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Sobre un texto de León Trotsky


La revolución y la cultura en “La revolución traicionada”

Por Yunier Mena

En el escenario tan complejo y difícil que es este mismo minuto para Latinoamérica, este encuentro sobre el pensamiento de un revolucionario infatigable es una victoria muy necesaria, y a primera vista podría confundirse con un imprevisto. Cosas de la historia entendida como una línea de hechos sucesivos compuesta de pasado, presente y futuro y no como un repositorio grato a la labor del curioso o del esmerado arqueólogo. Casi sinónimo de la palabra historia, en otro sentido, es la palabra Trotski; historia como la pretendió Aristóteles en su Historia sobre los animales queriendo decir investigación, indagación. La aprehensión diacrónica de la realidad hecha por el bolchevique es a la vez, y sobre todo, penetración sincrónica en el objeto histórico fijándolo como teoría, explicación y profecía. Ese proceder u oficio se justifica en el interés de Trotski por transformar el mundo más que por catalogarlo o registrarlo pasivamente. Es más, al comunicarse el resultado de su arduo, agudo y artístico-estilístico trabajo intelectual se conecta o acerca su vocación personal a la revolución con la posibilidad efectiva de la realización de esta a nivel colectivo.

Los objetivos de esta modesta exposición son interpretar y valorar las ideas contenidas en La revolución traicionada respecto a la relación revolución-cultura al acercarme a la respuesta de la pregunta ¿Qué y cómo piensa Trotski sobre la cultura en dicho texto? Digo “piensa” en presente porque los hombres sobreviven en su verbo y en sus actos, los que terminan siendo verbo y diálogo en la cultura. El legado histórico, historiográfico y teórico de León Trotski ―el cual ha sido tratado aquí por destacados estudiosos como Éric Toussaint o Paul Le Blanc― es tremendamente atendible por ser un camino cierto hacia el corazón del marxismo, por su rigor lógico-metodológico[1] y por su influjo renovador en aspectos cardinales como el análisis del fenómeno de la burocracia y el peligro del retroceso cabal del empoderamiento de la clase obrera. En La revolución traicionada, cuya primera edición corresponde al año 1936, se aborda crítica y antioficialmente las relaciones económicas, sociales y políticas que conformaban el país soviético y el desenlace previsible de ellas.

La cultura, afirma Trotski, debe gozar de autonomía y expresar la voluntad de las masas y sus particularidades nacionales sin la falsificación de esta en manos de la burocracia, capa dirigente que subordina a sus intereses económicos, a sus privilegios en la distribución de los bienes, y a sus intereses de dominación general el sector de la economía y el de la cultura. La burocracia siente temor, sospecha, de todo lo que no logra entender y, además, de cuanto no facilita el ejercicio dictatorial de su gobierno sobre la sociedad. La originalidad de las naciones y de los individuos es oprimida. Las odas a los jefes y la mediocridad literaria desbordan los periódicos.

Después del triunfo de la Revolución de Octubre se consiguieron importantes conquistas culturales: la divulgación de normas básicas de la higiene, la enseñanza en unos ochenta idiomas, la introducción de alfabetos latinos mejor aprendidos por las masas, industrias llevadas a lugares atrasados, el empleo del tractor, los periódicos que llegaban a agricultores y pastores; mas tales cambios fueron propagados por el dispositivo burocrático ideologizante como el propio socialismo, como un giro en el humano que debía tenerse ya por cultura socialista. En realidad lo alcanzado por el Estado obrero solo aproximaba a los múltiples pueblos de la Unión a los hallazgos de la civilización occidental. Los soviéticos que usualmente viajaban a Occidente ―diplomáticos, directores de empresas, ingenieros― imitaban la vestimenta y los modales extranjeros, y para nada eran emisarios de una nueva sociedad genuina “sin clases”, fundada sobre la solidaridad y la satisfacción armoniosa de todas las necesidades”.[2] Si la sátira no tomó esto como objeto estético fue solo por la prohibición de acciones contra los dirigentes, lo cual ignora lo avisado por Mijaíl Bajtín sobre el mecanismo de la risa. La obscena burocracia es capaz, incluso, de condenar la sociedad a la tristeza y el aburrimiento. Bajo el imperialismo social burocrático el hombre no se vuelve un hombre socialista: prevalece el individualismo reaccionario:

“Admitiendo y alentando al individualismo económico (trabajo a destajo, parcelas de los cultivadores, primas, condecoraciones), reprime duramente, por otra parte, las manifestaciones progresistas del individualismo en la esfera de la cultura espiritual (opiniones críticas, formación de opiniones personales, dignidad individual). Mientras el nivel de un grupo nacional es más elevado, mientras más alta es su creación cultural, los problemas de la sociedad y de la personalidad tocan más profundamente y las tenazas de la burocracia le son más dolorosas, cuando no insoportables.”[3]

Semejante castración espiritual permitió el afianzamiento de una cultura oficial nombrada proletaria nacional por su forma, es decir, asequible a las masas, y socialista por su contenido. Sus temas debían focalizar la edificación socialista, la renovación del hombre y el campo hipotético del futuro luminoso. Semejante política cultural, semejante poética totalitaria fue propicia para el suicidio del creador, la evasión, la insinceridad y el oportunismo. La burocracia premiaba a los dóciles y serviles. La oposición a esta doctrina de la cultura señaló que el proletariado precisa dejar de ser proletariado y tomar sin discriminaciones simplistas los avances y riquezas de la cultura burguesa y del capitalismo reabsorbiéndose en la humanidad no segregada en clases: “Todo esto quiere decir que la cultura socialista ―y no la cultura proletaria― está llamada a suceder a la cultura burguesa”.[4]

Trotski sitúa el arte en el lugar más alto, ya cúspide del individuo, ya cúspide de la época. Él tiene el mérito de haber formulado claramente desde el marxismo, en pocas palabras, el sentido de la vida al decir que someter la naturaleza a la técnica y la técnica a un plan tiene el fin supremo de hacer rico en capacidades y bienestar al humano. En la transición el gobierno puede limitar la creación, sin abusar, con criterios políticos. Luego a medida que el régimen obrero se consolida la creación a favor o en contra de la revolución debe ser libre, pues la lucha y la convivencia entre las tendencias y escuelas es insustituible para la consecución de lo nuevo. Concluye Trotski que la cultura socialista advendrá solamente cuando el excedente material permita que la cultura se complique y se afine de tal manera que sea resultado del hombre liberado, potente, verdadera y humanamente enriquecido. La burocracia, sin ser una clase, empobrece a los miembros de cualquier sociedad material y espiritualmente, por eso hay que interrumpir con vehemencia su comodidad y su traición cuanto sea necesario. Lo único que hace libres a los hombres es el ejercicio de la libertad.
Yunier Mena es poeta, miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas y de la Asociación Hermanos Saiz y estudiante de la licenciatura en Letras de la Universidad de Las Villas, Cuba.

Nota: Este texto fue presentado en las jornadas sobre el pensamiento y la obra de León Trotski, celebradas en La Habana en mayo de 2019


[1] Pensamiento dialéctico con el que, por ejemplo, asume la historia como algo no eximido de retrocesos.
[2] León Trotski: La revolución traicionada, Pathfinder, Canadá, 2017, p. 33.
[3] Ibídem, pp. 203-204.
[4] Ibid., pp. 205-206.