Por
Irati Díez Urrutia
En los
años 70 la teoría y lucha feminista comenzó a señalar la necesidad de
distinguir entre el trabajo reproductivo y el
productivo, para poder analizar y buscar soluciones a las cuestiones que emitía
el feminismo. Se consideran como trabajo reproductivo las actividades que tiene
por objetivo ocuparse por el cuidado del hogar y la familia,
es decir, el trabajo doméstico que por tradición se ha considerado trabajo de
las mujeres; y el trabajo productivo remite a la producción de bienes y
servicios. Recalcaban la importancia de la distinción, porque este último es el
único que está reconocido, económica y socialmente como trabajo, en las
sociedades más industrializadas; invisibilizando el trabajo que realizaban las
mujeres y que no está remunerado.
Las principales características del trabajo
reproductivo son: no estar remunerado mediante salario,
ser mayormente femenino y que sea invisible a la persona que realiza el
trabajo. Una de las primeras consecuencias es, que al no estar asalariado está
fuera del mercado laboral y por tanto no se puede mezclar con las actividades
que otras mujeres realizan en la denominada “economía sumergida”.
Por otro lado, a esta tarea
se dedican las mujeres en su vida, ya sea de manera parcial o total. Este hecho
nos permite etiquetar como amas de casa a aquellas mujeres que única y
exclusivamente se dedican a este trabajo, y a las que tienen que compaginar
esta tarea con otra actividad laboral como mujeres en situación de doble
jornada. No obstante, la dedicación no es igual en todas las mujeres,
ya que el rol en la familia, es decir hija, esposa, madre o abuela; o la clase
social a la que pertenece determinará su dedicación.
Por último, tenemos la
característica de la invisibilidad por falta de ser
reconocido como trabajo, además de que muchas de las mujeres
que se dedican a ello exclusivamente, no son conscientes de que las tareas que
están llevando a cabo son necesarias para la supervivencia de la sociedad; y en
los casos en los que lo son, no suele estar unida al debido reconocimiento de
su valor social y económico.
Cabe destacar que, en
relación con la segunda característica mencionada, la dedicación femenina a la
actividad, no se trata de un innatismo biológico, sino que este es otra de las
consecuencias causadas por la construcción social de la diferencia entre
géneros: convirtiendo a las mujeres en sujetos
centrados en el trabajo reproductivo y a los hombres en
sujetos orientados al trabajo productivo. A causa de este proceso de
socialización diferencial de género, las mujeres quedan subordinadas a los
hombres, pues esas diferencias acaban convirtiéndose en desigualdades, que muchas
veces quedan invisibles.
Asimismo, el capitalismo
refuerza la estructura patriarcal de la sociedad actual, ya que la organización
socio-productiva del capitalismo industrial consigue dividir entre la fábrica,
donde se producen mercancías; y la casa y la familia, dónde se realizan los
trabajos de reproducción, al mismo tiempo que invisibiliza este último, siendo
imprescindible para poder llevar a cabo la producción. Con la ausencia de un
mecanismo que reconozca el trabajo reproductivo, el capitalista expropia el
valor que éste genera, así pues, al capitalismo le interesa que
esta actividad quede invisibilizada, para así poder seguir acumulando capital.
Queda al descubierto que el concepto trabajo, originario en la
industrialización, presenta limitaciones al ser usado como
sinónimo de empleo o actividad laboral. Esta perspectiva de dividir el trabajo
en dos tipos, además de ayuda a entender ciertas cuestiones cuando se analiza
la actividad laboral femenina, como el paro femenino, el aumento de las
discriminaciones laborales indirectas etc., también pone en relevancia las
diferencias entre dos tipos de trabajos existentes y que a su vez están
subordinadas. Y ha de tenerse en cuenta a la hora de analizar las desigualdades
sociales de género como las estructuras que rigen la sociedad.
