“Según Marx, el capitalismo es un sistema
injusto (explotación) e inestable (crisis). Pero es también, llegado a un
cierto punto, un sistema que aparece como irracional, a causa de la situación a
la que le han llevado los mismos éxitos derivados de su propio modo de eficacia”
Michel
Husson
Por Alfredo Apilánez
Crack del 29: tempestades de acero
Según relata el ilustre economista John Kenneth Galbraith en su
trepidante historia de la Gran Depresión, en
agosto de 1929, dos meses antes del estrepitoso crack de la bolsa neoyorquina,
fue recibida con gran alborozo la noticia de la instalación de emisoras de
radio en los trasatlánticos que surcaban el océano. El milagro tecnológico
evitaba a los especuladores de Wall Street sufrir la ansiedad generada por no
poder operar en el desquiciado parqué neoyorquino durante los interminables
seis o siete días que duraba el viaje a Europa. Un poeta anónimo celebró así la
prolongación del festín bursátil al puente del trasatlántico en alta mar:’ Nos
apiñábamos dentro de la cabina observando las cifras sobre el tablero; era
medianoche en el océano y una tempestad rugía amenazadora’.
Noventa años después, esta extraordinaria
revolución en las comunicaciones no deja de producir una sonrisa. Como refiere
un artículo reciente: “¿Cuántas cosas
puede hacer una persona durante un parpadeo? Muy pocas. Pues bien, en el
mercado hay margen para hacer casi 50.000 operaciones en el lapso de tiempo que
se tarda en abrir y cerrar los ojos. El uso de potentes ordenadores basados en
programas algorítmicos permite escupir miles de órdenes de compra y venta en
microsegundos. Este tipo de estrategia, conocida como ‘comercio de alta
frecuencia’, supone ya más del 50% del volumen de la negociación diaria en Wall
Street. Con cada movimiento, su objetivo es ganar 0,001 euros…Un martillo pilón
con el que hacer dinero si se acierta con el modelo”. Tal abismo tecnológico
pareciera imposibilitar el establecimiento de arriesgadas analogías entre las
dos épocas. O quizás no sea así y, por debajo de las apariencias, haya tal vez
notables similitudes entre el pujante fordismo de la belle époque y el capitalismo cognitivo de las
plataformas y startups de
nuestros días.
“Muchas cosas iban mal, pero el desastre parece haberse debido
principalmente a tres causas: la pésima distribución de la renta -el 5 por
ciento de la población con rentas más altas recibió aproximadamente la tercera
parte de toda la renta personal de la nación-; la desastrosa estructura
bancaria, constitutivamente frágil y excesivamente apalancada y especulativa y, last but not least, los míseros
conocimientos de economía de la época que, por apego a los viejos dogmas del laissez faire, maniataron
cualquier posibilidad de una política activa. El temor de una fantasmagórica
inflación fortaleció los llamamientos en favor de un presupuesto equilibrado y
la negativa a intervenir del gobierno agravó la deflación y la depresión”. Este
sucinto resumen que hace Galbraith describe las causas de la formidable crisis
de… ¡hace 90 años! ¿No nos resultan extraordinariamente familiares? ¿Tanto se
parece el vetusto capitalismo financiarizado de la crisis de las subprime al lozano fordismo que colapsó en el crack
del 29?
Aunque la pervivencia del arcaico patrón oro –que para Keynes no representaba
otra cosa que una ‘bárbara reliquia’-, el feroz proteccionismo y los agudos
desequilibrios monetarios, derivados de las deudas acumuladas tras la primera
conflagración mundial en el mundo ‘sin patrón’ de entreguerras, no permiten
llevar muy lejos la analogía, las similitudes siguen siendo notables. Es
evidente que hay un patrón común entre ambas hecatombes, cuya punta del iceberg
es la vorágine especulativa y la exuberancia irracional, que alimentan la
ilusión de lo que Marx llamó la explosión del capital ficticio: el dinero que
se reproduce a sí mismo sin “mancharse” en la producción, pugnando por
emanciparse del trabajo vivo. El mismo ‘martillo pilón’ en las tiras agujereadas
de los primitivos teletipos que en las enormes pantallas de los
superordenadores del trading de
alta frecuencia. Y la misma brusca interrupción de la euforia: “El lunes 21 de
octubre de 1929, el mercado bursátil sobrevaluado comenzó su caída. Logró una
breve recuperación a mediados de semana, pero 7 días más tarde, el Martes
Negro, volvió a derrumbarse: se pusieron a la venta 16 millones de acciones y
no había compradores. El juego se había acabado”. Idéntico final abrupto del
festín especulativo erigido sobre la montaña de hipotecas basura, empaquetadas
en creativos productos de ingeniería financiera y esparcidas por todo el
sistema financiero mundial, que reflejaban las escenas de pánico posteriores a
la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre negro de 2008. Y, por debajo
del aparatoso derrumbe del castillo de naipes, la misma causa profunda
expresando la contradicción esencial del sistema de la mercancía. En palabras de Marx: “La razón última de
todas las crisis sigue siendo la pobreza y el consumo restringido de las masas,
en oposición al impulso de la producción capitalista para desarrollar las
fuerzas productivas como si sólo el poder de consumo absoluto de la sociedad
constituyera su límite”. La crisis derivada de la enloquecida especulación
financiera representando pues, no una situación excepcional debida a una
confluencia de infortunios, sino la dinámica ordinaria de un sistema tendente a
desconyuntarse.
Hay, empero, una
diferencia esencial entre las dos situaciones: la capacidad del puesto de mando
del capital global para cronificar su degradación, evitando a duras penas la
catástrofe de los años treinta, mediante el uso de la fábrica de dinero y la
política monetaria a cargo del gran demiurgo del capitalismo actual, la
todopoderosa banca central independiente. Abismal contraste pues entre la
torpeza paralizante de los gestores políticos y monetarios ante el crack del 29
y la astuta pericia de los actuales encargados de la gobernanza de la fábrica
de dinero.
“Liquidad trabajo, liquidad stocks, liquidad agricultores y
propiedad inmobiliaria. El lujo y la buena vida desaparecerán. La gente
trabajará más, tendrá una vida más moral. Los valores se ajustarán y la gente
emprendedora cogerá los restos del naufragio de la gente menos competente”.
Había que ‘purgar la podredumbre’ para que el organismo se regenerara. Este
alegato fustigador, con tono de maldición bíblica, corresponde nada menos que
al secretario del Tesoro de EEUU en 1929, que encabezada el grupo conocido como
‘los liquidadores’, defensores acérrimos de la acendrada creencia en el laissez faire laissez passer como
la única vía de regeneración de las partes podridas del gangrenado organismo
económico.
