En
el valle del terror
Por Michael Greenberg
El
valle de San Joaquín en California, desde Stockton al norte hasta Arvin al sur,
tiene 376 kilómetros de largo y 209 kilómetros de ancho. Si condujeras hasta
allí desde el Área de la Bahía, la temperatura pasaría en menos de una hora de
13 a 36 grados centígrados, y seguiría subiendo. Predominan las emisoras de
radio en español: rancheras, boleros, corridos, baladas de amor despechado y el
característico sonido norteño (percusivo, torrencial, sin instrumentos de
viento). En la emisora de radio en inglés una voz indignada aconseja a los
oyentes que permanezcan mentalmente alerta ante las “series de televisión, las
noticias” y toda esa panoplia de “medios hegemónicos porque son todos la misma
basura, provienen de la misma cloaca y todos tienen la misma agenda viperina
para establecer un orden mundial único”. La canción de verano de este año se
titula Llévate
una chica borracha a casa.
El valle es llano y está bajo una nube constante de
polvo, esmog, pesticidas y humo. El esmog proviene del tráfico del Área de la
Bahía que trae el viento, los pesticidas de los millones de kilos de químicos
que se vierten en la tierra cada año y el humo de los incendios que se producen
en el norte y quedan atrapados en el valle, empujados hacia abajo por el calor.
La nube se mantiene ahí por la Sierra Nevada que está al este, la cadena
costera que está al oeste y la sierra de Tehachapi que está al sur, esa que el
escritor de Fresno, Mark Arax, denomina “nuestra línea Mason-Dixon”, porque
marca la separación física y psicológica entre el valle y la cultura
cosmopolita del sur de California y Los Ángeles. La ciudad de Bakersfield y el
área circundante, en el extremo sur del valle, tienen el aire de peor calidad
de Estados Unidos.
En términos de producción anual, el valle de San
Joaquín es una de las extensiones agrícolas más valiosas del país, y está
dominada por grandes productores que dirigen una mano de obra de trabajadores
inmigrantes con métodos que no han cambiado mucho desde que Carey McWilliams
los describiera en su libro de 1939, Factories in the fields (Fábricas en los campos).
Arax lo compara con un país centroamericano: “Es la región más pobre de
California”, me explicó. “Casi no hay clase media. Para encontrar un
equivalente en Estados Unidos tendrías que irte a Appalachia o a la zona
fronteriza de Texas”.
Pasas, uvas de mesa, pistachos, almendras, tomates,
frutas con hueso, ajo y repollo son algunos de los cultivos del valle. Las
clementinas que se compran en malla en el supermercado se cultivan aquí, igual
que las granadas de las que se obtiene el zumo que según nos dicen nos protege
del cáncer. Las ganancias que se obtienen de todos los cultivos que se plantan
aquí y en otros lugares de California ascienden a 47.000 millones de dólares al
año, más del doble que las de Iowa, el siguiente estado agrícola más
importante. La mayor parte de estas ganancias beneficia a unos cientos de
familias, algunas de las cuales poseen hasta 8.000 o incluso 16.000 hectáreas
de tierra.
Según un estudio realizado por el propio
estado de california, en las ciudades de peones agrícolas apenas hay un 30 % de
profesores acreditados”
Las plantaciones en la zona oeste del valle son tan
grandes que los capataces controlan a los trabajadores sobrevolando los campos
en avión. Hay ordenadores monitorizando el agua que se libera y que se
suministra a las plantas mediante un intrincado sistema de tuberías y válvulas.
“Hay cárceles y plantaciones, nada más”, me comentó Paul Chávez, hijo de César
Chávez, el cofundador del sindicato de trabajadores agrícolas, United Farm
Workers (UFW). “Ni siquiera puedes recibir una educación en esta zona. Según un
estudio realizado por el propio estado de California, en las ciudades de peones
agrícolas apenas hay un 30 % de profesores acreditados”.
Cuando César Chávez comenzó a organizar a los
braceros en la década de 1950, me explicó su hijo, un 12 o 14% “eran todavía okies y arkies [habitantes
de los estados de Oklahoma y Arkansas], los personajes de Steinbeck”, y un 8 o
10% eran afroamericanos que habían traído los plantadores de algodón durante la
plaga de gorgojos que tuvo lugar en la década de 1920. Aproximadamente un 12%
eran filipinos, y un 55% mexicanos, “la mitad de los cuales eran ciudadanos
mexicanos y la otra mitad estadounidenses de primera generación como mi padre”.
