Por Lautaro Rivara
[Los haitianos continuaron en las calles, por
sexto día consecutivo, para exigir la renuncia del presidente Jovenel Moise,
con protestas cada vez más violentas, que mantienen prácticamente paralizado el
país.
En la capital, los bancos y las
escuelas están cerrados, al igual que la mayoría de los negocios y estaciones
de combustibles, algunos de los cuales han sido saqueados por enfurecidos
manifestantes que respaldan las protestas, que se iniciaron el pasado 7 de
febrero, el mismo día que se cumplió el segundo año del mandato de MoÔse, quien
sigue en silencio tras el llamado al diálogo que hizo el sábado y que es
rechazado por un sector de la oposición.
Al igual que en los últimos días,
las calles de Puerto Príncipe se vieron alteradas por la quema de neumáticos y
diferentes objetos, dificultando el tráfico, por lo que en las vías solo se
observan unas pocas motocicletas. nodal.am]
El clima social viene caldeándose
en Haití, conforme las frustraciones sociales se acumulan en un polvorín que
nunca termina de desactivarse. Después de las intensas movilizaciones del año
pasado, con epicentros masivos y radicales en los meses de julio, octubre y
noviembre, la tregua tácita de fin de año dio lugar a unas navidades
materialmente precarias, pero tranquilas. Pero las festividades no fueron más
que un interludio breve. Pronto se reanudarían las batallas contra la carestía
de la vida, la corrupción endémica, la crisis social y económica y la ausencia
de un modelo de nación para la primera república independiente surgida a la
historia de este lado del Río Bravo. Las protestas ya llevan ocho intensas
jornadas, y nada parece señalar que vayan a detenerse.
Los primeros síntomas de este
nuevo ciclo de protestas se manifestaron en nuestro propio pueblo, cuando
jóvenes descontentos por el accionar policial en un conflicto de tierras
prendieron fuego a la comisaría de policía de la localidad de Montrouis, en el
departamento Artibonite. La respuesta, previsible, fue la rápida militarización
de un poblado por lo demás pacífico. Al día siguiente del hecho, las fuerzas
especiales del CIMO ya dormían su siesta larga frente al mercado del pueblo, y
nadie podía recordar cómo era que habían ido a parar allí, ni con qué
propósito. Pero pronto el conflicto comenzó a multiplicarse en diferentes focos
del país hasta llegar a la explosiva jornada del 7 de febrero, aniversario de
la huida del país del dictador Jean-Claude Duvalier. Desde entonces comenzó a
combinarse todo el repertorio de acciones callejeras habidas y por haber:
concentraciones esporádicas, inmensas movilizaciones espontáneas, caravanas de
motocicletas, huelgas de transportistas, la quema de comisarías y edificios
gubernamentales, y, sobre todo, miles de barricadas que rápidamente tabicaron
la capital y los diez departamentos del país.
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Hace semanas que la escasez de
combustible no deja de agravarse. Las largas colas que poblaban las estaciones
de gas han cedido paso a puertas cerradas y playones vacíos, sin autos ni
transeúntes. Los últimos galones de circulación legal fueron engullidos por el
contrabando, y ahora sólo es posible conseguir combustible en la calle, tras
arduas negociaciones y a precios imposibles. En estas refriegas es el pequeño
consumidor quién lleva todas las de perder, desde el chofer que necesita echar
a rodar su motocicleta para comprar su ración diaria de arroz con frijoles,
hasta la vendedora que precisa encender su mechero para continuar sus ventas al
menudeo en las horas sin sol. Las causas del desabastecimiento tienen que ver
con las responsabilidades contraídas por el deficitario estado haitiano, que
adeuda pagos millonarios a la empresa que concentra las importaciones. Los
monopolios, sin remordimientos, ajustan cuentas haciendo rechinar los dientes
de toda la población con su poder de paralizar el país. Las calles están casi
vacías, y los precios de todas las cosas, desde el transporte hasta la
alimentación, se han disparado por los aires. La economía cotidiana está
deshecha, y está paralizado el trajinar diario de quiénes cada día luchan por
su subsistencia en el país más pobre (o más bien, empobrecido) de todo el
hemisferio.
