Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Desde
hace buen tiempo vengo alertando respecto del peligro que la agresividad
imperialista conduzca al renacimiento de la lucha armada en América Latina como
opción para hacer política en los marcos de la democracia representativa,
cuando ella misma cierra las posibilidades de participar, mientras -al
contrario- eterniza su intención de engañar a los pueblos, usándolo cada
cuatro, cinco o seis años para legitimar por vía electoral tal intención.
Habría que decir que esta situación sobrepasa los límites regionales como lo
atestiguan las recientes acciones del CIRA (Ejército Republicano Irlandés-
Continuidad) que había llegado a un acuerdo con el gobierno británico para
poner fin al conflicto de Irlanda en 1998, pero que lamentablemente ha decidido
reagruparse ante la cada vez más probable salida de Gran Bretaña de la Unión
Europea despertando temores respecto de que esta decisión pueda significar un
alejamiento de las posibilidades de que el nunca abandonado anhelo de
reunificar su país se haga realidad, lo cual ha hecho reaparecer el fantasma
del resurgimiento de la violencia en la dividida Irlanda.
Otro tanto pareciera estar emergiendo en América del Sur, región en
la que todavía existen grupos guerrilleros que desarrollan la lucha armada en
Paraguay. En este contexto, la decisión de un grupo importante de combatientes
de las Fuerzas Armadas Revolucionarías de Colombia (FARC) encabezados por los
comandantes Iván Márquez y Jesús Santrich entraña trascendentales consecuencias
políticas no solo para Colombia, también para la región y porque no decirlo,
para todo el planeta.
El hecho es de tal significación que -me parece- debe conocerse,
estudiarse y analizarse en un marco que supere lo estrictamente emocional e
incluso lo ético para penetrar los insondables ámbitos de la política en un
plano que supere la coyuntura y se adentre en las repercusiones estratégicas
que tal resolución implicará para Colombia y para América Latina y el Caribe.
El estudio del acontecimiento que ha remecido a la sociedad
colombiana debe asimilarse a partir de los antecedentes que llevaron a él y el
contexto en que se produce. En ese marco, hay que decir que durante todo el
proceso de negociaciones que llevaron a la firma en 2016 en La Habana de los
acuerdos de paz entre las Farc y el Estado colombiano, hubo y todavía hay una
sensación que los medios de comunicación se han encargado de sembrar en
relación a que se estaba negociando con una guerrilla derrotada y vencida. Por
otro lado, es menester recordar que todo el mundo aceptó que los acuerdos de La
Habana fueron el primer paso para la paz, no la consumación de la misma.
Esta situación, además de ser falsa ha creado un ambiente en el que
supone que las Farc le “deben” a la sociedad, mientras que el Estado colombiano
ha hecho bien la tarea y le ha dado una “oportunidad” a la guerrilla para
reinsertarse. No ha sido así: las conversaciones en La Habana se dieron entre
dos fuerzas militares beligerantes, ninguna de las cuales pudo derrotar
militarmente a la otra, por lo que ambas llegaron a la conclusión de que la
guerra (como continuación de la política) no tenía solución en el terreno
bélico y se debía buscar una alternativa en el campo del diálogo y la
negociación.
Este no es un detalle menor, toda vez que cuando se desatan guerras
que son ganadas en el terreno militar, el vencedor le impone condiciones al
vencido que no tiene capacidad para impedir decisiones que casi nunca son de su
agrado, pero que debe aceptar por la correlación de fuerzas militar y política
que subyacen al fin de un conflicto en estas circunstancias.
No fue este el caso de Colombia, país donde se llegó a un acuerdo
en que ambas partes asumían responsabilidades y se comprometían a cumplirlas,
sin embargo los medios de comunicación se han encargado de construir una falsa
idea en el imaginario popular y en la opinión pública de que solo las Farc
tienen tales obligaciones con la sociedad, mientras que el Estado quedaba con
las manos libres para seguir cometiendo las tropelías que por 200 años han
caracterizado la actitud política de la élite colombiana.
En ese marco desde el 24 de noviembre de 2016 cuando se firmó el
acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC hasta el 20 de julio de
este año han sido asesinados 765 dirigentes sociales, comunitarios, sindicales,
indígenas y de organizaciones de derechos humanos. En esa cifra se incluyen 138
guerrilleros que se acogieron al proceso firmado en La Habana. Habría que
agregar 10 ex guerrilleros de las Farc en proceso de reincorporación han sido
desaparecidos forzosamente, además, de 19 casos de intento de homicidio.
