Hacia
una ética sin fronteras
Por
Fernando Buen Abad Domínguez
Alguna vez se supuso, no sin alguna ingenuidad, que
después de la Segunda Guerra Mundial se crearía, contra el nazi-fascismo, un
consenso mundial tan poderoso que no haría mayor falta desarrollar vigilancia
contra cualquier rebrote posible. Pero nos equivocamos de origen y por
subjetivismos diversos. El nazi-fascismo no se derrota sólo con “buena
voluntad”. Ni sólo con discursos. Sálvese aquí cualquier perogrullada aparente.
El campo de batalla contra el
nazi-fascismo comprende un espectro muy amplio de terrenos objetivos y
subjetivos dónde nos asedia, con la fuerza bruta, desde el asesinato inclemente
e incluso el genocidio... hasta todas las formas del odio de clase y de “raza”;
todas las formas del racismo y las intolerancias… y todos los “supremasismos”.
Eso incluye el “supremasismo” del poder adquisitivo, el de la banalidad
cosmética, el del consumismo y el de las verdades absolutas de sabelotodo
individualista y compulsivo.
El nazi-fascismo aprendió a
disfrazarse de “legalidad” y “normalidad” para deslizarse en lo cotidiano bajo
la forma de “sentido común”, de costumbre y de tradición. Se alimenta con todas
las herencias autoritarias y con una red de complejos, inhibiciones y
represiones psicológicas ancestrales que actualiza -y profundiza- según las
coyunturas históricas. Así se nos aparece bajo la forma de modelos burocráticos
de gobierno tanto como bajo la forma de costumbres “populares” o herencias
morales familiares. Tiene ribetes de edad y de género además de dominios
abigarrados en el campo de la estética y de los placeres. No está a salvo ni el
arte, ni la ciencia, ni la política ni la filosofía.
Empantanado en su propia
historia el nazi-fascismo es una forma histérica del individualismo actualizada
por la ideología burguesa como principio de superioridad de clase. En el
nazi-fascismo se coagulan todas las formas anteriores del “delirio de grandeza”
y el poder expresado como petulancia de iluminados o bendecidos. Es un aparato
de guerra ideológica desplegado para convencer a la clase oprimida de su
inferioridad esencial y su determinación fatal al plano de la subordinación.
Tal aparato de guerra
ideológica no se contenta con reprimir salarios, cuerpos ni consciencias,
quiere convencer, quiere la dominación absoluta de la voluntad por medio de
principios de auto-negación y auto-cancelación. Que el pueblo oprimido se
resigne a saber que es inferior en todo y para todo, que no tiene derechos y
que debe agradecer aquello que se le da. Así sean sueldos míseros, vida
miserable, educación o cultura miserables y filosofía de un destino de miseria
que ni antes, ni ahora ni mañana admite cambios. Por lo demás, tal
totalitarismo burgués de la miseria debe ser productivo, debe dejar ganancias y
debe ser hereditario. Ese es el plan de la clase dominante... esa es la
ideología de la clase dominante. Y no pocas veces los oprimidos creen que es
suya.
El nazi-fascismo en tanto que
aparato ideológico asumió, a partir del siglo XX, formas dinamizadas por las
guerras económicas causantes de genocidios en todo el mundo. En la forma
burguesa de la mercancía, se instalaron dispositivos ideológicos persuasivos
(ellos les llaman “diseño”, “publicidad”, “seducción”) empeñados en convertir
el poder de consumo en expresión de superioridad disfrazada de “bienestar” y
“progreso” burgués. Para ellos no es suficiente adquirir y vender objetos, hay
que comprar en ellos esa subjetividad que ilusiona al comprador con “ascensos
sociales” cuya verdad se determina según el costo de la mercancía, el volumen
del consumo y la solidaridad propagandística del comprador convertido en
promotor de la ideología que lo oprime.
Todo eso envuelto con
colores, melodías, placeres y pasiones de “probado éxito” en el mercado. No
importa el dispendio ni cuánto haya que mentir o defraudar. La ideología de la
clase dominante y el nazi-fascismo, como uno de sus productos preferidos, goza
de absoluta impudicia e impunidad. En todas las cosas que no se pueden
adquirir, hay una moraleja de superioridad e inferioridad que se hace presente
también en aquello que sí se puede adquirir. Que quien concentre propiedad se
sienta superior. Se trata de un “sentido común” que habita en el alma del
capitalismo y en el que la mercancía opera como transmisora de dispositivos
ideológicos diseñados para garantizar sobrevida al sistema que la produce.
Una buena parte de los focos
depresivos crónicos en las sociedades contemporáneas, es la acumulación de
frustraciones e impotencias determinados por el sistema de consumo burgués y
sus formas de exclusión o marginación contra aquel imposibilitado para comprar.
Es una guerra de exterminio psicológico desplegada minuto a minuto. La
superioridad burguesa se permite practicar toda forma de desprecio (liminal o
subliminal) contra la clase trabajadora, en todos los rincones de su hacer y su
pensar. Una clase subordinada en los salarios y en los valores, es el sueño de
la explotación total donde el esclavo colaborativo jamás protestará porque
aprendió que sólo los opresores saben cómo “conducir” al mundo y como “ordenar”
las vidas de todos. Y si, para eso, hay que desplegar hordas criminales,
fraudes políticos, golpizas y matanzas que salvaguarden a la burguesía y a su
sistema de opresión, no habrá límite al dispendio ni valor humano que los
frene. Ese es nuestro desafío.
Los pueblos tienen que
derrotar al nazi-fascismo aniquilándolo. Si alguien pensó que fue una pesadilla
hoy ya extinta, se equivoca, está más vivo que nunca porque el capitalismo lo
incubó y no ha dejado de cultivarlo. Pero no se lo derrota ni aniquila sólo con
“enunciados”, es necesaria la organización de las bases obrero-campesinas e
indígenas capaz de incorporar a su agenda de clase una determinación de teoría
y de práctica, en combate permanente, con acción directa sobre todos los focos
objetivos y subjetivos del nazi-fascismo en las proximidades y en la distancia.
No importa si tales proximidades parecieran distantes o las distancias
parecieran próximas, como resultado de las manipulaciones ideológicas de la
clase opresora. Lo más próximo es la comunidad organizada para su emancipación,
aunque la pinten muy distante y lo aparentemente distante está metido en
nuestras cabezas disfrazado de “propio”. Así, en la Guerra Simbólica como en la
Guerra Económica, hay que salir victoriosos. Nos va la vida en eso.
Dr.
Fernando Buen Abad Domínguez
Director
del Instituto de Cultura y Comunicación y del Centro Sean MacBride
Universidad
Nacional de Lanús