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Mientras la agenda internacional
se empecina en volver la mirada hacia la agredida Venezuela, la grave crisis
haitiana pasa, una vez más, prácticamente desapercibida. Y es que a los motivos
del aislamiento que sufre la nación caribeña, en dónde los factores políticos y
económicos son aún más determinantes que su condición insular o su singularidad
lingüística, se suma un hecho fundamental. El ensimismado gobierno nacional de
Jovenel Moïse, jaqueado por ocho días de protestas y repudiado por
prácticamente todos los sectores de la vida nacional haitiana, viene de dar una
significativa señal de alineamiento a la diplomacia de guerra norteamericana,
al reconocer en la OEA al autoproclamado Juan Guaidó. “White dog”, como se ha
dado en llamar al recientemente ungido presidente del Departamento de
Estado. La política abstencionista que Haití venía sosteniendo junto a otras
naciones caribeñas, había sido determinante para evitar que los Estados Unidos
y el Grupo de Lima expulsaran a Venezuela del mismo organismo inter-regional en
el mes de febrero del 2018. Ahora bien, la política pragmática y mendicante de
Moïse malamente podría ser confundida con afinidad ideológica con el socialismo
del siglo XXI. Al ser jalado de la correa Moïse volvió rápidamente al redil,
traicionando los vínculos históricos del país con Venezuela y sobre todo la
generosa política sostenida por Hugo Chávez Frias y la plataforma de
integración energética Petrocaribe desde el año 2005.
Así es que a casi nadie conviene
hoy señalar que si se trata de urgencias humanitarias, éxodos migratorios,
inseguridad alimentaria, represión estatal y ausencia de democracia, el foco de
las preocupaciones debería recaer sobre el devastado Haití y las miradas
admonitorias sobre su clase política y sus puntales internacionales. Pero es
evidente, dado el apoyo irrestricto de los Estados Unidos al apartheid israelí
o al desquiciado régimen de la monarquía absolutista saudí, que de lo que se
trata es de garantizar la explotación del crudo venezolano y de completar el
proceso de recolonización continental inaugurado con el golpe de Estado en
Honduras hace ya exactamente una década. Lo demás son tan sólo coartadas más o
menos imaginativas, como las armas de destrucción masiva de Iraq o el
patrocinio de Cuba al terrorismo.
A esta resonante indiferencia
ante la crisis haitiana, debemos sumar también una explicación ligada al
secular racismo de un mundo colonialmente estructurado desde los tiempos de la
esclavitud plantacionista y el comercio triangular. Racismo que hace que
diversos sectores, incluso progresistas o de izquierda, se encandilen ante
la elegancia con que luchan en las calles parisinas miles de chalecos
amarillos (ciertamente dignos), pero despreciar las batallas desesperadas de un
pueblo negro y tercermundista que no ha cesado de movilizarse de a cientos de
miles, e incluso de a millones, desde la insurrección popular de julio de 2018.
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La palabra ladrón tiene
en creol, la lengua nacional de los haitianos, una connotación mucho más subida
que en otras lenguas continentales como el portugués, el español y el inglés.
No es un término de uso tan frecuente ni un vocablo para dispensar a la ligera.
El robo es considerado una ofensa grave a toda la comunidad, por lo que en
algunas zonas rurales aún se lo castiga severamente, con métodos de justicia
autogestionados por las propias comunidades. Por eso es que caracterizar al
presidente de la república y a toda la clase política como viles ladrones, es
un hecho menos frecuente y aún más significativo que en muchos de nuestros
países. La acusación se relaciona al desfalco de fondos públicos, probado por
el Senado haitiano e investigado por el propio Tribunal Superior de Cuentas,
que inculpa a altos funcionarios de estado de la actual administración y de la
anterior gestión presidencial de Michel Martelly. La suma, dilapidada por la
clase política local en convenio con capitales diversos, es de unos 3.800
millones de dólares, previstos para atender las infinitas urgencias
infraestructurales que tiene el país. Se trata de fondos que la Revolución
Bolivariana otorgara generosamente en el marco de los programas de desarrollo
de la Plataforma Petrocaribe.
