Por Mike Davis
COVID-19 es
finalmente el monstruo que llama a la puerta. En los centros de investigación
están trabajando día y noche para caracterizar el brote, pero se enfrentan a
tres enormes retos. En primer lugar, la sempiterna escasez o falta de
disponibilidad de kits de prueba ha frustrado toda esperanza de poder contener
la pandemia. Además, impide calibrar con precisión parámetros cruciales como la
tasa de reproducción, el tamaño de la población infectada y el número de
infecciones benignas. El resultado es un caos de números.
Sin embargo,
disponemos de datos más fiables sobre el impacto del virus en determinados
grupos en unos pocos países. Es muy alarmante. Italia, por ejemplo, eleva a
nada menos que un 23 % la tasa de mortalidad entre las personas mayores de
65 años; en el Reino Unido, la cifra es actualmente del 18 %. La coronagripe que
Trump menosprecia constituye un peligro sin precedentes para las poblaciones
geriátricas, con un número de muertes que se dispara a los millones.
En segundo
lugar, al igual que las gripes anuales, este virus muta mientras infecta a
poblaciones de distintas componentes de edad y diferentes inmunidades
adquiridas. La variedad que probablemente afecte a EE UU ya es un poco
diferente de la del brote original en Wuhan. Las mutaciones posteriores pueden
ser triviales o alterar la corriente de distribución de la virulencia, que
asciende con la edad; el riesgo de infección grave en bebés y niños y niñas
pequeñas es reducido, mientras que las personas octogenarias se enfrentan a un
peligro mortal por neumonía vírica.
En tercer
lugar, incluso si el virus se mantiene estable y apenas muta, su impacto en
cohortes de menos de 65 años puede diferir radicalmente en países pobres y
entre grupos de pobreza aguda. Recordemos la experiencia global de la gripe
española de 1918-1919, que se calcula que mató a un total del 1 al 2 % de
la humanidad. A diferencia del coronavirus, aquella gripe fue mortal sobre todo
entre personas jóvenes adultas, cosa que se ha explicado a menudo como
resultado de su sistema inmunitario relativamente más potente, que
sobrerreaccionó ante la infección desatando tormentas de citocinas contra
las células pulmonares. El H1N1 original halló, como es sabido, un nicho
favorable en campamentos militares y trincheras de los campos de batalla, donde
segó la vida de decenas de miles de jóvenes soldados. El colapso de la gran
ofensiva alemana de la primavera de 1918, y por tanto el resultado de la
guerra, se ha atribuido al hecho de que los aliados, a diferencia de su
enemigo, pudieron reemplazar sus ejércitos enfermos con nuevas tropas venidas
de EE UU.
Sin embargo,
rara vez se recuerda que nada menos que el 60 % de la mortalidad mundial
se produjo en la parte occidental de India, donde las exportaciones de grano a
Gran Bretaña y las brutales prácticas de confiscación coincidieron con una
grave sequía. La consiguiente escasez de alimentos llevó a millones de personas
pobres al borde de la muerte por inanición. Fueron víctimas de una siniestra
sinergia de malnutrición, que eliminó su respuesta inmune a la infección, y una
neumonía bacteriana y vírica rampante. En otro caso, en el Irán ocupado por los
británicos, varios años de sequía, cólera y carestía de alimentos, seguidos de
un extenso brote de malaria, causaron la muerte de una quinta parte de la
población.
Esta historia
–especialmente las consecuencias desconocidas de las interacciones con la
malnutrición y las infecciones existentes– debería advertirnos que el COVID-19
puede emprender una trayectoria diferente y más mortal en los suburbios de
África y del sudeste asiático. La prensa y los gobiernos occidentales han
dejado de lado casi totalmente el peligro para las poblaciones pobres del
mundo. La única pieza publicada que he visto afirma que dado que la población
urbana de África Occidental es la más joven del mundo, la pandemia solo tendría
allí un efecto moderado. A la luz de la experiencia de 1918, esta es una
extrapolación ridícula. Nadie sabe qué ocurrirá en las próximas semanas en
Lagos, Nairobi, Karachi o Calcuta. La única certeza es que los países ricos y
las clases pudientes se centrarán en salvarse a sí mismos en detrimento de la
solidaridad internacional y la ayuda médica. Muros y no vacunas: ¿puede haber
una pauta peor para el futuro?
II
Dentro de un
año puede que admiremos retrospectivamente el éxito de China en la contención
de la pandemia, pero que nos horroricemos ante el fracaso de EE UU. (Doy
por hecho que la declaración de China sobre la rápida disminución de la
transmisión es más o menos exacta). La incapacidad de nuestras instituciones
para mantener cerrada la caja de Pandora, por supuesto, no sorprende. Desde el
año 2000 hemos visto repetidamente colapsos de la atención sanitaria de primera
línea.
La temporada
de gripe de 2018, por ejemplo, superó a los hospitales de todo el país,
mostrando la escandalosa escasez de camas hospitalarias después de 20 años de
recortes de la capacidad de hospitalización en aras al beneficio (la versión
del sector de la gestión just-in-time de las existencias). Los
cierres de clínicas privadas y de organizaciones benéficas y la escasez de
personal, impuestos igualmente por la lógica de mercado, han devastado los
servicios sanitarios en las comunidades más pobres y zonas rurales, trasladando
la carga a hospitales públicos infradotados y clínicas para veteranos. Los
servicios de urgencias de estos centros ya son incapaces de afrontar las
infecciones estacionales, de modo que ¿cómo podrán hacer frente a una
sobrecarga inminente de casos críticos?
