Por
David Fernández
“Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho
de no ser capaz de estar
tranquilamente sentado y solo en una habitación”
Blaise
Pascal
Han vuelto los delfines en Cerdeña. El agua de Venecia, como el
aire, se limpia. El turistificado mercado barcelonés de la Boqueria se
convierte, de nuevo, en un mercado de barrio. Abren hoteles en París para
acoger vagabundos. Y han cerrado el CIE de la Zona Franca. Y se han parado los
desahucios. Y ya no es primavera en El Corte Inglés. Lo privado lucrativo se ha
puesto –por decreto– al servicio de lo público universal. La lista repentina es
larguísima, bajo esta inédita excepción hecha catarsis. Pero a pesar de todo,
la principal paradoja insólita, tras décadas mercantiles de neoliberalismo, es
que la salud se prioriza frente a la economía. En cambio, el condicionante
determinante de nuestros días es precisamente lo inverso: que todo se hace tras
un ciclo caracterizado severamente por todo lo contrario. Cuando la economía se
imponía a la salud –y a la política y al derecho a la vivienda y a la cultura y
a todo y al mundo entero. Ayer dogma; hoy, drama.
Hay la otra cara de la moneda, claro está, porque siempre existe la
otra cara de la luna: multas por no confinarse a personas sin hogar, buitres
especuladores olfateando ya la deuda pública, coches huyendo a la segunda residencia
valenciana o pirenaica, fakes xenófobos,
mediocridades ruines, tentaciones militaristas o gestión autoritaria del 5G que
nos desvelan del control social reticular. Que no sea un spoiler. En parte, no hay que ir
muy lejos para ver de cerca: las lecciones de la penúltima crisis, la de 2008,
dejó demasiadas vergüenzas, demasiado dolores y demasiado aprendizajes, errores
y horrores que no cabría repetir, a pesar de que algunos se empeñen. Y, sin
embargo, todo es ya diferente: novedad, improvisación, contingencia e
impotencia se mezclan hoy extrañamente. Pero nunca será lo mismo el precio
dolorido que ya estamos pagando, que la factura que nos querrán endosar. Si el
origen –aunque no sólo– es vírico, la solución sólo puede ser social.
Al fin y al cabo, ha venido la realidad despierta y nos ha pillado
dormidos en la presunta y apacible irrealidad donde estábamos instalados. Más
paradojas irracionales, demasiado añejas. Aporía del tiempo perdido, ni el
ecologismo que hace cincuenta años nos alerta de nuestra extralimitación, ni
los feminismos que hace cinco décadas nos reclaman poner la vida en el centro,
ni veinte años de razonadas críticas a la globalización del pleonasmo del
capitalismo salvaje, habían conseguido pararlo todo, hacernos frenar y hacernos
pensar dónde demonios vivimos y donde carajo queremos vivir. En el orden
caníbal del mundo –en cartesiana afirmación de Jean Ziegler– ha tenido que ser
un nuevo coronavirus lo que le ha hecho tambalearse de golpe y en seco. De cómo
saldremos de esta sacudida, todo está por ver todavía. Que la doctrina
del shock ya
planea es una obviedad: ya veremos donde nos quieren confinar algunos cuando
todo pase. Y de lo que se trata, como nunca antes, es de invertirlo: que
aquella doctrina se gire hacia sus diseñadores y los confine en su nihilismo
sociópata, cruel y neoliberal. Emergencia, nos falta tiempo ahora mismo;
urgencia, tiempo necesitaremos pasado mañana. Para repensarlo todo. Porque si
esto es una ’guerra’ sanitaria, en un recurso no neutral al lenguaje belicista
y patriotero, la pregunta ya es qué paz surgirá.
No solucionaremos en una semana lo no-hecho en décadas.