La batalla contra la Gran Depresión fue la crónica de la impotencia
e incompetencia de los encargados de prevenirla y de paliar sus efectos: “El
Consejo de la Reserva Federal de aquellos tiempos era un organismo de
sobrecogedora incompetencia” describe inclementemente Galbraith. Coincidiendo,
dicho sea de paso, con el diagnóstico de Milton Friedman, el padre del
monetarismo neoliberal y de la ominosa doctrina del shock,
que, en su monumental obra sobre la historia monetaria de
EEUU, achaca unilateralmente a la torpeza y rigidez de la Fed la
responsabilidad de la debacle. La inacción de la fábrica del billete verde,
anclada en arcaicos principios prekeynesianos y premonetaristas, y la
fragilidad del sistema financiero –atomizado, sin garantía de depósitos y sin
prestamista de última instancia, funciones claves de la red “salvabancos” de la
banca central actual- amplificaron la onda expansiva y agravaron la parálisis
deflacionaria de los años 30. El historiador marxista Eric Hobsbawn remacha el
clavo de la impericia de los timoneles ante el aparatoso naufragio del
capitalismo de la belle
époque: “Nunca se hundió un barco con un capitán y una tripulación
más ignorantes de las razones de su mala fortuna y más impotentes para hacer
algo en contra de ellas”.
Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal en los años de la
debacle de las hipotecas basura, se disculpó ante Friedman, en nombre de
su institución, por la desastrosa política monetaria llevada a cabo durante la
durísima depresión de los años treinta: “Tenía usted razón. Fue culpa nuestra.
Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volveremos a hacerlo”. Y
ciertamente, cuando los cimientos del edificio volvieron a resquebrajarse,
amenazando de colapso al sistema financiero mundial, a fe que cumplió su
palabra: Bernanke fue, al mando de la Reserva Federal, el arquitecto de la
colosal inyección de dinero fresco –la famosa ‘expansión cuantitativa’, QE,
por sus siglas en inglés- que apuntaló el tambaleante sistema financiero
estadounidense tras el crack de Lehman Brothers.
Sin embargo, a diferencia de los escarmentados gestores del puesto
de mando del capital financiero, los popes de la pseudociencia económica,
siempre obsesionados con probar que el sistema de libre mercado se autorregula
y tiende al equilibrio y no a descoyuntarse –como afirman los fanáticos
marxistas, infelices pobladores del ‘bajo mundo’ de la economía-en crisis de
creciente virulencia, se cubrieron de “gloria” en ambas situaciones. El
ilustrísimo padre de la teoría cuantitativa del dinero, germen del monetarismo
friedmaniano y de la cruzada neoliberal de los años 70, aseguraba, como refiere
sarcásticamente Galbraith, justo antes del colapso, que todo iba viento en
popa: “Aquel otoño el profesor Irving Fisher de Yale dio a conocer su inmortal
estimación: ‘Los precios de los valores han alcanzado lo que parece ser un
nivel permanentemente alto’”. Comparen la preclara sentencia con el pronóstico
del fanático ultraliberal Robert Lucas, el padre de la pseudoteoría de las
expectativas racionales, -que propugna que los mercados se autorregulan sin
necesidad de ninguna intervención externa- en su discurso inaugural, nada menos que en
2003, como presidente de la American
Economic Association: “el problema principal para prevenir la
depresión se ha resuelto, a todos los efectos prácticos, y lleva de hecho
muchas décadas resuelto (sic)”.
Incluso el mito del salvífico ‘New Deal’ –el estímulo fiscal
público al rescate de la anémica inversión privada, como vía de superación de
la letal combinación de estancamiento y deflación que paralizaba las ‘venas de
la nación’- queda sumamente desvaído a la luz de los resultados obtenidos. El
economista marxista Michael Roberts describe la impotencia de la política
fiscal para restablecer la senda de crecimiento: “El régimen de Roosevelt
mantuvo déficits presupuestarios consistentes de alrededor del 5% del PIB a
partir de 1933, gastando dos veces más que los ingresos fiscales. Y el
gobierno contrató en tandas legiones de trabajadores en los programas de
empleo. Pero todo con poco resultado. El New Deal no puso fin a la Gran
Depresión”. El propio Keynes no tuvo más remedio que reconocerlo: “Es, al parecer,
políticamente imposible para una democracia capitalista organizar el gasto en
la escala necesaria para hacer los grandes experimentos que probarían mi teoría
– excepto en condiciones de guerra-”. Lawrence Summers, uno de sus más egregios
epígonos, abunda sobre el influjo benéfico de
la ‘tempestad de acero’ sobre la marcha de los negocios: “Muchos creen que los
acontecimientos del New Deal probaron que Alvin Hansen estaba equivocado acerca
de su tesis del estancamiento secular. Por el contrario, el hecho de que fuera
la Segunda Guerra Mundial la que sacara al mundo de la gran depresión es la
mejor prueba de este aserto. En ausencia del formidable gasto militar, la
trampa de liquidez deflacionaria habría sin duda persistido”.
Así pues, la cronificación
de la Gran Depresión se debió a la impotencia del, aparentemente pujante,
capitalismo fordista para regenerarse por sus propios medios y al relativo
fracaso –a pesar de toda la idealización posterior del remedio keynesiano- del
primer ensayo de aplicación del salvamento a gran escala a través de la
inversión pública. Ausente la intervención de emergencia de la Reserva Federal
al rescate del sistema financiero, sólo el keynesianismo bélico –que ya había
sido emprendido expeditivamente, con éxito inmediato, por el nazismo- y la
formidable destrucción provocada por las tempestades de acero de la Segunda
Guerra Mundial pudieron extirpar el tumor de la atonía crónica del capitalismo
hacia el fugaz destello de prosperidad de los ‘treinta gloriosos’.
Crack del 2008: tempestades
de dinero
“La doctrina más maligna
planteada nunca en el mundo monetario o bancario en este país es decir que la
función propia del Banco de Inglaterra es tener dinero siempre disponible para
abastecer las demandas de banqueros que han conseguido que sus activos no sean
negociables”
Walter Bagehot
En una reciente entrevista, el geógrafo David Harvey,
marxista de cabecera de los mass
media y de la izquierda reformista, afirmaba jocosamente que
la gran dificultad de la actividad revolucionaria en la actualidad residía en
que no existían ya Bastillas ni Palacios de Invierno que conquistar para
alcanzar el poder. Para ello habría simplemente que tomar la Reserva Federal. A
continuación, se preguntaba sarcásticamente, ante la hilaridad de los
presentes: ¿pues bien, y qué haríamos después? Los sedicentes marxistas patrios
Anguita y Monereo atribuyen incluso cualidades
divinas a la sacrosanta institución: “vivimos gobernados por la mano férrea de
un Banco Central omnipotente y, por lo que se ve, omnisciente” ¿Aciertan los
anteriores asertos al señalar el puesto de mando de la gobernanza del capital?
