Por Capi Vidal
El sentido histórico del
vocablo ‘populismo’, como amplia corriente de pensamiento emancipador iniciada
en Rusia en el siglo XIX, tiene hoy una intención muy diferente; así, se trata
de un término empleado con carácter peyorativo, habitualmente para acusar a
otras fuerzas políticas dentro de la democracia electiva, pero que esconde el
carácter elitista de todas y cada una de ellas, en abierta oposición a su
significado original.
La sociedad posmoderna, sin
demasiados asideros, nos depara unas cuantas sorpresas sobre el uso del
lenguaje. Quizá el más significativo es el (irritante) neologismo conocido como
‘posverdad’, del que nos ocuparemos en otra ocasión, ya que resulta
tremendamente significativo para el análisis que nos ocupa. Uno de los términos más usados, en el mundo
político y mediático, es el del ‘populismo’, que parece haber perdido su
significado original, más profundo y transformador, y ser ahora un apelativo de
carácter peyorativo aplicado a ciertas fuerzas políticas a
uno y otro lado del espectro ideológico. Vendría a ser algo similar a
‘demagogia’, es decir, la seducción constante de las personas (el electorado)
mediante un discurso que aparentemente las favorezca, pero que al parecer sería
irrealizable, una mera idealización. Ojo, estoy hablando del sentido despectivo
que parecen darle ciertos ‘sesudos’ partidarios de un (supuesto) pragmatismo
político, y que parece recoger de forma somera la Rae en su segunda acepción.
En la primera, el diccionario alude sin más a cierta tendencia general a lo
‘popular’ en los diferentes ámbitos de la vida. No es casualidad, desde ambas
acepciones (nada concretas y tendentes a la hipocresía), que la derecha
española, en una indefinición ideológica incapaz de superar ciertas formas de
fascismo, se acabara denominando Partido Popular.
Volvamos al aspecto
demagógico del populismo, que se quiere ver concretado solo en algunas fuerzas
políticas, pero que consideramos rasgo de cualquiera de ellas que pretenda la
conquista del poder. No hay que profundizar mucho para comprender que la
democracia representativa se basa, en gran medida, en esa seducción permanente
de las masas (un término igualmente peyorativo, pero para el caso que nos ocupa
apropiado, ya que se pretende observar a las personas como un todo con poca o
nada individualidad). Es decir, el
sistema al completo estriba en la demagogia, en el populismo, en la seducción
de las personas mediante promesas vanas, que quedan en agua de borrajas una vez
conquistado el poder (matices aparte, que poco o nada
influyen sobre el estado de la cosas). Según las diferentes sensibilidades de
cada uno, por supuesto, uno será captado por un discurso u otro; desde promesas
generales de trabajo para todos, hasta formas concretas de gasto social para
impartir justicia o, en el otro extremo, bajadas de impuestos y estimulación de
la iniciativa individual, de todo ello nada sabremos en el futuro, ya que todos
los partidos actúan de forma bastante parecida una vez alcanzado el poder. Todo
se promete, en forma de nuevas o viejas vías de seducción, para que todo siga
más o menos igual en la sociedad de clases.
Sin embargo, dijimos antes
que el término ‘populista’ tenían en origen un sentido revolucionario,
socialista, incluso cercano a lo libertario en algunos aspectos, muy diferente.
De hecho, resulta imprescindible conocer este movimiento para comprender lo que
fue el anarquismo en la Rusia prerrevolucionaria, con el que se mostró en
cierta simbiosis. El aspecto negativo hoy en día del vocablo no debe inducirnos
a error, cuando hablamos de una corriente, llamada naródniki en ruso, de gran
complejidad, que puede ser visto más como un pensamiento (plural, no un
movimiento cohesionado) y al que podemos vincular nombres como Herzen,
Chernisheviski, Mijáilovski o Lávrov. Por acotar, y de modo demasiado
amplio, hablamos de un conjunto de
iniciativas que tuvieron su punto de partida segunda mitad del siglo XIX en
Rusia, con el objetivo del cambio social en el mundo del campesinado y, en
general, de carácter socialista. Por supuesto, y al igual que
ocurre con el anarquismo, la historiografía oficial (marxista o liberal) aporta
distorsión, si no obvia, ciertos hechos. Así, en el caso soviético, cuando
estos eran los triunfadores, hicieron una distinción entre populistas buenos y
respetables, aquellos que acabaron alineándose con la Revolución de 1917, y
otros que no lo fueron tanto.
