Por María Julia
Bertomeu, Gustavo Buster, Daniel Raventós
La
autoproclamación del presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Juan
Guaidó, como presidente del país, alegando —según el art. 233 de la
constitución bolivariana— la ocupación ilegal del cargo por Maduro ha abierto
el escenario definitivo de un golpe de estado del imperialismo estadounidense y
de los sectores de la oposición venezolana que lo apoyan.
No es el primero. Ahí están
los antecedentes de 2002 y 2004, cuyo desarrollo conspirativo y entramado
jurídico-político son ampliamente conocidos. También en este caso, y para
sortear las disposiciones antigolpistas de la OEA, este golpe ha ido acompañado
de un entramado jurídico político a partir de la victoria de la oposición en
las elecciones legislativas de diciembre de 2015. Sus argumentos centrales son
el carácter anticonstitucional de la composición de la Asamblea Nacional
Constituyente (no así su convocatoria), el vaciado de funciones de la Asamblea
Nacional, la renovación irregular del Tribunal Superior de Justicia y del
Consejo Electoral Nacional y, finalmente, el no reconocimiento de las
elecciones presidenciales de mayo de 2018, por las limitaciones impuestas a la
participación de la oposición.
Las acusaciones de violación
de la Constitución Bolivariana de 1999 por parte de la oposición también son
reales y se concentran en las irregularidades denunciadas en la elección de
tres diputados de la Amazonía, sin los cuales la Asamblea Nacional carece de
los dos tercios necesarios para renovar otros órganos de poder.
En este pulso por la
legalidad constitucional bolivariana, lo cierto es que tanto el gobierno Maduro
como los sectores de la oposición que conformaron en su día el Frente Opositor
16 de Julio (reclamando la legitimidad del referéndum opositor) han violado el
texto en el que quieren arroparse. Del pulso legal se ha pasado a una dualidad
de poder legislativo y de este a un escenario de golpe de estado impulsado por
la Administración Trump, que puede concluir en una confrontación que acabe con
lo que queda de una república exhausta por la crisis social, un extractivismo
económico en bancarrota, la corrupción y unas sanciones cuyo propósito es
hambrear a la población para obligarla a rebelarse y aceptar la “liberación”
del imperialismo.
Efectivamente, como ha
señalado el presidente del gobierno español Pedro Sánchez, Maduro no es la
izquierda, aunque viniendo de él, y visto lo visto, sea un sarcasmo. Desde hace
más de tres años, Sin
Permiso ha publicado cerca de 200 textos de autores y autoras
venezolanos y latinoamericanos de izquierda (que se pueden consultar en
nuestros archivos), analizando las políticas sociales y económicas del gobierno
Maduro y anteriormente de Chávez. Lejos del “golpe de timón” exigido por el
entonces agonizante Hugo Chávez, la República Bolivariana representa hoy los intereses
de la llamada “boliburguesía”, que no ha dudado en hipotecar el patrimonio de
la nación para sobrevivir a costa de créditos rusos y chinos. La crisis
económica venezolana no es de hace cuatro días. En marzo de 2013, Sin Permiso publicaba
un artículo en
donde podía leerse que Venezuela tenía entonces “una situación económica
extremadamente preocupante y una situación social sensiblemente mejorada”. Seis
años después, la situación social también es “extremadamente preocupante”. Y no
todo es responsabilidad del imperialismo.
Pero Guaidó, lejos de
representar al pueblo venezolano, es un peón del proyecto de golpe de estado
preparado en Washington por los Bolton y los Abrams, fantasmas de los cambios
imperialistas de régimen de las últimas tres décadas, ahora convocados por la
administración Trump. El saqueo del monopolio estatal del petróleo venezolano
es el botín al que aspiran, aunque sea a costa de incendiar a toda la región.
Saben perfectamente que la cuestión clave es la actitud de las fuerzas armadas
bolivarianas, un elemento central del propio régimen, cuya capacidad operativa
impide por el momento una intervención militar imperialista.
