndole dinero fresco
(desgraciadamente, en cantidad insuficiente) hasta la actualidad.
Extrañamente, no fue sino después
de que la administración estadounidense impusiera sanciones financieras contra
el gobierno venezolano y PDVSA, en agosto de 2017, cuando Maduro anunció su
voluntad de renegociar los términos de la deuda, esencialmente en manos de
grandes fondos de pensión estadounidenses. Ahora bien, las sanciones de
Washington precisamente tenían el objetivo de prohibir a las entidades
estadounidenses participar en el financiamiento de Caracas. En otras palabras,
Venezuela esperó que la opción hubiera desaparecido para considerarla. En
diciembre de 2017, inauguraba un default selectivo al no pagar, o hacerlo con
mucho retraso, algunos de los intereses de su deuda.
De manera paradójica, esta
situación no tendría finalmente más que una importancia secundaria si la
producción petrolera no se hubiera desplomado, pasando de casi tres millones de
barriles por día en 2014 a menos de un millón y medio en 2018. Como en el caso
de la inflación, la caída de la producción petrolera colocó al país en el
centro de una espiral infernal: la producción cae debido a la cruel falta de
los capitales necesarios para las inversiones, pero ese desplome reduce los
ingresos del país, limitando las perspectivas de la producción petrolera…
Raíces macroeconómicas de la
crisis
Con la espalda contra la pared,
el gobierno de Maduro denuncia una “guerra económica” fomentada por el capital
privado, nacional e internacional –del que nadie duda de que no siente ni
ternura ni admiración por Caracas–. Señalar a un culpable puede dar un sentido
político a las dificultades, pero ¿ayuda a resolverlas?
Ocupado en denunciar las
maniobras del “imperio” y de los “contrarrevolucionarios” durante su primer
mandato, Maduro se negó a adoptar una estrategia propiamente macroeconómica
para responder a los desafíos a los que se enfrentaba el país. A pesar de que
la profundización de la crisis le había asegurado a la derecha, en diciembre de
2015, una mayoría de dos tercios en la Asamblea Nacional, a comienzos de 2016
fue nombrado jefe del equipo económico del gobierno el joven profesor de
sociología Luis Salas, cuyo postulado más célebre afirma que “la inflación no
es una realidad”.
Considerando así que la inflación
era causada por el deliberado desabastecimiento retirando los productos del
mercado y/o inflando los precios –en otras palabras, un proyecto de sabotaje
económico–, el gobierno concentró todos sus esfuerzos sobre el control de los
precios. Una ley relativa a los “precios justos” incluso limitó al 30% los
márgenes autorizados para cada uno de los que intervienen en las cadenas de
producción y distribución. Tal enfoque ignora que la inflación depende de
mecanismos macro-sociales que es extremadamente difícil, si no imposible,
contener forzando a los individuos –al menos, mientras no sean corregidos los
fundamentos macroeconómicos que producen el alza de los precios–. ¿De qué sirve
regular el precio de un bien muy preciado, un medicamento importado, por
ejemplo, si el incremento exponencial de la masa monetaria implica que
necesariamente encontrará comprador en el mercado negro a un precio muy
superior?
Cuando el proceso inflacionario
se activa, el miedo generado pone en movimiento una mecánica endiablada por la
que cada uno, queriendo protegerse contra un alza anticipada de los precios,
ajusta el suyo y, al hacerlo, contribuye in fine a un aumento generalizado. Una
lógica devastadora: los precios ya no se fijan con relación al costo de
producción, sino con relación a lo que se estima que habrá que pagar para
producirlo nuevamente en el futuro, o a los márgenes necesarios para la
preservación de su poder de compra en un contexto general de hiperinflación.
Los grandes comerciantes e industriales venezolanos seguramente participan en
la amplificación de la ola especulativa queriendo preservar sus márgenes en
detrimento de los consumidores. Sin embargo, es erróneo atribuirles la
capacidad de generar solos esta situación, que no sería materialmente posible
sin una expansión irracional de la masa monetaria.
