Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
Escribo hoy, viernes 15 de febrero, en el día en
que se conmemoran 200 años del inicio del Congreso de Angostura, magno evento
que dio origen a las instituciones que formalizaron la creación de la República
de Colombia. En una coyuntura muy difícil, Venezuela recordará la fecha por
todo lo alto, rindiendo homenaje al fundador de la República y padre de la
Patria, cuyo genio político sobrepasaba por mucho el talento militar que como
única virtud nos quisieron mostrar -durante casi dos siglos- las oligarquías
que se apoderaron del país y han escrito una falsa y acomodaticia historia que
eleva sin razón a grandes prohombres surgidos de su seno, al mismo tiempo que
menosprecian y subestiman el papel del pueblo como verdadero protagonista de la
historia.
No sé si en Colombia, cuyo presidente -fiel al
legado de Santander- le adjudicó a los líderes de la independencia de Estados
Unidos la encomienda principal en la lucha libertaria de nuestros países contra
el colonialismo español, celebre la fecha con el merecimiento que esta tiene;
tampoco si el cobarde y traidor presidente de Ecuador, también actuando como
Santander, quien no logró asesinar a Bolívar, pero si obtuvo su propósito en
Berruecos, donde vilmente fue ejecutado al Gran Mariscal de Ayacucho Antonio
José de Sucre, evoque esta fecha patria. Mucho menos Panamá, donde resulta
dudoso que el ex vicepresidente del gobierno del delincuente Martinelli y
presidente en funciones Juan Carlos Varela, un hombre de mente subordinada a
los poderes imperiales, tenga la voluntad de recordar una fecha que es
expresión de independencia de todo poder y de decisión de construir una vida
propia a partir de los intereses nacionales.
Como se dijo, la coyuntura actual necesita de
rememorar las enseñanzas que dejó Angostura. En aquella ocasión, Bolívar
visualizó el imperativo de construir instituciones que dieran soporte legal a
la república que se aprestaba para las batallas finales contra el colonialismo.
En el discurso inaugural plasmó parte importante de su ideario político, el
diagnóstico y las concepciones que temprano habían sido expuestas en la Carta
de Jamaica tomaron forma y dieron contenido a un pensamiento que no tenía
parangón en su época, en este lado del mundo.
Solo unos meses antes, Estados Unidos había enviado
a Angostura a Juan Bautista Irvine (quien fue invitado a ser testigo del evento).
El representante del presidente Monroe no tuvo capacidad para hacer valer sus
razones por vía del diálogo y la negociación, al intentar utilizar ante Bolívar
argumentos que alejados del derecho no consiguieron demostrar el fuste de sus
planteamientos, así, pensó entonces que podía recurrir a la prepotencia, la
soberbia y el chantaje para imponer esa razón por la fuerza de la naciente
potencia imperial.
Durante el Congreso, Irvine comprendió con
inusitado asombro que el proyecto bolivariano iba mucho más allá de la mera
expulsión de los españoles del territorio americano y comenzó a entender que se
gestaba una América distinta que podía transformarse en una potencia capaz de
alcanzar un protagonismo en el planeta fuera de la égida estadounidense. Ante
esa perspectiva, abandonó intempestivamente Angostura el 27 de febrero,
cargando la derrota y la decepción. Su impotencia lo llevó a caracterizar a
Bolívar de dictador y tirano, de iluso y quijotesco, así como de “general
charlatán y político truhán”. Los gobernantes estadounidenses deberían saber
que ese será siempre el futuro de sus intenciones cuando pretenden imponerlas
por vía de la prepotencia.
Hoy, 200 años después, Estados Unidos nuevamente
expone su desprecio hacia Venezuela cuando ante la incapacidad de aplicar su
razón, pretende recurrir a la fuerza para lograrla, pero hoy el peligro es
mayor, toda vez que la agresión a Venezuela, va mucho más allá de la afrenta a
la patria de Bolívar. Lo que se juega hoy en Venezuela es la estabilidad del
sistema internacional, la posibilidad de existencia de una estructura
multilateral que sostenga la armonía y el equilibrio entre los países del
mundo, en definitiva, la sobrevivencia de la Carta de las Naciones Unidas como
documento ordenador de las relaciones internacionales.
La Organización de Naciones Unidas fue creada para
eso, para impedir una nueva guerra mundial y garantizar la paz en el planeta.
Estados Unidos vivió la mayor parte de su vida independiente inmerso en
prácticas aislacionistas y proteccionistas que solo fueron abandonadas después
de las dos guerras mundiales del siglo pasado, cuando tras emerger como
principal potencia mundial -sin poder obviar que había otras- y desde
posiciones de fuerza, diseñó un sistema multilateral en el que tenía todos los
mecanismos de control. Esto comenzó a cambiar con la entrada del siglo XXI,
Rusia retomó su papel protagónico y China dio pasos firmes en su avance hacia
el tope económico del planeta y el sistema le dejó de servir. En América Latina
y el Caribe, un grupo de países se dieron a la tarea de retomar el proyecto
bolivariano para construir mecanismos de integración al margen de la
subordinación y el dominio de Estados Unidos.
