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Democracias capitalistas, Estado neoliberal y fascismo


Las nuevas derechas radicales

Por Ugo Palheta

La contrarrevolución autoritaria fue, a finales de los años setenta del pasado siglo, una respuesta al ascenso de las luchas sociales (incluyendo las luchas antirracistas y de la inmigración, pero también las luchas feministas y ecologistas) y de una consciencia anticapitalista de masas. No obstante, su actual amplificación no se remite a la inminencia de una amenaza revolucionaria a la que estarían confrontadas las clases dirigentes de las potencias capitalistas dominantes. Por otro lado, a la vista de la amplitud de los retrocesos impuestos a las poblaciones y de los métodos empleados, la polarización política sigue siendo por el momento relativamente débil y la lucha de clases de una intensidad innegablemente menor que en el periodo de entreguerras. Actualmente asistimos a una descomposición progresiva de los equilibrios políticos anteriores –cuyos efectos a medio y largo plazo son imprevisibles– y a una ofensiva autoritaria preventiva, más que a una repentina irrupción de los desposeídos que diera un vuelco al tablero y compeliera a las burguesías a desembarazarse de la democracia. Así las cosas, nada impide prever, en los años venideros, una profundización de la crisis política, una politización radical a gran escala y una aceleración del empuje autoritario.

Como hemos visto, el deslizamiento de las democracias capitalistas hacia regímenes autoritarios, aun respetando generalmente la legalidad formal mientras se marginan, encorsetan o incluso aplastan las formas directas de intervención democrática, no se inicia en Francia con la introducción del estado de excepción. Se inició ya a finales de los años setenta y expresa desde entonces una crisis latente de los Estados capitalistas tal como se construyeron en los siglos XIX y XX. Desde el punto de vista de las clases dirigentes, lo que está en juego políticamente en la actualidad se sitúa al nivel de las propias estructuras de dichos Estados: se trata de relanzar la acumulación capitalista asegurando la reproducción de las relaciones sociales y la legitimación de la dominación burguesa. Ello supondría no una simple represión de los movimientos de contestación, sino su domesticación y la integración política de amplios segmentos de la población asalariada. Ahora bien, esta dimensión se ha revelado en Francia un escollo para el Estado neoliberal-autoritario, en particular debido a la amplitud de las luchas sociales y políticas desde el invierno de 1995.

¿Cómo situar el peligro fascista ante dicha ofensiva autoritaria? En primer lugar, recordemos que el Estado autoritario no es en absoluto sinónimo de fascismo ni, por lo demás, de fascistización rampante (de la sociedad o del Estado). Un gobierno que prohíbe una manifestación, gobierna por decreto, margina al Parlamento, reprime en los barrios populares, etc., no debería ser asimilado ipso facto a un gobierno fascista. En efecto, el Estado fascista no es un gobierno un poco más represivo que los gobiernos habituales, sino un régimen de excepción en el cual el Estado de derecho tal como lo conocemos es pura y simplemente abolido (Poulantzas, 1973). Todo lo referente a las libertades individuales y colectivas, los derechos democráticos fundamentales y el garantismo jurídico frente a la arbitrariedad estatal (hoy ya muy desigual según el estatus de las y los ciudadanos, si tomamos en consideración la situación de los no-blancos) es simple y llanamente suprimido. Un régimen de excepción tal no puede imponerse más que en una coyuntura extraordinaria, tras una crisis política de una magnitud excepcional. No puede ser el resultado de una evolución paso a paso, lineal: un Estado no se convierte progresivamente en cada vez más autoritario hasta descubrirse fascista un buen (siniestro) día. El fascismo no es el estadio terminal de un lento proceso que conduce ineluctablemente a las democracias capitalistas hacia el totalitarismo pasando por todos los grados conocidos de autoritarismo.