Hoy en día, al menos un 80% de los braceros son
mexicanos sin papeles, la gran mayoría de ellos, mixtecos y triquis, pueblos
indígenas de los estados de Oaxaca, Sinaloa y Guerrero (los más pobres de
México), que no hablan o hablan muy poco español, y mucho menos inglés. La
mayoría de ellos lleva trabajando en el campo desde hace al menos una década,
han formado familias en EE.UU. y viven aterrorizados por la migra, el nombre
que recibe el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas
en inglés), y por una deportación o una encarcelación instantáneas que los separarían
de sus hijos.
A finales de junio, visité un campo de tomates en el
condado de Fresno, cerca de la ciudad de Mendota. Los campos son propiedad de
Gargiulo, uno de los principales productores de tomate del país. Había docenas
de coches con abolladuras que estaban aparcados en el extremo de varias
secciones listas para la cosecha. Los grupos de trabajadores mixtecos confiaban
en el único que hablaba español fluido para comunicarse con el capataz y el
representante del sindicato UFW que me había colado en la propiedad. Durante la
temporada alta estos campos dan trabajo a 400 personas; aproximadamente 250
estaban trabajando ese día, casi la mitad eran mujeres, y algunas de ellas
estaban visiblemente embarazadas.
A causa del calor, la jornada de trabajo duraba desde
las 5 hasta las 10 de la mañana, cuando las temperaturas subían hasta los 45
grados. El sol pegaba duro, pero todos iban cubiertos de pies a cabeza con
varias capas de ropa: gorras raídas ancladas en su sitio por capuchas y
bufandas improvisadas, camisetas sobre camisetas, dos pares de pantalones,
calcetines gruesos y botas; lo único que quedaba al descubierto eran los ojos,
las mejillas y los dedos. Esto lo hacían para protegerse de los pesticidas. Las
tasas de cáncer entre los braceros del valle son elevadas. La tierra está tan
endurecida por los químicos que cuando la agarras con la mano sale en terrones
secos, pálidos y duros como la piedra. Con el calor, los químicos emanan de la
tierra con intensidad y al cabo de una hora ya podía sentirlos ardiéndome en la
boca.
Para recoger tomates hay que “doblar el espinazo”,
uno de los trabajos más agotadores y dolorosos que hay, pero los oaxaqueños lo
hacían con una velocidad vertiginosa. La paga era 73 centavos de dólar por cada
cubo de 22 litros que llenaran, una medida que los trabajadores prefieren a la
alternativa de 11 dólares por hora, el salario mínimo de California1. Los trabajadores más jóvenes llenaban dos cubos cada vez,
arrancando tomates verdes gigantes de las plantas, sacudiendo los tallos,
metiéndolos en el cubo y luego corriendo para volcarlos en un remolque
enganchado a un tractor al final de la sección, a 45 o 55 metros de distancia.
Luego regresaban corriendo a la fila de recolección, llamándose y gritándose
como soldados los unos a los otros para que los ánimos y el ritmo no decayeran.
En cinco horas, un peón habilidoso puede ganar entre 75 y 85 dólares.
La temporada del tomate dura cuatro meses, de junio a
octubre, después de lo cual los trabajadores se desplazan a la zona este del
valle para recolectar cítricos o podar vides y árboles frutales. Con suerte, un
bracero diligente puede encontrar trabajo durante ocho o nueve meses al año y
ganar entre 20.000 y 23.000 dólares brutos. En 2010, los trabajadores sin
papeles pagaron unos 12.000 millones de dólares en impuestos a la Seguridad
Social, un dinero que contribuyó a pagar las pensiones de jubilación que
reciben los ciudadanos estadounidenses (pensiones que esos trabajadores
probablemente nunca recibirán).