El presidente Maduro se había
mostrado escéptico en cuanto a la oportunidad de operar un cambio de rumbo
económico. En un discurso público ante productores agrícolas, denunció a “esos
economistas que quieren darnos lecciones pero nunca plantaron un tomate en su
vida”, antes de especificar que la Revolución Bolivariana “no sigue los dogmas
ni las recetas de esos macroeconomistas que pretenden saberlo todo” (12 de
septiembre de 2017).
Es saludable que responsables
políticos expresen su independencia de criterio respecto de cierto economicismo
que con mucha frecuencia exige un monopolio tecnocrático sobre la conducción de
la política. Sin embargo, decidir las orientaciones macroeconómicas de un país
menospreciando cualquier consideración técnica a veces representa el camino más
directo hacia la catástrofe.
¿Combatir la obsesión del
equilibrio fiscal? Es una causa justa, siempre que los déficits no sean de más
del 20% del PIB durante cuatro años seguidos, y para colmo sin que no tengan
ningún impacto positivo –al contrario, incluso– sobre la reactivación de la
actividad, el poder de compra o la distribución entre capital y trabajo de los
frutos que se esperan de esa política. ¿Aumentar los salarios para proteger a
la clase obrera del impacto negativo de la inflación sobre el poder de compra?
Una conducta elogiable, pero únicamente si se logró abatir la hidra
inflacionaria que devora todo crecimiento nominal de los salarios. Ciertamente,
la audacia de la que da prueba el gobierno bolivariano para liberarse del
formalismo en la designación de los altos funcionarios provocaría la envidia de
muchos militantes de izquierda en otras latitudes; pero desnuda cierta
imprudencia cuando lleva a cambiar dos veces al presidente del Banco Central en
menos de dos años, teniendo como única continuidad la inexperiencia de cada
nuevo responsable.
Hubo que esperar la reelección de
Maduro, el 20 de mayo de 2018, para que se anunciara un plan de reformas económicas
y tres meses más para que se develara su contenido, el 17 de agosto pasado.
Operando un giro de ciento ochenta grados, el presidente reconoció que existían
raíces macroeconómicas en el fenómeno de la inflación, antes de anunciar que en
adelante el Estado se impondría una disciplina de hierro, fijando como meta
alcanzar un déficit fiscal cero. Otro cambio radical: la moneda nacional fue
devaluada y su cotización inicial en dólares fijada a la tasa del mercado
negro, anteriormente calificado como “dólar criminal”. Por su parte, el valor
del nuevo “bolívar soberano”, que reemplaza a la antigua moneda a la que se le
quitaron cinco ceros, evolucionará en una paridad fija con una criptomoneda
llamada “Petro”, cuya cotización sigue supuestamente la del barril (ver
recuadro).
Como prueba de su nueva
orientación de apertura económica, el gobierno derogó la ley de “ilícitos
cambiarios”. En la misma oportunidad, fue anunciada la libre convertibilidad
del “bolívar soberano”, aunque en realidad sea inaplicable debido al nivel
anémico de las reservas internacionales. De ahora en más los particulares y las
empresas pueden intercambiar divisas de común acuerdo, pero deben respetar la
tasa fijada por el Banco Central, lo que de hecho hizo reaparecer un mercado negro
en el que el dólar se cambia a tasas superiores.
