Después de varios años de mayor regulación en el mercado del
trabajo, la tesis de la flexibilización laboral ha regresado al Ecuador como
parte de la cruzada neoliberal emprendida por el poder económico, nacional e
internacional, y sostenida en Carondelet. Las cámaras empresariales plantean,
sin pudor, que los despidos deben ser fáciles, que no debe existir estabilidad
–peor si el trabajador es joven–, que no cabe pagar horas extras y que a ellas
les corresponde tomar el control sobre la regulación en el salario mínimo.
Lo peculiar de esta tesis es que el ataque contra los
derechos de los trabajadores es posicionado como una vía fundamental en el
camino al crecimiento y a la mejora del bienestar. ¿Tiene algún viso de
realidad semejante idea? ¿Quién gana, efectivamente, con mercados laborales
desregulados? Responder estas cuestiones es imperativo en un momento en que la
sociedad requiere contrarrestar el proyecto de los poderosos contra el trabajo
digno.
El mito neoliberal de la flexibilización
Los neoliberales sostienen que cualquier regulación sobre el
mercado laboral –estabilidad, seguridad social, salario mínimo, horas extras o
suplementarias y/o sindicalización, entre otras – tiene un impacto directo o
indirecto sobre el “costo” del trabajo y que entre mayor sea este costo mayor
será la contracción de la demanda laboral, es decir, mayor será tanto la tasa
de desempleo como la caída de la producción de las empresas. El argumento
resulta atractivo pues incluso se enfatiza que la flexibilización sería
positiva para los trabajadores ya que ello generaría más empleo.
Repetida mil veces, y amplificada por los medios de
comunicación, el canto de sirena de la flexibilización busca impregnar el
sentido común de la sociedad. Sin embargo, son contados los debates públicos en
los que se han transparentado los supuestos y la evidencia que sustentan esta
predicción económica. Esta contabilidad política-histórica es fundamental
realizarla, caso contrario se termina beneficiando a un reducido sector de la
sociedad a expensas del malestar de la mayoría de la población.
Sabemos bien que la flexibilización se sustenta en la teoría
neoclásica de la competencia perfecta, a través de la cual se pronostica
que un mercado que maximiza el interés individual –y, por ende, el lucro
empresarial – también maximiza el bienestar social. En términos teóricos, en el
caso del mercado laboral esta tesis implica, entre otras cosas, que tanto empleadores
como trabajadores no deben tener poder de influencia sobre el valor de
los salarios, ya que estos se ajustan directamente en función de las fuerzas de
la oferta y la demanda. De tal suerte, si un empleador decidiese pagar
remuneraciones por debajo de ese salario de mercado perdería automáticamente
sus trabajadores ya que estos – en virtud de la competencia– serían contratados
por otro empleador.
Este modelo predice, por otra parte, que todos los
trabajadores son remunerados en función de su contribución en el proceso
productivo y que no debería persistir un desempleo de tipo involuntario dado
que el salario de mercado se fija cuando el número de trabajadores ofertando su
mano de obra es igual al número de trabajadores que está siendo demandado por
las empresas (para cada categoría de ocupación). Por lo tanto, aquellos que no
ingresen a la fuerza laboral tomarían esa decisión porque ese salario de
mercado es menor a sus mínimas expectativas y prefieren quedarse “en casa”.
En consecuencia, las regulaciones laborales aumentarían el
valor del salario de mercado y, dado que las empresas no tendrían influencia
sobre las remuneraciones, su única respuesta ante aquello sería disminuir el
número de trabajadores requerido, caso contrario –puesto que pagan a los
trabajadores exactamente lo que ellos producen– incurrirían en pérdidas.
Ahora bien, es factible creer que los trabajadores no tienen
influencia –o muy poca– sobre el valor de su salario, pero ¿es creíble que los
empleadores carezcan de dicho poder? Basta revisar los anuncios laborales o
preguntar a los empleados de una determinada empresa para verificar la inmensa
debilidad de tal supuesto.