En respuesta al argumento de que los inmigrantes
roban el trabajo de los estadounidenses porque cobran salarios más bajos, el
sindicato UFW lanzó una página web que ofrecía a los ciudadanos y residentes
legales trabajos en el campo en cualquier lugar del país a través de los servicios
públicos de empleo. Esto fue en 2010, durante la Gran Recesión. La página
recibió unos cuatro millones de visitas, de las cuales unas 12.000 rellenaron
los formularios de trabajo. De todas ellas, un total de 12 ciudadanos o
residentes legales se presentaron finalmente a trabajar y ninguno duró más de
un día. De acuerdo con un reportaje aparecido en Los Angeles Times, Silverado, un contratista de
mano de obra agrícola de Napa, “nunca ha tenido una persona blanca, nacida en
Estados Unidos que acepte un empleo de principiante, aun después de que la
empresa subiera los salarios por hora cuatro dólares por encima del sueldo
mínimo”. Un viticultor de Stockton no pudo atraer ciudadanos en el paro por 20
dólares la hora.
La página recibió unos cuatro millones de
visitas, de las cuales unas 12.000 rellenaron los formularios de trabajo. de
todas ellas, un total de 12 ciudadanos o residentes legales se presentaron
finalmente a trabajar y ninguno duró más de un día
La recogida de frutas y verduras es un trabajo de una
sola generación: los peones con los que hablé ni querían ni permitirían que sus
hijos siguieran sus pasos y trabajaran en el campo. El calor y la exigencia
física, combinados con el poder feudal de los productores, hacen que sea
preferible trabajar en un hotel con aire acondicionado o en un centro de
envasado, en los que se puede estar de pie y sin pesticidas por el mismo sueldo
mínimo.
Esto significa que es necesario un flujo constante de
inmigrantes mexicanos pobres que quieran hacer el trabajo. Pero los inmigrantes
no están yendo. Desde 2005 hay más mexicanos saliendo de EE.UU. que entrando, y
eso no solo es consecuencia de la mano dura en la frontera. En 2000, cuando la
frontera era mucho más porosa que ahora, 1,6 millones de mexicanos fueron
capturados intentando cruzar hacia EE.UU. En 2016, ese número fue de 192.9692. Ed Taylor, un economista de la Universidad de California,
Davis, calcula que el número de potenciales inmigrantes de las zonas rurales de
México retrocede cada año en 150.000 personas. Esto se puede explicar en parte
por la mejora de las condiciones económicas del norte y centro de México, que
ha conseguido reducir el poder de atracción de los trabajos que pagan el
salario mínimo en Estados Unidos, y en parte por el coste y el peligro de
aventurarse a cruzar la frontera. Si se consigue entrar en EE.UU., los pagos al
coyote pueden hacer que un trabajador de salario mínimo tenga una deuda de por
vida.
Hemos sido testigos de familias que son separadas en
la frontera, en imágenes que provocan una primitiva indignación, pero las
crueldades que visitan a los inmigrantes sin papeles que ya residen en EE.UU.,
y que ocupan el escalón más bajo de la fuerza de trabajo, han recibido mucha
menos atención. Hay miles de ellos que viven acorralados por el miedo, y esa es
la realidad de California, a pesar de sus leyes de asilo. Algunos californianos
sostienen que las leyes de asilo han empeorado la situación, al convertir al
ICE en una fuerza paramilitar itinerante que está reforzada por un presupuesto
cada vez mayor y alentada por el desprecio declarado del presidente.
A todos los lugares donde fui en el valle de San
Joaquín, el miedo a la migra era
palpable. Algunos braceros tenían miedo a salir de casa para ir al campo, o
incluso ir a la tienda a comprar comida, por la presencia generalizada de
miembros del ICE, en coches con el logo y en coches secretos. En Radio
Campesina, una red de emisoras en español del valle, propiedad de la Fundación
César Chávez, la gente llama para avisar a los oyentes de los lugares donde se
han visto agentes del ICE (en un supermercado, en una escuela, en un control de
carretera improvisado, etc.). “Les contamos a nuestros oyentes lo que está
pasando ahí fuera, lo que se pueden encontrar, lo que tienen que evitar”, me
explicó el gerente de la delegación de Bakersfield de Radio Campesina. “Damos
avisos sutiles, les mantenemos informados. Pero tenemos que asegurarnos de que
vienen de llamadas aleatorias o podrían procesarnos por obstrucción a la
justicia”.