Si a esta corrupción endémica
sumamos la delicada situación de la economía y la sociedad haitianas, podremos
comprender fácilmente los rencores acumulados y las ansias de trasformación
social, expresadas en las calles por un mosaico que expresa contradictoriamente
a sectores sindicales y políticos, urbanos y campesinos, eclesiásticos y
empresarios, conservadores y radicales. Algunos indicadores económicos pueden
ayudarnos a resumir rápidamente la situación: una devaluación de la moneda
nacional, el gourde, de un 20 por ciento a lo largo del 2018; una inflación de
dos dígitos que algunos analistas estiman en el orden del 14 o 15 por ciento;
el derroche de recursos públicos en prebendas de todo tipo absorbidas por la
clase política; el desmanejo económico de un estado que ni siquiera cuenta con
un presupuesto oficial desde que fuera retirado el previsto para el ciclo
2018-2019; los niveles alarmantes de desempleo y la completa informalidad del
mundo laboral; la ruina pronunciada de la producción agrícola; el éxodo
permanente de las jóvenes, expulsados del campo a la ciudad y de allí a países
dónde son discriminados y superexplotados; y por último, el hambre que golpea
duramente a prácticamente un 60% de toda la población.
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Un carro blindado de las Naciones
Unidas, conducido por militares extranjeros, perdió el control y embistió de
lleno a un tap tap, el popular medio de locomoción haitiano. El saldo, trágico,
fue de cuatro muertos y nueve heridos. Un accidente involuntario, sin dudas.
Pero el estupor y la bronca de los ciudadanos de a pie no parece deberse a la
impericia del conductor, sino al hecho de no poder entender por qué un carro
blindado, un vehículo de guerra, circula amenazante por un país pobre y sin
fuerzas armadas que no representa una amenaza para la seguridad de terceros
países. Hace 15 años comenzó la llamada pacificación de Haití, impulsada por
las Naciones Unidas y plasmada en la intervención de una fuerza militar y civil
multilateral, la MINUSTAH (hoy MINUJUSTH). Pero al día de hoy, la principal
amenaza para la población, más que la inseguridad local (baja si la comparamos
con su incidencia en el resto de la región) y aún más que el accionar sus
propias fuerzas policiales, lo constituye la presencia de una fuerza de
ocupación. Entre los atropellos se cuentan las violaciones sistemáticas a
mujeres de los llamados “guetos”, entre 7 mil y 9 mil víctimas fatales por la
epidemia de cólera traída al país por un contingente de soldados nepalíes, y un
número incierto de jóvenes asesinados en las barriadas de la capital Puerto
Príncipe. En Haití, cómo podría suceder en Venezuela, la llamada “ayuda
humanitaria” no ha sido más que una excelente coartada para violar la soberanía
territorial de nuestras naciones. La pequeña nación caribeña es hoy un
muestrario de lo que el “capitalismo humanitario” podría generar en Venezuela.
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10 muertos reconocen ya las
fuerzas policiales. Una media centena, e igual número de heridos, afirman
enfáticamente sectores de la oposición y los movimientos sociales. En los
últimos días las calles y las redes sociales muestran una serie de imágenes
escabrosas. Jóvenes y niños tendidos, agonizando, en las calles de la capital.
Un militante popular socorrido por sus compañeros, tras ser derribado por una
bala policial en las inmediaciones del parlamento. Una densa humarada negra que
cubre la ciudad de forma casi permanente, generando un clima irrespirable. El
mercado de Croix-des-Bossales, mil veces incendiado, mil veces reconstruido,
otra vez reducido a una maraña de hierros retorcidos. Pero también hay imágenes
indudablemente heroicas, con ese heroísmo propio de las gentes sencillas, sin
margen, que se animan. Estar en las calles de Haití es hoy mucho más que una
opción política y un gesto de coraje: es una necesidad vital, el cross
desesperado de un pueblo contra las cuerdas. Hombres en sillas de ruedas o en
muletas marchando bajo el sol abrasador de mediodía. Vendedoras y mujeres
ancianas gritando sus consignas desaforadas frente a la represión policial. Y
también, pequeños de gestos de solidaridad internacional que titilan como luces
tenues, y llegan al país saltando las barreras del idioma y la desidia.
Nou gen
dwa viv tankou moun. “Tenemos derecho a vivir como personas”, se lee en una pancarta que
sintetiza un programa mínimo, elemental, meramente humano. El programa de un
pueblo que aún recuerda las glorias pasadas, que aún cree en las posibilidades
de regeneración nacional y que busca fanáticamente y por segunda vez, su
independencia y su dignidad. Un pueblo que sufre, sí, pero que jamás se resigna.
Lautaro Rivara, Sociólogo
y miembro de la Brigada Dessalines de Solidaridad con Haití.