Pensar y
actuar desde el marxismo hoy
Por Montserrat
Galceran
La mirada
poscolonial amplía la crítica anticapitalista, pero lo hace en un sentido
distinto al marxismo, ya que se detiene en primer lugar en la configuración
cultural del sistema y no tanto en su fundamento socioeconómico y no prefigura
una alternativa al mismo, la alternativa socialista, sino que abre un abanico
de posiciones ligadas a la diversidad misma de las luchas de las poblaciones
subalternas y de sus subjetividades.
Históricamente
su relación con el marxismo ha sido ambivalente. En tanto que continuadora de
las teorías anticoloniales que propugnaron la emancipación de las antiguas
colonias, suele tener una relación de continuidad con el marxismo, pues este, o
alguna variante suya, era la teoría de la revolución social hegemónica en los
siglos XIX y XX. En los autores protagonistas de los movimientos de
descolonización, tales como Amílcar Cabral, Léopold Sédar Senghor o Frantz
Fanon, los aportes marxistas son considerables. Lo mismo podríamos decir del
latinoamericano Álvaro García Linera, uno de los marxistas más interesantes de
nuestra época. Sin embargo, puesto que los estudios poscoloniales someten a una
dura crítica a aquellos procesos y no comparten el relato hegemónico de los
mismos, al tiempo que son muy escépticos con los resultados de la descolonización,
el bagaje crítico alcanza también al marxismo que fue una de sus fuentes de
inspiración. Uno de los puntos de confrontación es la teoría marxista de la
historia (materialismo histórico) y su peculiar noción de progreso.
La relación
con el marxismo resulta ser, así, un problema abierto en el interior de los
propios estudios poscoloniales que está ligado al mayor o menor peso que se
otorgue a los componentes culturales frente a los económico-sociales en la
dinámica capitalista y a la relación de estos intelectuales con los europeos o
anglosajones de las metrópolis en los que la influencia del marxismo es bien
escasa.
La primera
invectiva fue lanzada por Edward Said, en su famoso texto Orientalismo.
En él acusa a Marx de compartir el fuerte eurocentrismo de sus coetáneos. En su
opinión, los prejuicios de Marx se deben a sus fuentes de información, que no
son otras que la prensa británica de la época, unida a su tradición de
intelectual europeo. Su predilección por Goethe, por ejemplo, le hace incorporar
rasgos orientalizantes presentes en la poesía de aquel. Nace así el debate
sobre el eurocentrismo de Marx y por extensión del marxismo.
¿Es eurocéntrica la perspectiva de Marx?
La pregunta
indaga el presunto eurocentrismo de Marx y del marxismo posterior. Hablar de
eurocentrismo supone admitir que la tradición europea, en contraposición a su
sedicente universalismo, está profundamente anclada en la tradición intelectual
de esta región del mundo y es congruente con su historia, incluida la historia colonial.
Podríamos
decir que el que una cultura esté centrada en su contexto histórico y en su
ubicación geográfica no es un demérito. Es una condición general para un
pensamiento situado. Lo peculiar por consiguiente del eurocentrismo no es que
esté centrado en Europa, sino que considere a esa región del mundo por encima
de las demás y defienda el derecho de sus habitantes para extenderse por el
planeta y ocupar otros países y regiones en claro menoscabo de sus habitantes
originarios.
En el siglo
XIX, momento álgido de la expansión colonial, era sentido común europeo que la
expansión de los ciudadanos europeos y su emigración hacia otras regiones
formaba parte del proyecto civilizador. Se consideraba que una gran parte de
los otros continentes o estaban vacíos o eran habitados por poblaciones muy
inferiores a las europeas.
Said indica
que es esta concepción de superioridad la que marca las expediciones europeas y
crea el mito del otro oriental, del que se da una imagen
exótica a la vez que se le presenta como alguien temible. El colonizador no ve
en el colonizado a un igual, sino a alguien extraño cuyos
comportamientos le intranquilizan puesto que no acepta la superioridad natural
del europeo, de la que este está totalmente convencido. En muchos casos esa
dominación se dobla con el racismo, especialmente contra las poblaciones
negras.