La policía federal parece intentar deportar a tantos
inmigrantes como puede y hacerle la vida tan imposible al resto que terminen
yéndose por su cuenta. Los agentes del ICE recorren el valle buscando mexicanos
que hayan entrado en el sistema judicial por infracciones leves (multas,
citaciones y, en el peor de los casos, por delitos sin víctimas de conducción
bajo los efectos del alcohol). El marido de una mujer con la que hablé fue
deportado por una multa sin pagar por exceso de velocidad después de haber
vivido en California durante 22 años.
En las oficinas centrales del UFW en el centro de
Fresno, me reuní con un grupo de 12 voluntarios que asesoraban judicialmente a
los inmigrantes de todas las ciudades principales de los valles de San Joaquín
y Salinas. Todos me contaron que estaban inundados por un flujo virtualmente
interminable de trabajadores aterrorizados que estaban muertos de miedo por su
futuro. “Nuestro principal trabajo consiste en informar a la gente sobre cómo
tratar con el ICE”, me dijo Fátima Hernández, una asesora del UFW que trabaja
en la oficina de Bakersfield. “Cómo evitar que los arresten y los deporten”.
Las instrucciones son simples y rigurosas: no respondas a ninguna pregunta, no
firmes nada, no enseñes ningún documento, no dejes que ningún agente entre en
tu casa a menos que pase una orden judicial con tu nombre por debajo de la
puerta. Instan a los inmigrantes a que saquen fotos y hagan vídeos, a que
anoten los números de placa y modelos de coche: “Prepárate para enseñar
exactamente lo que sucedió”. Su principal protección es la Quinta Enmienda, que
concede incluso a los extranjeros el derecho a guardar silencio.
Hernández y sus compañeros parecían estar muy
afectados por el clima de miedo que estaba recorriendo el valle “como una
descarga eléctrica”. Todos los inmigrantes que han arrestado allí han acabado
en Mesa Verde, una cárcel privada de Bakersfield en la que, a causa de la falta
de apoyo y la pobreza de los inmigrantes, es casi imposible contratar representación
judicial. Ahí es donde intervienen Hernández y los asesores jurídicos, “una
gota en el océano”, dice. Los detenidos “comparecen” ante el juez desde la
cárcel, mediante una videoconferencia con el juzgado de Sacramento, a 460
kilómetros de distancia. Las sentencias se dictan en cuestión de minutos. El
número de casos atrasados es enorme, la corte tiene innumerables litigios
pendientes y los hace avanzar sin ninguna sensibilidad.
Desde 2005 hay más mexicanos saliendo de
ee.uu. que entrando, y eso no solo es consecuencia de la mano dura en la
frontera
Hernández instruye a los padres para que preparen a
sus hijos para lo peor. Uno de los temas de conversación es qué pasa si tus
padres no regresan hoy a casa. Antes la gente se sentía insegura, pero más o menos
tenían la sensación de que su labor era necesaria, que se les valoraba, cuando
menos, por su disposición para realizar el trabajo que nadie más quería hacer.
Sus hijos podían ir a la escuela y vivir, la mayor parte del tiempo, sin el
miedo a que sus padres desaparecieran, incluso durante las agresivas políticas
de deportación de Obama. Ahora, ni la gente en situación legal provisional
solicita los cupones de comida, las ayudas al desempleo, el programa Head Start
(de salud, educación y nutrición infantil) o los servicios para el desarrollo
infantil. El Gobierno de Trump anunció hace poco un cambio en las normas que
hará que los inmigrantes y los que tienen la green card [la tarjeta de residencia
permanente de EE.UU.] queden inhabilitados para la naturalización si han
recibido o solicitado ayudas sociales. La gente sin trabajo, como los braceros
lo están indefectiblemente durante una parte del año, prefiere pasar hambre
antes que arriesgarse a que les pongan en una lista negra del gobierno.
