La
precariedad y el temor a la pérdida del empleo trascienden el mercado de
trabajo, condicionan la salud, el carácter, el desarrollo social, y afectan al
desarrollo de la vida de las personas al completo
Por
José A. Llosa (Workforal)
El análisis de lo social no puede ser
estático, al encontrar como objeto de interés un entorno de constante cambio.
El estudio de lo laboral necesita enfrentar nuevos planos, situaciones, y, en
último término, nuevas problemáticas continuamente. Un buen ejemplo está en la
concatenación de contratos, cada vez más frecuente en todos los sectores, pero
práctica sistemática en la hostelería de temporada alta. El vaivén de cifras de
paro esconde lo volátil de las relaciones laborales: “De cada 100 contratos
firmados este verano, 92 tuvieron carácter temporal”. Uno de cada cuatro de
contratos celebrados en julio de 2017 presentaron una duración
inferior a una semana, mientras que la duración media de todos los
nuevos contratos del mes está en sólo 49 días.
El
primer escollo se topa en la definición de precariedad. Una aproximación
completa a una situación de tantas caras resulta difícil de delimitar. Hay
muchos intentos y propuestas: “El empleo precario puede definirse como aquel
caracterizado por su incertidumbre, bajo salario y beneficios sociales
limitados”, según Vosko en Managing
the Margins (Oxford University Press, 2011). La Organización
Internacional del Trabajo suma un matiz: “En el sentido más general, el trabajo
precario es un medio utilizado por los empleadores para trasladar los riesgos y
las responsabilidades a los trabajadores”. Sin embargo, Esteban Agulló expuso
en Jóvenes, trabajo e identidad (Universidad
de Oviedo, 1997) uno de los primeros acercamientos sistemáticos a este campo de
estudio en España. Apuntó la necesidad de contemplar lo que son dos caras de la
misma moneda: la precariedad se puede deducir en términos formales, como la duración
del contrato --si hay--, la duración de la jornada, la movilidad, la rotación
de turnos… Pero también necesita contemplar el plano de las condiciones
laborales y el clima del empleo. Estos dos elementos sólo pueden ser aislables
en un sentido teórico, ya que en la práctica están íntimamente relacionados,
con efectos igual de perversos para la salud de los trabajadores en todos los
casos.
La
volatilidad de las relaciones laborales requiere acercarse a un fenómeno de
relevancia al que podemos llamar incertidumbre laboral. Esta situación hace
alusión a los efectos que genera en los trabajadores el temor a la pérdida de
un empleo que desean o necesitan mantener. Refiere una preocupación por el
futuro que trasciende las paredes de la oficina o el taller, que trasciende el
mercado de trabajo, y que afecta, en realidad, al desarrollo de la vida de las
personas al completo. La incertidumbre condiciona la salud, el carácter, la
vida en familia, el desarrollo social, y también, claro, las conductas de
consumo y planes vitales.
BAJO
EL DOGMA DE LAS REFORMAS LABORALES, CADA VEZ MÁS AGRESIVAS Y CADA VEZ MÁS
REQUERIDAS, LA INESTABILIDAD CONTRACTUAL EN ESPAÑA, ADEMÁS DE REAL, CUENTA CON
UN MARCO NORMATIVO QUE DA CABIDA A CASI CUALQUIER PRÁCTICA
La
incertidumbre laboral comenzó a levantar interés entre los analistas del norte
de Europa hace un par de décadas. Surgió en el momento en el que los endebles
contratos para estudiantes se alargaban más allá de la etapa de formación, y
cuando los contratos en jornada parcial tomaron un protagonismo sobresaliente,
dando lugar, con el tiempo, a la temida modalidad de cero horas. En España se
trata de un fenómeno de estudio reciente, que cobra interés cuando en la última
década la temporalidad se perpetúa, crece la volatilidad y emerge también la
jornada parcial como elemento habitual... España comenzó una carrera sin
descanso en el mercado laboral con el fin de equipararse a los vecinos europeos
--sobre todo a lo peor de sus modelos--, y en el mejor de los casos, con el
objetivo de llegar a superarlos. Bajo el dogma de las reformas laborales, cada
vez más agresivas y cada vez más requeridas, la inestabilidad contractual en
España, además de real, cuenta con un marco normativo que da cabida a casi
cualquier práctica. Con mucho acierto, Pérez Infante (Editorial Bomarzo, 2015)
expone que el primer problema no se encuentra en que la normativa laboral
ampare o no ciertos actos, sino en que el mercado de trabajo español apenas
cuente con mecanismos de control. Ergo, todo vale.