Sin duda existe un margen donde pueden operar las fuerzas de
mercado fijando, sobre todo, los mínimos socialmente aceptables. No obstante,
la compensación laboral dependerá al final del día del poder de negociación que
tengan ambas partes (empleador y trabajador) entre sí y ante el estado, con la
premisa adicional de que dicho poder, para el caso de los trabajadores,
disminuye a medida que sus actividades son reemplazadas por las máquinas y/o la
tecnología, sobre todo en tareas consideradas como rutinarias o de “baja
calificación”. Este efecto de substitución de trabajo por capital se amplifica
cuando el cambio educativo no acompaña al cambio tecnológico. Por ello, no es
difícil ver hoy en día sectores en los cuales existe más trabajadores (oferta)
que puestos de empleo disponibles para ellos (demanda) y mucho desempleo
involuntario. No en vano incluso el núcleo duro la economía neoclásica2
habla ya de competencia imperfecta en el mercado laboral, en donde ya se
reconoce y se asume que los empleadores efectivamente sí tienen poder en
la determinación de los salarios.
Por consiguiente, la desprotección del empleo, la reducción
del “costo” de los despidos y la disminución del poder adquisitivo de los
trabajadores –vía estancamiento de las remuneraciones y/o aumento del costo de
vida (salario real)– no tienden a generar más empleo sino, por el contrario, aumentan
las rentas que extrae el empleador del trabajador. Este efecto es más
pronunciado para el caso de los trabajadores que se encuentran en actividades
rutinarias quienes tienen, entonces, menor poder de negociación individual en
la determinación de sus salarios y, por ende, les beneficiarían más las
regulaciones sobre el salario mínimo, por ejemplo.
De otra parte, en cuanto a la producción, existe cada vez
mayor consenso en que entre mayor sea la libertad para que la empresa obtenga
lucros a través de la extracción de valor del trabajador, menor será el
crecimiento de la productividad y, por ende, de la producción. La premisa
que sostiene esto es sencilla: si una empresa tiene ganancias “fáciles” menor
será el incentivo para que invierta en mejorar sus capacidades competitivas (a
través de las innovaciones en producto o la inversión en talento humano, por
ejemplo), afectándose entonces el crecimiento y la desigualdad al mismo tiempo.3
A la vez, la caída del poder adquisitivo de los trabajadores –quienes a su vez
son consumidores– disminuye la demanda agregada en el mercado de productos,
reduciéndose entonces también la producción y el empleo en un círculo vicioso.
Finalmente, otro hecho peculiar de la propuesta de las
cámaras es que ellas dicen hablar por todas las empresas del país, cuando en la
práctica éstas defienden al gran capital. Las pequeñas y medianas empresas
tienen menor poder de influencia en la fijación de los salarios por
limitaciones en sus capacidades productivas, así como una estrecha participación
en el mercado que también limita su influencia en el precio de sus productos.
Es decir, la imagen inversa de las grandes empresas.
Existe pues una relación directa entre explotación laboral y
tamaño de las empresas, precisamente porque la liberalización económica genera una
mayor concentración del mercado de productos, es decir, mayor peso de los
monopolios y oligopolios en la economía. Esto incrementa el poder de influencia
de las empresas grandes sobre los salarios, a la vez que los mayores márgenes
de rentabilidad aceleran el proceso de substitución entre capital y trabajo. De
este modo, en el caso de las grandes compañías la diferencia entre
productividad laboral y salarios es mayor y, por ende, la participación de los
trabajadores en los ingresos de las empresas siempre tiende a reducirse en
monopolios y oligopolios.4
La evidencia empírica relacionada con la flexibilización
laboral es abundante y, a excepción de casos extremos como periodos de recesión
económica, las tesis del modelo neoclásico no han podido ser corroboradas o,
habiendo logrado algún tipo de correlación, han tenido que recurrir a forzados
argumentos para sostenerlas.
El ciclo regulador
Lo sucedido en Ecuador entre 2007 y 2016 en el mercado del
trabajo da cuenta de las falacias de los flexibilizadores. En tal período se
implementaron, a nivel constitucional y legal, regulaciones en el mercado del
trabajo que promovieron una mayor estabilidad y el establecimiento de remuneraciones
más justas, es decir, más cercanas a la productividad laboral. Entre estas
medidas destacan: el incremento del salario básico de 160 a 366 dólares, lo que
en términos de poder adquisitivo representó un aumento del 77% (considerando la
inflación); la disposición de que ninguna empresa pueda declarar utilidades
hasta que todos sus trabajadores perciban al menos el salario de la dignidad
(una remuneración equivalente al costo de la canasta familiar de acuerdo con el
número de perceptores dentro del hogar); la prohibición de la intermediación y
la tercerización laboral en las actividades propias y habituales del empleador;
la prohibición de la contratación laboral por horas; la ampliación de la
regulación sobre el contrato indefinido; el establecimiento como delito penal
la no afiliación a la seguridad social; y, la garantía de derechos laborales
para los y las trabajadoras domésticas. El mercado de trabajo, en suma, procuró
ser regulado. ¿Cuáles fueron los efectos de este programa?
