Por Samuel Farger
En su análisis sobre la cooperación en el
Volumen 1 de El Capital,
Marx hace la siguiente distinción analítica: “Del mismo modo que la fuerza
productiva social del trabajo que se desarrolla mediante la cooperación parece
ser la fuerza productiva del capital, la cooperación en sí, en contraste con el
proceso de producción llevado a cabo por los trabajadores independientes
aislados, o incluso los pequeños empresarios, parece ser una forma específica
del proceso de producción capitalista”.
La misma distinción se aplica en el caso de los modales: los
modales implican reglas de comportamiento cuyo contenido está determinado por
la naturaleza de clase y la cultura de las sociedades específicas pero, al
igual que la cooperación, también desempeñan una función indispensable en la
sociedad contemporánea.
Esto fue claramente entendido por nadie menos que León Trotsky,
quien describió acertadamente los modales como un “lubricante necesario en las
relaciones diarias” en una sociedad humana y civil. Escribió largo y
tendido sobre el tema en las páginas de Pravda,
el principal y ampliamente leído diario del Partido Comunista. El argumentó de
que los modales eran una parte esencial de un proyecto ilustrado más amplio con
que él, junto con dirigentes soviéticos como Vladimir Lenin, Krupskaia (la
esposa de Lenin ), y Anatoly Lunacharsky (Comisario del Pueblo para la
Educación), se había comprometido para transformar la cultura de la Rusia
prerrevolucionaria, enraizada en la servidumbre campesina y los privilegios
aristocráticos, en una dirección racional y humanista.
Para la izquierda de EE.UU. de hoy, los modales deben ser vistos
como un elemento de una visión más amplia de la interacción social humana, así
como una consideración inmediata en la organización política. Debido a que
los modales son el aceite lubricante de las relaciones dentro de las
organizaciones y que desempeñan un papel importante en el funcionamiento
democrático de la izquierda, fomentan el respeto mutuo y la consideración que
los miembros se deben mutuamente, y que los líderes deben a los militantes de
base.
Los modales “burgueses”
Los modales “burgueses”, como se ilustra en los libros de
“etiqueta” americanos, consisten en una combinación peculiar. Impregnados
de un espíritu elitista y de clase, incluyen reglas carentes de contenido
sustantivo que son, no obstante, importantes marcadores de distinción y reglas
sociales con un contenido humanista y cuya función es lubricar la interacción
social.
En su edición de 1934 Etiqueta:
El Libro Azul de los usos sociales, Emily Post, la decana de la
etiqueta americana, presenta sus reglas como diseñadas para la “mejor
sociedad”, que según ella no se refiere a la confraternidad de los ricos, sino
“a los que no son ricos, sino gentes con buenas formas en el habla, encanto,
modales y consideración instintiva de los sentimiento de los demás”. Sin
embargo, su manual dedica un espacio considerable a la etiqueta prescrita para
las personas en posiciones sociales altas - presidentes, reyes , cardenales - y
refuerza la noción de que la gente debe conocer su lugar en la jerarquía
social, por ejemplo, desaconsejando la presentación de “una persona de posición
[alta] a alguien que no le interesa conocer.”
El mismo énfasis impregna “La etiqueta de Emily Post”, una
versión revisada de 1995 editada por Elizabeth L. Post, la nieta de Emily
Post. Las personas de posición social más baja deben esperar a ser
presentadas a una persona en una posición más alta y no al revés, y no pueden
dirigirse a las personas de mayor rango por su nombre, al menos de que esté
expresamente permitido. Del mismo modo, los buenos modales exigen que los
huéspedes invitados a una cena estén sentados en función de su posición
social; que los restaurantes o los clientes se dirigen a las camareras
como “miss” (señora), pero no a los camareros como “sir” (señor) -al parecer, “sir”
connota una posición más alta en la jerarquía social que “miss” y por lo tanto
es “inapropiado” para los camareros).
Los mismos manuales establecen otras reglas que no son
explícitamente jerárquicas pero que también carecen completamente de sentido,
como las que orientan a los lectores a nunca dar la hora “como 'las nueve y
treinta' sino como 'las nueve y media' o, mejor aún, como “la media después de
las nueve”; o que los invitados en una cena formal esperen a que la
anfitriona se ponga la servilleta en su regazo primero; o también
responder la correspondencia a una pareja casada con diferentes nombres en la
misma línea, y en líneas separadas si la pareja no está casada.
