Trotsky
Por Benjamin Stephens
La miniserie Trotsky de Netflix
constituye una siniestra falsificación reaccionaria de la historia, encaminada
a favorecer a los derechistas que dominan la política actual en Rusia.
Viendo la miniserie Trotsky, realizada
por el Canal Uno ruso en 2017, uno no puede por más que recordar las
incursiones de Christopher Nolan en la franquicia de Batman, tanto
por la ideología como por la estética. En el primer episodio se ve cómo Lev
Bronstein, un revolucionario idealista e ingenuo, interesado por los derechos
humanos, se convierte en el frío y taimado León Trotsky, un hombre hechizado
por el poder y la fama a quien no le importa la cantidad de sangre que mancha
sus manos.
Esta transformación viene facilitada por el otro
Trotsky, Nikolai, el jefe de los funcionarios de la prisión de Odessa, un
clásico reaccionario del estilo de Dostoyevski que advierte al futuro Trotsky,
mientras juegan al ajedrez, que liberar a las masas rusas daría lugar a un
nivel inimaginable de destrucción de la sociedad, y que el poder, una vez
conseguido, solo podría ejercerse mediante el terror. Trotsky se obsesiona con
estas palabras en la soledad de su celda en penumbra y sufre una terrible
metamorfosis, convirtiéndose, en sus propias palabras, en el “mayor monstruo” y
metiéndose en la piel de su carcelero con la adopción del apellido Trotsky.
Estas escenas recuerdan mucho a la transformación
de Bruce Wayne en Batman, el amo del temor y la oscuridad, bajo la tutela del
venerable Ra’s al Ghul. Ambas transformaciones son pura ficción. En su
autobiografía Mi vida, escrita en 1930, Trotsky menciona la
elección de su nombre de guerra, escrito en un pasaporte falsificado, como algo
completamente marginal. En el primer volumen de su colosal biografía de
Trotsky, El profeta armado, Isaac Deutscher identifica el origen del
apellido Trotsky como uno de los carceleros, que era un personaje oscuro y
de ningún modo el jefe de los funcionarios de la cárcel de Odessa. Según
Deutscher, la actitud que inspiraba a Trotksy el gendarme encargado de
interrogarle mientras estuvo prisionero en Odessa fue de burla.
Así, ¿quién es en realidad el Nikolai Trotsky
retratado en la miniserie? ¿De dónde provienen sus palabras y su sabiduría?
La respuesta la podemos encontrar en la historia oficial de la Rusia actual. La
opinión personal de Vladímir Putin sobre la Revolución de Octubre la resumió en
un discurso de 2017 ante unos maestros y alumnos: “Alguien decidió sacudir a
Rusia desde el interior y agitó las cosas hasta tal punto que el Estado ruso se
derrumbó. ¡Una traición total a los intereses nacionales! Hoy también tenemos a
esa clase de gente.” Oficialmente, la Rusia moderna camina sobre una cuerda
tendida entre dos historiografías: la tumba de Lenin se halla junto a las de la
familia Romanov, ahora canonizada; se invoca la Unión Soviética como una gran
potencia, pero nunca como fruto de una insurrección de masas.
Uno de los paralelismos más siniestros entre la
serie y el discurso histórico oficial es la introducción de la figura de
Alexander Parvus, un socialista judío ruso que escribía para publicaciones del
exilio, como Iskra. Aunque es innegable que Parvus fue, en efecto,
un colaborador del espionaje militar alemán que esperaba que la derrota del
imperio de los zares en la guerra acelerara la resolución socialista en
Rusia, Trotsky lo describe a través del tropo antisemita de
los judíos como financiadores y beneficiarios del caos revolucionario, una
figuración extraída directamente de la propaganda de los ejércitos blancos en
la guerra civil rusa. Mientras Nikolai Trotsky enseña a Lev Bronstein el arte
de la crueldad y el terror, Parvus aparece como alguien que le enseña a
manipular y engañar, creando su imagen de revolucionario profesional con traje
nuevo a fin de “ocultar sus demonios” y “atraer a las masas”.
En una escena situada en 1918 vemos a Trotsky
haciendo uso de estas dotes teatrales y capacidad de engaño para convencer a
unos soldados revolucionarios a que –así dice el guion– “matar a compatriotas
rusos”, y regalando a un soldado el reloj que lleva en la muñeca, para
enterarnos después de que Trotsky tiene todo un cajón lleno de relojes
parecidos. Trotsky ordena más tarde a un pelotón de fusilamiento que diezme un
regimiento.
En apenas los primeros 45 minutos, una imaginería
salvajemente antisemita, inspirada en la larga y terrible tradición del
pensamiento reaccionario ruso, marca la pauta del resto de la serie. Trotsky aparece
finalmente como una combinación de la política antediluviana de los rusos
blancos emigrados con la taquillera estética populista contemporánea de un Zack
Snyder o Christopher Nolan. Del mismo modo que la extrema derecha contemporánea
ha acabado recalificándose de populista frente a los globalistas respaldados
por el dinero de Soros, Trotsky ha empaquetado esa
política en una estética populista apropiada. No estamos ante una epopeya
histórica esmerada en la tradición soviética de Eisenstein, Bondarchuk o
Tarkovsky, sino ante un relato sensacionalista de supervillanos que pretende
seducir al público con paladas de sexo y violencia.
A medida que avanza la serie, queda claro por qué
se escogió el personaje de Trotsky como punto focal de una serie lanzada en el
centenario de la Revolución Rusa. No para romper tabúes de la era soviética,
como se ha sugerido, sino para crear una imagen de Trotsky que pueda servir de
terrible chivo expiatorio de un periodo histórico que todavía plantea preguntas
incómodas en la Rusia moderna. Viendo Trotsky, uno creería que
Trotsky fue el oscuro cerebro de la revolución, oculto tras la figura pública
de Lenin, un hombre que creó a Stalin como su golem y después
perdió el control, un hombre que se convirtió a sí mismo en monstruo,
obsesionado con el poder y el control, rodeado de sexo y muerte… y al mismo
tiempo la marioneta de una conspiración antirrusa. El productor de la serie,
Konstantin Ernst, ha admitido discretamente que la serie está concebida como
una dramatización semificcional, “basada en” el personaje de
Trotsky. Más bien, es una fantasía siniestra y reaccionaria, nacida del áspero
clima político de la Rusia contemporánea.
Benjamin Stephens es un historiador que actualmente
trabaja en la enseñanza.
Traducción: viento sur