Todos estos datos vienen referidos en un informe elaborado por el
Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) citado por RCN
Radio de Colombia. Dicho informe especifica que desde la posesión del presidente
Iván Duque a la fecha han sido asesinados 229 líderes sociales y defensores de
derechos humanos, entre ellos. 66 indígenas, 5 afrodescendientes y 106
campesinos ambientalistas. Igualmente han sido asesinados 55 ex guerrilleros de
las Farc. Paradójicamente, estos datos no impidieron que Estados Unidos le
diera un aval a Colombia como país que respeta los derechos humanos. Con ese
cheque en blanco, el Estado colombiano podrá continuar impúdicamente asesinando
activistas de derechos humanos, dirigentes sociales y ex combatientes
desmovilizados de las FARC
De la misma maniera, se deben sumar las amenazas de extradición de
dirigentes violado los acuerdos en materia de la Jurisdicción Especial para la
Paz (JEP) que en los hechos no ha sido reconocida por el embajador de Estados
Unidos Kevin Whitaker, ni por Álvaro Uribe, tampoco por el ex fiscal Néstor
Humberto Martínez quienes parecieran funcionar en un Estado paralelo en el que
incluso Uribe tuvo la desventura de proclamarse presidente.
En el mismo plano deben considerarse las dificultades que se han
desatado a fin de que los acuerdos se hagan efectivos en materia de
participación política, tras la persecución y marginación de los movimientos
sociales.
Para los que siempre hemos apoyado los esfuerzos de búsqueda de la
paz en Colombia y consideramos que la peor democracia es preferible a cualquier
guerra y que por tanto vimos con verdadera esperanza la firma de los acuerdos
de La Habana -a pesar de que tenían más cara de rendición que de otra cosa- no
dejamos de ver con preocupación los recientes hechos acaecidos en la república
hermana. Pero el análisis no puede obviar que el Estado ha creado una
disyuntiva entre una muerte probable y la salvaguarda de la vida para seguir
luchando, lo cual conduce al observador externo a difíciles definiciones de
carácter ético.
Sin embargo, los que han asumido esta responsabilidad, han
abandonado supuestas mejores condiciones personales de vida en su país y han
tomado riesgos que son respetables ante la terrible situación de violación de
derechos humanos.
Vale decir que es difícil digerir que después tres años de haber
estado absolutamente convencidos y abocados a llevar adelante las negociaciones
en La Habana y con un “futuro político” asegurado, Iván Márquez y Jesús Santrich
prefirieran las limitaciones de la vida en la selva y la posibilidad cercana de
nuevos combates en los que un final fatal es probable, sin haber apreciado con
suficiente minuciosidad los avatares que a que los conducían tal decisión.
Vale decir que lo más lamentable es que seguramente, acorde las
“tradiciones “ de la izquierda latinoamericana sobrevendrán acusaciones entre
las partes que se alejaron, emergerá lo más bajo de la condición humana
obviando las acciones ocurridas en años de lucha en conjunto para poner sobre
el tapete oscuros acontecimientos que nunca antes se dijeron, y terminar la
retórica con brutales inculpaciones entre ellas las consabidas imputaciones de
“agentes de la CIA y de estar al servicio del imperialismo”, sin entender que
cada quien tiene derecho a tomar sus propias decisiones, y que lo que debe
primar es el respeto a quien adoptó una u otra posición.
Ahora también vendrá la guerra de los números: que si son 50 y 50 %
los que se quedaron en una u otra organización, o si son 70 y 30 u 80 y 20,
como si eso importara. Lo que importa es que el 100% se mantenga en la lucha
contra la oligarquía y el imperialismo a quienes han definido como el enemigo a
vencer.
No debe olvidarse quién es el enemigo principal, que se estará
solazando por los ataques de una y otra parte, al contrario, debe rescatarse la
fraternidad que los llevó por la vida durante varias décadas de luchas y de
riesgos. También debe entenderse que lo que no se obtuvo mientras se permaneció
unidos, difícilmente se logrará ahora que ha surgido una nueva parte. La
intención debería ser recatar lo que los une, definir en conjunto ese enemigo
principal – el cual que yo sepa, no ha cambiado ni para uno ni para otro- para
entender que en términos estratégicos deben continuar en el mismo equipo,
aunque hoy se difiera en términos tácticos.