La falta de propósito es pura apariencia, sin embargo, porque la
adquisición y uso de este conocimiento arcano cumple una función jerárquica de
clase: diferencia al “superior” de “la gente común”. Estas reglas son
especialmente pertinentes para la búsqueda de estatus, para las personas con
movilidad ascendente, sobre todo en la clase media alta, que utilizan este
conocimiento como palanca para impulsar su posición social en la
sociedad. También juegan un papel importante para los miembros de la clase
alta, sobre todo el “viejo rico”, que puede construir un muro de
comportamiento, protegiéndolos de las incursiones de los “nuevos ricos” y de
clase media alta.
Curiosamente, sin embargo, estos manuales también contienen reglas
“neutrales” que, aunque no particularmente igualitarias, funcionan como
“lubricante necesario en las relaciones diarias”, como apunta Trotsky, entre
las personas en una sociedad urbana contemporánea caracterizada por relaciones
interpersonales impersonales y anómicas (en contraste con las sociedades
tradicionales, donde esas relaciones son más propensas a ser familiares entre
personas de rango social equivalente). La joven Post informa que es de
mala educación avergonzar intencionalmente a otra persona; la
maledicencia, imponerse, o hacer preguntas personales; pararse a mirar y
señalar con el dedo a alguien; o hablar sólo de uno mismo, mientras se
está en compañía de otros. Post cree que es de buena educación ser
consciente de la seguridad de los demás y que, por lo tanto, es importante no
dar información sobre otros a llamadas telefónicas de desconocidos.
Sin duda, todas estas reglas comparten un elemento de rigidez en
cuanto no tienen en cuenta las diferencias circunstanciales a las que se
aplican. A veces, esta rigidez es llevada al extremo: Amy Vanderbilt, otra
autoridad bien conocida en la etiqueta, considera a los niños “bárbaros” cuando
llaman a los padres por sus nombres en vez de llamarlos “papá” o “mamá”. El
motivo por el que los niños llaman a sus padres por sus nombres puede diferir
radicalmente y, por lo tanto, no puede ser condenado, como lo hace Vanderbilt,
como una cuestión de principio general.
En ciertos puntos, la joven Post afirma que algunas reglas son “tan
viejas como el tiempo” y que “durarán para siempre.” Pero su libro pone en
evidencia un grado de flexibilidad que muestra cómo las costumbres se ven inevitablemente
afectadas por la historia y el cambio social y cómo las clases altas, cuyos
puntos de vista son reflejados por los autores de los manuales, han tratado de
adaptarse a estos cambios, preservando la jerarquía social establecida.
Suavizando un poco el elitismo y conservadurismo social de la
abuela Post, la joven Post amplía su análisis a las costumbres étnicas y las
“relaciones raciales”, criticando de manera progresista conductas ofensivas
cuando hay insultos étnicos o racistas, y aconseja una respuesta crítica a los
insultos, incluyendo alejarse del ofensor. Aceptando la realidad de las
parejas heterosexuales no casadas que viven juntas, señala que cuando uno o una
presenta a su pareja, por lo general es innecesario ir más allá de mencionar su
nombre, y basta acompañarlo diciendo que es con “el hombre (o la mujer) con la
que vivo”. Las personas LGBT no se mencionan en el manual, una indicación de su
falta de aceptación entre la ‘alta sociedad’ en ese momento. Sin embargo,
posiblemente influenciado por los efectos devastadores de la epidemia del SIDA,
la misma versión asiente como perfectamente formal la petición de la mujer de
que su pareja masculina se ponga un condón y la iniciativa masculina de ponerse
uno.
La Ilustración cultural revolucionaria de Trotsky
León Trotsky es bien conocido como el principal organizador del
Ejército Rojo, teórico e historiador de la Revolución Rusa, el principal
oponente al régimen totalitario de Stalin, y crítico literario
brillante. Mucho menos conocido es su papel como defensor tenaz de una
ilustración cultural. El objetivo de Trotsky era una sociedad soviética
rusa no sólo socialista e igualitaria, pero también moderna, que para él
significaba, entre otras cosas, la alfabetización, la apertura a una visión del
mundo racional, científica (por ejemplo, la medicina moderna), e igualitaria
entre géneros. Sus discursos y escritos de la década de 1920, reunidos
en “Problemas de la vida
cotidiana”, lo muestran abordando estas cuestiones con
detenimiento.