El salario mínimo real, que se
había licuado de 300 a cerca de 1 dólar mensual en cuatro años, fue elevado en
un 3.000%, para alcanzar cerca de 30 dólares mensuales. Además, el gobierno
anunció que de ahora en más estaría indexado a la cotización del Petro, con la
esperanza de preservar su poder de compra. Pero, sin que las modalidades
prácticas de esta indexación hubieran sido explicitadas, ya había perdido el
50% de su valor sólo dos meses después de haber sido aumentado. El gobierno,
anticipando un fuerte impacto sobre los precios, se comprometió a tomar a su
cargo el costo del aumento de los salarios en el sector privado durante tres
meses. Extraña disposición: no hizo más que aplazar el impacto de su costo
sobre los precios al consumidor y, por ende, sobre la inflación. A fin de
ayudar a los asalariados a subsistir entre la fecha de los anuncios y el primer
día de pago, se concedió un bono equivalente a 10 dólares a todos los
portadores del “carnet de la patria”, un documento de identidad vinculado a una
base de datos controlada por la presidencia, requerido para ser beneficiario de
los programas sociales emblemáticos del gobierno, tales como las cajas
alimentarias a bajo precio.
En cuanto a los ingresos, el
gobierno aumentó el Impuesto al Valor Agregado (IVA) en cuatro puntos y tomó
diversas disposiciones técnicas para recaudar mejor el impuesto a las empresas.
Pero, sin una vuelta al crecimiento, será difícil que esas medidas alcancen. No
hace falta decir, además, que ese programa fuertemente expansivo está en
completa contradicción con el objetivo declarado de “déficit cero”. De hecho, a
mediados de septiembre de 2018, menos de un mes después de los anuncios de
Maduro, la base monetaria se volvía a incrementar a un ritmo del 28%… por
semana.
Peligrosa fuga hacia adelante
Más allá del debate sobre la
coherencia y la eficacia de las medidas anunciadas, la cuestión sigue siendo la
de saber si un programa económico, sea cual fuere, es capaz por sí solo de
volver a poner de pie a Venezuela. En efecto, ¿cómo un país que perdió más de
la mitad de su producción petrolera y más de un tercio de su PIB en cinco años
puede cambiar la tendencia, cuando las sanciones estadounidenses le prohíben el
acceso al financiamiento internacional? ¿Tiene sentido intentar tranquilizar a
los inversores proclamando su adhesión al dogma del equilibrio fiscal cuando la
suspensión del Parlamento deja planear dudas sobre la legalidad misma del
presupuesto o de las concesiones y contratos concertados por el Ejecutivo?
Entre su elección, en abril de
2013 y el derrumbe de los precios del barril, en 2014-2015, Maduro fue amo de
su destino: la principal dificultad a la que se enfrentaba era la inadecuación
de su política económica. Tras su derrota en las elecciones legislativas de
diciembre de 2015 y la suspensión de un Parlamento decidido a derrocarlo, la
crisis institucional abrió el camino a una radicalización de las acciones de la
oposición, primero en el frente interno con la violencia insurreccional, luego
a nivel internacional con la estrategia del aislamiento diplomático y el
estrangulamiento financiero. En agosto de 2017, tras seis meses de violencia y
la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente partidaria de Maduro, las
sanciones de Washington –acompañadas por maniobras para favorecer un golpe de
Estado en Caracas (9)– complicaron más aun el quebradero de cabeza.
Porque el descenso a los
infiernos venezolano se produjo cuando el continente americano vivía una
profunda mutación política. Entre 2015 y 2017, los principales bastiones del
progresismo sudamericano, comenzando por Argentina y Brasil, cayeron en manos
de coaliciones de derecha. Esos gobiernos conservadores, animados por un
espíritu revanchista, no solamente manipularon la justicia para enviar tras las
rejas a sus adversarios de izquierda, sino que también coordinaron sus acciones
a nivel regional para terminar con un símbolo: la “Revolución Bolivariana”
iniciada por Chávez.
Durante un tiempo relegada a un
segundo plano bajo el peso de la “marea roja” que sacudió al continente a
principios del siglo XXI, la Organización de los Estados Americanos (OEA),
brazo ejecutivo del proyecto “panamericano” de Washington, volvió a su rol
tradicional bajo el impulso de un hombre inesperado. Luis Almagro, que venía de
abandonar sus funciones como canciller de un gobierno progresista en Uruguay
(10), se convirtió en su secretario general en mayo de 2015, gracias al apoyo
de una izquierda latinoamericana aun mayoritaria en esa época. Con bastante
rapidez, se sintió investido de un rol de defensor de la democracia
continental, pero sólo pareció descubrir amenazas entre sus antiguos amigos
políticos. Despojándose de la prudencia diplomática que es indispensable para
hacer posible una mediación, tomó partido por la oposición venezolana, llegando
al punto de alentar la violencia insurreccional en el transcurso de 2017.
