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Ingerencia judicial e impunidad en Colombia y Guatemala

La aceptación de la injerencia judicial demuestra la incapacidad y negativa de los sectores de poder de estos dos países para constituir institucionalidad propia.

Por Javier Calderón Castillo

Los poderes judiciales en Guatemala y Colombia están expuestos a un estrés externo de grandes proporciones, como quedó demostrado con el choque de poderes en el “Caso Santrich”[i], y con la exclusión de la carrera presidencial, en Guatemala, de la exfiscal general Thelma Aldana, en medio de un intenso debate sobre la Justicia y la impunidad[ii]. Con diferencias y similitudes, ambos países han cedido elementos centrales de su soberanía, en uno de los ejes sustanciales de ésta, como la Justicia. Este asunto constituye un verdadero dilema con repercusiones para el análisis político, no sólo jurídico. Existen evidencias de que en ambos países la administración de justicia está expuesta a presiones de mafias, grupos paraestatales y sectores de poder con rasgos antidemocráticos, que operan de distintas maneras para sostener privilegios legales en procura de mantener y ampliar su influencia en las decisiones del Estado.

La respuesta de los dos gobiernos, en distintos momentos y con distintas modalidades, ha sido recibir la cooperación internacional, en especial la ofrecida por los EE. UU. para reformar el sistema judicial en procura de superar una situación que, a criterio de los cooperantes, se logra resolviendo la eficiencia de la Justicia con la creación de una institucionalidad sólida; eso sí, a costa de permitir que agentes externos intervengan en los asuntos nacionales, y sin una refundación del Estado que contenga desde abajo los cambios. Las élites parten del principio de que todo lo foráneo es bueno.
En el desarrollo de la estrategia de cooperación, los propósitos de independencia judicial se transmutan en imposiciones, que resultan en una nueva modalidad de dependencia judicial, por cuenta de la presión internacional y de los intereses que le subyacen. Se mantiene (y en algunos casos se amplía) la dependencia y se refuerza la injerencia externa. En Guatemala es evidente con todo el debate en torno a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), y en Colombia, de forma más solapada, se expresa en la llamada “cooperación judicial” que incluye la extradición y el beneplácito de investigaciones judiciales de agencias norteamericanas en territorio colombiano en el marco del Plan Colombia, ahora llamado Paz Colombia.
Este primer trabajo comparativo se propone un acercamiento al problema tratando de analizar la injerencia sobre los sistemas judiciales de ambos países en clave política y no jurídica, en especial, de los asuntos que atañen a la independencia y la soberanía judicial. Para abordar el análisis se sintetizarán los elementos sustantivos del análisis comparado y tres variables sustanciales referidas a: (i) las claves de la intervención, (ii) las reformas a la Justicia con el paradigma anglosajón, y (iii) la asistencia o cooperación de agencias externas.