Una de las soluciones
planteadas, han sido las luchas a favor del salario por parte de mujeres, para
así poder liberarse de las relaciones salariales a las que están sometidas,
como es el caso de la campaña Salario para el Trabajo Doméstico (Wages
for Housework) que comenzó en los años 70 en Italia.
Las creadoras de tal campaña fueron Mariarosa Dalla Costa, Selma James, Silvia
Federici y Leopoldina Fortunatti, que reclamaban el reconocimiento
del trabajo reproductivo como parte de la productividad social,
y exigían un salario para aquellas trabajadoras del hogar, pues creían que así
se desnaturalizaría la asunción femenina de los trabajos reproductivos.
Sostenían que estos trabajos generan beneficios al capitalismo y que por ello
debían ser remuneradas al educar, cuidar y reproducir, estableciendo un
contrato asalariado. Al mismo tiempo, cuestionaban la dominación y relaciones
de poder sobre las mujeres, y sobre este trabajo se ha sustentado la
construcción del sistema capitalista.
Esta campaña se expandió
tanto en Estados Unidos como en Inglaterra en los años 70, y a causa del eco
creado se crearon y socializaron herramientas para sacar a las mujeres de los
hogares domésticos. Crearon talleres comunarios para formar
y conseguir la emancipación de tales trabajadoras, del mismo
modo que reforzaban lazos entre las mujeres. En Estados Unidos se consiguió
introducir en la agenda política la cuestión del trabajo reproductivo, y se
puso de manifiesto que el gobierno podría seguir regularizando el trabajo
femenino a través de la organización del salario masculino; se empezó a
revalorizar el trabajo reproductivo. Un estudio realizado por Chase Manhattan
Bank en 1971 revelaba que las mujeres estadounidenses dedicaban como medio 45
horas a tales tareas. Respecto a la relación entre las mujeres y las
actividades domésticas, han surgido tres tendencias: redistribución o reparto,
reducción y socialización.
El mayor cambio
respecto a la situación de dependencia fue gracias a las migraciones de las
mujeres al sector del trabajo asalariado, estas migraciones ocurrieron en la
misma década en que las mujeres se empezaron a movilizar y algunas de ellas
exigir remuneración a cambio del trabajo del hogar, es decir, en los años 70
cuando la gente se empezó a interesar por este trabajo que hasta entonces no
había sido reconocido como tal. Silvia Federici afirma que el abandono por
conseguir el salario doméstico fue un error:
“De todos los posicionamientos
que desarrolló el movimiento de las mujeres, el movimiento de Salario para el
Trabajo Doméstico fue probablemente el más controvertido y el que suscitó más
antagonismos. Creo que la marginalización de las luchas por el salario doméstico fue un gran error que debilitó
seriamente al movimiento. Hoy en día, y más que nunca, creo que si el
movimiento de mujeres quiere recuperar su impulso y no verse reducido a ser
otro pilar más del sistema patriarcal, debe confrontar las condiciones materiales
de la vida de las mujeres.” (Silvia Federici. (2013). Revolución a
punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid:
Traficantes de sueños.)
Con la propuesta
del salario doméstico comenzó el conflicto entre la reproducción y la confirmación
de que el cuidado de los niños y niñas y el de toda la población en general es
una responsabilidad social. En una sociedad capitalista, en el que el dinero
domina y gobierna todas las relaciones, reclamar tal responsabilidad es exigir
tanto a los empresarios como al Estado, que se benefician del trabajo
reproductivo, que paguen por él; reclamando al mismo tiempo más servicios
sociales y asistencia social gratuita. Sin embargo, el problema está en que
muchas veces la lucha feminista ha obviado la disputa de la reproducción. Aún
así, hay países en los que se consiguieron logros como es el caso de Italia o
Grecia, en el primer caso, los autobuses son gratuitos en algunas ciudades en
la hora en que los estudiantes van a la escuela; y en el segundo caso, hasta
las nueve de la mañana no se paga el metro.