Por Marcelo Colussi
Rebelión
Para la
izquierda es una tarea impostergable, siempre omnipresente, definitoria para su
misma existencia, ver cómo lograr su objetivo: es decir, terminar con el modo
de producción capitalista y establecer el socialismo. Esto inmediatamente abre
una pregunta: ¿quién hace el paso de una sociedad a otra: la izquierda o las
grandes mayorías populares? Lo que lleva a plantear quién es la izquierda. Así
formulado, pareciera que “la izquierda” es algo distinto a esas masas
populares.
En realidad: sí. Las izquierdas, en cualquiera de
sus innúmeras formas, se constituye como un fermento (un elemento reflexivo, un
grupo de activistas/intelectuales/dirigentes/actores, una vanguardia) que
propicia el cambio, la transformación. No importa la forma que adquiera
(partido político dentro de la institucionalidad capitalista, fuerza
revolucionaria de acción comunitaria o sindical, movimiento social-popular,
grupo de acción armada, propuesta intelectual-artística, combinaciones de
algunas de ellas, etc.), es realmente “de izquierda” si logra incidir en las
masas populares para propiciar la transformación. Si no, no pasa del
diletantismo (izquierda de cafetín, sin impacto real alguno en la sociedad).
De más está decir que esa transformación, siempre y
necesariamente, se da a través de un proceso revolucionario brusco, violento,
no gradual, que rompe con el sistema capitalista y toda su institucionalidad
(el Estado y todos los aparatos ideológicos concomitantes), estableciendo algo
nuevo. No es posible que se dé un cambio hacia el socialismo dentro del marco y
la institucionalidad capitalista: los cambios obtenidos por vía electoral son
procesos de reforma, útiles en alguna medida para los pueblos siempre
excluidos, pero que no permiten transformaciones sustanciales, estructurales. Es
decir: no llegan a construir alternativas socialistas. De ahí que las
revoluciones son siempre actos violentos, en cuanto desalojan a la anterior
clase dominante creando algo nuevo. Decimos “violento” por cuanto quien detenta
una posición de poder se resiste al cambio por todas las formas posibles; y la
violencia es una de ellas (para eso están todos los órganos represivos armados
del sistema: policía, fuerzas armadas y diversos cuerpos de seguridad,
defensores en definitiva de la clase dominante, del orden establecido, que es
siempre el orden tomado por “normal”).
Pasar del capitalismo al socialismo es un proceso
tremendamente complejo; haber obtenido el poder político o, dicho de otro modo:
haber capturado el viejo Estado capitalista a través de una insurrección
popular desalojando a la clase burguesa (capitalistas en sentido amplio:
industriales, banqueros, terratenientes) es un primer paso, imprescindible sin
dudas, pero solo primer paso. Ahí arranca efectivamente la construcción del
socialismo. Eso es una tarea ardua, sumamente difícil: se trata de edificar
algo muy novedoso para lo que no hay manual. Pero quedémonos en el primer paso:
cómo se llega a activar algo que logre desplazar a la clase capitalista
dominante. He ahí la primera tarea, titánica sin dudas.
Con varios siglos de acumulación, el poder que hoy
detenta el sistema capitalista global es inmenso,
impresionante. Actualmente esa clase dominante es un monumental entramado de
capitales de carácter planetario, que establecen el curso de acción de la mayor
parte de la humanidad, fijando las guerras y los destinos del mundo.
Enfrentarse a ese poder fenomenal no es fácil. Pero de eso se trata el
socialismo: de construir una alternativa más humana a lo que puede ofrecer el
capitalismo. Nadie dijo que fuera fácil derrotarlo: ahí está el desafío
abierto.
La pregunta siempre vigente para la izquierda,
entonces, es ¿cómo vencer a ese monstruo? El siglo XX arrojó varias
experiencias: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Corea del Norte. No es la
intención del presente texto hacer un balance de lo que allí se construyó
posterior al momento insurreccional, revolucionario. Lo que ahora nos interesa
es ver cómo se llegó a ese momento.
Quienes seguimos pensando en la revolución como un
estallido de la clase trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios,
población precarizada) y no en un proceso gradual de cesión de beneficios que
haría la clase dominante (socialdemocracia romántica, en todo caso), la
cuestión sigue siendo cómo llegar a ese momento. El trabajo organizativo
popular, el trabajo político en cada frente posible: sindicato, barrio, comunidad,
lugar de trabajo, centro de estudio, etc., haciendo conciencia y fomentando una
ideología socialista es el camino. Trabajo de hormiga, de convencimiento, de
organización, en competencia feroz con todos los medios ideológico-culturales
de que dispone el sistema. Si se estudian críticamente las experiencias
revolucionarias mencionadas, se observarán diferencias en cada proceso (muy
marcadas a veces), pero siempre con elementos comunes: hay un clima político
prerrevolucionario que posibilita el estallido y hay una instancia dirigente
(llámese vanguardia o como se prefiera) que prende la mecha. Esos dos elementos
parecieran imprescindibles, y al mismo tiempo, mutuamente dependientes: sin el
uno no se da el otro. La articulación de ambos permite la revolución. Después
vendrá la edificación de lo nuevo.