En ese caso, ¿Cómo ha llegado a convertirse la fábrica del ‘billete verde’ –en
agudo contraste con su impotencia en el crack del 29- en el organismo rector
del capitalismo neoliberal y el salvador del sistema financiero tras la debacle
de 2008?
La descripción que hace Thomas Piketty,
autor del best seller ‘El
capital en el siglo XXI’, de la ‘potencia de fuego’ de la banca central moderna
parece darles la razón: ‘la fuerza de los bancos centrales radica en que pueden
redistribuir la riqueza muy rápidamente, en principio en proporciones infinitas
(sic). Si fuera necesario, un banco central puede, en el lapso de un segundo,
crear tantos miles de millones como desee y depositarlos en la cuenta de una
institución o de un gobierno. En caso de urgencia absoluta (pánico financiero,
guerra, catástrofe natural), esta inmediatez y carencia de límites para la
creación de dinero son dos de sus ventajas irreemplazables”. ¡Vaya si lo son,
qué duda cabe!
Una institución dotada del fabuloso poder de ‘crear tantos miles de
millones como desee’ para ‘redistribuir la riqueza en proporciones infinitas’
debe sin duda dotarse de una aureola de misterio para ocultar al común de los
mortales la fuente de tan formidables atribuciones. Galbraith describe, con su
característica ironía, la liturgia esotérica de los todopoderosos ‘money makers’: “Estos hombres no
dan órdenes; a lo sumo sugieren. Manejan principalmente tipos de interés,
compran o venden títulos y, al hacer esto, estimulan la economía aquí y la
frenan allá. Debido a que el significado de sus actos no es comprendido por la
gran mayoría de la gente, se les concede razonablemente una superior sabiduría.
En algunas ocasiones, sus actos serán objeto de críticas, pero por lo general
se intentará descubrir en ellos significados ocultos. Tal es la mística de la banca central”.
Y ciertamente, con su aura de sobriedad franciscana, bien alejada
de la extravagante ostentación de los tiburones de Wall Street, los adustos
funcionarios al mando de tan espectrales instituciones aparentan tener el mundo
a sus pies. Cuando se dignan emitir alguna información acerca de tan
ininteligibles materias, los gurúes de las finanzas contienen la respiración,
expurgando los crípticos comunicados en busca de cualquier significado oculto
que proporcione un indicio de una modificación de la senda de tipos de interés
o de una reactivación de los estímulos monetarios a la languideciente economía.
Las exégesis acerca de cierta modulación de un críptico tecnicismo hacen correr
ríos de tinta, captando la atención de los “mercados” ante cualquier mal
presagio avizorado en el horizonte. Es legendario el impacto formidable de la
famosa sentencia –en este caso, de meridiana
rotundidad- del impertérrito banquero del euro para calmar a los implacables mercados
en el fragor de la crisis de la prima de riesgo de 2012: ‘el BCE está preparado
para hacer todo lo necesario para preservar el euro. Y créanme: será
suficiente’. En los tabloides de información económica proliferan los términos
procedentes del lenguaje sanitario -estímulos, inyecciones, salvamentos-
referidos a las decisiones de la fábrica de dinero en pos del ajuste de los
fallos del engranaje de la delicada maquinaria de la economía de mercado. Sin
duda, parece una carga demasiado pesada.
¿Cuáles son pues las
herramientas “mágicas” con las que cuenta esta todopoderosa institución y por
qué resultan tan neurálgicas para sostener a duras penas –a diferencia del
triste papel de su homóloga en 1929- la maltrecha arquitectura del capitalismo
financiarizado tras el desplome de 2008?
Al actuar como único emisor de la moneda de curso legal –dinero
fiduciario, despojado, a diferencia de los tiempos de la ‘bárbara reliquia’, de
cualquier ligamen material- tiene las manos libres para cumplir su función de
red salvavidas de la banca privada -prestamista de última instancia- y de
suministrador de reservas y de liquidez para el funcionamiento ordinario de los
circuitos de pagos y créditos, garantizando los depósitos y proporcionando
cobertura cuando vienen ‘mal dadas’. Lapavitsas resume su
papel de regulador y de garante del business
as usual de las finanzas globales –más allá de la función
ortodoxa, de dudosa eficacia, de fijación de los tipos de interés de
referencia- a través del monopolio de la producción de dinero de curso legal:
“El banco central desempeña, de este modo, un papel decisivo en el ascenso y
consolidación del dinero crediticio privado al convertirlo en una promesa de
pago con los pasivos del banco central, en vez de con el dinero mercancía. En
el capitalismo contemporáneo, el dinero crediticio promete básicamente pagar
con dinero del banco central (billetes y reservas bancarias), una vez que el
Estado lo ha declarado inconvertible en cualquier otra cosa”. La función clave
del banco central moderno es pues proporcionar soporte legal y material al
dinero-deuda creado ‘del puro aire’ por la banca privada -el 97% del
circulante-, facilitando de este modo la expansión crediticia y el crecimiento
del castillo de naipes de las apuestas de casino del sistema financiero global.
A pesar de sus ínfulas de omnipotencia, como resume Alejandro
Nadal, no se trata más que del ‘facilitador’ de la ‘máquina de succión’ de
riqueza real que representa el negocio de la banca privada: “El banco central
camina dándose aires de importancia y emite comunicados severos y formales,
como si fuera el dueño del negocio. En realidad no es más que el siervo fiel de
los bancos comerciales privados”.
Por si esto fuera poco, la fábrica de dinero –el ‘objeto por
excelencia’, como lo calificaba Marx- es totalmente independiente de los
poderes democráticos y tiene completamente prohibido proporcionar financiación
a los Estados a través de la adquisición de deuda soberana. Este golpe financiero pone al decimonónico
Estado-Nación a los pies de los caballos de los manejos especulativos de la
banca privada y de los designios de las oscurantistas agencias de calificación de riesgos.
Se propulsa de este modo el fabuloso negocio que representa la deuda pública,
una máquina de succión de riqueza real en forma de colosales pagos de intereses
a cargo del erario público hacia las arcas de los banqueros. Stephen Lendman
hace una exacta descripción del
extravagante mecanismo: “La Ley de la Reserva Federal da a los banqueros el más
importante de todos los poderes. Al que la mayoría de los gobiernos jamás debieran
renunciar. La autoridad para crear dinero. Éste se presta al gobierno
cobrándosele interés por su propio dinero. Más tarde, es devuelto, menos gastos
operativos, y un beneficio garantizado de un 6%. Los contribuyentes pagan la
cuenta”
¡Qué extraordinario contraste con la ‘sobrecogedora incompetencia’
de sus predecesores ante el crack del 29! La fulminante respuesta al desplome
de los mercados financieros mundiales en 2008 por parte de la Reserva Federal,
a través de la taumatúrgica QE (compras de bonos y de toneladas de activos
tóxicos a la moribunda banca comercial y de inversión a cambio de dinero
fresco, graciosamente emitido del ‘puro aire’ en pantallas electrónicas por la criatura de Jekyll Island)
representa el ejemplo paradigmático de la extraordinaria relevancia de la
fábrica de dinero en la cúspide de la gobernanza del capitalismo senil: antes
de 2008, el balance del BCE –que siguió
dócilmente, aunque con retraso, las directrices de su guía estadounidense- era
de 1 billón de euros -el diez por ciento de la producción de la zona euro-.