Elementos sustantivos para el análisis comparado entre Guatemala y Colombia

Guatemala y Colombia vienen de vivir conflictos armados internos de larga duración, en los que interactuaron una multiplicidad de intereses y grupos. Luego de los Acuerdos de Paz en ambos países, Guatemala en 1994, en Colombia 1991, 1994, 2016 (y un proceso particular de desmovilización paramilitar en 2006), emergieron dos asuntos nodales para la reconstrucción de las relaciones sociales: la justicia y la verdad se convirtieron en problemas de central controversia, puesto que los grupos de poder dominantes se mantuvieron controlando las instituciones y administrando la Justicia, sin que hayan tenido que involucrar a las fuerzas insurgentes y a las comunidades que les apoyaron (como ocurrió en Sudáfrica, El Salvador, Irlanda, Nicaragua). En estricto sentido, no hubo refundación del Estado, no hubo apertura democrática con consecuencias sobre uno de los ejes de ésta como la Justicia; por el contrario, la neoliberalización del Estado se desentendió de garantizar derechos, que fueron cubiertos por otros actores[iii].
La comparación relativa a los dos países tiene una mayor complejidad. No sólo el conflicto genera coincidencias de análisis, pues otros problemas de orden social y político (consustanciales o derivados del conflicto) de ambos casos pueden ayudar a comprender la dimensión del problema que se analizará más adelante, la injerencia externa sobre la justicia.
Guatemala y Colombia tienen otras particularidades, a saber:
·         Grupos de poder se adecuaron a la dinámica de guerra y mantuvieron su accionar después de logrados los acuerdos con incidencia en las instituciones del Estado. En Guatemala, después del Acuerdo, redes de inteligencia y parapoliciales se transformaron en organizaciones que capturaron las instituciones del Estado, buscando garantizar impunidad y generar otras dinámicas delictivas[iv]. En Colombia, el paramilitarismo en la década pasada llegó a tener un tercio del parlamento[v], y, sus familiares continúan teniendo poder en los departamentos y municipios. Una cifra similar mantuvo presencia en el Parlamento hasta el 2014[vi].
·         En ambos países el Estado se comprometió en los Acuerdos de Paz a desmontar los grupos paramilitares. En Guatemala, según el Acuerdo Global de 1994, el Gobierno se comprometía a desarticular los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS); una década después ello no había ocurrido, como lo demostró el informe de verificación de la ONU[vii]. En Colombia ese compromiso no quedó expresado en los Acuerdos de Paz de 1991 (M19, Quintin Lame) y 1994 (EPL, CRS/ELN), pero sí en el Acuerdo de la Habana de 2016 con las FARC, que decidió la creación de una “Unidad Especial de Investigación para el Desmantelamiento de Organizaciones Criminales”, que hasta el momento no está actuando[viii].
·         Los grupos más radicales de la derecha en ambos países constituyeron partidos políticos para disputar el poder a los sectores más moderados o centristas y buscar impunidad para los militares y civiles involucrados en violaciones a los DD. HH.[ix]. El fallecido exdictador guatemalteco Efraín Ríos Mont, creo el Frente Republicano Guatemalteco, que luego se llamó Partido Republicano Institucional -ya desaparecido como sigla-, pero sus militantes están atomizados en varias formaciones políticas. En Colombia agrupó los sectores más beligerantes de la derecha en el Partido Centro Democrático, liderado por Álvaro Uribe y un grupo de exmilitares.
·         Otros factores de violencia azotan a ambos países, desligados de motivaciones políticas pero con efectos políticos. El narcotráfico y la corrupción derivada de esta economía ilegal son problemas compartidos por los dos países analizados. Una economía ilegal transnacional que tiene a Colombia como productora y a Guatemala como puente para el transporte hacia los EE. UU., el principal consumidor[x].
·         Los altos niveles de impunidad en delitos comunes y en los relacionados con el conflicto resultan ser otro de los rasgos característicos de ambos países. La cantidad de agentes del Estado y políticos de alto nivel enjuiciados son muy bajos, teniendo en cuenta el volumen de casos de violaciones a los DD. HH. y al DIH. Colombia ocupa el tercer lugar del mundo con mayor índice de impunidad con el 68,7%, solamente superado por Filipinas y México. Y Guatemala no está analizado en el índice porque no existen registros suficientes. La impunidad de hecho, aquella que se produce por debilidad institucional, y la impunidad de derecho, donde se obstaculizan casos o se manipulan, son la constante[xi].
Como puede observarse, existen razones para comparar estos países, y los argumentos expuestos tienen una doble cara: por un lado, justifican la recepción externa de acciones relativas a asuntos de Estado, desarrolladas por organismos internacionales y otros países. Argumentan la necesidad de intervención para resolver la problemática de la Justicia y la impunidad por la incapacidad de pensar alternativas propias, y por la evidente existencia de mafias en las instituciones, sin contemplar la posibilidad de constituir un nuevo Estado, con perspectiva nacional y con respaldo social. La problemática de ambos países argumenta la necesidad de socavar el poder político y económico de los grupos dominantes, no de invitar a otros países que comparten la visión hegemónica de éstos a reformar la justicia, teniendo en cuenta que el problema no es la institucionalidad, sino el poder que las mantiene cutivas.