Tan solo situaciones extremadamente imprevisibles, ingobernables, hacen posible la conquista del poder por quienes aparecían, tan solo unos años antes, como tribunos grotescos rodeados de partidarios odiosos y de bandas marginales. El fascismo no constituye, pues, ni el destino inexorable de las democracias capitalistas, ni la voluntad inconfesable pero inflexible de las clases dirigentes. El paso de Estados liberales o autoritarios a regímenes de excepción (dictaduras militares o fascistas) es raro históricamente, aunque solo sea por los riesgos que hace correr a las clases propietarias. El riesgo para estas últimas no es perderlo todo (puesto que logran generalmente acomodarse a cualquier tipo de régimen), sino tener que renunciar al pleno control de la situación política y ver crecer a la larga la inestabilidad y la polarización política. Es por ello que los fascistas, si bien se han beneficiado históricamente de la complacencia y hasta de la ayuda directa de la clase dominante, no constituyen jamás su primera opción.

Esta no se decide a ello –y aun así parcialmente, puesto que ciertas fracciones de la burguesía rechazan hasta el final recurrir al fascismo– más que a la desesperada, con la pretensión ilusoria de conseguir controlarla. No obstante, por varias razones que es importante enumerar y precisar, el triunfo de las organizaciones fascistas fue bien preparado históricamente por el endurecimiento de los Estados capitalistas, impulsado por los gobiernos burgueses tradicionales 1/.

En primer lugar, el autoritarismo tiende a habituar a las élites políticas tradicionales al recurso creciente a procedimientos de excepción y a formas de represión intensificadas (a veces extralegales). Este uso cada vez más generalizado de la fuerza tiene por efecto acercarlas necesariamente a la extrema derecha, legitimando las soluciones propuestas por esta última. De ese modo conduce a la derecha, o al menos a segmentos de esta, a ver a los fascistas con otros ojos y así concebir la posibilidad de alianzas con ellos desde la base hasta la cumbre. Además tiene como efecto habituar a las poblaciones a ver sus derechos políticos fundamentales restringidos, disponiéndolos menos a la rebelión que a la apatía. El endurecimiento autoritario contribuye igualmente a reforzar y a autonomizar a los aparatos represivos del Estado, en los que la extrema derecha encuentra generalmente sólidos puntos de apoyo con vistas a futuros combates 2/. En fin, el autoritarismo implica la puesta en pie de una base institucional y de un arsenal jurídico que aportan a la extrema derecha, cuando esta alcanza el poder, los medios para construir un poder dictatorial, asentar legalmente su dominación y desplegar una violencia potencialmente ilimitada contra cualquier forma de oposición 3/. Recordemos de paso que tanto los regímenes mussoliniano e hitleriano como el salazarista y el petainista alcanzaron el poder e impusieron su dictadura no mediante golpes de Estado, sino por vías que respetaban formalmente la legalidad (sin que no obstante hubiesen obtenido la mayoría en elecciones democráticas).

Existe igualmente un lazo más indirecto, pero crucial, entre las tendencias autoritarias y el peligro fascista. En efecto, la emergencia de un movimiento fascista potente, capaz de conquistar y de ejercer el poder político, no es posible sino en el contexto de una crisis de hegemonía de las clases dominantes. Ahora bien, la transformación autoritaria de los Estados capitalistas contemporáneos deriva precisamente, al menos en parte, de la débil legitimidad política de los partidos que se suceden en el poder y del declive de su enraizamiento social. Sin embargo, es dudoso que el Estado neoliberal, que tiene muy poco que ver con la democracia liberal y constituye más bien una versión actualizada del estatismo autoritario descrito por Nicos Poulantzas, pueda perennizarse bajo una forma estable. Más allá del hecho de que los métodos expeditivos de gobierno –por ejemplo los decretos– no lograrían colmar las brechas más que provisional y parcialmente, el Estado neoliberal-autoritario es a la vez un producto de la crisis de hegemonía y un factor de acentuación de dicha crisis. Cuanto más se profundiza esta crisis, tanto más son conducidos los gobiernos a gobernar de un modo autoritario, reforzando así la desconfianza de amplios sectores de la población y agudizando así la crisis de hegemonía. Más allá de las instancias parlamentarias, que aparecen cada vez más como un teatro de sombras en el que se representa una obra tragicómica sin tener mucho ascendente sobre la gente, esta dimensión autodestructiva del Estado neoliberal-autoritario es particularmente pronunciada en los modos y capacidades de intervención.

