Por Ociel Alí López
Un complejo coctel de fenómenos y medidas
parece estar reanimando la economía venezolana y dando un respiro a los
sectores populares, pero también transformando al llamado “socialismo del siglo
XXI” en una estructura que tiene cada vez menos que ver con la utopía chavista.
El segundo gobierno de Nicolás Maduro, iniciado en enero de 2019,
ha implicado un cambio rotundo con respecto al modelo económico de su primer
período (2013-2018), en línea con lo anunciado ya en agosto de 2018 con el
llamado Plan de Recuperación Económica. Si bien las sanciones impuestas a
Venezuela por el gobierno estadounidense de Donald Trump han atado de manos al
gobierno en muchos aspectos, también es verdad que, en paralelo al
recrudecimiento de esas sanciones durante 2019, la situación económica
venezolana ha venido, paradójicamente, estabilizándose. Un dato más asombroso
todavía si recordamos que Rusia y China cerraron su línea de crédito a Caracas
hace ya varios años y que la empresa estatal de petróleo del país caribeño no
ha logrado salir del atolladero en el que cayó durante el primer gobierno de
Maduro.
¿A qué se debe entonces la actual sensación de mejoría en lo
económico, que ni los más apocalípticos opositores pueden negar?
¿Del desastre a la estabilidad?
En su segundo mandato, después del desastre económico del primero,
Maduro ha mostrado una tendencia a aplicar medidas de apertura y liberalización
que desatan los nudos gordianos traídos por los obsesivos controles económicos
estatales.
Las actuales medidas para desmontar este sistema de control
implican una apertura económica radical que en cualquier país sería catalogada
por la izquierda como “neoliberalismo salvaje”. Son la respuesta a un consenso
del que participan economistas de derecha y del gobierno, como Jesús Farías.
Las disposiciones incluyen la eliminación definitiva y legal del control de
cambios y del control de precios, privatizaciones como la de la cadena de
automercados Bicentenario (expropiada por Chávez), la eliminación de aranceles
para la importación y algo impensable durante el primer gobierno de Maduro:
disciplina fiscal y la paralización de la reproducción alocada de dinero sin
respaldo en la economía real (o inorgánico) que terminó en la peor
hiperinflación del mundo. Durante la transición hacia el nuevo modelo liberal,
Maduro reconoció en agosto de 2018 que en su primer gobierno financió el gasto
público con la emisión de dinero inorgánico (lo que es penado por ley), pero
que en esta nueva etapa impondría “disciplina fiscal prusiana”.
Todo ello en un escenario social en el que el sueldo mínimo cayó de
casi 250 dólares en 2012 a sólo cinco en 2015.
La importación de alimentos y otros artículos de primera necesidad
ha sido declarada libre de impuestos en 3.275 categorías de productos con el
argumento de intentar eludir el bloqueo financiero. Y a juzgar por la cantidad
de productos importados que inundan el mercado venezolano, parecería estar
lográndolo, aunque con ello deprima aun más la producción nacional.
Un factor central para entender la sobrevivencia del venezolano es
que la pauperizada economía nacional comienza a adaptarse a nuevos tipos de
ingresos de divisas. Aunque incomparables a la otrora renta petrolera, estos
nuevos ingresos están signados por las remesas enviadas por los migrantes
venezolanos, la repatriación de capitales por goteo y el nuevo impulso a la
extracción de oro, entre otros.
Después del petróleo
Las remesas, particularmente, contribuyen a que los nuevos ingresos
no se queden en las cúpulas políticas o económicas, lo que genera un burbujeo
en todo el tejido social. Con el Estado ya lejos de ser la principal fuente de
ingresos directos como antaño, la remesa ha pasado a ocupar su lugar. Quizá no
tanto por el volumen, sino por su capacidad de irrigación directa a los
sectores más necesitados.