En Marx no
encontramos posiciones racistas, pero sí una cierta desconfianza frente a la
capacidad de lucha y de resistencia de las poblaciones nativas, así como una
clara incomprensión de sus formas de actuación. Los textos clave, ya citados
por Said y luego analizados con profusión por otros autores más o menos ligados
a los estudios poscoloniales, son los artículos periodísticos sobre la
sublevación de la India en 1857-1858. Marx publicó ese conjunto de artículos en
el New-York Daily Tribune. Eran artículos para ganarse el pan
mientras escribía su magna obra El Capital pero, aun así, son
textos concienzudos en los que aborda la insurrección de los soldados indios en
el ejército colonial británico.
Hay varios
aspectos interesantes en estos textos que enlazan con nuestro tema. El primero
es que Marx en ese momento estaba convencido de que iba a estallar de nuevo un
movimiento revolucionario. Sabemos que, tras la derrota de la revolución de
1848, se había refugiado en Londres y había escrito aquello de que una nueva
revolución es tan segura como una nueva crisis. El plazo entre crisis lo estima
en unos diez años, los que tardaba el sistema capitalista en recomponerse y
volver a entrar en crisis otra vez. La de 1856 parecía pronosticar una nueva
era de luchas y revoluciones.
Pero estas no
se produjeron en los países europeos ni tuvieron como agentes prioritarios a
los proletarios, sino que el movimiento estalló en un país colonial como la
India y sus agentes fueron una turba de soldados, campesinos, pequeños
comerciantes y propietarios agrícolas. La dureza de la confrontación puso
contra las cuerdas al Imperio británico, entonces todavía naciente.
En sus
primeros artículos Marx lo interpretó como una revuelta casi prepolítica. Esas
masas en lucha resistían frente a la opresión cruel de la dominación británica,
eso Marx no lo pone en duda en ningún momento. Pero los propios insurgentes en
su resistencia no apreciaban el carácter progresivo de la
dominación británica que haría de la India un país moderno. Es conocido el
último párrafo del artículo de 10 de junio de 1853:
“Bien es
verdad que, al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra
actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de
verdadera estupidez en la forma de imponer sus intereses. Pero no se trata de
eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin
una revolución a fondo del estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a
pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el elemento inconsciente de la
historia al realizar dicha revolución” 1/.
Ahí es donde
radica su limitación: en la idea de que los desmanes coloniales, aun siendo
inaceptables, tendrán un resultado positivo puesto que introducirán a los
países no capitalistas en la dinámica global capitalista y ese es un paso
ineludible para cualquier transformación anticapitalista. Hay una lógica en la
Historia por la cual es prácticamente impensable poderse saltar la etapa
capitalista. El propio capitalismo define una fase de progreso en relación a la
historia anterior del periodo feudal. Justamente es ese esquema el que
actualmente nos parece inaceptable, una vez que la teoría del progreso ha sido
convenientemente desarticulada.
Los textos
sobre la India son de los años cincuenta. Verdad es que en textos más tardíos,
como las cartas a Vera Zasulich, el viejo Marx entrevé la posibilidad de que la
comuna rusa (el llamado mir) pueda ofrecer un camino alternativo
que le ahorre a la humanidad el largo y doloroso proceso capitalista. Pero no
deja de ser una posibilidad. Marx se ha vuelto más crítico con la evolución del
sistema capitalista: no está dicho que el capitalismo por su evolución y
expansión continua tenga que desembocar en una crisis general que dé paso a un
sistema alternativo (el socialismo/comunismo). Podría ocurrir que desarrollos
alternativos ancestrales que priman lo colectivo tuvieran efectos
anticapitalistas, al ser este un sistema basado en la propiedad privada y la
apropiación individual del excedente que rehúye formas colectivas de trabajo y
reparto del mismo. El futuro se postula de un modo mucho más abierto que en sus
textos anteriores.