Hablamos de la incertidumbre como un
fenómeno propio de las relaciones neoliberales que afecta a Europa de una
manera integral. Los investigadores De Witte y De Cuyper calculan que un 25% de
los trabajadores europeos experimentan incertidumbre laboral respecto a su
futuro (Willey, 2015). Pero ¿qué implica todo esto? Las consecuencias de la
incertidumbre laboral están muy relacionadas con los efectos del estrés
crónico. Así, la incertidumbre laboral se ha vinculado en la investigación
científica con la enfermedad cardiovascular y con la percepción general de
salud. También se vincula a los problemas de salud psicológica, tanto cuadros
de depresión, como ansiedad, y con el bienestar psicológico. Por no hablar del
condicionante que representa para las relaciones personales. Además, no sólo
referimos un fenómeno experimentado de manera individual, sino que la
investigación actual se centra en el análisis del clima de incertidumbre
laboral como un elemento impreso en el modo de hacer de organizaciones y
empresas. Presenta, así, consecuencias para el bienestar del conjunto de sus
miembros, pero también en el curso de la actividad productiva.
Sin
embargo, la literatura sobre incertidumbre laboral aporta algo verdaderamente
importante: la clave está en las condiciones de trabajo. La solución obvia
puede parecer la imposición de contratos más estables, pero esto no es
suficiente. Cuando el puesto de trabajo, aunque estable, no garantice unas
condiciones adecuadas, la incertidumbre persiste como elemento desestabilizador
en las personas. Esto se sujeta a lo que Precarias a la deriva (Feminist
Review, 2004) denomina como precariedad vital, o lo que Guy Standing recoge en
su obra de El
Precariado (Pasado y presente, 2012): la precariedad emerge de
lo laboral, pero mantiene sus efectos mucho más allá. Así, la precariedad
laboral se analiza como un condicionante que culmina en una situación de
precariedad vital, un modo de vida límite que debemos asumir como puerta de
entrada a la pobreza y a la exclusión social. Tras todo ello se impone la
necesidad de que el análisis de lo laboral trascienda el interés obvio de la
economía, tratándose también como una cuestión de salud pública.
¿Acaso
el ritmo acelerado con el que aumentan problemas psicológicos como el estrés,
la ansiedad y la depresión puede no tener un fondo social? Según un informe
reciente de la Organización Mundial de la Salud, el 5,2% de la población
española sufre depresión, y el 4,1% trastornos de ansiedad. Además, en 2013 se
observaba un aumento del 19% de los casos de depresión que llegaban a las
consultas de salud mental desde el inicio de la crisis. Los datos se vuelven
dramáticos cuando profundizamos más. Por ejemplo, en la VII Encuesta Nacional de
Condiciones de Trabajo, con datos de 2011, el 82.1% de las
personas con estrés, depresión o problemas para conciliar el sueño percibían
que estas dolencias eran originadas o agravadas por motivos laborales. Un claro
reflejo de la presencia de este tipo de malestar psicológico en la sociedad son
las cifras de consumo de psicofármacos. Estamos en el país donde más
ansiolíticos se toman de toda Europa, y el consumo de antidepresivos se ha
triplicado desde el año 2000 hasta 2013, tal y como recoge la Agencia Española
de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS). Esta cifra se ha disparado de
manera drástica en la población joven, muy castigada por la crisis laboral y
las condiciones laborales abusivas. Según el último informe del Ministerio de
Sanidad, de 2005 a 2013 se ha duplicado el porcentaje de población de entre 15
a 34 años que ha consumido alguna vez este tipo de fármacos.
Sin
embargo, las carreras de las ciencias de la salud se han empeñado en los
últimos tiempos en tratar las problemáticas derivadas del trabajo como
problemas de salud individual. Como una serie de situaciones aisladas y
concretas destinadas a una intervención caso a caso. El objetivo ha sido
desconectar las consecuencias de los problemas laborales --problemáticas
psicológicas, por ejemplo, de sus causas, los propios contextos laborales--. A
través de un ejercicio de ingeniería conceptual, fenómenos como el burn-out ---el
síndrome de estar quemado en el trabajo-, en la literatura psicológica han
tomado una entidad propia creciente como trastorno equiparable al de la
depresión. Esto, que puede parecer baladí, implica que la intervención sobre el burn-out se
centre sobre el trabajador que lo experimenta, ayudando a crear mejores pautas
para afrontar situaciones estresantes, pero nunca, jamás, como intervención
sobre el contexto laboral que realmente desencadena ese malestar.
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Jose A. Llosa. Equipo de investigación Workforall, Universidad de Oviedo.