Reformas a la justicia con el paradigma anglosajón

Latinoamérica conoce las reiteradas muestras de guerra judicial o lawfare, detalladas por varios estudios empíricos y análisis del papel central de “lo judicial” en el conflicto político, utilizadas en las relaciones y disputas recientes desde el poder conservador en la región[xii]. Dicha problemática expresa una cuestión de fondo sobre la organización del poder judicial en los estados latinoamericanos, construido sobre la base de orientaciones foráneas, primero por el ideario republicano francés del siglo XVIII -Civil Law-, y en las últimas décadas por el ideario anglosajón -del Estado norteamericano- mejor conocido como Common Law[xiii].
Desde diversas entidades o instituciones, como el Banco Interamericano de Desarrollo[xiv] y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo (USAID, por sus siglas en inglés), se ha promovido la idea de concretar en todos los países de la región una reforma judicial que implique la independencia y la credibilidad de este poder estatal y, sobre todo, seguridad jurídica para el neoliberalismo. En Guatemala y Colombia, los supuestos sobre los que sustentan la necesidad de la mencionada reforma a la justicia serían, al menos, los siguientes:
1.    Limitar la excesiva dependencia judicial del poder ejecutivo, buscando mecanismos endógenos de reproducción sistémica;
2.    Minimizar los casos de la corrupción de jueces y fiscales, mejorando sus condiciones de elegibilidad y el nivel salarial;
3.    Garantizar el derecho a la propiedad como fundamento de igualdad: estabilidad jurídica para la inversión nacional y extranjera;
4.    Brindar previsibilidad en los resultados de los casos judiciales: acabar con la impunidad;
5.    Permitir el acceso a la justicia sin importar los niveles de ingresos de la población;
6.    Y, generar tiempos razonables para la disposición de sentencias judiciales[xv].
Como puede verse, desde esos organismos se promueve una reforma judicial orientada a generar y fortalecer la institucionalidad judicial que, en el caso de Guatemala y Colombia, resultan insuficientes, pues los problemas antes descriptos superan a las propias instituciones. El enfoque institucionalista de estas intervenciones también parte de la premisa de que el modelo anglosajón utilizado en los EE. UU. es el más adecuado para Latinoamérica; sin embargo, las críticas desarrolladas desde la academia al Sistema Penal Acusatorio y a la propia reforma a la justicia en general, impuestas en ambos países, demuestra la dificultad de implementación de éstas por “la reticencia a abandonar espacios de poder, la falta de coordinación suficiente entre las instituciones y la debilidad para enfrentar delitos relacionados con el poder”[xvi].
Las modificaciones a la institucionalidad judicial, en ambos países, fue asimilada por los grupos de poder que mantienen copartidarios en los distintos niveles de la jerarquía institucional, lo cual podría indicar que se requiere una transformación que empodere a la sociedad civil para cambiar no sólo instituciones, sino relaciones de fuerza para garantizar que la justicia funcione, sin estar sujeta a los temas de interés económico de élites políticas. 