Desde entonces, se ha disparado a nada menos que ¡4,7 billones de euros!, casi
la mitad del PIB de la eurozona, lo que da una idea del formidable salvamento
del sistema financiero llevado a cabo por el dueño de la fábrica de dinero.
Una cuestión surge inmediatamente. La fórmula Lawrence Summers, uno de los
más ilustres popes neokeynesianos y asesor económico de varios presidentes:
“¿Realmente puede la banca central ser la herramienta principal de la
estabilización macroeconómica en el mundo industrial durante la próxima
década?” La respuesta de Piketty pone las cosas en su sitio: “los bancos
centrales tienen el poder de evitar la quiebra de un banco o de un gobierno
pero no tienen el poder para obligar a las empresas a invertir, a los hogares a
consumir y a la economía a reanudar el crecimiento”. Comienza a disiparse pues
el espejismo de la omnipotencia de quienes pueden crear en un segundo ‘tantos
millones como deseen’. Si los magos de los papelitos de colores no pueden
atajar –podría incluso afirmarse que su ascenso a la cúspide de la gobernanza
global es una meridiana expresión del bloqueo de los mecanismos saludables de
la acumulación de capital- la degradación progresiva del sistema de la
mercancía, ¿cuáles son los efectos que los formidables trucos de la fábrica de
dinero tienen en las múltiples fallas tectónicas sobre las que se asienta el
capitalismo senil tras la salida en falso del desplome de 2008?
El ‘mundo fantástico’ del
capitalismo desquiciado
“El dinero, la sangre vital de
la nación, se estanca e infecta en sus venas, a menos que una buena circulación
garantice su movimiento y su calor”
Jonathan Swift
El economista marxista Michael Roberts califica el capitalismo actual de
‘mundo fantástico’, irracional, carente de lógica incluso según sus propias
premisas: “Ahora estamos en un mundo económico donde parece que hay una especie
de ‘pleno empleo’, pero con estancamiento de los salarios reales, bajas tasas
de interés e inflación y, sobre todo, una inversión productiva baja. Por el
contrario, el mercado de valores de Estados Unidos se dirige a nuevos máximos.
La deuda corporativa está aumentando rápidamente a nivel mundial con la emisión
de obligaciones de las principales compañías a bajas tasas de interés con el
fin de volver a comprar sus propias acciones y así aumentar su precio y
continuar la fiesta”. ¿Ausencia de inflación tras la mayor inundación de
liquidez en los circuitos financieros de la historia? ¿Pleno empleo con
estancamiento salarial y acelerada precarización de las condiciones de trabajo?
¿Grandes multinacionales endeudándose para comprar sus propias acciones y
repartirse los dividendos? ¿Tiene algo que ver esta surrealista operativa con
la función asignada a la libre empresa por la teoría económica y por los
apóstoles del libre mercado en las tribunas mediáticas? Hasta los oráculos de
la ortodoxia expresan su incredulidad ante tamaña aberración. En un artículo
muy detallado, The
Economist, el tabloide de referencia de los gurúes de los
sacrosantos “mercados”, constata preocupado que “los mercados
son alcistas en todos los activos. Hay numerosas burbujas. En los mercados
bursátiles pero también, una vez más, en el sector inmobiliario”. El tono es
alarmista. “Pronto o tarde una o varias de estas burbujas van a estallar, tal vez
simultáneamente”. Todo indica pues que la catástrofe acecha de nuevo
irremisiblemente.
Las señales de inquietud se disparan: la fragilidad –remitiendo a
la famosa hipótesis del economista
poskeynesiano Hyman Minsky- del sistema financiero intimida incluso a sus
partícipes y apologistas. La deuda global –un formidable 300% de la riqueza
mundial-, principalmente deuda privada de las grandes corporaciones, es un
enorme castillo de naipes a punto de colapsar. Los desconcertados predicadores
de la música celestial de la teología económica observan aterrados la inversión de la curva de rentabilidad
de los bonos soberanos, la congelación sine
die en el 0% de los tipos de interés de la mayor parte de los
bancos centrales y la extensión sin límites de la excepcionalidad en la
política monetaria: en Dinamarca, un banco hipotecario está ofreciendo
préstamos al -0.1%, en otras palabras, ¡está pagando para que usted se haga una
hipoteca! “Está fuera de toda lógica pensar que un préstamo puede llegar a ser
oneroso para el prestador”, expresaba estupefacto un directivo de
Bankinter ante la surrealista situación de tener que pagar intereses a los prestatarios
de hipotecas de tipo variable con un Euríbor situado actualmente ¡en el -0,4%!
Más del 20% de todos los bonos gubernamentales y algunos corporativos tienen
tasas de interés negativas. Roberts explica una vez más el trasfondo real
del surrealista ‘mundo fantástico’ del capitalismo desquiciado: “¿Por qué los
inversores en bonos están haciendo esto? Básicamente porque temen una
recesión global que causaría un colapso en los mercados bursátiles y de otros
activos financieros de riesgo”. Y todo ello en medio de graves tensiones
comerciales y cantos de sirena prebélicos, aventados por el energúmeno de la
Casa Blanca, en estéril pugna por exorcizar los malos augurios que
anuncian los estertores imperiales.
Múltiples botones de muestra certifican
el nivel de aberración económica alcanzado como consecuencia de los efectos
colaterales de la política monetaria ‘no convencional’: “Por ejemplo, el
anuncio de Ford Motor Company sobre el despido de 12.000 trabajadores en toda
Europa a fines de junio de este año fue recibido con éxtasis en los mercados de
acciones. Los precios de las acciones aumentaron inmediatamente en un tres por
ciento, ya que los inversores financieros anticiparon que la mayor explotación
de la fuerza laboral restante liberaría efectivo para mayores pagos de
dividendos y recompras de acciones”.