Todo esto es lo que pretende destruir Trump para
volver al espíritu proteccionista y al unilateralismo, el slogan “Estados
Unidos primero”, es en realidad “Sólo Estados Unidos importa”, por ello se ha
dedicado a torpedear el sistema internacional, Naciones Unidas incluida,
cuestionando el valor de las instituciones internacionales, el derecho y los principios
que rigen los vínculos entre países. Estados Unidos pretende establecer un
sistema en el que sea la fuerza el mecanismo para instaurar el “orden” y la
guerra, el instrumento para su aplicación. Los muertos, desaparecidos,
mutilados y obligados a abandonar sus países no son de la incumbencia del
gobierno de Estados Unidos siempre y cuando no sean nacionales de ese país.
El desprecio por la vida, que conduce al uso
sistemático de prácticas que la humanidad creía haber dejado en el pasado,
retrotrae a oscuros episodios en la historia. Por supuesto, las viejas
oligarquías que lucharon al lado de los españoles y que chillaron
histéricamente tras el discurso de Angostura del 15 de febrero de 1819, hoy se
ponen en el bando de Estados Unidos. Abandonaron todo sentido de nación y de
identidad venezolana, latinoamericana o caribeña, se sienten emocionalmente
parte de la potencia imperial.
Estados Unidos ha fracasado en los organismos
internacionales, creó la OEA para usarla en estas situaciones y ni siquiera el
vetusto y desprestigiado ministerio de colonias ha podido ejecutar sus
políticas. Por eso inventó el Grupo de Lima, agrupación de oligarquías
subordinadas al poder imperial. No ha podido en la ONU (en el Consejo de
Seguridad ni en la Asamblea General) por lo que intenta mecanismos al margen de
la ley. El Secretario General del organismo ha dicho que la ayuda humanitaria
se canaliza a través de los gobiernos y así se está haciendo. Trump trató de
crear un consenso en Europa y se encontró con que -aunque pocas- todavía quedan
voces sensatas que no están de acuerdo en santificar sus desmanes. Europa
dirigida por líderes mediocres suponen que podrían superar sus problemas
internos (Brexit en Gran Bretaña; chaquetas amarillas en Francia; regreso del
fascismo a España y a otros países; incapacidad para detener las migraciones y
repulsa a las políticas de Merkel que condujeron a su próxima retirada en
Alemania, entre otros asuntos) mostrando lealtad y sumisión a Estados Unidos ,
conjeturando que la aceptación de la condición de “patrio trasero” de América
Latina y el Caribe, los conducirá a hacer pública su lealtad a Trump, quien los
maltrata y humilla.
Venezuela tiene larga experiencia en “ayuda
humanitaria” de Estados Unidos. La primera injerencia de ese tipo en la
historia se produjo en 1812 cuando el gobierno de ese país envió algunos
pertrechos después del terremoto que asoló a Caracas, Barquisimeto, Mérida, El
Tocuyo, San Felipe y otras localidades cercanas a la capital, ciudad en la que
el cataclismo causó el exterminó del 25% de la población de 44 mil habitantes.
Sin embargo, lo hizo sin haber reconocido aún la independencia del país que se
había producido un año antes. Ya en ese momento, se produjo “la llegada de
ayuda” sin dialogar. El encargado de traer el auxilio estadounidense fue
Alexander Scott, quien vino al país en calidad de agente privado, pues aún no
se tenían relaciones oficiales. Sin embargo, la misión de Scott no superó lo
estrictamente asistencial, no hubo intento alguno de aproximación política y
solo duró un día, pues su esposa quien lo acompañaba sintió asco de la
situación que encontró en la ciudad, por lo que Scott decidió regresar de
inmediato a su país. Evidentemente no fue muy humanitaria su ayuda, pareciera
más bien que sólo vino a “tantear” las posibilidades de los venezolanos de
seguir su lucha después de tan desventurado acontecimiento.
Suponer ahora que 20 millones de dólares (menos de
un dólar por ciudadano) va a solucionar la crisis económica del país, cuando
paralelamente se están robando 17 mil millones de dólares propiedad de la
República resulta risible. Sólo actitudes vendepatria de los nuevos adversarios
del espíritu de Angostura pueden aceptar tales migajas que ofenden la
sensibilidad nacional.
Utilizar la ayuda humanitaria como instrumento de
intervención es propio de gobiernos delincuentes. Está muy cerca la experiencia
de Haití, en la que el “ejército humanitario” se transformó en “ejercito de
ocupación” para garantizar el enriquecimiento y la corrupción de elites de
poder. Es conocido el robo inmisericorde de los recursos de la ONU y del propio
Estados Unidos destinados a Haití por parte de la pareja Clinton a través de su
fundación. Hoy pretenden hacer lo mismo en Venezuela, utilizando a una
marioneta que se ha prestado para tal efecto.
Como hace 200 años en Angostura, la ley se erigirá
por encima de la barbarie y las instituciones deberán prevalecer ante la
pretensión de imponer el caos imperial, el derecho se debe imponer a la fuerza
y la paz a la guerra.