Trotsky escribía en el momento de la Nueva Política Económica
(NPE), que desde la primavera de 1921 había liberalizado la economía,
permitiendo la inversión extranjera, el comercio privado, y la producción
campesina. El apoyo de Trotsky a la NPE, que ya había anticipado con sus
propuestas anteriores que el partido rechazara en 1920, representó una
inversión parcial de sus anteriores políticas de la Guerra Civil, durante las
cuales había sido uno de los principales defensores de la centralización, la
militarización, y una dictadura industrial virtual. Fue durante la NPE que
Trotsky se preocuparía por la creciente burocratización de la revolución
(aunque todavía apoyaba la dictadura de un solo partido). A su juicio, no
sólo era importante abordar este problema, sino también el terreno en el que se
asentaban, es decir la pobreza y los males sociales del pasado zarista: el
analfabetismo, el alcoholismo y el soborno sistémico. Fundamental para
este proyecto era abordar las relaciones interpersonales, en particular los modales.
Lejos de defender la noción romántica de que los oprimidos, como
“buenos salvajes”, no eran parte de (o podrían superar automáticamente después
de la revolución) la cultura de brutalidad diaria heredada de los tiempos
zaristas, Trotsky arremetió contra la grosería, la vulgaridad, y la crudeza que
todavía marcaba la sociedad soviética. Para él, una revolución cultural y
la autotransformación eran un requisito previo para una sociedad racional
poblada por individuos civilizados. En esto se hizo eco de Karl Marx, el
cual anuncio en un discurso pronunciado el 15 de septiembre de 1850: “Le
decimos a los trabajadores: Tienen por delante quince, veinte, cincuenta años
de guerras civiles y luchas populares, no sólo para cambiar la condiciones
existentes, sino para cambiarse a sí mismos y hacerse aptos para el poder
político'”.
La discusión multifacética de Trotsky sobre los modales se centraba
en aquellos en los que veía simbolos particularmente problemáticos de un pasado
brutal. En su artículo “La cortesía y la educación como lubricante
necesario para las relaciones cotidianas”, publicado en 1923 en el famoso
periódico Pravda,
criticó fuertemente lo que él veía como la rudeza generalizada que
caracterizaba las interacciones personales y contrastó las diferentes formas
que adoptó entre las diferentes clases y grupos sociales. La “simple”
grosería campesina era poco atractiva, pero libre de la degradante y
descorazonada formalidad con la que muchos de los burócratas aristocráticos – a
quienes la revolución se vio obligada a incorporar en su primer sistema
administrativo – trataban a las clases “inferiores”. Trotsky sostuvo que a
pesar de que existían medidas organizativas que podrían adoptarse contra este
problema - así como contra las expresiones diversas de los trámites burocráticos,
en particular contra los peores funcionarios que las perpetuaban – lo que más
contribuía a su persistencia eran la vieja cultura de sumisión y el
analfabetismo de las zonas rurales rusas.
En su artículo “La lucha por la expresión cultivada”, también
publicado en Pravda en
1923, Trotsky se centra en un fenómeno generalizado: el uso de los
insultos. Entre “los bajos fondos de la sociedad rusa”, escribía, maldecir
era el resultado de la desesperación, la amargura, y sobre todo, la
imposibilidad de escape de la servidumbre; para las clases altas, eran la
expresión de la dominación de clase, el orgullo del propietario de esclavos, y
la sensación de poder inquebrantable. Exaltando la necesidad de un
lenguaje digno entre compañeros, escribió favorablemente sobre los trabajadores
de la fábrica de zapatos “Comuna de París”, en la que llegaron a un acuerdo en
una junta general de prohibir los insultos e impusieron multas por violar la
regla.