En primer lugar, estas
medidas tuvieron un impacto positivo en la mejora de las condiciones del
trabajo. Así, como se muestra en el siguiente gráfico, entre 2007 y 2016 la
estabilidad laboral creció casi 10 puntos porcentuales, mientras que la
formalidad aproximadamente 9. Un dato importante a considerar es que este
aumento de la estabilidad y la formalidad se dio fundamentalmente en los
trabajadores no calificados –los cuales, en este caso, corresponden a
aquellos que no culminaron la educación secundaria– quienes precisamente se
enfrentan a mayores niveles de precarización laboral.
De otra parte, el desempleo nacional pasó de 5% a 3.8%
durante 2007-2014, mientras que éste volvió a 5% en 2016 debido a la recesión
económica (datos INEC). Por lo tanto, la predicción del aumento del desempleo
ligada a la mayor regulación laboral, a simple vista, no se cumplió.
Empero, dado que las
relaciones entre capital y trabajo se expresan de manera diferente al interior
de la fuerza laboral, es más preciso analizar las tasas de desempleo, al menos,
por categoría de ocupación. Al respecto destacan dos hechos: 1) la política de
masificación de la educación –posibilitada por la gratuidad y el mayor
financiamiento estatal– permitió que el porcentaje de trabajadores calificados
dentro de la PEA pase del 28.23% al 44.76% durante 2006-2016 (aumento de 17
puntos porcentuales); y, 2) la tasa de desempleo durante 2007-2014 cayó 0.7% y
1.3% para los trabajadores calificados y no calificados, respectivamente,
mientras que en los años de recesión económica ésta creció cerca de 1% en el
caso de los trabajadores calificados –aunque se mantuvo a niveles similares que
los del año 2007– y 0.5% en el caso de los trabajadores no calificados –no
obstante, siguió siendo más baja que en 2007.
En tercer lugar, la mejora de las condiciones del trabajo y
la mayor calificación de la fuerza laboral tuvieron un impacto positivo en la reducción
de la desigualdad salarial. En efecto, el Gini de salarios por hora cayó cerca
de 6 puntos entre 2007-20165 lo cual, a su vez, tuvo un impacto positivo en la
reducción de la desigualdad general pues los salarios son la principal fuente
de ingresos de las familias ecuatorianas.6
Mientras esto ocurría,
la tasa de crecimiento promedio de la producción real por habitante durante
2007-2014 fue de 4.47% y la de la productividad laboral agregada fue de 3.1%.7
Este rendimiento fue superior al de América Latina y el Caribe en donde la
tasas promedio de crecimiento de la producción real por habitante y de la
productividad laboral, en el mismo periodo, fueron de 1.85% y 1.17%,
respectivamente.8 En consecuencia, el crecimiento acumulado, entre
2006 y 2016, del PIB real por habitante fue de 40% y el de la productividad
laboral de 15%, pese a la recesión que sufrió la economía entre 2014-2016.
En definitiva, la
mayor regulación del mercado laboral no generó un aumento de la tasa de
desempleo ni a nivel de toda la PEA ni por categorías de ocupación. Además,
durante el mismo periodo, la producción real y la productividad laboral del
Ecuador crecieron de modo sostenido. Los postulados ortodoxos, entonces, no
alcanzan para explicar el caso ecuatoriano. Sus recetas, peor aún, van a
contramano de las políticas laborales y educativas del ciclo estatal 2007-2016
que posibilitaron la reducción de la desigualdad salarial, de manera que los
beneficios del crecimiento sean para toda la población y no sólo para las
grandes fortunas.
Defender el trabajo
En pleno siglo XXI es una deshonestidad académica y política
insistir en la delegación de todas las actividades de la vida pública y privada
al mercado con la supuesta expectativa de que será éste el que asignará de
manera justa los recursos sociales y el que posibilitará el llamado desarrollo.
A estas alturas del partido la implementación de la flexibilización laboral
sólo pone de manifiesto los intereses económicos que rigen al Fondo Monetario
Internacional, así como su dogmatismo ideológico y falta de rigor técnico. La
postración del gobierno ante unos y otros solo reitera su carácter instrumental
y el poco apego a la defensa de los intereses generales. Más desconcertante, e
indignante, es que estas medidas reciban el apoyo de cierta dirigencia sindical
cuya misión debería ser defender el trabajo digno y no ocupar espacios de poder
en un régimen antipopular.