La paranoia se ha apoderado de todos los aspectos de
la vida. La actividad cívica, como acudir a las reuniones municipales y a otros
eventos públicos, se ha estancado casi por completo. “La gente se cambia el
nombre o pide que se oculte su cara cuando accede a testificar o compartir su
historia en los medios”, me explicó Eriberto Fernández, un organizador cuyos
padres todavía recogen uvas de mesa en el condado de Kern. “Algunos ni siquiera
quieren que se les vea en nuestra página de Facebook”. Cuando era niño, sus
padres le llevaban al campo porque no tenían a nadie que pudiera cuidarlo
mientras trabajaban. “Cuando tenía siete u ocho años empecé a trabajar junto a
ellos después de clase. Lo típico”. Hoy en día Fernández inscribe a los latinos
para que voten, con escaso éxito.
La gente nos dice: “Votamos la última vez y las cosas
están peor. Ya no votamos más”. La participación en las primarias del 5 de
junio registró el nivel más bajo de votantes latinos de la historia en el
condado de Monterrey. Sencillamente existe un gran pesimismo entre los latinos
de primera, segunda y tercera generación, latinos que son ciudadanos
estadounidenses.
Puede que a algunos de ellos les molesten los
ilegales o los miren con desprecio o sencillamente ni piensen en ellos. Una
minoría significativa (entre 25 y 30% según la mayoría de registros) apoya la
legislación republicana sobre armas y se opone al aborto.
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En Delano, conocí a una mujer de 18 años llamada
Rufina García. Vivía en EE.UU. desde que tenía un año y medio; sus padres mixtecos
la trajeron con ellos desde la ciudad de Putla, en Oaxaca. Los dos trabajaban
en el campo, se mudaban siguiendo las cosechas y recolectaban cerezas, uvas,
mandarinas y naranjas. En 16 años y medio en Estados Unidos habían tenido cinco
hijos más, todos ellos nacidos en el valle de San Joaquín.
Llevaban meses observando cómo los agentes del ICE
les rondaban y seguían sus movimientos. Los agentes aparecían en el
aparcamiento del edificio donde vivían o en la escuela de los niños o
sencillamente conducían detrás de ellos, para hacerles saber que habían sido
identificados, que les estaban observando. Ni Rufina ni sus padres entendían
por qué (por lo general la migra persigue
a personas con antecedentes). “Mi hermano se volvió un experto en distinguirlos
mientras mi padre conducía”, me explicó. “Se puede reconocer a los coches
secretos por la matrícula. Mi padre estaba muy preocupado. Sabía lo que podían
hacernos. Podían quitárnoslo todo. No paraba de preguntarme, ¿por qué a
nosotros?”.
A las 6 de la mañana del 13 de marzo, sus padres
dejaron a la hermana de Rufina en el instituto RFK para que acudiera a una
clase temprana de atletismo. Mientras se alejaban con el coche, dos agentes del
ICE que habían estado siguiéndolos desde que salieron de casa les dieron las
luces para que se detuvieran en el arcén. El padre de Rufina, Santos, obedeció,
pero cuando los dos agentes estaban caminando hacia el coche, entró en pánico y
apretó el acelerador. Los agentes iniciaron una persecución a gran velocidad.
Santos chocó con un poste de la luz y el coche volcó sobre uno de sus lados. El
padre y la madre de Rufina fallecieron en el accidente.
Al final resultó que los agentes del ICE habían
confundido a Santos con su hermano, Celestino, al que querían deportar por un
delito de conducción bajo los efectos del alcohol, que había cometido en 2013,
aunque ese delito no comportara cargos por conducción imprudente y ya se
hubiera resuelto en los tribunales de forma satisfactoria. Las muertes
conmocionaron a los braceros del valle. Parecía algo más que un accidente;
parecía ser el resultado natural de lo que todos experimentaban, de una forma u
otra, bajo la vigilancia de la migra. Cientos de personas acudieron al
funeral. Los cámaras y los equipos de televisión se precipitaron. Arturo
Rodríguez, el afectuoso presidente del UFW, hizo acto de presencia y el funeral
adquirió un aura de tímida manifestación.