Es imposible tener estimaciones certeras del volumen de las
remesas. El control de transacciones facilitó triangulaciones bancarias de
diversa índole que permitieron llevarlas a cabo sin ningún control estatal. No
obstante, diversos actores, incluso contrarios políticamente, proponen cifras
relativamente parejas. Algunos calculan que el ingreso supera los 3.700
millones de dólares anuales, y otros, que podría estar acercándose a 6.000
millones en 2020. Otras estimaciones afirman que ya sobrepasa el total de
exportaciones no petroleras. Hay economistas que calculan que los venezolanos
envían en promedio entre 5 y 6 mil dólares por año cada uno, una cifra que
puede ser exagerada para quienes envían remesas desde países periféricos. En un
intento por conseguir información pregunté a varios familiares de migrantes
pertenecientes a los sectores populares que reciben remesas y, entre quienes me
respondieron, el mínimo recibido fue de 50 dólares mensuales, lo que representa
diez meses de sueldo mínimo.
La ONU maneja el dato de que han emigrado más de 4 millones de
venezolanos. Tomando en cuenta que la finalidad principal de esta migración
masiva venezolana ha sido producir ingresos para transferir remesas, podemos
imaginar que el impacto de estas permite hasta cierto punto sustituir el que
otrora tenían los empleos estatales. Antes de la crisis, el Estado era el
principal empleador y los puestos públicos se estimaban en 2 millones.
Otra nueva fuente de divisas es lo que llamamos “repatriación de
capitales por goteo”. No encontramos cifras confiables sobre esto.
Históricamente las clases alta y media alta, así como los sectores emergentes,
llevaron sus ahorros y su capital hacia el exterior con el fin de atesorarlos
en dólares y en un país confiable. Muchos de estos sectores aún viven en
Venezuela y van trayendo mensualmente o incluso semanalmente pequeñas dosis de
sus ahorros, pues, una vez convertidos a la moneda local, estos son disueltos
por la inflación. El más reciente mecanismo que comprueba estas “microrrepatriaciones”
es la utilización de la plataforma Zelle como forma de pago en diversos locales
comerciales, especialmente en las zonas de clase media y alta. Se trata de una
red de pagos que requiere disponer de una cuenta bancaria en Estados Unidos y
que no cobra comisiones por la transferencia.
La diferencia con el período previo a la crisis es que quienes
fugaban capital, de manera más o menos fraudulenta, ahora lo repatrían no para
grandes inversiones, pero sí en pequeñas dosis y hasta pequeñas inversiones
como las que se ven con el auge en la oferta de restaurantes y lugares de
diversión en las principales ciudades. Jesús Farías, exministro de Economía de
Maduro y uno de los principales impulsores de la nueva etapa económica lo
explica de esta manera: “Los actores privados están trayendo sus divisas y sus
recursos para invertirlos en el país y están dejando de chupar de la teta del
Estado” (Banca y Negocios, 10-I-20).
Este proceso está generando algunas burbujas de consumo que develan
nuevas formas de desigualdad en un ambiente ya ideológicamente posterior a los
planteamientos de Chávez, y en el que participan viejas elites junto con nuevos
ricos formados, fraudulentamente, en el chavismo y el adequismo.(1) Todo ello,
mientras los dirigentes políticos del chavismo apuestan al nacimiento de una
“burguesía revolucionaria”, tal como la denominó el ministro de Tierras, Castro
Soteldo.(2)
Ante la caída de la producción petrolera el gobierno impulsó la
extracción del oro en el arco minero, que también está generando nuevos
ingresos, aunque con consecuencias nocivas visibles en materia ecológica, que
era otra bandera del discurso propiamente chavista. Con la minería de
criptoactivos amparada legalmente y un precio irrisorio de la electricidad,
Venezuela se ha convertido en un país con condiciones favorables para estas
operaciones, y es el tercero en el ranking mundial en el uso de criptomonedas.
Todo ello va aportando a la creación de una nueva economía nacional
en la que ni el Estado ni el petróleo figuran como protagonistas.