Hay otro
aspecto a destacar: la idoneidad de los sujetos coloniales para una
transformación anticapitalista. Marx no acierta a entender cabalmente la
agencia política de esas poblaciones. Admira su resolución, su valentía, pero
malentiende sus ritos, sus formas de actuación. Inclusive su esperanza de que
puedan vencer al ejército imperial se ve defraudada cuando constata la falta de
perseverancia y de organización de los amotinados. Considera la ignorancia, la
incultura, las supersticiones y las jerarquías indígenas elementos
retardatarios para una insurrección victoriosa. El exceso de confianza en la
capacidad de los trabajadores para la lucha por el socialismo se trueca en
desconfianza frente a esas masas poco preparadas. El prejuicio eurocéntrico le
impide comprender la valencia política de esas revueltas.
Resumiendo,
cabría decir que las encaja en un lugar subordinado. Las luchas en la India son
“el mejor aliado” para los revolucionarios europeos puesto que desgastan
enormemente el poder británico, pero en sí mismas son escasamente eficaces; sus
agentes tampoco son sujetos revolucionarios en sentido pleno, puesto que no
buscan la eliminación del sistema cuya lógica en gran parte no comprenden. Así,
mientras que la perspectiva colonial se considera parcial, la marxista europea
se entiende que es universal 2/.
La tradición marxista posterior
La lectura
socialdemócrata del marxismo es tan esquemática, tan poco política, que en ella
no cabía ninguna flexibilidad para una estrategia de carácter global que
tuviera en cuenta las nuevas realidades del imperialismo. Con la notable excepción
de Rosa Luxemburg, los socialdemócratas más relevantes compartían el sentido
común dominante, según el cual los europeos tenían derecho a la ocupación de
las tierras coloniales. Cierto que se posicionaban en contra de las crueldades
que comportaba la colonización pero, a la vez que criticaban los excesos,
abogaban por un modelo suave que expandiera la civilización por
todo el mundo.
Así podemos
leer en la resolución del congreso de la Internacional Socialista celebrado en
Ámsterdam en 1904:
“El congreso
reconoce el derecho de los habitantes de los países civilizados a establecerse
en aquellos países cuyos habitantes se encuentran en un estadio inferior de
desarrollo. Pero juzga severamente el sistema colonial capitalista actual y
anima a los socialistas de todos los países a derrocarlo” 3/.
La victoria
bolchevique en la revolución rusa de 1917 cambió las cosas. El nuevo poder se
vio rápidamente enfrentado a la profunda diversidad del antiguo imperio ruso y
al surgimiento de nacionalidades y regiones con caracteres específicos,
especialmente en las zonas asiáticas y el sur musulmán. Se vio enfrentado
también a los reclamos de solidaridad de los movimientos de emancipación en los
países coloniales, tanto las colonias británicas como las francesas, holandesas
y alemanas. A este nuevo panorama respondió la creación de la Tercera
Internacional.
La
Internacional estableció, ya en su segundo congreso (1920), la diferencia entre
el proletariado europeo y las masas laboriosas de los países coloniales. Al
primero le correspondía la tarea de dirección de las luchas contra el
capitalismo y la guerra; a las segundas una lucha específica contra la
dominación colonial. El matiz se debía, entre otras cosas, a que en las luchas
coloniales intervenían agentes no proletarios, del tipo no solamente de los
campesinos sin tierras, sino también la burguesía nacional y/o local, los
militares, algunos funcionarios de las Administraciones, intelectuales, etc.
Frente al modelo simple de trabajo contra capital que regía la
comprensión de las luchas anticapitalistas en Europa, en Oriente se abría
camino un modelo abigarrado de subalternos contra dominación colonial.
El rasgo anticapitalista venía dado por el carácter imperialista del
capitalismo, pero la subjetividad del agente no era obrera. El objetivo
socialista tampoco era nítido.