Claves de la intervención externa

Tanto en Guatemala como en Colombia, sectores de la sociedad organizada están movilizados en procura de justicia y verdad respecto de los conflictos armados internos y de lucha contra la impunidad, que favorezca a la ciudadanía sin que medien las influencias o la capacidad económica de los involucrados. Estas demandas en general no son resueltas e impulsan a sectores de la sociedad a recibir la intervención extranjera con beneplácito, tanto de organismos internacionales como de otros países. Los gobiernos de ambos estados reciben la intervención de éstos, por su larga tradición de sumisión a las políticas provenientes de afuera, propios de un pensamiento colonizado.
En Guatemala, desde el 2006, durante el Gobierno de Óscar Berger (2003-2008) se solicitó una comisión internacional para resolver el problema de captura institucional por grupos ilegales derivados de estructuras de inteligencia, militares y paramilitares que operaban durante la guerra interna. El resultado fue la creación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), con mandato de actuación desde el 2008 hasta el 2019. Dicha comisión conformada por expertos de diversos países y bajo la protección de la ONU, fue creada principalmente como una fiscalía internacional destinada a reforzar y mejorar el rendimiento de la institucionalidad guatemalteca, con capacidad para promover procesos penales y disciplinarios contra funcionarios, con un amplio mandato de intervención sobre políticas públicas, investigación y acción judicial -aunque, en teoría, estuviera supeditada a la institución judicial de Guatemala[xvii]-.
Esa experiencia de intervención dejó resultados importantes en materia de juicios contra funcionarios ligados con las mafias postconflicto, y originó varias investigaciones de corrupción de altos funcionarios que concluyeron con destituciones, incluso la del expresidente Otto Pérez Molina en 2015. Ello logró el respaldo de amplios sectores sociales y algunos políticos por considerarla como un éxito judicial, pero generó en los partidos políticos de derecha, con mayoría parlamentaria y con el control del Poder Ejecutivo, un rechazo soterrado que se develó en 2018 con la expulsión de la CICIG de Guatemala (que terminará el mandato éste año, tras intentar un juicio por corrupción del comediante y presidente Jimmy Morales).
La CICIG como institución foránea puede mostrar importantes resultados, como la investigación por corrupción determinante en la renuncia del expresidente Pérez Molina; sin embargo, los últimos hechos de proscripción de Thelma Aldana y de la resuelta decisión del presidente Morales de expulsar a la CICIG, demuestran que el poder establecido en Guatemala no ha sido modificado y, con ello, las instituciones siguen atrapadas en los circuitos de poder que genera la impunidad. La sociedad civil guatemalteca tiene mayores niveles de movilización y capacidad política, pero no tiene la densidad para modificar las relaciones de fuerza que limiten el poder de quienes mantienen el control del Estado.
En Colombia, la invitación y aceptación de la intervención extranjera se orienta por una estrecha relación de las élites del poder con los EE. UU., que en distintas materias han compartido acuerdos en materia de seguridad, de inteligencia y de justicia, primero generados en la guerra fría y, luego de 1990, en la lucha contra el narcotráfico y los delitos transnacionales[xviii]. La expresión de la injerencia de EE. UU. en Colombia resulta variada, adecuando las leyes para la ejecución del Plan Colombia, que estructuró la justicia en torno a reforzar la vieja idea de la existencia de un enemigo interno -con unidades especiales de justicia contra el “terrorismo”-, la cesión de investigaciones a organismos extranjeros y la incorporación del Sistema Penal Acusatorio, conocido como justicia oral.
Desde 1980 Colombia tiene firmado un tratado de extradición, ampliamente debatido porque la Constitución de 1991 eliminó dicha figura y, tras presiones de los EE. UU. volvió a ser puesta en funcionamiento durante el Gobierno de Ernesto Samper. Se trata de un mecanismo utilizado con mucha frecuencia por el Gobierno colombiano para demostrar su efectividad en la lucha contra el narcotráfico, aunque en ocasiones ha sido utilizado con dudosos intereses, como la extradición de la comandancia paramilitar reintegrada a la vida civil tras el acuerdo logrado con el presidente Alvaro Uribe en 2006. Las agrupaciones de víctimas dijeron que los paramilitares habían sido extraditados para generar impunidad en Colombia, pues en EE. UU. fueron procesados por narcotráfico y no por los miles de crímenes de lesa humanidad cometidos en Colombia. Y también para ocultar la verdad de los vínculos de éstos con los sectores de poder político[xix].
Tres asuntos de injerencia de los EE. UU. que han tenido consecuencias no positivas. La actuación de la Justicia durante el Plan Colombia generó detenciones masivas, montajes judiciales y un cartel de testigos falsos, con los cuales se condenaban a líderes o lideresas sociales como parte de la guerra contrainsurgente, y se atacó a los principales políticos de la oposición y de izquierda, que estuvieron proscritos, como Piedad Córdoba, y otros estuvieron a punto de ir a la cárcel, como los congresistas Jorge Robledo, Wilson Borja y Gloria Inés Ramírez. Durante la vigencia del plan, fueron miles los ciudadanos que estuvieron encarcelados y enjuiciados bajo esta modalidad, mientras que políticos vinculados con el poder conservador no han sido sancionados, aunque tengan cientos de procesos en su contra, como ocurre con el senador y expresidente Álvaro Uribe[xx].
El sistema penal acusatorio, un remedo del modelo de los EE. UU., ha generado, en la figura del arrepentido y de los acuerdos de sometimiento con la Fiscalía, hechos de corrupción orientados a utilizar testimonios falsos a cambio de supresión o rebajas de penas. El poder político sigue constriñendo a las Altas Cortes, como quedó demostrado con el caso Santrich, pero también con el caso Odebrecht, en el que esta involucrado el fiscal general de la Nación, que renunció hace un par de semanas. Lo mismo ocurre en pequeña escala en los municipios, en tanto los poderes locales tienen atrapado el sistema judicial.
Se está hablando de dos grandes y complejos casos de injerencia externa que tienen una variable de conexión: son presentados como de “intervención por invitación”, y que en los años 60 el brasileño Helio Jaguaribe, teórico de la Teoría de la Dependencia, consideraba como una práctica de las élites criollas que denominaba como “imperialismo atraído”[xxi].
La aceptación de la intervención demuestra la incapacidad de los sectores de poder de estos dos países para constituir institucionalidad propia, de estar atados a un pensamiento colonizado, y el desprecio por convocar a la sociedad a refundar las bases del Estado que pongan freno a las mafias enquistadas en las instituciones y orienten las bases para garantizar los derechos ciudadanos. La intervención aceptada y por invitación, parte de desconocer que el asunto no es cómo dotar de instrumentos institucionales a la Justicia para resolver los problemas de impunidad y de independencia, sino cómo limitar el poder de sectores dominantes ligados a mafias y a grupos que buscan impunidad, vinculados al modelo económico que exportan las agencias y organismos internacionales.