Algo muy notable de esta transición económica es la ausencia de
datos para producir confianza en torno a la balanza de pagos, que es muy
difícil de calcular con la situación actual, pero de la que se evidencia un
equilibrio. Los datos oficiales publicados hasta el momento generan mucha
desconfianza, dada la política del gobierno de no reconocer la gravedad de la
situación. Es posible que nadie tenga la información real sobre los nuevos
ingresos del país, especialmente de las remesas desde el exterior, pero tampoco
sobre el oro y otros rubros que se están exportando. El gobierno parece
independizado del Estado y no rinde cuentas a nadie.
Una economía dolarizada
La crisis venezolana fue ampliamente divulgada por los medios
internacionales durante el primer mandato de Maduro (2013-2018). Los servicios
del Estado colapsaron, la migración se contó por millones, la desnutrición se
generalizó en sectores enteros de la población. Un ejército de hambrientos
invadió los basureros.
La situación hoy parece ser otra. Las medidas de liberalización han
abatido la escasez. Ya no existen las colas. La inflación aún es alta, pero las
oficinas de la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, registran que en
2019 la tendencia fue hacia su disminución en comparación con 2018 y años
anteriores. Tomando en cuenta que la hiperinflación implica sobrepasar un 50
por ciento de inflación mensual, según estos datos sólo existió un mes con
hiperinflación en todo el año.
El cambio se percibe cotidianamente. Se nota mayor capacidad
adquisitiva incluso en sectores empobrecidos. El transporte público superficial
ha venido mejorando. Muchos sectores del comercio sobrevivieron los peores años
de la crisis y comienzan a revitalizarse. El dólar es usado en todos los
estratos sociales. Hay nuevos negocios y comercios. El discurso de la crisis
humanitaria se ha hecho insostenible y ha salido de la boca de los políticos de
oposición.
Han aparecido burbujas de consumo en centros financieros o
turísticos del país. Así, algunas urbanizaciones de Caracas y otras ciudades
grandes se han llenado de negocios caros, carros lujosos, edificios de alta
gama y un consumo irrefrenable de productos importados. Igual en sectores
turísticos. Siempre con el dólar como sustituto ya legal del bolívar, que está
quedando confinado a circuitos marginales, en un proceso de dolarización
irrefrenable reconocido abiertamente por Maduro en noviembre del año pasado.
Pero la dolarización no es sólo de ricos o nuevos ricos. Muchos servicios hoy
facturan en divisas. Son varios los oficios y profesiones que cobran en
dólares, desde ejecutivos hasta mecánicos y costureras.
Los buhoneros, manteleros o comercios informales de la calle
aceptan dólares. Los marchantes que venden caramelos y chupetas hacen
promociones para facilitar la venta en divisas. Cualquier puesto en mercados
populares acepta y da vueltos en dólares. Las propinas también se están dando
en esta moneda en muchos espacios.
Es verdad que el Estado todavía paga en bolívares los sueldos
irrisorios de sus trabajadores, incluyendo los de los principales prestadores
de servicios como enfermeras, médicos y docentes, así como policías y otros.
Pero también es verdad que muchos de ellos cobran servicios en dólares por
fuera de su trabajo en el Estado. Los maestros reciben en dólares las clases
particulares. Enfermeras y médicos tienen trabajos paralelos en los que hacen
lo mismo. La policía cobra sus coimas también en dólares. Jubilados y
trabajadores públicos tienen negocios de comercio informal con el que atrapan divisas.
En líneas generales, quedan muy pocos que vivan de los sueldos del
Estado.
Según Datanálisis, una importante firma de investigación económica,
más del 40 por ciento de la población utiliza el dólar.
Podría aducirse que la mejoría puede ser sólo una sensación, pero
la triangulación de datos realizada sugiere que esa sensación tiene un sustento
real.