Incluso los capos del cotarro con buena conciencia están
preocupados porque los dones de la prosperidad no parecen derramarse sobre las
capas menos favorecidas. Ray Dalio, uno de los gestores de fondos de cobertura
más exitosos, expresa la jeremiada al uso: “Hay que
rediseñar el capitalismo para que funcione para todos”. Según el multimillonario
con ínfulas filantrópicas, desde 1980 no ha habido un crecimiento real del
salario para la mayoría de los estadounidenses, un 40% de sus ciudadanos
carecen de cualquier tipo de ahorro y la brecha entre los ricos y los que no lo
son es muy similar a la de la década de los treinta, justo antes de la Segunda
Guerra Mundial. Esta es una sociedad de dos direcciones: una minoría está
sacando partido del capitalismo actual, y aumenta su riqueza, mientras que la
gran mayoría está perdiendo pie”. Una abogada de un bufete especializado en
asesoramiento financiero, McGee, lamentaba que “mucha gente se percibe
estancada en sus empleos y ha de trabajar más horas sin que sus salarios
aumenten, y al mismo tiempo ven cómo los directivos cada vez ganan más y más.
De esta tensión entre las vidas de unos y otros nacería el impulso populista”.
Y, a despecho de su condición de beneficiarios de la máquina de
succión de las finanzas globales, motivos de alarma no les faltan. La
desigualdad social de rentas y de riqueza está en niveles record en todo el
mundo; el desempleo, el subempleo y la precariedad siguen en valores elevados
en muchos países; los precios de compra y, sobre todo, de alquiler de vivienda
vuelven a ser prohibitivos y los niveles de deuda estratosféricos que provocaron
la crisis de 2008 se han nada menos que duplicado.
Entonces, ¿para qué ha servido el pretendido ‘bálsamo de Fierabrás’
de la QE, que iba a derramar –los gurúes de la música celestial lo llaman
‘efecto goteo’- sus dones sobre el bendito
emprendedor y el soberano consumidor reactivando el circuito virtuoso de la
inversión y el empleo? ¿Realmente era capaz, como se preguntaba Summers, la
ingeniería financiera de la “omnipotente” banca central de propulsar el
capitalismo senil y sacarlo de su atonía crónica? O, por el contrario, como dice Paul
Toynbee: “descubrimos que Ciudad Esmeralda no es sino un espejismo, gobernada
por un mago, un hombre chiquito, que no sabe controlar sus propios trucos”.
Resalta el hecho de que más de diez años después de la crisis financiera
mundial, cualquier retorno a lo que antes se consideraba una política monetaria
“normal” está más lejos que nunca, y la economía y el sistema financiero
dependen completamente de la provisión de dinero ultra barato proveniente de
los bancos centrales. Este es pues el papel real del demiurgo del capitalismo
desquiciado y de sus tempestades de dinero: servir de soporte de la colosal
extracción de riqueza real que representa la máquina de succión de las finanzas
globales, ampliando el abismo entre los ufanos especuladores rentistas y los
crecientemente explotados asalariados y abriendo enormes fallas en las, cada
vez más frágiles, placas tectónicas sobre las que se asienta el capitalismo
senil.
¿Cómo se ha llegado a este estado de marasmo surrealista de las
burbujas especulativas y la miseria rampante, en medio del descontrol
irracional provocado por los trucos de la fábrica de dinero? ¿Cuáles son los
rasgos que caracterizan esta tendencia degenerativa hacia la hipertrofia de la
esfera financiera ante la atonía creciente de la productividad y la acumulación
de capital, motores saludables del capitalismo ‘comme il faut’?
La metamorfosis de la
inflación: símbolo del capitalismo desquiciado
“La inflación es una enfermedad,
una peligrosa y a veces fatal enfermedad que, si no es controlada a tiempo,
puede destrozar una sociedad”
Milton Friedman
La metamorfosis que ha sufrido la ‘lucha contra la inflación’ y el
papel crucial que han tenido en la evolución del capitalismo en el último medio
siglo los tratamientos presuntamente diseñados para controlarla nos pueden
ayudar a entender la génesis del capitalismo desquiciado. De hecho, el control
de la inflación es el único objetivo explícito de la política
monetaria del BCE. ¿A qué se debe esta importancia capital que concede el
discurso dominante al combate contra la inflación –muy por encima de otros
objetivos, aparentemente más razonables, como reducir el desempleo crónico o la
desigualdad galopante-, como principal pilar de la ‘estabilidad
macroeconómica’?
Tras el final abrupto de los ‘treinta gloriosos’, el espectro del
estancamiento secular de los terribles años 30 -encarnado esta vez en la
llamada estanflación, coincidencia de altos
niveles de desempleo e inflación, que destruía los fundamentos económicos de
los años del ‘milagro de posguerra’- reapareció con inusitada virulencia a
principios de los años 70. Esto cambió el carácter de la inflación alterando
profundamente la matriz de rentabilidad del capitalismo. La inflación como la
vía de recuperación de la tasa de beneficio, mediante subidas de precios a
cargo de las grandes multinacionales oligopólicas, y la financiarización como
sostén de la anémica demanda salarial, deprimida por el embate neoliberal,
conformaron la nueva arquitectura de la gobernanza del capital. Husson explica el
uso de la inflación por parte de las grandes corporaciones como vía de
restablecimiento de la rentabilidad: “Ahí está la clave de una explicación de
la estanflación en Estados Unidos diferente al recurso a las anticipaciones y
otros delirios monetaristas. Es claro que la caída de la tasa de beneficio a
partir de 1967, hasta inicios de los años 1980, se acompaña de una aceleración
de la inflación. El choque inmediato de las políticas neoliberales desencadena,
de forma simultánea, el ascenso de la tasa de beneficio y el descenso de la
tasa de inflación al nivel de los años 1960. El verdadero arbitraje es pues
entre inflación y el beneficio, y la tasa de paro es el útil que permite ajustar
ese arbitraje”.
La inflación devino pues el arma de la clase capitalista –más allá
del impacto, indudable aunque sobrevalorado, del shock petrolero de 1973,
considerado convencionalmente como el detonante de la crisis- para restablecer
la maltrecha tasa de beneficio tras el final del auge de los treinta gloriosos.
Y la expansión del crédito y las entelequias financieras devienen la forma de
compensar la depresión en el nivel de consumo de las masas y el desempleo
provocados por el aumento del coste de la vida y la agresión contra el trabajo
de las políticas neoliberales. Fue entonces cuando la financiarización levantó
el vuelo. El resumen que
hace Husson es inmejorable: “De este modo, la falta de oportunidades para
sostener una acumulación rentable, a pesar de la recuperación de los niveles de
ganancia gracias a la ofensiva neoliberal sobre los trabajadores, movilizó una
masa creciente de rentas financieras en busca de valorización: allí es dónde se
encuentra la fuente del proceso de financiarización”.
La obsesión por el combate contra la inflación fue asimismo la
coartada perfecta, a través del absurdo dogma neoliberal del equilibrio
presupuestario, para amputar la capacidad del demediado estado-nación de
realizar políticas redistributivas, facilitando la ofensiva privatizadora y la
progresiva erosión del Estado del Bienestar. Y la nueva arquitectura del
sistema financiero internacional, con la todopoderosa banca central
independiente en la cúspide, surge con el objetivo primordial –consagrado, en
el caso del guardián del euro, en el tratado fundacional de Maastricht- de
alcanzar ‘metas de inflación’, acompañado de la prohibición explícita de
financiar directamente al estado derrochador. Certificando de paso la defunción
de la precaria autonomía presupuestaria del Estado-nación respecto del capital
financiero global.