Con ello se
reforzó la teoría de las fases: mientras que en Europa y en el corazón del
capitalismo estábamos en una fase de confrontación directa entre
capital/trabajo o capitalismo/socialismo, cuya avanzadilla había sido la
revolución rusa, en el resto del globo estábamos en la fase de la revolución
nacional democrática contra el dominio imperialista, cuya valencia
anticapitalista se desprendía de que abriría la pugna propiamente capitalista
entre capital y trabajo. Las luchas anticoloniales, por duras que fueran, no
tenían esa valencia política en sí mismas. Entre sus agentes había sectores
anticapitalistas, pero también defensores de un capitalismo nacional o
inclusive de una mera opción soberanista, o sea, una descolonización que
rompiera la dependencia política con la metrópoli, pero aceptara una
subordinación económica en el marco del capitalismo global.
Los esfuerzos
de la Tercera Internacional se centraban en tirar de la situación para obligar
a los agentes más timoratos y más conciliadores a radicalizarse, puesto que la
descolonización debía comportar el reparto de tierras, con lo que mejoraría la
situación de los campesinos pobres. Estos se convertían en un elemento clave
puesto que para la estrategia anticolonial bolchevique pasaban a ser el aliado
natural de los obreros en los enclaves industriales, de modo que entre ambos
cortocircuitaran la hegemonía de los elementos burgueses e hicieran de la
descolonización una mera antesala de la revolución socialista. La Internacional
solo apoyaría los movimientos coloniales nacional revolucionarios, es decir
aquellos que tuvieran una estrategia revolucionaria de apoyo a los campesinos
pobres y las grandes masas de explotados. En otros casos, la Internacional no
los apoyaría 4/.
Por el
contrario, la estrategia imperialista consistía en intentar derechizar las
luchas en las colonias y limitarlas a la consecución de la independencia
política, de modo que la nueva situación estuviera dirigida por los elementos
burgueses o incluso por pertenecientes a grupos étnicos distinguidos de la
época precolonial. El objetivo era que la estructura de clases en los países ya
independizados correspondiera a la propia de los países capitalistas
hegemónicos y que los procesos de descolonización no dieran lugar a países independientes
proclives a entrar en la órbita socialista. La pugna entre Rusia y EE UU,
entre socialismo real e imperialismo, se jugaba
fundamentalmente en los países coloniales y en proceso de descolonización, no
solo en Europa.
La revolución china
La revolución
china aportó una mayor complejidad a ese debate desde el momento en que fue una
revolución dirigida por un Partido Comunista autónomo en relación a la
estrategia de Moscú. Cuando triunfó la revolución en China (1949) habían pasado
ya muchos años del triunfo de la revolución bolchevique. Y el camino del
partido chino había sido difícil y tortuoso 5/.
El inicio del
proceso está marcado por la insurrección de Shangai (1926/7) y el comienzo de
la Larga Marcha. Como en los demás países coloniales, la estrategia de la
Internacional había consistido en apoyar a las fuerzas nacionalistas (Chiang
Kai-shek) en tanto este militar fuera capaz de derrotar a los ejércitos
coloniales, dejando en segundo plano el apoyo al movimiento campesino y sus
ocupaciones de tierras. Puesto que los propietarios eran en muchas ocasiones
los propios militares o sus familiares, aquel apoyo generaba conflictos entre
los diversos agentes. En esa pugna, los comisarios enviados por Moscú tendían a
aplicar la teoría de las fases, centrando su apoyo en los sectores
anticoloniales, aunque fueran militares, y dejando para un momento posterior
las tentativas más radicales. Tendían también a minusvalorar los potentes
movimientos de campesinos que agitaban el país.
La cuestión es
que no se trataba de un problema de fases, sino de hegemonía estratégica en una
sociedad con relaciones de clase complejas. Mientras la hegemonía la detentara
la fracción militar del Kuomintang y su personaje clave –Chiang Kai-shek–, el
éxito de las actuaciones militares exigía el mantenimiento de una relativa paz
interna y el control de los movimientos de masas. Por consiguiente, se exigía
de los campesinos que pusieran fin a las ocupaciones de tierras y a las
reclamaciones contra los usureros y prestamistas de las aldeas, que cesaran en
su agitación en el campo. Se trataba de un intento de transformación
por arriba que contaba con el apoyo soviético en dinero y recursos
humanos.