Es cierto que Caracas se ha vuelto una gran burbuja que parece no
estar afectada por la grave crisis del interior del país, sobre todo en la
esfera de los servicios públicos y signada por la falta de gasolina. Pero
también es cierto que los nuevos ingresos a los que hemos hecho mención están
esparcidos por todo el territorio nacional, e incluso hay territorios, como los
de frontera y los de explotación del oro, donde se evidencia un poder
adquisitivo en aumento. Atrás quedaron las imágenes diarias de saqueos en
carreteras y pueblos del interior del país que pudimos ver desde 2016 hasta
2018.
Ha habido un debate sobre el auge de los bodegones (ventas de
productos exclusivamente importados). Para los economistas del gobierno son
síntoma de recuperación económica, para otros analistas son el mejor ejemplo
del fin de la revolución y el auge de una división de clases tajante y
problemática.
En la actualidad, y a pesar de estos bruscos cambios económicos, el
principal problema inmediato no parece ser la desigualdad social en
crecimiento. El país tiene varios años siendo completamente pobre, y ahora
resulta que hay ricos que también fueron golpeados por la crisis de diversas
formas y cuyo consumo no tenía el grado de visibilidad que ahora tiene con
estas grandes burbujas y bodegones. Pero, por ahora, el tema central no es la
desigualdad, puesto que esta termina invisibilizándose en la medida en que las
clases pobres y medias aumentan su consumo en comparación con los peores años
de la crisis (2013-2018).
El desafío más acuciante y verdadero signo de esta época es el
colapso general de los servicios públicos y la incapacidad del Estado para
enfrentarlo. El gobierno ya no tiene posibilidad de agenciar los servicios
públicos, lo que abre una era de micro- y macroprivatizaciones. Quien tiene
dinero para pagar podrá contar con salud, transporte, educación, luz y agua.
Quien no tenga, la tendrá mucho más difícil. Las arcas estatales han quedado
desprovistas. Las misiones sociales que fueron la política asistencial exitosa
de Chávez han venido debilitándose de manera importante, centros médicos
emblemáticos como el que quedaba en el corazón de la clase media alta de
Caracas, en las Mercedes, está cerrado hace tres años, las decenas de médicos
cubanos que allí laboraban se han retirado. Como ese, muchos otros centros de
salud y educativos propios de las misiones sociales han cerrado.
Por todo esto, los sectores vulnerables irán engrosando grandes
bolsones de pobreza que seguro impactarán en los próximos decenios en la vida
del país, pero, por ahora, el cambio económico genera algo de oxígeno a todas
las capas sociales, de manera directa o indirecta.
Ciertamente, el estatismo extremo ahogó la economía venezolana y la
llevó al quiebre antes de las sanciones. En cambio, el desmonte de los
controles estatales y la imposición de medidas liberales han dado un respiro a
la economía, sobre todo la de los más pobres. Esto desata un debate sobre el
éxito de ciertos modelos económicos y la deseabilidad de cierto tipo de controles,
pero, principalmente, sobre el modelo del Estado y su relación con la economía
y la sociedad.
El debate no es sólo sobre Venezuela. Un nuevo ciclo progresista en
América Latina debe salir de los dogmas para confrontar una situación regional
donde campea el libre mercado salvaje, y no permitir la disolución del Estado
como ente mediador o colchón para la pobreza estructural que el primer ciclo de
Chávez, Lula da Silva y Néstor Kirchner apenas pudo calmar temporalmente. El
nuevo ciclo revitalizado en Argentina y México no parece aún tener al respecto
una dirección clara. ¿Puede la izquierda emprender cambios profundos en la
economía latinoamericana o terminará muriendo en el libre mercado por puro
miedo a repetir la experiencia venezolana? Todo esto convendría pensarlo en el
marco del fracaso del neoliberalismo evidenciado con las protestas de Chile,
Ecuador y Colombia, entre otras, a finales de 2019.
Notas
1) Designación derivada de Acción Democrática, partido político que
tuvo el poder durante los 40 años previos a Chávez y aún cuenta con un poder
político importante.
2) Así propone Castro Soteldo en la entrevista de Latina 102.1 FM,
del 11-IX-19. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=cNqWSL8XdkI›