Por Mónica Bruckmann
El Siglo XX estuvo fuertemente marcado por momentos de gran ascenso y avances de las fuerzas progresistas y profundos retrocesos consecuencia de movimientos políticos de reacción a estos avances. A cada reforma, le sucedió una contra-reforma económica, política y cultural. Al avance de la socialdemocracia europea de principios del siglo XX, que condujo a los proyectos socialistas y antiimperialistas, le sucedió la emergencia del fascismo en todo el continente y su proyección planetaria. A la acumulación política de las fuerzas populares en América Latina desde mediados del siglo XX que llevó al gobierno a Salvador Allende en Chile, a Juan Domingo Perón en Argentina o a Joao Goulart en Brasil, le siguieron cruentas dictaduras militares y programas económicos neoliberales que se extendieron como proyecto económico hegemónico hasta fines del siglo XX, aún después de los procesos de redemocratización en el continente.
No es muy diferente lo que ocurrió a inicios del siglo XXI en América
Latina. La primera década y media de este siglo sustituyó la hegemonía
neoliberal por la hegemonía de proyectos progresistas, de izquierda o de centro
izquierda, como prefiera el lector. Vimos multiplicarse las políticas de
redistribución de renta a través de políticas de inclusión social, ampliación
de los servicios públicos de salud y educación. Varios países
consiguieron erradicar el analfabetismo y ampliar expresivamente la
infraestructura de educación superior. Brasil creó 17 nuevas
universidades públicas –y gratuitas, valga la observación, pues existen países
en la región con universidades públicas pero no gratuitas, legado de la era
neoliberal del siglo XX-; Ecuador tuvo uno de los programas más osados de
“formación de talento humano” para “el cambio de matriz productiva” como lo
establecía el segundo Plan Nacional del Bien Vivir de Rafael Correa, lo que
significó el cierre de más de una decena de pequeñas universidades privadas de
baja calidad educativa y la creación de cuatro universidades emblemáticas: la
universidad de las artes, la universidad pedagógica, la universidad de la
Amazonía Ikiam y la universidad de tecnología Yachay. Durante varios años
este país tuvo el presupuesto relativo al PIB más alto para el sector educación
y no establecía techo presupuestario para becas de post grado en el exterior de
los estudiantes ecuatorianos.
Los hospitales públicos de calidad y bien equipados se multiplicaron por
toda América Latina, atendiendo no solo a los sectores populares sino también a
parte importante de la clase media. Con la participación de médicos
cubanos y a partir de una visión de solidaridad y colaboración entre los países
y gobiernos, se extendieron las misiones de salud pública hacia los lugares más
recónditos de los andes, la Amazonía, o a las villas más alejadas de los
centros poblados, allí donde los médicos nacionales no tenían interés de ir.
Diversas y múltiples fueron las políticas sociales en toda la región,
desde el “hambre cero” (fome zero) en Brasil hasta el “mínimo vital de
agua” en la Bogotá del alcalde Petro, que establecía la gratuidad del agua
potable para los más pobres de la ciudad hasta un límite de 6 mil litros por
familia, por mes. En general, durante los primeros quince años del siglo
XXI la región consiguió reducir expresivamente la miseria y la pobreza, ampliar
los derechos sociales, democratizar el acceso a la universidad pública y
gratuita, multiplicar las comunidades académicas y científicas en el contexto
de un crecimiento económico sostenido a lo largo del periodo. Muchos
atribuyen este proceso al llamado super ciclo del precio internacional de las
materias primas que amplió las rentas nacionales de manera general.
Quienes defienden estas tesis (el Banco Mundial, por ejemplo[1])
olvidan que, una política redistributiva fue fundamental para obtener los
resultados sociales en la región, con los beneficios de ampliación de la
capacidad de consumo de grandes estratos de la población excluidas no sólo de
la posibilidad de un consumo mínimo de sobrevivencia sino también del ejercicio
de ciudadanía. Sin una intervención política de los gobiernos
progresistas, este super ciclo habría derivado, seguramente, en una mayor
concentración de riqueza en manos de las clases dominantes tradicionales en la
región. De hecho, estas últimas se sintieron expropiadas de los
beneficios económicos y de la riqueza que por “tradición y costumbre” les correspondía.