Y así, una vez
cumplida su función disciplinadora del factor trabajo y de la soberanía
nacional, en el marco del embate neoliberal y de la euforia globalizadora del
capitalismo triunfante, tras la fulminante implosión de su enemigo histórico,
la ‘lucha contra la inflación’ sufre una metamorfosis total.
Treinta años después,
la temida inflación de precios, anatema del artefacto ideológico monetarista y
fundamento de la arquitectura institucional de la banca central global y de las
políticas neoliberales del ‘austericidio’, ni está ni se la espera. ¿Cómo es
posible que la inflación brille por su ausencia tras las riadas de liquidez
inyectadas al sistema financiero por la política de ‘relajamiento cuantitativo’
de los pródigos demiurgos de la fábrica de dinero? ¿Qué factores
extraordinarios han alterado el modelo tradicional de análisis económico
neoclásico-keynesiano, provocando el descontrol absoluto de las variables
macroeconómicas en el ‘mundo fantástico’ surgido tras la Gran Recesión de 2008?
La respuesta es la clave de bóveda de la matriz de rentabilidad del
capitalismo desquiciado: tras el colapso de 2008, la maltrecha tasa de ganancia
de las grandes corporaciones, financieras y no financieras, no se ha restablecido
a través de la inflación de precios, como en la fase neoliberal de los años 70,
sino a través de la inflación de activos y de la expansión descontrolada del
castillo de naipes del casino financiero global. Una recesión en las hojas de
balance –aludiendo al impacto del colapso de activos financieros e
inmobiliarios en el crack de 2008- debía combatirse inflando el precio de los
activos, esa es la misión fundamental de la política monetaria no convencional
ejemplificada por la QE. El propio expresidente de la Reserva Federal, Ben
Bernanke, describe la
innovadora receta: “Intercambiando los viejos préstamos malos en las hojas de
balance de los bancos por nuevos fondos buenos, apuntalados por tasas de
interés negativas, la Reserva Federal hizo que los precios de los activos se
dispararan”.
Así pues, el aumento
de los beneficios empresariales -desde 2009, los pagos totales de dividendos
han aumentado un 195 por ciento, casi triplicando su valor- y el
restablecimiento de la rentabilidad tras el sobresalto de 2008 se produjeron
por la vía financiera –a través, por ejemplo, de las masivas recompras de
acciones- y no por la tradicional de la inflación de precios como en la crisis
de los 70. La situación resultante refleja una saturación de los circuitos
financieros globales sin reflejo en el anémico dinamismo de la economía
productiva. El capitalismo desquiciado se olvida cada vez más de cumplir su
función de hacer cosas útiles para la gente a través de los benditos mercados
libres y autorregulados descritos por los venerables padres de la economía
política.
Michael Roberts pone el dedo en la llaga acerca de la
artificiosidad de la receta aplicada como fuente de males mayores: “Las
soluciones monetarias y fiscales a las recesiones del sistema capitalista no
funcionarán. La flexibilización monetaria ha fallado, tal como lo ha hecho
antes. La flexibilización fiscal, donde se adoptó, también ha fallado. De
hecho, el capitalismo solo puede salir de una recesión con la recesión misma.
Una recesión acaba con las empresas capitalistas más débiles y el despido de
los trabajadores “improductivos”. Luego, el costo de producción disminuye
y las compañías que se salvan obtienen una mayor rentabilidad para invertir.
Este el mecanismo de una recesión «normal». Está en camino otra recesión y ni
las medidas monetarias ni las fiscales podrán detenerla”. Keynes expresó
poéticamente la impotencia de ‘empujar una cuerda’ para tratar de obligar infructuosamente
al dinero a convertirse en capital: “Si nos vemos tentados de asegurar que el
dinero es el tónico que incita la actividad del sistema económico, debemos
recordar que el vino se puede caer entre la copa y la boca”. Se puede llevar un caballo a la charca pero no
se le puede obligar a beber.
El economista marxista Anwar Shaikh resalta las consecuencias de esta
falta de regeneración de los tejidos gangrenados: “Preservaron toda esta deuda
ficticia, contable, y parece como que a todos les va bien pero es una
estructura construida sobre una base muy débil. Y es inestable, cualquier cosa
puede desequilibrarla y se derrumba. Eso es lo que ocurrió en 2008 y creo que
es lo que podría ocurrir de vuelta, porque no se libraron del capital ficticio
acumulado, que no se basa en ganancia real”. La contradicción básica es pues
que la deuda y los flujos financieros no pueden crecer indefinidamente a través
de la inflación de activos y acaban descoyuntando el conjunto del organismo
económico, pero la matriz de rentabilidad del capitalismo senil exige ese
crecimiento artificial para sostenerse.
La ilusión de los
reguladores: ¿Puede volver el ‘genio malo’ a la botella?
“Hemos descubierto la manera en
que el dinero funciona en la economía moderna”
Randall Wray
Según Piketty, el
contraste entre el gran impulso de optimismo que animó a Europa durante los
‘treinta gloriosos’ y las dificultades subsiguientes para aceptar, desde los
años ochenta, que se haya frenado ese irresistible avance hacia el progreso
social, nos lleva a preguntarnos, ¿cuándo volverá a la botella el genio malo
del capitalismo? ¡Qué maravilloso sería sin duda conseguir, a través de los
civilizados mecanismos de las reformas legales, implementados por autoridades
democráticas que respondan a los intereses de las mayorías sociales a las que
dicen representar, la mejora de las condiciones de vida de la gente que
atemperen las fuerzas ciegas de los mercados! La cuestión decisiva sería pues,
¿es ello posible? ¿Perviven en el capitalismo actual palancas correctoras, que,
con el manejo adecuado, pudieran revertir los aspectos más inicuos de la acerva
realidad circundante? ¿Resulta realista pretender corregir los rasgos
surrealistas del capitalismo desquiciado con políticas fiscales y monetarias
adecuadas o, por el contrario, son estos rasgos la expresión de un organismo
crecientemente degenerativo e irreformable? ¿Tiene el Estado-nación actual,
despojado de soberanía monetaria y maniatado por las instituciones de la
gobernanza del capital, alguna posibilidad de desarrollar políticas
redistributivas o ha quedado reducido a comportarse como la correa de
transmisión pseudodemocrática del gran capital?