Por consiguiente, es fundamental, en primer lugar, resistir
el embate de las reformas neoliberales y defender que el trabajo, lejos de ser
un mero instrumento en el proceso de acumulación, es un derecho de las personas
que se viabiliza mediante su estabilidad, dignidad y remuneración justa.
Por otro lado, si en realidad se busca estimular el empleo y
el crecimiento, la receta de la liberalización está más caduca que nunca. De
hecho, para aquellos que ponen a Estados Unidos como ejemplo de la panacea del
mercado libre, basta revisar que lo único que ha ocasionado el neoliberalismo
en esta economía es: estancamiento del crecimiento y de la productividad,
concentración de mercado, bajísimo emprendimiento y creación de empleo,
salarios reales estancados y una insultante desigualdad de ingresos.
Las instituciones estatales deben procurar entonces
fortalecer y no flexibilizar las relaciones laborales. Las regulaciones
diseñadas para el efecto deben considerar la heterogeneidad de la fuerza
laboral, así como diferenciar el alcance de las reformas en función del tamaño
de las empresas.
De este modo, entre otras cosas, deben robustecerse medidas
universales como el salario básico, a la vez que se reemprenden medidas
progresivas como la negociación colectiva para la determinación de los salarios
(sobre todo en las grandes compañías) o la reconceptualización del salario
digno (el cual debe ser pagado por las empresas antes de la declaración de
utilidades).
Adicionalmente, una propuesta fundamental en la actual
coyuntura es la redefinición de la jornada laboral. Los flexibilizadores hablan
de “reducir” los días de trabajo manteniendo las 40 horas laborales o realizar
estas 40 horas incluyendo los fines de semana. Por lo tanto, en ambos casos, lo
que en realidad se busca es eludir el pago por horas extras.
En ese sentido, la
contrapropuesta debe ser reducir los días de trabajo por semana manteniendo las
8 horas diarias o mantener los días de trabajo reduciendo la carga horaria por
jornada, es decir, reducir el número de horas laborales por semana, pero sin
alterar la estabilidad, la remuneración y todos los derechos conquistados. Con
esta propuesta efectivamente se conseguirá que trabajen menos para que
trabajen todos, a la vez que se mejora la distribución del ingreso y se
potencia el crecimiento.
Finalmente, el Estado debe asumir su responsabilidad y
garantizar una educación pública realmente pertinente que ponga en mejores
condiciones de negociación individual a los trabajadores, a la vez que la
ampliación de una educación de calidad tendrá un impacto positivo en el
crecimiento económico. Respecto a este último punto, lo que debe impregnarse en
el sentido común de la sociedad es que mientras el sector productivo no supere
su mirada rentista (como la extracción de rentas – explotación – del
trabajador) no habrá crecimiento sostenido que sea posible.
Hoy más que nunca
debemos enfrentar la arremetida del neoliberalismo y desmontar con contundencia
todos los argumentos de quienes – a nombre del bien común –solo buscan
transferir riqueza a aquellos que no están dispuestos a generarla y que, por el
contrario, sólo conciben a la actividad económica como un ejercicio permanente
de usurpación de la riqueza generada por la sociedad.
1 PhD (c)
en Economía, Universidad de Coímbra y Universidad de Minho, Portugal.
2 Manning, A. (2011). Imperfect Competition in the Labor Market. In D.
Card & O. Ashenfelter (Eds.), Handbook of Labor Economics -Volume 4B (pp.
973–1041). Amsterdam:
North-Holland.
3 Ver: Stiglitz, J. E. (2016). Inequality and Economic Growth. The
Political Quarterly, 86 (S1), 134–155.
4 Ver: Taylor, L.,
& Ömer, Ö. (2018). Where do Profits and
Jobs come from? Employment and Distribution in the US Economy. INET Working
Papers, (72); y, Autor, D., Dorn, D., Katz, L., Patterson, C., & Van
Reenen, J. (2017). The Fall of the Labor Share and the Rise of Superstar Firms.
NBER
Working Paper Series,
23396.
5 ENEMDU, 2007, 2016.
Cálculos propios.
6 El índice de Gini por
ingresos pasó de 53,3 a 45 durante el periodo 2007-2016 (Banco Mundial).
7 La productividad
laboral es medida como la producción real por trabajador (Banco Mundial).
8 Fuente: Base de datos
del Banco Mundial.