Poco después del funeral, los agentes del ICE
desplazaron múltiples coches para rodear a Celestino en su casa y apresarlo
como si fuera un delincuente peligroso. Le deportaron inmediatamente, y tuvo
que dejar atrás a su mujer y a sus cuatro hijos, dos de los cuales son
ciudadanos estadounidenses. Firmó bajo coacción sus propios papeles de
deportación, lo que significa que le expulsaron de EE.UU. sin juicio y nunca
más podrá volver. Rufina cree que el ICE convirtió su arresto en un espectáculo
porque había concedido entrevistas a la prensa sobre el accidente y el daño que
eso había causado a la familia. “Nos estaba ayudando emocionalmente”, me
explicó. “Era como un hijo para mi padre; él lo crió”.
Ahora Rufina (una de las llamadas dreamer [soñadora],
sin estatus jurídico reconocido y con la política que controla su destino, la
Acción diferida para los llegados en la infancia –DACA, por sus siglas en
inglés–, en un limbo judicial) tenía que cuidar de sí misma, de sus cinco
hermanos, el más pequeño de los cuales tiene ocho años, y de su propio hijo de
un año, William. Tenía los ojos opacos e invariablemente tristes. Tuve la
sensación de que estaba viviendo en dos mundos: uno en el que los dos
conversábamos educadamente y un mundo de pesadilla del que parecía ser incapaz
de escapar o comprender.
Quería que viera el altar de sus padres junto a la
carretera, cerca del lugar donde fallecieron. De camino, pasamos por delante de
Forty Acres, el polvoriento solar que antes ocupaba la gasolinera en la que, en
1968, César Chávez realizó un ayuno de 25 días para atraer la atención hacia
una huelga contra los Hermanos Giumarra, los productores de uvas de mesa más
grandes del valle. Robert Kennedy visitó a Chávez el día que terminó el ayuno,
y este acontecimiento hizo famoso a Chávez y otorgó visibilidad nacional al
drama de los braceros de California: 70.000 vendimiadores se afiliaron al
sindicato en 1970, después de que los huelguistas, con la ayuda de un boicot
nacional a las uvas, triunfaran.
En la actualidad, el UFW representa solo a unos
10.000 trabajadores, en parte porque Chávez concibió el sindicato como un
movimiento social que facilitaría todo a sus miembros (vida religiosa, vida
social y vivienda) en lugar de limitarse a ser un representante de la
negociación colectiva que se centrara de forma tediosa (y según Chávez
materialista) solo en aumentos de sueldo y prestaciones. En ese sentido, lo que
el UFW podía proporcionar tenía un límite y muchos braceros se sintieron
atraídos por los Teamsters,
que comenzaron a negociar contratos con los productores después del éxito
inicial que tuvo el UFW en la década de 1970. En el fondo, Chávez era un católico
místico que denominaba a sus ayunos “actos de penitencia”, en lugar de huelgas
de hambre. Paul Chávez me contó que habría ido a misa todos los días si hubiera
podido.
Existen otras razones por las que disminuyó el apoyo
al UFW. Después de convertirse en gobernador en 1983, George Deukmejian
devolvió el favor a los productores por el apoyo que le habían prestado
desmantelando la Junta de relaciones laborales agrícolas que Jerry Brown había
creado, lo que supuso un duro golpe a las capacidades organizativas del
sindicato. La naturaleza itinerante del trabajo agrícola, combinada con el
hecho de que en la actualidad casi ningún bracero cuenta con la protección
jurídica que otorga la ciudadanía estadounidense, hace que organizarse sea más
difícil. Los beneficios a largo plazo sirven de poco a unos peones que podrían
ser deportados en cualquier momento y que necesitan cada céntimo de sus sueldos
para alimentarse ellos y a sus hijos. Vi con mis propios ojos la futilidad de
que un representante del UFW intentara conseguir que los recolectores de
tomates contrataran un plan de pensiones con el sindicato. El propio concepto
les parecía absurdo, era como pedirles que tiraran directamente su dinero al
mar.
