Por
Jaime Pastor
Hace
poco más de 10 años fallecía Daniel Bensaïd, activista destacado de Mayo del 68
cuando era estudiante de Filosofía en la Universidad de Nanterre, y uno de los
referentes de la generación que emergió entonces a la lucha política en
distintos lugares del planeta. Más tarde, sin abandonar nunca su dimensión
militante, llegaría a ser reconocido también como uno de los intelectuales
críticos más innovadores cuyas obras siguen hoy difundiéndose en diferentes
lenguas. Su legado le convierte en legítimo continuador de la corriente cálida
del marxismo que logró sobrevivir a la escolástica estalinista.
En efecto, si en el mítico 68, como él mismo recordaba, “todo nos
parecía posible, teníamos prisa”, luego a partir de los años ochenta tuvo que
admitir la creciente frustración de las esperanzas revolucionarias que había
abierto aquel acontecimiento, con la consiguiente entrada de la izquierda
radical en un “eclipse de la razón estratégica”. Fue el año 1989, con la caída
del muro de Berlín y el triunfalismo neoliberal que le siguió (coincidente,
además, con el bicentenario de la Revolución Francesa y los debates que
suscitó, en los que también intervino Bensaïd), el punto de inflexión que le
llevó a parafrasear al recientemente fallecido George Steiner recomendando “una
lenta impaciencia” ante el nuevo periodo que se abría. De hecho, así titularía
sus memorias, publicadas en 2004. A partir de entonces, condicionado también
por su enfermedad, optó por priorizar su trabajo intelectual, dedicado a la
búsqueda de nuevas respuestas a nuevas preguntas ante la triple crisis que
había que afrontar: “Crisis teórica del marxismo, crisis estratégica del
proyecto revolucionario y crisis del sujeto social de la emancipación
universal”.
Su obstinación en tan difícil empeño tuvo su fruto en una larga
relación de obras e intervenciones públicas, entre las que predominó su
esfuerzo por ofrecer una (re)lectura de la obra de Marx y del marxismo muy
diferente de sus versiones aparentemente ortodoxas, pero también de otras
posmodernas. Partiendo de su rechazo a ver en el pensador alemán una filosofía
de la historia lineal que llevará inevitablemente a un final prefijado
científicamente, sostiene que en sus escritos se puede encontrar una concepción
plurilineal de la historia que transcurre por distintas vías, alejada del
determinismo económico y de una teleología preestablecida. Apoyándose en esa
interpretación, Bensaïd nos propone pensar el futuro como un espacio-tiempo
discontinuo, abierto a lo contingente, al acontecimiento performativo y a las
bifurcaciones (término que recoge de Blanqui), en las que caben distintas
salidas posibles.
Entre sus reflexiones, está adquiriendo relevancia su propuesta de
resignificar el comunismo como ecocomunismo
Una de sus principales contribuciones la constituye esa mirada de
un Marx intempestivo (título
de la primera parte de una trilogía que inicia en 1995), de un marxismo de la
bifurcación (como lo define Michael Löwy), basado en la crítica de la economía
política pero también en una teoría crítica de la justicia que va más allá de
lo esbozado por el filósofo alemán. En ella es fácil comprobar la influencia de
la obra de Walter Benjamin y en particular de sus Tesis sobre el concepto de historia,
ya que ve en aquel momento de 1940 y en el que se estaba viviendo en 1990 dos
“hitos y bifurcaciones significativamente similares de la historia”, como
subraya Enzo Traverso en el capítulo que le dedica en Melancolía de izquierda.
Asumiendo la crítica radical del concepto dominante de progreso,
hace igualmente suya la idea de que la revolución ha de ser el “freno de
emergencia” ante la amenaza de la barbarie, sin por ello renunciar a la del
viejo topo como memoria de las revoluciones derrotadas del siglo XX. Metáforas
que adquieren mayor actualidad ante la crisis ecológica, una de las lagunas,
por cierto, que reconoce en Marx, si bien también recuerda sus “atisbos
ecológicos” (como los definió Manuel Sacristán) frente a quienes le acusan de
ser un “demonio productivista”. Una cuestión que va adquiriendo mayor
relevancia en las reflexiones de Bensaïd fue su propuesta en sus últimos
escritos de resignificar el comunismo (“a pesar de las infamias cometidas en su
nombre”) como ecocomunismo.
Desde esa versión herética del marxismo, en constante mestizaje con
aportaciones procedentes de una muy plural galaxia, su concepción de la
revolución también cambia: es ahora una “apuesta” (en el sentido que retoma de
Pascal), una hipótesis estratégica y un horizonte ético. De ahí que la política
deba ser entendida como el “arte del conflicto, de la coyuntura y del
contratiempo”, como un esfuerzo constante por repensar una estrategia que ha de
saber jugar sobre las distintas esferas (la económica, la social, la jurídica,
la cultural), los diferentes espacios (el nacional-estatal ha quedado ya
demasiado estrecho en el marco de la globalización financiera) y, algo en lo
que insistirá más, la discordancia de los tiempos (el económico, el ecológico,
el mercantil, el electoral, el de los movimientos sociales…).
La irrupción del movimiento antiglobalización a finales del siglo
XX, el impacto de la “guerra global” iniciada tras el 11-S de 2001 y, luego, el
ascenso de los populismos latinoamericanos son momentos sucesivos que nos
permiten encontrar en sus trabajos análisis críticos de las nuevas formas de
explotación, desposesión y dominación, de las metamorfosis del mundo del
trabajo, de la crisis de la democracia o de la relación entre géneros, cuestión
esta última que no llega a desarrollar en profundidad. Unos tiempos en los que
la influencia de Bensaïd es patente con su presencia en los Foros Sociales
Mundiales y europeos y en muchos espacios públicos en los que participa como
director de la revista que funda en 2001, Contretemps, de la que fue su director. Quizás sea en
su Elogio de la política profana,
publicado en 2007, donde podamos encontrar un mayor esfuerzo de síntesis de sus
trabajos e intervenciones políticas durante ese periodo, en particular en sus
debates con otros pensadores, como Toni Negri y John Holloway, por un lado, o
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por otro. Si en los primeros critica lo que
define como una “ilusión social” que ignora el papel de los Estados como
“piedra angular” de las relaciones de poder, en los segundos encuentra en
cambio una tendencia a sobrevalorar la autonomía de la política al margen de
sus bases sociales y materiales. Entre ambos escollos, con Gramsci en el centro
de la polémica y sin llegar a dar respuestas acabadas, Bensaïd defiende la
necesidad de seguir buscando una nueva articulación entre lo social y lo
político en torno a un concepto de hegemonía que implique la convergencia, sin
jerarquías, de todos aquellos movimientos sociales enfrentados al despotismo
del capital.
Una trayectoria intelectual y militante que, resumiendo, tiene en
la reivindicación de la actualidad de la crítica marxista del capitalismo y de
sus contradicciones, junto con la apuesta
melancólica (título de otra de sus mejores obras) por un
horizonte alternativo al “totalitarismo soft de
mercado”, sus principales hilos conductores.