En contraste con el espíritu jerárquico de Emily Post, Trotsky pensaba
que los modales podían democratizar y dignificar las relaciones
interpersonales, incluso en situaciones muy estratificadas. En su artículo
“ 'Tú' y 'Usted' en el Ejército Rojo”, publicado en Izvestia en 1922,
criticó la costumbre de mandos y oficiales del ejército de tratar a sus
subordinados con la forma familiar ( “ty”, tú) mientras que sus subordinados
respondían con la forma formal y educada ( “vy”, usted). Que los subordinados
en el ejército deban obedecer las órdenes, Trotsky argumentó, no significa que
no puedan ser tratados personalmente como iguales. (De hecho, la práctica
que Trotsky denunció ya había sido prohibido oficialmente por la nueva Duma y
el Soviet de Petrogrado después de la Revolución de febrero de 1917.)
Trotsky escribió también sobre los modales no verbales. En su
artículo “La atención a las minucias”, también publicado en Pravda en 1921,
insistió en la importancia de prestar atención a la limpieza, así como las
normas contra el escupir y tirar las colillas de cigarrillos en lugares
públicos. En la misma línea, criticó a soldados del ejército soviético,
incluyendo a comandantes y comisarios por su falta de atención en su apariencia
y en el mantenimiento de sus botas y armas. Como respuesta a las críticas
que recibió por sus “regañinas burocráticas”, Trotsky argumentó que los modales
eran la expresión de una falta de respeto por los demás, y que en instituciones
en las que la vida en común era la norma, era imperativo que cada miembro
dedicase toda su atención al orden y la limpieza.
La transformación cultural más allá de
modales
La preocupación de Trotsky por una transformación cultural
revolucionaria, de amplia base, en la joven Unión Soviética le llevó a abordar
también cuestiones más allá de los modales. Uno de ellas fue el correcto
uso del lenguaje, que él creía indispensable para un pensamiento
preciso. El teórico de la literatura era muy crítico con la tendencia
general (probablemente de las escuelas) de evitar la corrección de las faltas
de ortografía de la clase trabajadora y el uso erróneo o pobre del
lenguaje. Argumentó que la clase obrera en Rusia necesitaba un lenguaje
preciso y correcto más que las demás clases porque “por primera vez en la
historia había comenzado a pensar de manera independiente sobre la naturaleza,
la vida, y sus fundamentos - y para pensar necesitaba como instrumento un
lenguaje claro e incisivo”.
La misma preocupación por la transformación cultural subyace
también en sus reflexiones sobre el tiempo, la exactitud y la precisión en la
vida cotidiana, como por ejemplo en “¡Ay!, no somos lo suficientemente
precisos”, publicado en Izvestia en
diciembre de 1921. Durante la guerra civil, relata Trotsky, se encontró con una
actitud descuidada y peligrosa en relación con la distancia y el tiempo por
parte de los campesinos locales que servían como guías, y con frecuencia por
parte de los comisarios y los comandantes del propio Ejército Rojo. Aunque
su análisis deja fuera algunas de las bases materiales de ello, tales como los
diferentes ritmos de la vida rural y agrícola, Trotsky señala otros factores
materiales importantes, como el clima tan inhóspito y el sistema salvaje de
esclavitud señorial que animó la pasividad, la paciencia y la indiferencia al
tiempo. (Era la costumbre de los campesinos esperar durante horas en
silencio, con paciencia, y pasivamente cuando recibía a un superior, una
costumbre que también expresaba el desprecio de la nobleza por el tiempo del
campesino). Trotsky rechazó enérgicamente esta dilación heredado del pasado
zarista, señalando que una economía moderna era impensable si no había
precisión y exactitud.
Trotsky dio prioridad a la participación de las mujeres en su
proyecto civilizador, en especial luchando contra el alcoholismo y la
embriaguez. Pero fue mucho más allá, argumentando que, si bien había sido
relativamente fácil establecer la igualdad política de las mujeres después de
la revolución, era mucho más difícil establecer su igualdad económica en la
producción, en los sindicatos, y más aún en la familia. La participación casi
exclusiva de las mujeres en las tareas domésticas, señaló, reducía
drásticamente la capacidad de las mujeres para participar en la vida social y
política, y esas condiciones, insistió, tenían que cambiar
radicalmente. Con el fin de lograr un cambio eficaz, argumentó que era
crucial entender las condiciones de las mujeres, “a través de los ojos de las
mujeres.”