Ciertamente, razones
para ‘echar el freno de mano’ a la creciente irracionalidad del sistema de la
mercancía no faltan en absoluto. El estancamiento secular y la depresión
crónica, sin grandes alteraciones desde hace medio siglo, avizoran un horizonte
de degradación social acelerada que el desquiciamiento provocado por la
hegemonía absoluta de las finanzas globales no hará más que agudizar. El
espanto de la miseria y la desigualdad crecientes describe la penosa situación
de más de dos terceras partes de los seres humanos, excluidos de las precarias
seguridades del bienestar del mundo rico. Y un cataclismo más neurálgico aún
acecha con implicaciones devastadoras para la propia subsistencia de la
especie: el capitalismo desquiciado choca cada vez más violentamente, sin el
más mínimo atisbo de corrección a la vista, con los límites biofísicos del
planeta, encaminando a la sociedad humana hacia una inédita situación de
colapso ecológico-social de consecuencias catastróficas. Como expresaba
gráficamente el ilustre economista marxista Paul Sweezy: “si las tendencias
presentes continúan operando, será sólo cosa de tiempo que la especie humana
torne completamente asqueroso su propio nido”. Y todo ello coincidiendo con la
tremenda paradoja de que nunca antes ha sido mayor la brecha entre la capacidad
de producir bienes y servicios para proporcionar un nivel de vida digno a todos
los seres humanos en un planeta habitable, con la tecnología y los recursos
existentes, y el panorama de miseria y desigualdad rampantes que padecemos.
Por el contrario, los
creyentes en la regulación, como Piketty, profesan la creencia en la
posibilidad de retorno a una época excepcional –y, dicho sea de paso,
profundamente depredadora desde el punto de vista ecológico y explotadora de
los pueblos del Tercer Mundo- que no se repetirá. El sueño de un capitalismo
estable, con crecimiento sostenido y un cierto equilibrio entre el trabajo y el
capital, gestionado por un Estado “corrector” a través de políticas
redistributivas de tipo keynesiano pareció alumbrar durante los ‘treinta
gloriosos’ un periodo duradero de prosperidad y bienestar social. Paul Krugman,
uno de los popes de la ortodoxia neokeynesiana, recuerda, con muy expresiva
nostalgia, aquellos tiempos como “los Estados Unidos que amamos”.
Piketty describe los
hechos socioeconómicos más relevantes de ese capitalismo con rostro humano: el
desarrollo de una clase media patrimonial –en España el 80% de las viviendas
son en propiedad-, la “principal transformación estructural de la distribución
de la riqueza en el siglo XX”, y la gran reducción de la desigualdad de rentas
y de riqueza parecían justificar la ilusión reformista en la viabilidad de que
un capitalismo embridado derramara sus frutos para todos. Empero, se trataba de
un espejismo, un remanso de paz entre dos tempestades. La tendencia inexorable
al estancamiento secular y las subsiguientes dificultades para retornar a tasas
de acumulación y crecimiento adecuadas causaron un cambio drástico en la
política del capital. El genio malo salió de la botella para no volver a
entrar. La lucha contra el monstruo de la inflación sirvió la coartada
perfecta. Shaikh describe los ingredientes del nuevo paradigma: “El secreto del
“gran boom” financiarizado que se inició en los 80 es ‘fuerza de trabajo
abaratada y finanzas menos costosas’”.
Y las fuerzas
divergentes, irracionales, generadoras de creciente degradación social fueron
las que de nuevo volvieron por sus fueros. Como el propio Piketty destaca, en
el capitalismo financiarizado y desregulado de las burbujas de activos y el
crecimiento anémico la riqueza “muerta” del patrimonio heredado se multiplica
más velozmente que la riqueza viva acumulada por el fruto del esfuerzo de toda
una vida de duro trabajo. El rentismo financiero e inmobiliario que, propulsado
por la matriz de rentabilidad basada en las burbujas de activos y en la
financiarización ‘a muerte’, sustituye a la economía productiva y al obrero
fabril como eje de la vida económica, es pues el vector fundamental del
incremento acelerado de la desigualdad y la degradación sociopolítica que viven
las sociedades occidentales.
Sin embargo, más allá de la corrección de su diagnóstico
superficial sobre la ‘insoportable’ desigualdad de rentas derivada de la
hegemonía del talón de hierro neoliberal durante el último medio siglo, la
propuesta estrella de Piketty para reducirla es de una puerilidad asombrosa:
“el impuesto progresivo sobre el patrimonio individual es una institución que
permite al interés general retomar el control sobre el capitalismo, apoyándose
en las fuerzas de la propiedad privada y la competencia”. En plena hegemonía de
la máquina de succión de las finanzas globales, laminadas la soberanía nacional
y sus palancas redistributivas por el poder en la sombra de la plutocracia
financiera, el optimista irredento, con indisimulada candidez, propone nada
menos que ¡retomar el control sobre el capitalismo! Sin duda, peccata minuta. Tamaña puerilidad
se explica por su obsesión por demostrar que el fundamento de la desigualdad no
se debe buscar en la esencia misma del capital –a pesar del título de su obra,
tiene a gala no haber leído ‘El capital’ de Marx lo cual, a la luz de sus
superficiales referencias al marxismo, es perfectamente verosímil- ni en el
origen de su rentabilidad, sino en la sociedad de rentistas y en el peso de la
herencia. Sin embargo, lo que omite Piketty es que la fuente real de la
desigualdad – y por tanto, de las crisis que muestran la incapacidad de un
funcionamiento normal del organismo económico- en el sistema capitalista es el
capital mismo, que no es un “objeto” o algo idéntico al patrimonio, como él lo
considera, sino una relación social, en la cual el trabajo vivo impago es el
único factor capaz de incrementar el trabajo muerto contenido en el capital
inicial, posibilitando su acumulación ampliada.
¿Y quién implantaría el impuesto sobre el patrimonio que nos
permitiría retomar el control sobre el capitalismo? He aquí el rasgo común a
todos los reguladores reformistas: el uso del Estado, cual Deus ex machina, como herramienta
para implementar reformas fiscales, monetarias o legales que pongan coto al
capitalismo desquiciado. Se pretende constituir de esta suerte un campo de
juego “neutral” que logre colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el
control del Estado -como pretendido agente reequilibrador- será capaz de
voltear las relaciones de poder a favor de las clases subalternas. Joseph
Stiglitz –keynesiano de cabecera de la ‘nueva izquierda’ socialdemócrata- expresa la esencia del paradigma
reformista: “La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que
ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo–
político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión
económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida”. Sin duda, un
dechado de optimismo y ‘pensamiento desiderativo’.