¿Estamos cerca de una revolución socialista en
algún punto del planeta ahora? No pareciera. Las políticas neoliberales
(capitalismo salvaje sin anestesia) vigentes desde los 70 del siglo pasado
contribuyeron a una tremenda desmovilización del campo popular. La caída de la
experiencia soviética dejó sin propuesta a las izquierdas del mundo, que muy
lentamente después de la caída del Muro de Berlín fueron reconstituyéndose. Y
que, al día de hoy, no terminan de reconstituirse. Para ser absolutamente
francos y autocríticos: el ámbito de la izquierda está bastante desconcertado
en estos momentos. Si bien se sigue pensando en el socialismo como punto de
llegada, la experiencia del mundo de estas últimas décadas plantea preguntas.
La forma en que se llegó a las revoluciones socialistas y lo que se edificó a
partir de ellas abrió importantes cuestionamientos.
Por ejemplo, lo dicho por un connotado marxista
como el colombiano Fernando Dorado: “Impulsar que un grupo de personas
(dirigentes de partidos políticos o “movimientos”), a nombre de los oprimidos,
se apoderen mediante una insurrección, un golpe de Estado o por medio de las
elecciones del aparato del Estado existente (heredado), o de las instituciones
de gobierno (que son un “subsistema” del aparato estatal), se ha comprobado con
creces que no es la vía para acabar o destruir el capitalismo, como lo
demuestra la historia y las múltiples experiencias del siglo XX y XXI.” Por
tanto, ¿qué proponer ahora, a la luz de la lectura crítica de las pasadas
experiencias revolucionarias, para pensar el socialismo con criterios de
realidad?
Estamos claros, como se decía, que el poder de
respuesta (de bloqueo, mejor expresado aún, de contención) del sistema global
ante cualquier avanzada anti-sistémica es fabuloso. El neoliberalismo en su
conjunto, además de un plan económico absolutamente exitoso (para los grandes
capitales, por supuesto, no para los pueblos, para la masa trabajadora), es un
muy acabado programa de contención de las luchas populares. Las sangrientas
dictaduras militares de todo el siglo XX, más esos planes de ajuste estructural
y la crisis de la izquierda (no tenemos mucha claridad de cómo proceder, siendo
absolutamente sinceros) hacen que hoy se vea difícil un proceso revolucionario.
¿Hay condiciones en la actualidad para la toma del Palacio de Invierno, como
los bolcheviques en la Rusia de 1917, o para que unos cuantos “barbudos”
alzados en armas bajen de la montaña para desalojar a un dictador, como en la
Cuba de 1959 en algún lado? ¡En absoluto! ¿Dónde está sucediendo o puede
suceder algo así ahora?
Por eso despertó tantas esperanzas y simpatías un
proceso como el inaugurado por Hugo Chávez en Venezuela con su Revolución
Bolivariana y el socialismo del siglo XXI. Aunque se ve ahora que no había allí
un profundo proceso socialista de transformación radical (expropiaciones a los
propietarios de los grandes medios de producción, reforma agraria,
nacionalización de la banca), la falta de esperanzas de fines de siglo quiso
encontrar en esa dinámica política del país caribeño una revolución con todas
las de la ley. Así como también la izquierda miró ilusionada todos los
progresismos que se daban en Latinoamérica a principios de este siglo, en buena
medida inspirados en lo que sucedía en Venezuela: Brasil, Argentina, Ecuador,
Bolivia. La experiencia mostró, una vez más, que esos procesos tienen un techo
bastante fácilmente alcanzable: no pueden pasar de determinados reacomodos. Si
intentan ir más allá, corren la misma suerte de siempre: son decapitados
sangrientamente (véase el caso de Evo Morales en Bolivia, por ejemplo, o cómo
terminaron Lula y Dilma Rousseff).
Como estamos bastante huérfanos de esperanzas -y de
propuestas viables concretas-, todo atisbo de contestación levanta
expectativas. Así comenzó a pasar ahora con esos movimientos espontáneos que
recorren el mundo, siempre con un signo de rechazo a las políticas de
capitalismo salvaje vigentes. Ahí están los casos de los chalecos amarillos en
Francia, o las reacciones populares en El Líbano, en Honduras o en Haití, así
como en Egipto o en Irak, en Ecuador y en Chile o en Haití o en Colombia.
Todos estos alzamientos espontáneos son reacciones
a un estado calamitoso en que se encuentran los pueblos, hambreados, oprimidos,
faltos de proyecto, diezmados y reprimidos brutalmente cuando alzan la voz.