No incidiremos, aquí, en
detalles históricos, para lo cual remitimos a la estupenda obra de Carlos
Taibo, editado este año del centenario, Anarquismo
y revolución en Rusia. 1917-1921. Para el caso que nos ocupa, un
breve apunto sobre el populismo histórico, mencionaremos su intención como
corriente de acabar con capitalismo, en algunos aspectos con un carácter
abiertamente antiautoritario, con una crítica a las élites y primando la
actuación de las clases populares, y atento a las especiales características de
las realidad rusa, lo cual suponía cierto alejamiento del socialismo de
Occidente. En definitiva, y a pesar de la complejidad de la corriente, y su
ambivalencia en algunos casos (por ejemplo, la excesiva idealización de los
campesinos, que tenían a la fuerza cierto vínculo con la reacción), los populistas abogaban claramente por la
iniciativa del propio pueblo para que fuera el protagonista de su propia
emancipación. Si observamos esos esfuerzos del populismo por
propiciar la autogestión, por conciliar la libertad individual con el
colectivismo, por no perder la perspectiva ética en las decisiones políticas o
por la igualdad de sexos, no debe costar trabajo comprender su confusión con el
propio anarquismo.
No es posible despreciar el
populismo, como movimiento o, de forma más compleja, como pensamiento plural
emancipador, ni su simbiosis con el anarquismo (o, si se quiera observar de
forma más amplia, con “lo libertario”), algo tan despreciado por los soviéticos,
cuya revolución tomó un rumbo autoritario opuesto, y por la historiografía
liberal triunfante hoy. Hoy, como apuntamos a principio de este esto, el
significado que se le da al populismo, no es que sea muy diferente, es que es
el opuesto. Así, la
fuerzas políticas que acusan a otras de populistas pertenecen igualmente a una
élite, defensora de grupos privilegiados y partidarias de la vía
estatal-burocrática en sus diferentes versiones (más
liberal a día de hoy, pero que mantiene igualmente la sociedad jerarquizada de
clases, estatal y capitalistas). Es decir, con sus diferencias de matiz,
hablamos de lo opuesto a lo que defendía al populismo histórico: un minoría
experta que pretende decidir lo que resulta mejor para las personas.
Se emplee o no el vocablo
‘populismo’, o se haga de forma peyorativa, las apelaciones a lo que es lo
mejor para esa abstracción o idealización conocido como ‘pueblo’ son habituales
(recordemos que la etimología es la misma). Sin embargo, el pueblo no es ninguna masa abstracta, no es
un todo homogéneo que manipular, son individuos con deseos y aspiraciones muy
concretos, que deberían decidir sobre sus asuntos. Es posible
que el populismo histórico ruso, como parte del anarquismo, hiciera en algunos
aspectos también una excesiva idealización sobre el ‘pueblo’, portador de
cierta cultura que podría llevar a su definitiva emancipación. En cualquier
caso, hoy en el mundo libertario no existe, o no debería existir, esa visión y
nuestro análisis debería ser muy diferente. Lo que, desgraciadamente, sí existe
en la actual sociedad posmoderna es esa permanente manipulación sustentada en
el lenguaje. Las nuevas tecnologías, con la frivolidad de las redes sociales y
su fortalecimiento de la sociedad del espectáculo, no ayudan para una profundización
en las cuestiones sociales. Un escenario en el que se da una demagogia
permanente del sistema electivo, que permite la ascensión de viejas o nuevas
élite para conquistar el poder.
Texto publicado originalmente
en el blog del autor Reflexiones desde Anarres.
El Viejo Topo