Es importante tener en cuenta que Trotsky no veía su proyecto de
transformación cultural como una empresa exclusiva del estado y del Partido
Comunista. Dio la bienvenida y apoyo la creación de una amplia variedad de
asociaciones voluntarias, como la “Sociedad de Amigos del Cine Rojo” y la
organización de escritores proletarios y campesinos.
Lejos de hacer un fetiche de la planificación central, argumentó
que el proyecto no era:
“un a priori, que todo lo ve, un plan preconcebido en todos los
detalles. . . sino un plan que. . .debe ser
verificado y mejorado en su desarrollo, haciéndose más vital y concreto en la
forma en que la iniciativa pública influye en su evolución y elaborando [y
abriendo] un vasto campo para las actividades de las asociaciones de voluntarios
y las unidades cooperativas”.
El proyecto de la Ilustración de Trotsky y el
comunismo
Trotsky dejó claro que el objetivo de su proyecto era emancipar al
pueblo soviético de la brutalidad cultural de la Rusia prerrevolucionaria - no
crear, en un instante, la nueva sociedad comunista. Se opuso a la
descripción de la lucha contra el alcoholismo, la grosería y el soborno como
parte de una “ética comunista” o una “cultura comunista” en lugar de lo que en
realidad era: un intento de eliminar el legado de la barbarie pre-burguesa en
Rusia. Como él mismo dijo, los comunistas no necesitan engañarse a sí
mismos “adornando nuestro trabajo preliminar con etiquetas falsas.”
Esto era consistente con la opinión de Trotsky de que era prematuro
hablar de una literatura y de una cultura proletaria en Rusia, cuando el país
seguía siendo terriblemente subdesarrollado.
Su enfoque difiere radicalmente de las corrientes de pensamiento
“voluntaristas” (en contraposición a las materialistas), que pensaban que el
ejercicio de la voluntad política pura era suficiente para superar las
condiciones económicas adversas, sin importar su envergadura, tras la
revolución. A los ojos del Che Guevara, por ejemplo, era posible construir
el socialismo y el comunismo en Cuba (y en la temprana Unión
Soviética). Sólo dependía de fomentar el tipo de moral y de conciencia
revolucionaria que pudiera compensar las condiciones de escasez. Este
argumento, articulado en El socialismo
y el hombre en Cuba, la obra teórica más completa de Guevara,
explica la crítica y la oposición a la NPE de Lenin que más tarde articula en
sus diarios sobre la base de su argumento de que en la Unión Soviética de la
década de 1920 no había límites materiales a la construcción del socialismo y
el comunismo.
Para Guevara, el nuevo hombre forjado por el comunismo cubano tenía
que ser ascético e idealista, impregnado de los valores y las prácticas del
heroísmo, dedicado al bien de la sociedad, y contrario a la expresión o
autorrealización individual. La pobreza voluntaria sería su suerte, a
expensas de la libertad personal y su estrecha relación con el bien colectivo
que Marx había explorado a fondo, sobre todo en sus primeros
escritos. También es relevante que, aunque el folleto de Guevara era
sobre El socialismo y el
hombre en Cuba, era muy abstracto, con muy poca discusión y
ejemplos, a diferencia de los artículos de Trotsky, de los problemas sociales y
culturales concretos implicados en la transición postrevolucionaria cubana,
específicamente en cómo las condiciones sociales y culturales de Cuba a
principios de los años sesenta pudieron haber contribuido o dificultado el
desarrollo del socialismo.
Modales y la izquierda americana de hoy
En 1965, junto con un grupo de otros estudiantes blancos radicales
de la Universidad de California en Berkeley, asistí a un discurso de Fannie Lou
Hamer, el destacado líder negro del Partido de la Libertad Democrática de
Mississippi, en una modesta iglesia negra en el lado oeste de la
ciudad. Mientras que los feligreses y activistas negros se presentaron en
ropa formal, la mayoría de los estudiantes radicales blancos de Berkeley
estaban vestidos con la misma ropa muy informal que normalmente habrían usado
para una manifestación política al aire libre, sin tener en cuenta los usos y
costumbres de sus anfitriones. Para su inmenso crédito, los feligreses
negros y activistas ignoraron la desconsiderada conducta de los estudiantes
radicales blancos. Pero como activistas políticos que trataban de
construir puentes y expresar su solidaridad con los afroamericanos, el
comportamiento de estos radicales blancos era de una gran falta de respeto.