Hasta ahí el análisis ético de la decisión. En términos políticos
nacionales e internacionales, la misma genera indudables contradicciones. En
Colombia se ha comenzado a afirmar que la disposición de Márquez, Santrich y el
resto de combatientes que los siguen están haciendo el juego al uribismo e
incluso que esta determinación será la principal propaganda de campaña de la
ultraderecha, de cara a las elecciones regionales del 27 de octubre. Es sabido
que el uribismo, Duque incluido, ha sido abierto enemigo de la paz, que sigue
apostando por una victoria militar y que, en esa medida, podría argüirse que
hoy tienen una excusa ante la desinformada y engañada opinión pública
colombiana para seguir desatando su política de seguridad democrática que en
realidad nunca ha sido abandonada.
Sin embargo, el hecho cierto es que concretado o no el suceso que
se analiza, las condiciones de vida del pueblo colombiano no han mejorado, ni
en materia económica, ni en participación democrática, ni en términos sociales,
ni en la lucha contra el narcotráfico que se ha expandido, ni en poner freno al
paramilitarismo que con apoyo del Estado siembra de muerte y exterminio los
campos de Colombia manteniendo altos niveles de desplazamiento forzado. Todo
ello también se discutió en La Habana y también se llegó a acuerdos que no se
han cumplido. No hablemos de justicia, la cual parece inexistente en ese país.
En el plano internacional, esta decisión complica a una región que
saludó casi unánimemente el acuerdo (incluyendo al gobierno de Estados Unidos),
porque – se decía- que generaba un futuro mejor para el país y el continente.
Desde entonces, la situación ha cambiado, la llegada de Donald Trump y los
halcones que lo rodean a la administración de Estados Unidos ha intensificado
la tradicional práctica agresiva imperial contra los pueblos de América Latina
y el Caribe.
Por supuesto, la iniciativa emprendida por este grupo de
combatientes de las FARC, también ha servido para que los gobiernos de Estados
Unidos, Brasil y Colombia arrecien su campaña contra Venezuela haciendo
acusaciones sin pruebas, en el sentido de que su gobierno estaría apoyando tal
decisión, obviando que Hugo Chávez ni siquiera había nacido cuando las FARC
fueron creadas, que la violencia en Colombia en endémica en su sociedad: lo
sabemos los venezolanos que padecimos el intento de asesinato de Bolívar en
1828 y el que se perpetró con alevosía contra el mariscal de Ayacucho en 1830
ocasionándole la muerte.
Venezuela ha sido víctima de la violencia en Colombia, no promotora.
Es la nación colombiana la que a través de su historia ha padecido todo tipo de
violencia, recientemente guerrillas, narcotráfico, paramilitarismo y
delincuencia organizada en niveles extremos. Venezuela nunca ha tenido un
presidente vinculado a los carteles de la droga o al paramilitarismo, Venezuela
nunca ha llevado a su ejército fuera de sus fronteras para atacar un país
hermano, lo hizo solo bajo el mando de Bolívar y Sucre para ayudar a la
libertad e independencia de otros pueblos, el colombiano incluido, Venezuela
nunca ha formado parte de bloques militares agresivos ni ha subordinado sus
tropas jamás a potencia alguna, Venezuela no maltrata ni desprecia a los
hermanos de otras naciones que han venido a refugiarse a nuestro territorio.
Ahora, en su afán de torpedear la paz, el presidente Duque se ha
desentendido de los acuerdos firmados aduciendo que tal documento es un
compromiso de gobierno, no de Estado, evidentemente no ha tenido tiempo ni sus
asesores le han dicho que lea los elementos más básicos del derecho
internacional. Agobiado por una desastrosa situación interna que es capaz de
sostener solo por el apoyo de Estados Unidos y la desunión de la oposición,
pretende ahora llevar la guerra de Colombia fuera de sus fronteras, solo para
dar otra prueba de su lealtad a Estados Unidos.
Será en Colombia donde de evite esa pretendida guerra fratricida,
el pueblo venezolano y sus fuerzas armadas están prevenidos, pero será la
entereza y el sentido patriótico del pueblo colombiano, incluyendo seguramente a
las dos Farc, cada cual desde su perspectiva, las que construirán un valladar
que impida semejante desatino belicista que pretende confrontar a pueblos
siempre hermanos.