Pero sucede que algunos de estos levantamientos populares recientes en estos
últimos meses (procesos que nunca dejó de haberlos: el Mayo Francés de 1968, el
Caracazo en Venezuela en 1989, la reacción al “corralito” en Argentina en 2001,
la Primavera Árabe entre el 2010 y el 2013, hasta incluso el levantamiento
popular en la industrial ciudad de Detroit, en Estados Unidos, en 1967
reprimido con 43 muertos y 1,189 heridos) pudieron hacer pensar en la cercanía
de un clima revolucionario que tumbaba de una vez los planteos neoliberales, o
incluso capitalistas.
Más aún: para mucha gente de izquierda algunos de
esos procesos, en particular los de Chile y Colombia con sus formaciones populares
asamblearias, pudieron ser interpretados en analogía al proceso zapatista en
Chiapas, México. Poder popular desde abajo, pudo entendérselos. ¿Puentes hacia
la revolución?
Allí se dieron o están dando interesantes procesos
de poder popular autoconvocado, asambleas espontáneas, grupos de autogestión.
¿Estamos allí ante un germen revolucionario que marca el camino hacia el
socialismo?
¿Qué es exactamente el poder popular? Es el poder
que emana del pueblo, pero no esa delegación simbólica, aguada y desabrida, de
la democracia representativa, donde cada cierto período se cumple con el rito
de elegir a supuestos representantes de la voluntad popular. No, en absoluto.
Eso es parte del “circo” institucional capitalista, donde la población no pasa
de ser convidada de piedra y vilmente engañada/manipulada, haciéndosele creer
que decide algo. El poder popular, por el contrario, es el ejercicio efectivo,
a través de la organización y la participación real, de la amplia mayoría de un
pueblo en la decisión de los asuntos básicos que le conciernen. El poder
popular es más, infinitamente más que la atención de los problemas puntuales de
una comunidad acotada, el alumbrado público o el adoquinado de un barrio, la
resolución de un problema específico del transporte colectivo de un sector
urbano, o la instalación del agua potable o la edificación de una escuela en
una comunidad rural. El poder popular es la democracia real, directa, efectiva,
participativa del pueblo soberano, no sólo para atender problemas prácticos
puntuales sino para definir y controlar la implementación de políticas macro a
nivel nacional, e incluso internacional. Ejemplos de ello se registran en todas
estos primeros experimentos socialistas: los soviets de Rusia, los Comités de
Defensa de la Revolución en Cuba, los cabildos abiertos.
Las experiencias socialistas del siglo XX: Rusia,
China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Norcorea, quizá alguna otra del África o del
mundo árabe (excluimos de ellas los progresismos redistribucionistas que se
dieron en Latinoamérica a principios del siglo XXI, sin quitarles su valor,
pero sabiendo que no hubo allí proyecto socialista), todas ellas dieron
resultados positivos para sus poblaciones. Hoy deben ser analizadas
críticamente, porque por algo se encuentran en crisis (China es una potencia,
sin dudas, pero con un galimatías de “socialismo de mercado”; Nicaragua es una
opción impresentable, Rusia volvió a ser capitalista desmembrándose las
repúblicas de la Unión Soviética, etc.) Lo primero a criticar allí es el papel
jugado por el Estado, nuevo Estado revolucionario supuestamente, y su
burocratización. ¿Hasta dónde ese Estado heredado puede ser cambiado, o hasta
dónde, cómo, de qué manera, las experiencias autogestionarias son la semilla de
la nueva sociedad socialista? El debate en torno a ello es urgente e
imprescindible.
¿Constituyen efectivamente todos estos procesos
autogestionarios que ahora podemos ver, verdaderos embriones de revolución
socialista, o más específicamente: de socialismo? ¿Ese puede ser el paso
superador del capitalismo? Podrían ponerse a ese nivel otros procesos
similares, como las empresas recuperadas hoy día y bajo control obrero, tal el
caso de Argentina o de Venezuela, o el movimiento Okupa que se da en diversos
puntos del mundo, cooperativas populares, las asambleas territoriales en
Santiago de Chile producto de las actuales movilizaciones, etc.
Seguramente estos mecanismos marcan rumbo. ¿Son los
futuros nuevos “soviets”? Es probable. Lo cierto es que todos estos embriones,
estas revueltas populares espontáneas que van surgiendo, todavía no colapsan al
sistema en su conjunto. Todo lo cual nos lleva a reconsiderar las formas reales
y posibles de terminar con el capitalismo hoy. Que es difícil, está fuera de
discusión. La pregunta es, pese a esa dificultad, cómo hacerlo. ¿Se necesita o
no una vanguardia, alguien que conduzca y dé lineamiento a la lucha? ¿Cómo
apropiarse del viejo Estado capitalista y transformarlo? ¿Es eso posible? ¿O
debe dejarse todo en manos de las asambleas de base? El cambio es difícil,
arduo, complejísimo…, pero sigamos pensando y apostando por lo que decían los
murales del Mayo Francés: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.