Por el
contrario, apoyar los movimientos obreros y campesinos, especialmente los segundos,
que era lo correcto desde una perspectiva revolucionaria a medio y largo plazo,
podía provocar el rompimiento del Kuomintang y la expulsión del mismo de los
comunistas y los radicales de izquierda. Implicaba una revolución desde
abajo que para nada respondía a los propósitos de la Internacional.
Las consignas de Stalin eran erráticas, pero respondían al principio de que la
revolución en China era básicamente antiimperialista; por tanto, debía ser
capaz de mantener unido todo el bloque aún a riesgo de perjudicar a los
sectores más pobres y potencialmente más revolucionarios. En la práctica eso
equivalía a sacrificar la posible revolución a los objetivos militares
inmediatos.
Desde 1926,
Trotsky venía protestando contra esa estrategia y recomendando salirse del
Kuomintang, pero ya no tenía fuerza para imponer ese cambio y tal vez fuera
demasiado tarde. En consecuencia, no es de extrañar el enfrentamiento entre Mao
y Stalin y la división posterior que afectó a todo el campo socialista y a los
partidos comunistas de tantísimos países.
Si algo había
revelado la tragedia de la insurrección de Shangai, era la incapacidad de los
dirigentes comunistas de la Internacional para comprender la fuerza de los
movimientos campesinos en una transformación social anticapitalista en los
países coloniales. Esto iba a provocar una profunda revisión y ampliación del
marxismo por los teóricos de la segunda mitad del siglo XX, especialmente en
los antiguos países coloniales. De esta herencia surgirán los primeros textos
marxistas anti y poscoloniales.
Los teóricos poscoloniales actuales y el marxismo
Los teóricos
poscoloniales actuales, estudiosos, tales como Homi Bhabha o Gayatri
Chakravorty Spivak, se inspiran más en teorías contemporáneas como el
posestructuralismo y el posmodernismo que en el marxismo y comparten su crítica
al materialismo histórico y a la teoría de la lucha de clases. A su manera
forman parte del viraje que tuvo lugar en los años 80, cuando el marxismo casi
desapareció de la escena intelectual. Marx ha conservado su prestigio como
teórico clásico, pero la tradición marxista ha perdido gran parte de su fuerza.
Ni siquiera con ocasión de la reciente crisis (2007 en adelante) la ha
recobrado.
La diferencia
clave con el marxismo clásico estriba en entender el capitalismo no solo como
un sistema socioeconómico, sino también cultural. En su expansión planetaria
este sistema ha aniquilado las tradiciones culturales de todos los países que
ha dominado; ha producido un auténtico genocidio cultural y epistémico. En las
décadas recientes los pueblos, ahora independizados, han recuperado algunas de
esas raíces ancestrales que les definen, de modo que a la cultura europea o
anglosajona hegemónica se le contraponen tradiciones de pensamiento de otro
origen que ponen en cuestión su universalidad. Pero además reivindican el papel
como agentes históricos de las poblaciones colonizadas, sus luchas y
resistencias, cosa que la tradición marxista no fue capaz de valorar. Son
críticos a la vez con el neoliberalismo y con las tradiciones de la izquierda
europea, entre ellas el marxismo.
Ese giro se
observa de modo especial en la escuela de los historiadores de la
subalternidad, en la que encontramos autores tan relevantes como Ranajit Guha,
Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty, Sumit Sarkar, etc. Este grupo trabajó en
sus inicios con el concepto de subalterno, un concepto extraído del
Gramsci de los estudios sobre el sur de Italia. El subalterno se
definía por contraposición a las élites y englobaba aquella población
variopinta en la que se incluían los tenderos y comerciantes, los campesinos,
las mujeres, los soldados de bajo rango, etc. Permitía poner en el foco de la
narración histórica los agentes de las sublevaciones en los países coloniales a
los que Marx no acertaba a poner rostro.