Sobre el delicado tema cubano, en
torno del cual en 2009 había emergido un bloque regional frente a Estados
Unidos para terminar con el ostracismo que sufría la isla desde la Guerra Fría,
Almagro también se apresuró en abrazar la línea de las derechas estadounidense
y europea. A falta de una mayoría de dos tercios, necesaria para iniciar un
proceso de suspensión de Venezuela de la organización hemisférica, el
diplomático uruguayo apadrinó la creación de una coalición de gobiernos
conservadores que, bajo el nombre de “Grupo de Lima”, intentó proyectar la
imagen de un consenso regional alrededor de las posiciones más duras respecto
de Maduro. Algunos miembros del grupo pidieron incluso la comparecencia del
presidente venezolano ante la Corte Penal Internacional (CPI). La entrada en
funciones de Donald Trump esclareció el espectacular giro de Almagro: su
acuerdo con el ocupante de la Casa Blanca resulta tan profundo que fue el único
responsable latinoamericano que apoyó la idea de una intervención militar,
aludida por el presidente republicano.
Lejos de acercar a los actores
venezolanos a un acuerdo político, esta fuga hacia adelante regional los ha
alejado. Una cantidad importante de dirigentes de la oposición viven ahora en
un exilio voluntario o padecido; así, ya no disponen más que de estrategias
internacionales, cuyos resortes por el momento parecen limitarse a las sanciones
adicionales o a una intervención militar. Las primeras son la mejor garantía de
un statu quo político sumado a un desabastecimiento agravado; la segunda
precipitaría la catástrofe.
Si bien es necesario que la
conducción económica de Venezuela recupere el camino de la racionalidad, la
crisis perdurará en ausencia de un arreglo de los contenciosos políticos.
Ningún plan propuesto por el equipo que está en el poder –por pertinente que
sea– permitirá el levantamiento de las sanciones o el restablecimiento de las
garantías jurídicas. El diálogo con miras a un acuerdo de coexistencia política
entre el gobierno y la oposición ofrece la forma más simple (y la más
pragmática) de impedir que el país se hunda en el abismo. En lugar de incitar
las divisiones, la comunidad internacional debería orientar todos sus esfuerzos
en esta dirección.
Una moneda
de valor incierto
Creado en
2017, el “Petro” es un “criptoactivo” emitido por el Estado venezolano. Su
valor estaría garantizado por el equivalente de cinco mil millones de barriles
de petróleo que yacen bajo el suelo de un gran bloque ubicado en la Faja del
Orinoco, la mayor reserva de petróleo del planeta. Al adquirirlo, el
propietario de un Petro adquiriría al mismo tiempo los derechos sobre un barril
de petróleo de dicho bloque.
El proyecto suscita dos problemas. Una vez despojado de los neologismos vinculados con el mundo de la criptomoneda –de moda hace algunos años–, el Petro se parece extrañamente a una simple emisión de deuda soberana. Ahora bien, para ser legal, toda nueva emisión requiere de la aprobación de la Asamblea Nacional, con la que el gobierno venezolano se encuentra en conflicto abierto desde que ésta está controlada por la oposición. Además, la producción petrolera mantiene una curva descendente sin dar signos de recuperación; esto complica la estimación del valor de un petróleo todavía bajo tierra, cuya extracción futura requeriría de importantes inversiones que Caracas no puede permitirse por el momento. De hecho, el bloque “Ayacucho 1”, entregado en garantía del Petro, sigue sin producir nada.
