Por Michael
Löwy
Diez años
después de su desaparición, el pensamiento de Daniel Bensaïd sigue más vivo que
nunca: no solo se lee y discute su obra en Francia, sino también en Brasil, el
Estado español, EE UU y otros países del mundo. En pocas ocasiones la
creatividad revolucionaria ha adquirido una expresión con tanto impacto en
nuestra época.
Vayan de
entrada unas pinceladas personales. Daniel Bensaïd y yo militamos juntos en la
Liga Comunista Revolucionaria (LCR), también participamos en la fundación del
Nuevo Partido Anticapitalista (NPA). En la LCR no siempre coincidíamos en la
misma tendencia política, pero siempre compartimos el deseo de asociar Leon
Trotsky a Ernesto Che Guevara, así como la pasión por las
luchas revolucionarias en América Latina. En múltiples ocasiones intervinimos
juntos en los debates con marxistas brasileños. También teníamos nuestros
desacuerdos, dado que Daniel era un auténtico leninista –si bien con capacidad
para hacer una lectura sutil e innovadora de Vladimir Ilich– y yo soy un
adepto, mejor dicho, un enamorado de Rosa Luxemburg. Hacia finales de los años
1980, el descubrimiento de Walter Benjamin nos acercó mucho. Mi libro Redención
y Utopía (1988), en el que se aborda ampliamente el pensamiento de
Benjamin, le interesó a pesar de su poca apetencia por la religión. En esa
época le propuse escribir a cuatro manos un artículo sobre el autor de
las Tesis sobre el concepto de la Historia y él me respondió:
“¿Por qué no un libro?”… Finalmente fue él quien escribió el libro y se trata
de uno de sus trabajos más importantes. Por otra parte, teníamos algunas
divergencias: Daniel estaba lejos de compartir mi entusiasmo por el
romanticismo anticapitalista, la utopía comunista y la teología de la
liberación. Observaba con cierta distancia, teñida de ironía, mis idas y
venidas por esas tierras movedizas; pero, al mismo tiempo, ambos nos sentíamos
atraídos por Charles Péguy, un autor al que descubrí gracias a Daniel. Solo que
yo lo veía como un romántico y socialista cristiano y Daniel como un clásico y
un socialista enamorado de Juana de Arco…
En 2005, entre
los dos escribimos el artículo “Auguste Blanqui, comunista herético”, una
definición que también le viene como anillo al dedo al propio Daniel. Este
artículo se publicó en el libro colectivo editado por nuestros amigos Philippe
Corcuff y Alain Maillard, Les socialismes français à l’épreuve du
pouvoir. Pour une critique mélancolique de la gauche (Paris: Textuel,
2006). Admirábamos mucho a Blanqui, ese implacable adversario de la burguesía,
de la ideología positivista y de las doctrinas del progreso, y nos pusimos de
acuerdo en la interpretación de sus escritos en las fraternales discusiones en
el café Le Charbon. Nuestras diferencias fundamentales no tenían que ver con
Blanqui sino con Marx: Daniel criticaba lo que consideraba como una “postura
sociológica” del padre fundador: la creencia de que la concentración de obreros
en las fábricas conduciría necesariamente a su toma de conciencia y a su
organización; por mi parte, insistía que para la filosofía de la praxis
marxista es la experiencia en la lucha la que produce la consciencia de clase.
Logramos llegar a un acuerdo…
Como mucha
gente, sentí su fallecimiento como una pérdida irreparable para nuestra causa.
Pero nos dejó una obra cuyo potencial crítico y emancipador es inagotable.
La obra de Daniel Bensaïd
Antes de 1989,
Daniel escribió algunos libros importantes sobre estrategia revolucionaria,
pero a partir de ese año, con la publicación de Moi la Révolution:
Remembrances d’un bicentenaire indigne (Gallimard, 1989), dio inicio a
un nuevo período que no solo se caracteriza por una enorme producción –decenas
de libros, varios consagrados a Marx–, sino también por una renovada calidad
literaria de su escritura, una fantástica ebullición de ideas y una
sorprendente creatividad. Las razones de esta inflexión, tanto personales como
políticas e históricas, son complejas y en parte constituyen un misterio. A
pesar de su gran diversidad, los escritos de Bensaïd contienen algunos hilos
rojos comunes: la memoria de las luchas –y de las derrotas– del pasado, el
interés por las nuevas formas del anticapitalismo y la preocupación por los
nuevos problemas a los que tiene que hacer frente la estrategia revolucionaria.
Su reflexión teórica es inseparable de su compromiso militante, tanto cuando
escribe sobre Juana de Arco –Jeanne de guerre lasse (Gallimard,
1991)– como cuando lo hace sobre la fundación del NPA (Prennons Parti,
con Olivier Besancenot, Mille et une Nuits, 2009). Por ello, sus escritos
tienen una fuerte carga personal, emocional, ética y política que les otorga
una cualidad humana poco ordinaria. La multiplicidad de sus referencias puede
parecer extraña: Marx, Lenin y Trotsky, sin duda, pero también Auguste Blanqui,
Charles Péguy, Hannah Arendt, Walter Benjamin, sin olvidar a Blaise Pascal,
Chateaubriand, Kant, Nietzsche y muchos otros. A pesar de esa sorprendente
variedad, aparentemente ecléctica, su discurso es de una remarcable coherencia.