El atractivo de los
reguladores reformistas se deriva pues de que parecen propugnar atajos “pragmáticos”,
que permitirían sortear los obstáculos “absurdos” y desarrollar una gestión
eficaz por parte de las fuerzas progresistas a través de medidas claramente
factibles y de abrumador sentido común. Su respeto a las reglas legales e
institucionales infunde la confianza en sus propuestas razonables y ponderadas,
alejadas de los utopismos de los radicales. Sin embargo, lo cierto es que, a
pesar de su apariencia de respetabilidad y pragmatismo, quizás sean más
utópicas sus prescripciones que la defensa de la ‘socialización de la banca y
de los medios de producción’ propugnada por radicales antisistema. Haciendo
abstracción de la lógica interna del funcionamiento del capitalismo, los
reguladores llegan por tanto a soluciones mágicas que ignoran las estructuras
profundas de las relaciones sociales. Abundan los ejemplos.
La TMM –teoría monetaria moderna, otra de las herramientas mágicas
de los reguladores de la izquierda reformista, de rancia estirpe keynesiana-
ofrece una revolución en la política económica a través de la utilización de la
soberanía monetaria -¡en tiempos nada menos que de la jaula de hierro del
euro!- para enchufar la manguera del gasto público deficitario a la economía
real y asegurar el pleno empleo. Randall Wray, uno de sus sumos sacerdotes,
señala la tecla mágica:
“Siempre pueden suministrarse unas finanzas suficientes para la plena
utilización de todos los recursos disponibles a fin de apoyar el desarrollo de
capital de la economía. Podemos servirnos del golpe de tecla para llegar al
pleno empleo”. “Toda nación dotada de una moneda soberana será capaz de
alcanzar el pleno empleo”. ¡Bum! De nuevo la confianza en el papel corrector
del Estado y las palancas institucionales para revertir, con una gestión
correcta y a través de maravillosamente sencillos mecanismos, el embate de los
‘espíritus animales’ del ‘genio malo’ del capital. Empero, como dice Roberts,
quizás no sea una idea ni tan novedosa ni tan mágica: “Los keynesianos,
post-keynesianos (y los partidarios de la TMM) creen que los estímulos fiscales
a través de más gasto público y el aumento de los déficits presupuestarios de
los gobiernos es la manera de poner fin a la Larga Depresión y evitar una nueva
recesión. Pero nunca ha habido la menor prueba de que tales medidas de gasto
fiscal funcionen, excepto en la economía de guerra de 1940”.
El mito de la renta básica, proclamada como panacea asistencial-redistributiva por otra
rama de los reguladores reformistas, emerge como la coronación de este fútil
intento de construcción nostálgica de un capitalismo con “corazón”. Junto al
trabajo garantizado de los ‘curanderos’ de la TMM y a las varitas mágicas
fiscales ‘a la Piketty’, el mito del ingreso universal completa la tríada de
propuestas estrella de los reguladores en pos del retorno del ‘genio malo’ del
capitalismo sin corazón a la botella donde lo encerrará el bueno del papá
Estado al servicio del interés general.
Michel Husson describe
la debilidad teórica de las propuestas de regulación de los curanderos: “La
salida de la crisis implicaría que el capitalismo acepta funcionar con una tasa
de beneficio menos elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles.
Lo que es al mismo tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del
capitalismo. Esto es lo que no comprenden los analistas keynesianos que,
fascinados por la finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la
crisis”.
Vanas y anacrónicas
ilusiones que omiten el hecho esencial: el capitalismo regulado de los añorados
‘treinta gloriosos’ fue un periodo excepcional e irrepetible, un paréntesis en
la tendencia hacia el estancamiento secular que caracteriza al capitalismo
senil. La falta de comprensión de este hecho histórico –ya descrito por Marx,
cuya tesis del capitalismo degenerativo, progresivamente ahogado en sus
insolubles contradicciones, cada vez adquiere más verosimilitud- es la que
incapacita a los reguladores para realizar un diagnóstico correcto y les sitúa
delante del espejismo de la posibilidad de detener los espíritus montaraces del
capitalismo desquiciado.
La keynesiana de izquierdas Joan Robinson, con su agudeza
proverbial, apunta a la paradoja de utilizar al
Estado para arreglar los desperfectos del capitalismo desembridado: “Cualquier
gobierno que tenga tanto el poder y la voluntad de solucionar los principales
defectos del sistema capitalista tendría la voluntad y el poder de abolirlo por
completo”.
El sociólogo y
destacado marxista ecológico John Bellamy Foster describe la cruda realidad que
los reguladores reformistas prefieren ignorar: “Ahora la política fiscal y la
monetaria están fuera del alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer
algún cambio que afecte a los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales
se han transformado en entidades controladas por los Bancos Privados. Los
Ministerios de Hacienda están atrapados por los límites de la deuda y las
agencias reguladoras están en manos de los monopolios financieros y actúan en interés
directo de las corporaciones”
Y hay razones profundas cuya ignorancia impide a los reguladores
situar sus mágicas propuestas en el terreno firme de la realidad: “Pero hay una
razón quizás más fundamental que hace imposible la regulación del capitalismo,
y es la caída de la mejora de la productividad. El capitalismo neoliberal tiene
esta característica muy suya de haber sido capaz de restablecer la tasa de
ganancia a través de la inflación de activos a pesar de una disminución
relativa de las ganancias de productividad. Ya no tiene mucho que redistribuir
y por lo tanto no tiene más remedio que aumentar de manera continua la tasa de
explotación. Hoy en día, el capitalismo no beneficia más que a una pequeña
fracción de la población. A la mayoría no le ofrece otra perspectiva que la
regresión social sin fin”.
Y, más
fundamentalmente, todo se basaba en otra ilusión, a saber, que el dinero puede
generar dinero sin pasar por la casilla de la explotación. Para disipar esta
representación fantasmagórica que los reguladores tienen del organismo
económico es necesario disponer de una teoría del valor, marxista en este caso,
de la que abominan los reformistas de toda laya.
Frente a esta regresión social y ecológica sin fin, no queda más
remedio pues que proclamar de nuevo la vieja máxima de Rosa Luxemburgo contra el
falso espejismo de los reguladores de un capitalismo con rostro humano. Porque
estas ilusiones basadas en hacer retornar el genio malo a la botella no son
solamente estériles, son también, desgraciadamente, mala pedagogía popular. Y
representan por tanto obstáculos para el surgimiento de movimientos y luchas
verdaderamente antagonistas que construyan alternativas frente a las
crecientemente desconyuntadas relaciones sociales en el capitalismo
desquiciado. En caso contrario, como describe Anselm Jappe, autor del libro
titulado, significativamente, ‘Crédito a muerte’, las implicaciones de ese progresivo desquiciamiento
del sistema de la mercancía pondrán a la especie humana y a su crucificado
planeta ante una perspectiva catastrófica: “Lo que se avecina tiene más bien el
aspecto de una barbarie a fuego lento, un sálvese quien pueda. Antes que el
gran crash, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una
demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella como en la fábula
de la rana y el agua caliente. Seguramente asistiremos a una espectacular
difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que
a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un
lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su
socialización y construyan juntos una sociedad más humana”. Ojalá se equivoque.