Los malos modales de comportamiento se superponen con la
discriminación racial y de género que son más sistémicas (y mucho más dañinas),
en el sentido de que refuerzan, tal vez sin quererlo, un patrón existente
de exclusión. La falta de reconocimiento y de agradecimiento del trabajo
de los militantes de base, la falta de voluntad para escuchar y hacer frente a
lo que otros miembros del grupo tienen que decir, el control de la discusión
por personalidades extrovertidas y fuertes, la intimidación de los compañeros
que pueden tener una opinión diferente respecto a la materia en discusión, la
insensibilidad y la falta de respeto a las preguntas y dudas expresadas por los
participantes menos experimentados y con menos conocimiento, la sistémica falta
de puntualidad en llevar acabo las tareas prometidas que afectan al trabajo de
otros camaradas y que expresan una consciente o inconsciente falta de respeto
hacia los demás – todos estos son problemas que han afectado a muchos
movimientos progresistas y de izquierdas.
Algunos de estos problemas son especialmente pronunciados en los
grupos que evitan debates estructurados y organizados en nombre de la
informalidad y la espontaneidad. Como Jo Freeman ilustra en su clásico
ensayo “La tiranía de la falta de estructura,” el rechazo de plazos formales
para los ponentes conduce inevitablemente a la monopolización del debate por
las figuras dominantes, mientras que la informalidad y la falta de estructura
fomentan la manipulación de las bases y producen una dirección que no responde
y no rinde cuentas a sus miembros.
El proyecto ilustrado de Trotsky ofrece una visión alternativa de
los modales y su papel central en la interacción humana, civilizada. Su
enfoque, al igual que de otros revolucionarios “ilustrados”, era extender al
ámbito de la conducta personal una visión racionalista de la cultura. Los
“ilustrados” creían que era parte de su deber seleccionar e incorporar al
crisol cultural de la revolución los anteriores logros culturales de la
humanidad. “El estado revolucionario”, Trotsky escribió, “que representa a
una nueva clase, es una especie de heredero del legado (a partir del principio
jurídico romano que prevé que los herederos tengan el derecho de elegir lo que
quieren del legado del fallecido) en relación con la cultura acumulada”.
Y al contrario de los que asocian el enfoque ilustrado de los
revolucionarios rusos con el conservadurismo cultural, estaban guiados por las
ultimas ideas y conceptos de la cultura occidental más progresista, así como de
las tradiciones socialistas y marxistas. De este modo, las ideas marxistas
clásicas sobre la educación politécnica, destinadas a reducir la brecha entre
el trabajo intelectual y manual, se combinaron con los conceptos clave del
pedagogo norteamericano John Dewey, como la noción de que la educación debía
estar sobre todo destinada a fomentar la creatividad individual del
niño. Visualizar a los niños y jóvenes como sujetos, en lugar de objetos,
de la educación, hacia que esta visión “ilustrada” y cultural
autotransformadora difiriese radicalmente de la condescendencia, y el esfuerzo
filantrópico y paternalista alentado por las clases “altas” para mejorar la
educación y la moralidad de los pobres.
El enfoque de los ilustrados de la libre transformación cultural
también contrasta con las opiniones de algunos intelectuales y académicos de la
izquierda contemporánea, que rechazan como elitista los esfuerzos para fomentar
la educación de las clases trabajadoras en todos los aspectos de la cultura
humana, modales incluidos. Estos puntos de vista implican que el nivel
actual de conocimiento y la cultura popular existente es suficiente para las
necesidades de los sin-poder, e ignoran o descartan las formas en las que la
división jerárquica del trabajo en las sociedades de clase priva
sistemáticamente a la mayoría de la gente de bienes culturales vitales.
De hecho, son estos argumentos los profundamente
elitistas. Perpetúan la fisura existente entre los educados y los menos
educados, entre los que participan en el trabajo de gestión y los que
participan en el trabajo manual, todo lo contrario de lo que se requiere para
abolir la distinción entre la gente y la élite, por no decir nada de las
herramientas intelectuales que los trabajadores necesitan para adquirir y
mantener el poder.