Las reacciones no se dejaron esperar, ya desde los primeros años del
periodo que analizamos vimos intentos de golpes de Estado (2001 en Venezuela).
El paro petrolero de PDVSA, que por poco asfixia al gobierno del
presidente Hugo Chávez, fue una reacción extrema de la oligarquía rentista
venezolana que perdió el control de la empresa petrolera del país con las
mayores reservas de petróleo del mundo (actualmente Venezuela detenta el 18% de
las reservas mundiales). Posteriormente, el golpe de Estado en Honduras
(2009), seguido de la destitución, en menos de una semana, del presidente Lugo
en Paraguay (2012) y de la destitución por el congreso brasileño, aduciendo
crimen de responsabilidad en el ejercicio del cargo, pero sin crimen
comprobado, de la presidenta Dilma Rousseff en Brasil, inauguraron un nuevo
periodo de reacción de las derechas en la región con características
particulares:
1.
A
diferencia de los viejos golpes militares del siglo XX, se producen rupturas democráticas,
estados de excepción, que rápidamente buscan legitimidad institucional y ropaje
democrático. Los poderes legislativos se constituyeron en el espacio
fundamental para estos procesos;
2.
El uso de
los poderes judiciales como instrumentos de persecución política y de
intervención en los procesos electorales;
3.
El
despliegue de grandes complejos tecnológicos en la comunicación de redes para
impactar y orientar la opinión pública con noticias parcial o totalmente
falsas. Esta estrategia se combina con instrumentos tecnológicos y
técnicas psicosociales;
4.
La
política, cuya secularización constituyó una conquista de la democracia
liberal, retorna al ardid religioso y al uso de símbolos de las iglesias
evangélicas, pentecostales y católicas. La cruz y las biblias recuperan
el papel político que tuvieron en la Edad Media. Esto, por cierto,
implica también el fortalecimiento del pensamiento dogmático y fundamentalista
que se declara en lucha abierta contra el pensamiento laico, contra las
ciencias sociales y la filosofía. De ahí los varios intentos, en toda
América Latina, de reducir, asfixiar o simplemente decretar el cierre de los
programas de ciencias sociales y humanidades. Todo espacio de producción
y elaboración del pensamiento crítico debe ser combatido (véase el caso extremo
del Brasil de Bolsonaro);
5.
El
uso de las políticas de exterminio, principalmente pero no únicamente, en las
favelas y periferias urbanas y rurales, ahora legitimadas por un discurso
profundamente discriminador en todos los ámbitos (racismo, xenofobia,
misoginia, homofobia, etc.);
6.
Una
capacidad de movilización social importante de las ultraderechas a partir de un
discurso religioso, de valores conservadores como la familia tradicional, el
sexismo, el dogma, las buenas costumbres, el orden y el progreso. Al
mismo tiempo, las movilizaciones populares espontáneas u organizadas contra la
agenda neoliberal, convierten a las calles y las plazas en un territorio de
disputa entre dos proyectos y visiones de mundo contrapuestos.
¿Qué está en juego en América Latina en este momento?
Desde el punto de vista estratégico, como lo hemos venido sosteniendo en
los últimos años, una vez más la disputa global por recursos naturales
estratégicos para los ciclos tectológicos e industriales en desarrollo y
emergentes en relación a los cuales América Latina tiene las principales
reservas: litio (94% de las reservas mundiales, y sólo en Bolivia más de 75%),
niobio (96% solo en Brasil), cobre (36% de participación mundial), la primera
reserva mundial de petróleo (18% solo en Venezuela y el creciente potencial
brasileño con las reservas offshore), casi 30% del agua dulce del planeta,
siete de los diez países más megadiversos del mundo están en la región, solo
para citar algunos ejemplos.