El altar a los padres de Rufina estaba situado en una
sofocante carretera de dos carriles cerca del desvío hacia la cárcel de North
Kern, que podíamos avistar entre el calor, cercada por bobinas de alambre de
espino reluciente. ‘CÁRCEL, NO RECOJA A AUTOESTOPISTAS’, se podía leer en un
cartel situado junto a la carretera. Al otro lado de la carretera había otra
cárcel, para mujeres. Las imágenes de las cámaras de seguridad de la cárcel
mostraban a los agentes del ICE a toda velocidad por la carretera vacía persiguiendo
a Santos y Marcelina y demostraban que habían mentido cuando le dijeron a la
policía de Délano que no les habían perseguido, pero no les procesaron. Una
mujer que iba de camino a su puesto de trabajo en la cárcel se detuvo y sujetó
la mano de Marcelina a través de la ventanilla del coche volcado mientras
fallecía. Los agentes aparcaron a medio kilómetro de distancia y no prestaron
asistencia. Cuarenta minutos después, llegó una ambulancia.
El altar contaba la vida de los padres de Rufina:
flores, una lata de té frío Arizona, un jarrón rosa, una cruz con una estatua
de la virgen de Guadalupe, un frasco de salsa picante, el faro delantero de un
coche viejo, un tiesto con tierra negra y una lata de cerveza Tecate. Rufina
apuntó hacia una vela votiva que alguien había dejado ahí en su última visita.
Parecía ofrecerle consuelo, puesto que cree en la presencia invisible de los
muertos. Me explicó que las cáscaras de huevo repartidas por el suelo habían
sido dejadas por personas preocupadas “porque lo que les pasó a mis padres
pueda sucederles a ellos”. Con una voz firme, como para asegurarse de que no
había malentendidos, añadió: “Dijeron que había sido culpa de mis padres por
asustarse y arrancar el coche. Pero no era culpa suya, solo estaban yendo a trabajar”.
Un portavoz del ICE culpó de las muertes a las leyes de asilo de California,
que “han obligado al ICE a salir de las cárceles y fuerzan a nuestros oficiales
a asegurar el cumplimiento de las normas en la comunidad, y esto representa un
mayor riesgo para las fuerzas del orden y para el público. De igual modo,
aumenta las probabilidades de que el ICE encuentre a otros extranjeros ilegales
que todavía no estaban en nuestro radar”.
La mano dura del ICE es solo uno de los elementos de
un plan para deportar a todos los mexicanos sin papeles que ocupan el escalón
más bajo del mercado de trabajo y eliminar por completo la nueva inmigración
procedente del otro lado de la frontera sur. El Congreso ya está preparando un
mecanismo para sustituir a esos trabajadores por un programa completamente
nuevo de “trabajadores visitantes”.
Según la ley de trabajadores visitantes en vigor,
cuyo objetivo es solucionar las emergencias de escasez de mano de obra, los
trabajadores visitantes salen caros: los empleadores deben pagar el viaje de
ida y vuelta a su país de origen y proporcionar alojamiento mientras dure el
contrato, que no puede sobrepasar el año. La ley está pensada para disuadir a
las empresas de diseñar un superávit de mano de obra importando un número ilimitado
de mexicanos que rebajen los sueldos de los trabajadores que ya residen en
Estados Unidos, como sucedió durante la aplicación del Programa Bracero, entre
1942 y 1964, que se implementó como respuesta a la escasez de trabajadores
agrícolas durante la Segunda Guerra Mundial.
Un proyecto de ley patrocinado por el representante
de Virginia en el Congreso, Bob Goodlatte, busca ablandar (y en algunos casos
eliminar) los requisitos para los empleadores, como por ejemplo el alojamiento
y el transporte obligatorios, con el objetivo de crear una enorme reserva de
dos millones o más de trabajadores visitantes acreditados. Si se aprueba la
ley, piensan sus patrocinadores, será económicamente viable no contratar a más
trabajadores mexicanos indocumentados y deportar a casi todos los que viven
ahora mismo en Estados Unidos.
Con la legislación Goodlatte, los trabajadores
visitantes podrían ser contratados durante un máximo de tres años y se les
pagaría el salario mínimo del estado al que vayan a trabajar: 7,25 dólares en
Texas, 8,25 dólares en Florida, 10 dólares en Arizona y 11 dólares en
California, que son los estados que emplean un mayor número de braceros. Y lo
que es más importante, no se les permitiría traer a sus esposas o a sus hijos.