Le Pari mélancolique (1997)
Todos los
libros de Daniel enriquecen la cultura revolucionaria, pero mi preferido
es Le Pari mélancolique (Fayard, 1997). Se trata de una
elección personal y por tanto arbitraria, pero me parece que es en este libro
en el que más avanza en la renovación del pensamiento marxista. Lo escribió en
el momento crítico de los años 90: años lastrados por la carga negativa de la
restauración capitalista en la URSS y en los países del Este, sin apenas
resistencia, pero también iluminados por la estrella de la esperanza fruto del
levantamiento zapatista de 1994 y, sobre todo, del formidable movimiento de
revuelta obrera y popular en Francia en 1995.
En el ejemplar
que tengo de este libro, Daniel me hizo una dedicatoria que hace referencia a
nuestras preocupaciones comunes, pero sin renunciar a señalar, en un pequeño
paréntesis, nuestra diferencia: “Para Michael, Le Pari Mélancolique,
sobre la actualidad (profana) de la razón mesiánica; con amistad, Daniel”.
La primera
parte de ese libro es un diagnóstico lúcido del “desorden mundial” provocado
por la globalización capitalista. No se limita, como muchos otros marxistas, a
hablar de la crisis económica, sino que se sitúa, de entrada, en una perspectiva
ecológica, constatando la discordancia explosiva entre el tiempo mercantil
y el tiempo biológico. Es uno de los primeros en darse cuenta de la importancia
capital de la crisis ecológica en el movimiento marxista revolucionario. Daniel
constata que la regulación mercantil opera en el corto plazo: su lógica
desprecia el futuro e ignora los efectos irreversibles propios de la biosfera;
presupone una naturaleza explotable y moldeable sin límites. Como escribió ese
gran precursor del liberalismo contemporáneo que se llama Jean Baptiste Say,
“las riquezas naturales son inagotables porque de lo contrario no las
obtendríamos gratuitamente”. Mientras que los ritmos naturales se armonizan a
lo largo de siglos o milenios, la razón económica capitalista busca ganancias
rápidas y beneficios inmediatos.
La biosfera,
subraya Daniel Bensaïd basándose en los trabajos de René Passet, posee su
propia racionalidad inmanente que es irreductible a la razón mecánica del
mercado. Los valores ecológicos no se pueden convertir en valores mercantiles y
viceversa. Como lo ilustra la polémica sobre las ecotasas, los efectos y los
costes ecológicos no se pueden traducir al miserable lenguaje del cálculo
mercantil. Tenemos necesidad de una alternativa anticapitalista: el
ecocomunismo.
La globalización
también está atravesada por otra contradicción no menos peligrosa: la
racionalidad formal de la globalización capitalista favorece en todas partes la
irracionalidad de los pánicos identitarios; la universalidad abstracta del
cosmopolitismo mercantil provoca los particularismos y refuerza los
nacionalismos. En ese universo regido por la ley del beneficio, sometido a la
anónima dictadura del capital, los muros no se derrumban, sino que se
desplazan: de ahí la Europa de Schengen rodeada de torres de vigilancia. En el
año 2020 se podría añadir: y ahogando en aguas del Mediterráneo a decenas de
miles de migrantes.
El
internacionalismo de clase sigue siendo la mejor respuesta frente a los
nacionalismos tribales y frente a los imperialismos. Es el heredero de la
universalidad de la razón proclamada por la filosofía de la Ilustración y la
concepción revolucionaria de la ciudadanía –abierta a las personas extranjeras–
de la constitución republicana del 24 de junio de 1793, aprobada por la
Convención en la que participaron –¡aunque no por mucho tiempo!– Anarcharsis
Cloost y Thomas Paine. En fin, la solidaridad con el otro se basa en una vieja
tradición que se remonta al Antiguo Testamento: “No oprimas al
extranjero. Bien saben ustedes lo que es ser extranjero [y sin papeles, M.L.],
pues extranjeros fueron en la tierra de Egipto” (Éxodo 23: 9-11).
La última
parte del libro, “La revolución en sus laberintos”, es, desde mi punto de
vista, la más innovadora y la más inspirada. En ella encontramos
numerosas referencias del Antiguo Testamento. Judío no-judío –en el
sentido que le dio al término Isaac Deutscher–, ateo y antisionista, Daniel se
interesaba por la tradición judía, el mesianismo, el marranismo y los profetas.
El profeta bíblico, como ya lo sugirió Max Weber en su libro sobre el judaísmo
antiguo, no realiza ritos mágicos sino que invita a la acción. A
diferencia del atentismo apocalíptico y de los oráculos del inexorable destino,
la profecía es una anticipación condicionada que busca conjurar lo peor y dejar
abierta la puerta de los posibles.