Asistencia o cooperación de agencias externas

La asistencia de las agencias de cooperación en materia de justicia viene orientada a la estabilidad para el flujo del capital, facilitando ambientes de negocios y de inversión con seguridad jurídica. Así lo demuestra la visión de intervención en organismos multilaterales: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Organización de Estados Americanos (OEA), y los programas de asistencia al desarrollo de países centrales, como EE. UU., financian programas elaborados por sus tanques de pensamiento para elaborar rutas de asistencia a los países periféricos para que faciliten el desarrollo económico.
En 2015, el entonces vicepresidente de EE. UU. advirtió que: “La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala debe ser prorrogada; claro que es una decisión soberana, pero debe ser prorrogada si alguien espera que el Congreso de Estados Unidos se vaya a sumar a la iniciativa haciendo compromisos de miles de millones de dólares; ustedes deben estar comprometidos para limpiar el sistema. La impunidad es un problema gigantesco en el Triángulo Norte y punto”[xxii]. Lo mismo podría decirse del respaldo de EE. UU., en 2016, para la firma del Acuerdo de Paz en Colombia, concretando la ayuda anual de 450 millones de dólares para la continuación del Plan Colombia, llamado “Paz Colombia”.[xxiii]
Todos estos grupos sostienen los planteamientos de reforma a la Justicia en Latinoamérica, entendiendo que existe debilidad institucional, corrupción en la administración estatal y otros elementos particulares. Esa idea de fortalecer los estados y sus instituciones está sujeta a las viejas concepciones de prevención del acceso de sectores subalternos al poder político por considerar que son antinorteamericanos, como fue la Alianza para el Progreso. Eso quiere decir que la intervención por invitación, antes descripta, es abiertamente favorable al deseo de intervención preventiva de los EE. UU. a través de sus agencias de cooperación, del BID y la OEA.
El Banco Interamericano de Desarrollo está involucrado en la reforma a la Justicia de los países latinoamericanos desde la década de los 90, y cuenta con un programa que responde a lo que consideran los mecanismos para fortalecer y modernizar el Estado. La intervención del BID en reformas legales y judiciales ha incluido una variedad de actividades, entre ellas:
·         La redacción de leyes y reglamentos en diversas áreas del derecho como, por ejemplo, comercial, bancario, penal, administrativo y derecho de familia.
·         Financiamiento para mejorar la infraestructura de los tribunales.
·         Financiamiento para introducir sistemas informáticos modernos, especialmente para la compra de computadores.
·         Apoyo para el establecimiento de consejos de la judicatura para mejorar las estructuras administrativas y políticas de recursos humanos de los tribunales.
·         Apoyo y diseño de programas de capacitación para jueces y personal de apoyo.
·         Promoción de métodos alternativos para la resolución de conflictos (MARCs) para mejorar el acceso a la Justicia y alivianar la carga de trabajo de las cortes.
·         Diseño de programas de educación cívica.
·         Apoyo y diseño de políticas públicas para prevenir la violencia[xxiv].
El impacto de esta intervención del BID no está estudiada, como lo advierten los mismos documentos de la entidad. Tampoco consideran que los supuestos teóricos sobre los cuales están desarrollados sean acertados. Se trata de un asunto en extremo complejo, pues las orientaciones administrativas, la formación de jueces y la implementación de todos estos programas en Guatemala y Colombia han sido desarrollados como un estándar. Mucho más teniendo en cuenta que esta institución apoyó la implementación del Plan Colombia, y la concreción de acciones de impacto en Guatemala relativas a la formación para la implementación de justicia[xxv].
No es menor el interés de la USAID al respecto. Las intencionalidades de esta entidad para incidir, desde sus planteamientos e idearios de justicia, en los mecanismos para la Reforma del Sistema Judicial son de igual proporción a los desarrollados por el BID[xxvi]. En el caso colombiano la USAID se empleó a fondo con el tema de la reforma a la justicia, y en la implementación del componente “social” del Plan Colombia. En Guatemala, el plan de intervención de  la USAID esta centrado en el desarrollo de la seguridad y la Justicia[xxvii].
Asistencia financiera, capacitación de jueces y fiscales, incorporación de supuestos teóricos sobre la Justicia, e incluso formatos de “formación cívica” orientados a modernizar el Estado y fortalecer la Justicia, constituyen una intervención blanda que es aceptada por los gobiernos, e incluso por sectores de la sociedad civil; sin embargo, son medidas que no están testeadas en la realidad de los procesos políticos y refuerzan las dinámicas económico-políticas hegemónicas que están en la base de las fallas y debilidades de los estados latinoamericanos. Y, en algunos casos, parecen reforzar el rol de los grupos de derecha más conservadores de la sociedad, como es el caso de Guatemala y Colombia.
[xxi] Jaguaribe, H, (1972). Crisis y alternativas de América Latina: reforma o revolución. Págs. 98-99
[xxii] La Hora, 3 de marzo de 2015. Biden: La continuidad de CICIG es una condición de la Alianza para la Prosperidad