El proyecto suscita dos problemas. Una vez despojado de los neologismos vinculados con el mundo de la criptomoneda –de moda hace algunos años–, el Petro se parece extrañamente a una simple emisión de deuda soberana. Ahora bien, para ser legal, toda nueva emisión requiere de la aprobación de la Asamblea Nacional, con la que el gobierno venezolano se encuentra en conflicto abierto desde que ésta está controlada por la oposición. Además, la producción petrolera mantiene una curva descendente sin dar signos de recuperación; esto complica la estimación del valor de un petróleo todavía bajo tierra, cuya extracción futura requeriría de importantes inversiones que Caracas no puede permitirse por el momento. De hecho, el bloque “Ayacucho 1”, entregado en garantía del Petro, sigue sin producir nada.
Notas:
1. Pasando de 98.000 millones a 482.000 millones de dólares.
2. Véase William I. Robinson, “Les voies du socialisme latino-américain”, Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2011.
3. Esta cifra se hizo pública de manera indirecta a través del formulario “18K” que el gobierno venezolano presentó en diciembre de 2017 ante la autoridad de los mercados financieros de Estados Unidos (SEC), en tanto emisor de deuda en el mercado estadounidense.
4. Anabella Abadi, “4 años de recesión económica en cifras”, Prodavinci, 28-12-17, prodavinci.com
5. En el caso de Venezuela, la inflación estructural se explica por la propensión del país a reciclar su crecimiento económico en importaciones antes que en el desarrollo de su aparato productivo (es decir, de su capacidad para producir lo que consume).
6. Ese mecanismo, así como el contexto general que llevó a la crisis, está explicitado en Renaud Lambert, “Contrarrevolución en la contrarrevolución”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2016.
7. Véase Anne Vigna, “Hacer las compras en Caracas”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2013.
8. “El DEG es un activo de reserva internacional creado en 1969 por el FMI para complementar las reservas oficiales de los países miembros” (sitio web del FMI).
9. Nicholas Casey y Ernesto Londoño, “US met Venezuela plotters”, The New York Times, 10-9-18.
10. El del presidente José “Pepe” Mujica (2009-2014) y la coalición del Frente Amplio.
1. Pasando de 98.000 millones a 482.000 millones de dólares.
2. Véase William I. Robinson, “Les voies du socialisme latino-américain”, Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2011.
3. Esta cifra se hizo pública de manera indirecta a través del formulario “18K” que el gobierno venezolano presentó en diciembre de 2017 ante la autoridad de los mercados financieros de Estados Unidos (SEC), en tanto emisor de deuda en el mercado estadounidense.
4. Anabella Abadi, “4 años de recesión económica en cifras”, Prodavinci, 28-12-17, prodavinci.com
5. En el caso de Venezuela, la inflación estructural se explica por la propensión del país a reciclar su crecimiento económico en importaciones antes que en el desarrollo de su aparato productivo (es decir, de su capacidad para producir lo que consume).
6. Ese mecanismo, así como el contexto general que llevó a la crisis, está explicitado en Renaud Lambert, “Contrarrevolución en la contrarrevolución”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2016.
7. Véase Anne Vigna, “Hacer las compras en Caracas”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2013.
8. “El DEG es un activo de reserva internacional creado en 1969 por el FMI para complementar las reservas oficiales de los países miembros” (sitio web del FMI).
9. Nicholas Casey y Ernesto Londoño, “US met Venezuela plotters”, The New York Times, 10-9-18.
10. El del presidente José “Pepe” Mujica (2009-2014) y la coalición del Frente Amplio.
Graduado
de la Escuela Nacional de Administración (ENA) de Francia (promoción Senghor).
Ex asesor del presidente Hugo Chávez en cuestiones de política exterior
(2002-2004), ex jefe de gabinete del presidente Nicolás Maduro (2007-2013) y ex
vicecanciller (entre otras responsabilidades en los gobiernos venezolanos entre
2002 y 2013). Profesor invitado en el Instituto de Ciencias Políticas de París.