Este Estado se construye sobre las cenizas del Estado capitalista del periodo precedente, marcado por la inscripción institucional de las conquistas democráticas y sociales de la clase obrera. No busca solamente liquidar dichas conquistas; se desembaraza igualmente de los instrumentos –monetarios y presupuestarios, particularmente– que otorgaban anteriormente a los Estados capitalistas dominantes la posibilidad de intervenir activamente en la esfera económica y de amortiguar así las crisis inherentes a la economía capitalista. Sometidos a los requerimientos del capital (cada vez más desterritorializado bajo la férula de las finanzas del mercado) y de las instituciones internacionales o supranacionales, no es seguro que el Estado neoliberal-autoritario esté ya en capacidad de gestionar los “negocios comunes de la clase burguesa en su conjunto” (como sostuvieron Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista), y aún menos de elaborar un proyecto político federador que permita formar alianzas interclasistas. Añadamos que buscando transformar la materialidad misma del Estado –mediante la imposición de nuevos modos de funcionamiento e intervención que reposan en lo esencial en normas importadas de las empresas privadas y mediante la sustitución de una lógica del bien público por la de la rentabilidad–, los sucesivos gobiernos han debilitado lo que constituía un elemento decisivo de la estabilización y la legitimación de la dominación capitalista.

Uno de los rasgos particulares del Estado neoliberal-autoritario apunta, por lo demás, hacia la reducción progresiva, pero considerable, de su autonomía en relación con la clase dominante, sin que no obstante sea completamente abolida. Demuestra así una creciente dificultad para pretender encarnar un improbable interés general, es decir, para transmutar el interés propio de la clase dominante en interés universal. Por ello, en Francia, cada uno de los tres últimos presidentes –Sarkozy, Hollande y Macron– han aparecido muy pronto como presidentes de los ricos a ojos de gran parte de la población. Ahora bien, la hegemonía capitalista supone precisamente un Estado político capaz de operar dicha mistificación/abstracción de los intereses puramente económicos de la burguesía elevándolos al rango de interés del conjunto de la sociedad, de interés nacional. La política misma se encuentra devaluada y tiende a declinar bajo el golpe no solamente de dicha reducción de la autonomía relativa del Estado, sino también de una política despolitizada o, más precisamente, de una política de despolitización (Bourdieu, 2001). Ello tiene por efecto que una parte creciente de la población siente un desprecio no solamente por los profesionales de la política, sino por la política misma, sentimiento del que la extrema derecha se nutre hábilmente.

La crisis ideológica a la que se enfrenta la clase dominante, dimensión particular de la crisis de hegemonía, no se reduce pues a la crisis de las instituciones que aseguran la difusión de la ideología dominante (el sistema educativo, cuyas dificultades ya conocemos, o los mass media dominantes). Es, ante todo, producto de la incapacidad creciente del Estado y de sus representantes de dar cuerpo a la ficción de un poder público autónomo, por encima de las clases y capaz de trascender sus intereses particulares (en particular los intereses de los poderosos). Más profundamente, aquí el factor decisivo es el declive de los partidos de masas. En efecto, nada los ha sustituido en la función hegemónica que cumplían no hace mucho. Nicos Poulantzas señalaba ya que la alta administración del Estado tendía a convertirse en “el partido real del conjunto de la burguesía”. Pero añadía que ello no hacía menos indispensable la existencia de un partido de Estado dominante y de masas. Éste debía ser capaz, a la vez, de coordinar y de impulsar la actividad desde la base hasta la cumbre del Estado, pero también de tejer lazos orgánicos entre la cumbre del aparato del Estado y la población.