Estados Unidos declara en todos sus documentos estratégicos, sean de
seguridad nacional o de otra índole, incluidos los planes de ciencia y
tecnología, que el acceso a recursos naturales estratégicos es una cuestión de
seguridad nacional. Los datos muestran que en casi todos los casos estos
recursos naturales están fuera de su territorio continental y de ultramar,
principalmente en América Latina y particularmente en América del Sur.
Por otro lado China, desde fines de los años 90 ha venido incrementando la
demanda de estos recursos, y después del reflujo de los precios de las materias
primas, como consecuencia de la crisis del 2008, observamos una tendencia a la
recuperación de los precios de estos recursos y la inminencia de un nuevo
super-ciclo de precios en la medida en que avance la Nueva Ruta de la Seda: un
corredor, proyecto propuesto por China en 2013 y que hoy en día incluye a más
de cien países del mundo. La disputa por la hegemonía en el sistema
mundial entre una China emergente y Estados Unidos en declive económico está
produciendo reorganizaciones geopolíticas de gran envergadura, está
reconfigurando los territorios y bloques económicos en un ambiente global de
grandes tensiones y amenazas, de gran radicalidad de los proyectos neo
conservadores que se resisten a los cambios de época y reaccionan con violencia
creciente. Al mismo tiempo, una creciente militarización de los
territorios y reposicionamiento de las bases militares de Estados Unidos en la
región acompañan este proceso.
Desde el punto de vista económico, se trata de imponer a sangre y fuego
el programa económico neoliberal, que algunos analistas han llamado
neoliberalismo 2.0, a pesar del fracaso evidente de este proyecto implantado
durante las últimas década del siglo XX. En la agenda económica están
como principales prioridades: la desregulación de los derechos laborales y de
jubilación, la venta de las empresas públicas con el viejo argumento de achicar
el Estado, la entrega de recursos naturales por la vía de concesiones que poco
o nada dejan a los Estados, la transferencia de recursos públicos al sector
financiero y la recontratación de deudas públicas (véase el caso de la deuda
externa creada por el gobierno de Macri en Argentina: 107 mil millones de
dólares en menos de cuatro años, de la cual 98% ya salió del país), la
reducción radical de inversión del Estado en servicios básicos como salud y
educación, proponiendo la privatización de estos servicios (el ejemplo del
programa “Future-se” del gobierno de Bolsonaro para las universidades públicas
en Brasil, elaborado a partir de una consultoría al Banco Mundial, es un buen
ejemplo de esta tendencia).
Evidentemente, frente a las consecuencias de este neoliberalismo 2.0, la
protesta popular se profundiza en todo el continente, a partir de un estado de
ánimo de descontento e indignación creciente de la población, pero también de
la pérdida acelerada de conquistas sociales y políticas de aquellos sectores
que no están más dispuestos a regresar a la miseria y la indigencia, que no
admiten estafas políticas ni golpes de Estado de nuevo tipo. La respuesta
popular indígena frente a la renuncia obligada del presidente Evo Morales y
toda la primera línea de gobierno en Bolivia es una muestra del potencial de
esta movilización social, pero también es una evidencia de los niveles de
violencia y racismo que las oligarquías regionales y sus aliados
internacionales son capaces de desplegar.
Nos espera un 2020 de crecientes tensiones y enfrentamientos entre estos
dos proyectos políticos, económicos y civilizatorios. Sin embargo, es
bueno recordar que la reacción de los sectores conservadores se hace más
violenta, justamente cuando pierden legitimidad política, económica y
social. El neoliberalismo 2.0 es incompatible con la propia democracia
liberal, y de ella tiene que guardar respetable distancia, aun cuando pretenda
mantener las apariencias. Si la protesta popular gana densidad y
conducción política, estaremos, ciertamente, frente al inicio de un nuevo ciclo
progresista, que exige un balance serio de los avances y limitaciones del
momento anterior, pero representa también grandes desafíos y posibilidades de
transformaciones más profundas y recuperación de la integración regional y
soberanía de los pueblos y los gobiernos.
Mónica Bruckmann es profesora del
departamento de Ciencia Política y del Programa de Posgrado de Historia
Comparada de la Universidad Federal de Río de Janeiro-UFRJ, Brasil.