Nos hallamos
en las primeras fases de un Katrina sanitario. Pese a las advertencias durante
años con respecto a la gripe aviar y otras pandemias, las existencias de
equipos de emergencia básicos, como respiradores, son insuficientes para
atender la esperada afluencia de casos críticos. Los sindicatos combativos del
personal sanitario en California y otros Estados se ocupan de que todo el mundo
comprenda los graves peligros creados por el acopio insuficiente de
dispositivos protectores esenciales como las mascarillas N95. Todavía más
vulnerables, por ser invisibles, son los cientos de miles de trabajadoras y
trabajadores de cuidados domésticos y de residencias de ancianos, mal pagados y
con sobrecarga de trabajo.
Las
residencias de ancianos y el sector de cuidados, que atienden a dos millones y
medio de estadounidenses de edad avanzada, en su mayoría acogidos a Medicare,
son desde hace tiempo un escándalo nacional. Según el New York Times,
nada menos que 380.000 pacientes de residencias de ancianos mueren cada año
debido al incumplimiento por parte de estas entidades de los procedimientos
básicos de control de infecciones. A muchos centros –especialmente en los
Estados sureños– les resulta más barato pagar multas por negligencia sanitaria
que contratar a personal adicional e impartir la debida formación. Ahora, como
advierte el ejemplo de Seattle, docenas y tal vez centenares de residencias de
ancianos se convertirán en focos de coronavirus y sus empleados, que cobran el
salario mínimo, optarán lógicamente por proteger a sus propias familias
permaneciendo en sus casas. En este caso, el sistema podría colapsar y no
podemos esperar que la Guardia Nacional se dedique a vaciar cuñas orinales.
El brote ha
sacado a la luz de inmediato la profunda divisoria de clase en la atención
sanitaria: quienes gozan de buenos seguros médicos y también pueden trabajar o
enseñar desde su casa están cómodamente aislados por poco que cumplan
determinadas medidas de seguridad prudentes. El personal de la función pública
y otros grupos de trabajadores sindicados con cobertura médica digna tendrán
que tomar difíciles decisiones entre ingreso y protección. Mientras, millones
de trabajadores mal pagados del sector servicios, jornaleros, temporeros sin
cobertura sanitaria, parados y personas sin techo estarán totalmente
desamparados. Por mucho que Washington resuelva finalmente la falta de equipos
de prueba y consiga suministrar un número suficiente de kits, las personas no
aseguradas seguirán teniendo que pagar a médicos y hospitales para que les
hagan la prueba. La factura sanitaria de las familias se disparará al mismo
tiempo que millones de trabajadores y trabajadoras perderán su empleo y el
seguro médico asociado al mismo. ¿Puede haber un argumento más sólido y urgente
a favor de Medicare universal?
III
Pero la
sanidad universal no es más que un primer paso. Es decepcionante, por decirlo
suavemente, que en los debates de las primarias ni Sanders ni Warren hayan
denunciado la abdicación de las grandes empresas farmacéuticas de toda
actividad de investigación y desarrollo de nuevos antibióticos y antivirales.
De las 18 empresas más grandes, 15 han abandonado totalmente esta actividad.
Los medicamentos para el corazón, los calmantes adictivos y los tratamientos de
la impotencia masculina encabezan la lista de los más rentables, pero no los destinados
a combatir las infecciones hospitalarias, las nuevas enfermedades y las
tradicionales patologías tropicales. Una vacuna universal contra la gripe –es
decir, una vacuna que actúa sobre las partes inmutables de las proteínas
superficiales de los virus– ha sido durante décadas una posibilidad, pero nunca
una prioridad rentable.
A medida que
retrocede la revolución de los antibióticos reaparecerán viejas enfermedades
junto con nuevas infecciones, y los hospitales se convertirán en osarios. Hasta
Trump puede despotricar con oportunismo contra los absurdos costes de
prescripción, pero necesitamos una visión más valiente que busque romper los
monopolios farmacéuticos y asegurar la producción pública de medicamentos
esenciales. (Esto solía ser habitual: durante la Segunda Guerra Mundial, el
ejército enroló a Jonas Salk y otros investigadores para desarrollar la primera
vacuna contra la gripe). Tal como escribí hace quince años en mi libro The
Monster at Our Door – The Global Threat of Avian Flu:
El acceso a
medicamentos esenciales, incluidas las vacunas, los antibióticos y los
antivirales, debería ser un derecho humano, disponible universalmente a título
gratuito. Si los mercados son incapaces de ofrecer incentivos para producir
tales medicamentos a bajo coste, entonces los gobiernos y las organizaciones
sin ánimo de lucro deberían asumir la responsabilidad de su fabricación y
distribución. La supervivencia de la gente pobre debe constituir siempre una
prioridad más importante que las ganancias de las grandes compañías
farmacéuticas.
La pandemia
actual amplía el argumento: la globalización capitalista demuestra ahora ser
biológicamente insostenible en ausencia de una verdadera infraestructura
sanitaria pública internacional. Esta infraestructura no existirá jamás hasta
que los movimientos sociales acaben con el poder de las grandes compañías
farmacéuticas y con el negocio de la sanidad.