Solo podrían trabajar para el empresario que les contrate; si les deniegan el
pago de su sueldo o les maltratan en el trabajo, no podrían acudir a la
justicia ni buscar trabajo en otro lugar; si les despiden, serían deportados
inmediatamente, y lo pagarían de su propio bolsillo; si huyen, se les
perseguiría como fugitivos; y, por último, al menos un 10% de su sueldo se
retendría hasta finalizar el contrato, para asegurarse de que abandonan el
país.
Le pregunté a Arturo Rodríguez (que ya se ha jubilado
como presidente del UFW) si esas condiciones atraerían a un número
significativo de trabajadores. Me aseguró que sí: “Los trabajadores del campo
del sur de México ganan el equivalente a 10 o 13 dólares al día, así que les
merece la pena viajar a EE.UU., incluso con esas restricciones. Ahora mismo, ya
tienen que sobornar a los encargados de las contrataciones para que les
seleccionen como trabajadores visitantes”.
La ley Goodlatte fue rechazada en el Congreso a
mediados del año pasado, pero una versión revisada tiene el apoyo de 203 miembros
del Congreso, a solo 15 votos del número necesario para aprobarla. El
presidente de la cámara Paul Ryan y el presidente del bloque mayoritario Kevin
McCarthy, que representa a una parte del valle de San Joaquín, indicaron su
deseo de someterlo a votación antes de la investidura del nuevo Congreso en
enero de 2019. [NdT: tanto Paul Ryan como Bob Goodlatte abandonaron sus puestos
en el Congreso en enero de 2019, por jubilación y relevo respectivamente, y la legislación no ha registrado
ningún avance durante este año]. A escala nacional, doscientas
agrupaciones agrarias han mostrado su apoyo al proyecto de ley, incluida la
Federación estadounidense de cámaras agrícolas. Los productores de California
se oponen porque incluye el requisito de que los empresarios sean los
encargados de verificar la legalidad del estatus migratorio de sus
trabajadores. Este requisito, afirmaron 30 agrupaciones agrícolas de
California, les “arruinaría”. Lo que quieren los productores con los que hablé
es un suministro puntual y suficiente de mano de obra barata que coseche sus
cultivos y que puedan controlar con facilidad. El actual sistema les funciona
desde hace un siglo. Y hasta que el anteproyecto de ley Goodlatte o cualquier
otro proyecto no les garantice mano de obra barata, seguirán cooperando con la
política californiana de restringir las redadas y las inspecciones del ICE en el
entorno de trabajo.
Hoy por hoy, existe una escasez de mano de obra cuya
magnitud no se ha visto en los últimos 90 años. Esto ha provocado que los
productores abandonen cultivos de frutas que requieren mano de obra intensiva
para plantar en su lugar almendros, que no necesitan tantos trabajadores. Los
precios del alojamiento, especialmente en el litoral del valle, han hecho que
sea todavía más difícil atraer y conservar trabajadores. En los últimos años,
millones de dólares de cultivos sin cosechar han sido enterrados o se han
terminado pudriendo en los campos.
“Estamos todos compitiendo por el mismo trabajador”,
afirmó John D’Arrigo, presidente de D’Arrigo Brothers, el productor más
importante de lechuga y brócoli del valle de Salinas, que cuenta con 15.400
hectáreas cultivadas. Las prácticas antisindicales de D’Arrigo fueron el motivo
de que se produjera un enconado boicot a la lechuga en la década de 1970, que
dirigieron Chávez y el UFW. En el verano del año pasado, la empresa firmó un
contrato con el UFW, cuyo único propósito era garantizarse mano de obra
constante. El resultado: 1.500 peones ganarán 13,35 dólares la hora y tendrán
cobertura médica completa del seguro médico del sindicato que pagará D’Arrigo
durante los meses que trabajen. A cambio, el UFW utilizará sus emisoras de
radio para difundir el mensaje de que D’Arrigo es un buen patrón y para
garantizar que cuando D’Arrigo les necesite, los braceros acudirán a los
campos.
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1. Está previsto que
aumente a 12 dólares por hora en 2019, 13 dólares por hora en 2020 y 15 dólares
por hora en 2022.
2. En 2014, había 5,8
millones de mexicanos sin autorización viviendo en EE.UU., una cifra inferior a
los 6,9 millones que había en 2007. Aproximadamente un 30 % reside en
California, más que en ningún otro estado con diferencia.