El viejo dilema de Pascal –si somos capaces de permanecer un rato
largo en la habitación, pensando y repensándonos, aguantando y aguantándonos–
ya es, actualmente, global: una habitación distinta donde la distancia,
paradójicamente, se ha hecho cuerpo –el cuerpo de los demás y la razón de la
alteridad; donde nos encerramos para abrirnos; donde para acercarnos, nos
alejamos; donde para querernos, debemos aislarnos; donde para hacer, hay que
parar. Mientras tanto, no: no se necesitan frames militares ni un general en prime time apelando a la
moral de combate, la disciplina y el sacrificio para camuflar la impotencia
sanitaria con la prepotencia militar. Porque para ejército desarmado y heroico,
silente y desbordado, el de las batas blancas; el único que ganará esta guerra,
sin un solo disparo y con precaria munición. Y una sola retaguardia: que nos
quedemos en casa.
Tiempo de cuidados, ahora que hemos aprendido precariamente a mirar
la evolución de las curvas –la que sube y espanta y la que, en forma de
sombrero, atenúa y calma– concurre una reflexión inevitable. Las curvas son
biológicas –y nos desvelan nuestra antigua vulnerabilidad fundacional y constituyente–
pero la línea recta, no. Aquella línea recta que atraviesa cada gráfica con la
leyenda límite del sistema sanitario no
tiene nada de natural e inesperada: es una línea política, con asignación
recortada en los presupuestos públicos. La otra variable es social y depende
una vez más y como siempre de nosotros mismos: cuando cada gesto cuenta, cada
gesto aplana la curva. Es lo que podemos hacer y no es poco: “quedaos todos en
casa”, como diría Manuel de Pedrolo en Acto
de violencia. Conscientes racionalmente del motivo cortoplacista en
formato cortafuegos: no ganar a un virus, sino apenas impedir el colapso
hospitalario fruto de un desbordamiento en los contagios. Es decir, salvar
vidas y proteger a los más vulnerables. Consigna y divisa, no perder el norte
hoy y no olvidar todos los sures mañana: la primera semana de confinamiento ha
valorizado como nunca la vida en común y ha desvalorizado, por fin, unas
cuantas cosas. “El coronavirus ha derrotado el dinero, quizá la divinidad más
cruel de la actualidad”, ha escrito Gabriel Magalhaes. Contrafáctico
democrático, postcapitalista, ecologista, pacifista, antirracista y feminista:
en realidad, será muy difícil salir de esta, pero incomparablemente mucho más
difícil e imposible será no hacerlo.
Dar lo mejor para evitar lo peor –no hay otro remedio humano y
casero– silban desde El Lokal del Raval, ferlosianamente: que no vengan tiempos
ciegos que nos hagan más malos, ni malos tiempos que nos hagan más ciegos.
Jorge Riechmann ya lo ha dicho puntualmente: lo más inútil, después del
después, sería pretender volver desastrosamente al mismo lugar. Porque
estaremos indefectiblemente en otro nuevo. Marina Garcés, sintética: “El virus
no nos muestra la fragilidad humana sino la fragilidad del sistema”. Y Yayo Herrero, ecofeminista
anticipada: si cuidándonos mutuamente no lo hacemos todo solidariamente, nos va
llover ultraderecha a granel. Y Alba Rico, filósofo de guardia, aclarándolo y
captando repentinamente un viejo, antiguo e imprescindible internacionalismo:
“La única forma de que nos salvamos cada uno de nosotros es que nos salvamos
todos al mismo tiempo”. Así es –y así podría ser. Cuando todo pase, aunque no
pasen las cicatrices y pesen las secuelas, el dilema de Pascal, como el
dinosaurio de Monterroso, continuará allí. Y ojalá, sí, continúe habiendo
también delfines en el puerto de Cerdeña. Agua clara en los canales de Venecia.
Un mercado de barrio en La Boquería. Un CIE cerrado. Ningún desahucio. Y
hoteles refugiando personas sin techo. Y nadie durmiendo en la calle.