Que los partidos busquen y reivindiquen frenéticamente la presencia en sus listas de actores de la sociedad civil no debe conducirnos a engaño. Es precisamente porque esos lazos son extremadamente débiles, si no inexistentes, que les resulta necesario poner en primer plano a personalidades que no sean profesionales de la política, pero que se reclutan muy mayoritariamente entre la patronal (pequeña o grande), las profesiones liberales o cuadros dirigentes. Las únicas relaciones orgánicas que parecen subsistir unen hoy en día a las esferas dirigentes de las empresas, las cumbres del poder ejecutivo y de los partidos (reducidos cada vez más a simples curias presidenciales) y la alta función pública. Estos lazos no son nuevos –fueron ya objeto de las obras clásicas sobre el Estado capitalista de Charles Wright Mills o de Ralph Miliband–, pero se han vuelto extremadamente estrechos. Favorecen incesantes idas y venidas y, sobre todo, una gestión del Estado inspirada en el modelo y al servicio de las empresas capitalistas.

Volvamos, para concluir, sobre los lazos entre el endurecimiento autoritario de las democracias capitalistas y el peligro fascista. Tal como hemos insistido antes sobre ello, un Estado fascista no puede surgir ya acabado del Estado capitalista actual por una simple profundización del carácter autoritario de este último. Tan solo una situación en el curso de la cual la crisis de hegemonía mutara en crisis del conjunto del Estado y en la que un movimiento fascista (o protofascista) se mostrara suficientemente hábil como para imponerse como alternativa creíble de poder, sin reacción unificada de la izquierda y los movimientos sociales, podría poner el fascismo al orden del día. Sin embargo, por las razones indicadas más arriba, la transformación autoritaria del Estado favorece imperceptiblemente a la extrema derecha. Aquella crea también las condiciones, en caso de crisis de régimen, de una fascistización más o menos rápida del Estado que hoy en día, al igual que en el periodo de entreguerras, operaría a través de una serie de rupturas en el seno y en el exterior del Estado. Esto permitiría a los fascistas asentar su poder sobre el conjunto de la sociedad, pero igualmente inscribirse en las tendencias ya presentes en el corazón del Estado capitalista (refuerzo del poder ejecutivo, intensificación de la represión, marginalización de las instancias electivas, disciplinamiento cuartelario de los cuerpos intermedios, etc.). Se dirá ciertamente que estamos en este punto; es una evidencia. ¿Pero acaso hay que llegar al punto en el que el neofascismo se convierta en candidato al poder para empezar a construir conjuntamente un movimiento antifascista de masas y una alternativa al neoliberalismo autoritario?

Ugo Palheta es miembro de la redacción de Contretemps y militante del Nuevo Partido Anticapitalista (NPA)

Notas
1/ Solo hay que pensar en los gobiernos dirigidos por Giolitti en Italia o en los gobiernos dirigidos por Brüning y posteriormente Von Papen en Alemania antes de la llegada al poder de Mussolini y de Hitler, respectivamente. Sobre las relaciones entre dichos gobiernos burgueses autoritarios y la dinámica fascista véase en particular el artículo magistral de León Trotsky “Democracia y fascismo” (La lucha contra el fascismo, Fontamara, Barcelona, pp. 97-104, 1980).
2/ El gran predicamento del Frente Nacional en los aparatos represivos (policía y gendarmería) es bien conocido.
3/ Como un intento de anticipación del modo en que el FN podría, una vez alcanzado el poder, utilizar las instituciones de la V República véase Fouteau, C. y Hajdenberg, M., “Si Marine Le Pen était presidente”, Mediapart, 14 de marzo de 2017, https://www.mediapart.fr/journal/france/140317/si-marine-le-pen-etait-presidente?onglet=full.

Referencias
Bourdieu, Pierre (2001) “Contra la política de despolitización”, Contrafuegos 2. Barcelona: Anagrama.
Poulantzas, Nicos (1973) Fascismo y dictadura. La Tercera Internacional ante el fascismo. México: Siglo XXI.