Spivak
protagonizó la primera crítica de calado contra ese supuesto sujeto en su texto
de 1985 ¿Puede el subalterno hablar? La crítica señalaba que
la escuela se inventaba un sujeto ficticio cuya voz pretendía recoger. No
tenemos ni idea de qué pasaba por la mente de esos sujetos, de cuáles eran sus
líneas de actuación, especialmente en los sujetos más silenciados de todos, las
mujeres colonizadas. Si la escuela había pretendido elevar la población
subalterna a sujeto de las luchas anticoloniales en analogía con el
proletariado moderno, la crítica de Spivak ponía de relieve que todo ello
reposaba en una asunción de sujeto que no era más que una
construcción literaria, una ficción indemostrada e indemostrable.
Como
consecuencia de estas críticas y contracríticas, la tesis del obrero
(proletario) como sujeto de la Historia queda fuertemente afectada por parcial,
pero a la vez emerge una posible historia de las masas que
explique cómo movimientos sociales amplios alteran periódicamente la faz del
capitalismo global, siendo sus protagonistas sectores diversos de la población,
ya sean mujeres campesinas en las economías productoras de recursos materiales,
estudiantes, trabajadores de fábricas en la periferia capitalista, migrantes,
etc.; se trata de luchas dispersas en un sistema complejo, del que no cabe un
único relato ni tiene un sujeto privilegiado. Con ello la historia se abre,
pero el futuro anticapitalista está todavía por escribir y ni siquiera sabemos
si se escribirá algún día ni cómo.
A día de hoy
la lectura de Marx no ha desaparecido del interés contemporáneo. Pero su
recepción se encuentra con lectores muy diversos. Entre ellos destacaría no
solo los historiadores de la subalternidad, ya mencionados, sino los marxistas
negros de los años 20/30: W.E.B. Du Bois, C.L.R. James, o más tardíamente
Frantz Fanon, Richard Wright o Paul Gilroy. O los descoloniales
latinoamericanos como Álvaro García Linera o Aníbal Quijano. Con una mención
específica para las lecturas feministas como la de Silvia Federici, que pone de
relieve el olvido del trabajo reproductivo por parte de Marx y del marxismo con
consecuencias graves para la propia comprensión de la historia del capitalismo,
como muestra en su gran trabajo Calibán y la bruja.
En todos ellos
la presencia de Marx sigue siendo manifiesta, si bien con un fuerte contrapunto
de crítica y de ampliación de sus postulados. Entre ellos, especialmente, la
atención prestada a la voz de los colonizados.
Montserrat Galceran es filósofa y
autora de La invención del marxismo (1997) y La
bárbara Europa (2016)
Notas
1/ “La dominación británica en la India”, Marx,
Engels, Werke, vol 12, p. 125 (edición castellana de algunos artículos de estas
series en Karl Marx, Artículos periodísticos, selección,
introducción y notas de M. Espinoza, Barcelona, Alba ed., 2013).
2/ “En vista del consumo de hombres y dinero que
les costará a los ingleses, la India es ahora nuestro mejor aliado”, Carta a
Engels, 16 de enero de 1858, MEW, vol. 40, p. 248. Un resumen y una valoración
de estos escritos se encuentra en mi libro La bárbara Europa,
Madrid, Traficantes de Sueños, 2016, pp. 113 y ss.
3/ Cit. Por Julius Braunthal, Geschichte
der Internationale, Berlin-Bonn, Dietz Nachf., 1978, T.I, p. 318.
4/ II Congreso de la Internacional, 26 julio de
1920, Informe de la Comisión para los problemas nacional y colonial: http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1920s/internacional/congreso2/03.htm
5/ El Partido Comunista chino se creó en 1921;
estaba integrado entre otros por jóvenes intelectuales radicalizados con los
acontecimientos de 1911 y apoyados por los asesores soviéticos. Durante los
primeros años 20 aumentó considerablemente el peso de los obreros y campesinos
pobres.