En los
orígenes de la profecía, en el exilio de Babilonia, se encuentra una exigencia
ética que se forja en la resistencia a toda razón de Estado. Esta exigencia
profunda atraviesa los siglos: Bernard Lazare, el dreyfusard y
socialista libertario fue, según Péguy, un ejemplo de profeta moderno, movido
por la “fuerza de la amargura y la desilusión”, un soplo de indomable
resistencia a la autoridad.
Sin duda,
quienes hayan resistido al poder y a la fatalidad, todos esos príncipes
de lo posible que son los profetas, herejes, disidentes y rebeldes de
todo pelaje, se equivocaron muchas veces, pero trazaron una pista, apenas
visible, y salvaron a la opresión del pasado del saqueo grosero de los
vencedores.
Para Daniel
Bensaïd, la profecía existe en toda gran aventura humana, amorosa, estética o
revolucionaria. La profecía revolucionaria no es una previsión, sino un
proyecto sin ninguna garantía de éxito. La revolución, no como modelo
prefabricado sino como hipótesis estratégica, constituye el horizonte ético sin
el cual la voluntad se quiebra, la capacidad de resistencia capitula, la
fidelidad desfallece y la tradición (de los oprimidos) se olvida. Sin la
convicción de que se puede romper el círculo vicioso del fetichismo y la ronda
infernal de la mercancía, las mediaciones se anteponen al fin, el movimiento al
objetivo y la táctica a los principios.
La bifurcación y la apuesta
Daniel tiene
el mérito de haber introducido un nuevo concepto en el léxico marxista: la
bifurcación. Por decirlo de alguna manera, esbozó los grandes rasgos de lo
que se podría denominar el marxismo de la bifurcación. Es cierto
que Blanqui ya utilizaba ese término, pero lo hacía en relación a la
astronomía; Rosa Luxemburg no utilizó el término, pero esa idea constituía
el núcleo de su folleto Junius (La crisis de la socialdemocracia) de
1915: socialismo o barbarie. Daniel cita poco a Rosa Luxemburg: me
parece que es una limitación…, aunque su posición vaya más allá. La relectura
que hace de Marx a la luz de Blanqui, de Walter Benjamin y de Charles Péguy le
lleva a concebir la historia como una serie de ramificaciones y bifurcaciones,
un campo de posibles en el que la lucha de clases ocupa un lugar decisivo, pero
en el que no se puede prever el resultado. Su idea de la revolución
se opone al encadenamiento mecánico de una temporalidad implacable. Refractaria
al desarrollo causal de los hechos ordinarios, la revolución es, tanto para
Walter Benjamin como para Bensaïd, interrupción.
De ahí se
deriva que el compromiso político revolucionario no se puede basar en no
importa qué certeza científica progresista, sino en una apuesta
razonable sobre el futuro. Daniel se inspira para ello en los remarcables
trabajos –hoy en día demasiado olvidados– de Lucien Goldman sobre Pascal: para
el pensador jansenista del siglo XVII, los hechos no pueden demostrar la
existencia de Dios; para el creyente no puede ser otra cosa que una apuesta a
la que se compromete de por vida. Según Goldmann, hay que aplicar un
razonamiento análogo –pero profano– al porvenir socialista de la humanidad: se
trata de una esperanza que no se puede probar científicamente, pero
por la que hay que apostar y comprometerse totalmente. En un sentido o en otro,
la apuesta es ineluctable. Como escribió Pascal, hay que apostar, no hay otra
alternativa; toda actividad, todo compromiso está basado, necesariamente, en
una apuesta y, por tanto, supone trabajar a favor de lo imprevisible.
Tanto en la religión del dios oculto (Pascal) como en la política
revolucionaria (Marx), concluye Daniel, la obligación de apostar define la
condición trágica del hombre moderno.
Como
pertinentemente señala Enzo Traverso en su bello libro Melancolía de
izquierda, el pensamiento de Daniel Bensaïd rompió con el historicismo
estalinista del PCF que reproducía algunos de los rasgos de la socialdemocracia
alemana criticados por Walter Benjamin: visión lineal de la historia como
resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, confianza en el progreso y
certeza en la victoria final 1/.
Nada es más
ajeno al revolucionario, insistía Bensaïd, que la paralizante fe en un progreso
necesario, en un futuro garantizado. Aun siendo pesimista, se niega a
capitular. Su utopía es la del principio de la resistencia frente a la
catástrofe probable. La apuesta no es un deseo piadoso, una simple opción
moral. Como ya lo dijo Lucien Goldmann, se traduce en acción; para
Daniel, en acción estratégica, intervención militante, en el
corazón de las contradicciones de la realidad.
Michael Löwy es sociólogo y filósofo marxista. Es autor,
entre otras obras, de Ecosocialismo (Biblioteca Nueva, 2012) y Cristianismo de
liberación (El Viejo Topo, 2019)