Así que el pulso, como
estamos viendo estos días, se juega en la calle, a golpe de manifestaciones
masivas convocadas por el gobierno y la oposición golpista, acentuando la
crisis económica y social y la huida emigratoria, mientras se cierra el cerco
diplomático y se refuerzan las sanciones, en una escalada de la tensión.
Cualquier pretensión de legalidad constitucional de la oposición golpista es
mera comedia. El art. 233 busca ante todo conferir legalidad al poder de facto
republicano ante el secuestro o asesinato del presidente y para ello exige al
presidente de la Asamblea Nacional, asumido el poder, convocar elecciones en
treinta días. ¿Dónde quedará el discurso de la legalidad constitucional de
Guaidó el próximo 23 de febrero cuando no sea así?
Pero como bien ha explicado
él mismo, no se trata de eso, sino de derrocar primero a Maduro, gobernar
transitoriamente y solo después convocar elecciones. Fuera de la Constitución
Bolivariana de 1999. Por su parte, el gobierno Maduro ofrece convocar
elecciones legislativas, pero no presidenciales, apoyándose en sus triunfos
electorales municipales y regionales de 2017 y en una abstención que afecta más
a quienes se pueden permitir emigrar del país que a los que no tienen más
remedio que quedarse.
En este escenario, la defensa
de la Revolución nacional democrática bolivariana —a la que tan mal servicio ha
prestado el gobierno Maduro— pasa por la reafirmación del marco constitucional
de 1999, que recoge sus conquistas sociales y garantiza la propiedad estatal de
su patrimonio petrolero y minero. El objetivo del golpe de estado imperialista,
ahora como antes, es acabar con ella. La primera tarea frente al imperialismo
es defenderla.
Pero igualmente
imprescindible es llevar a cabo el “golpe de timón” que pidió Hugo Chávez y que
el gobierno Maduro no solo ha sido incapaz de dar, sino que es un obstáculo
para el mismo. Reconstruir la legitimidad popular de la Revolución Bolivariana
exige un cambio de orientación que arrincone los intereses de la
“boliburguesía”. Para ello es indispensable la defensa sin concesiones de los
intereses populares y la resistencia al intento de golpe de estado. Ambos
objetivos no solo no son contradictorios, sino complementarios. Lo que
significa no callarse ante las actuaciones que el régimen de Maduro hace mal
entorpeciendo precisamente la defensa de lo que queda de la revolución. Mal le
pese a una izquierda determinada para la cual cualquier crítica a este régimen
es “traición” y “apoyo al imperialismo y a la reacción”. Una izquierda cuyo
lema bien podría ser, como dejamos apuntado en un editorial firmado con Antoni
Domènech hace cuatro años: "No molesten al conductor".
La actual situación de
dualidad de poder, de pulso político en la calle, no durará mucho. Solo la
amenaza de la desestabilización regional, con el desbordamiento de la crisis
económica y social venezolana a los países vecinos, podría abrir espacio a un
proceso de mediación —como el propuesto por México y Uruguay— para que Naciones
Unidas garantizase la celebración a corto plazo de elecciones legislativas y
presidenciales que permitiesen la reconstrucción de la legitimidad republicana
de la Constitución de 1999.
Pero la mayoría de los
gobiernos neoliberales de América Latina y la Unión Europea se han alineado con
el golpe de estado diseñado por la Administración Trump. Maduro no será de
izquierdas, pero parece difícil justificar que plegarse a sus presiones, como
lo ha hecho Pedro Sánchez de la humillante manera revelada por El País, lo sea. O que la participación de Voluntad Popular
—la organización de derecha extrema a la que pertenecen Leopoldo López y Juan
Guaidó— en las reuniones de la Internacional Socialista, convertida en una
caricatura de sí misma, la transformen de pronto en una organización
progresista. Oponerse al apoyo al golpe de estado imperialista es también una
tarea defensiva contra el giro reaccionario de los populismos de derechas, se
llamen Trump, Bolsonaro, Orbán, Casado o Rivera.
María Julia Bertomeu,
Gustavo Buster, Daniel Raventós: Comité de redacción de Sin Permiso