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Colombia y el Paro Nacional: de la gestión del miedo a la esperanza


Por Juan Ramos Martín
El pasado 4 de octubre, las principales centrales obreras convocaron a un Paro Nacional para el día 21 de noviembre en todo el país, con el fin de detener una serie de medidas de reforma que el gobierno de Colombia pretendía aprobar en su gestión inmediata y que, bajo el nombre coloquial de ‘paquetazo’, incluían una reforma tributaria, laboral y pensional que se acogían a las recomendaciones de la OCDE y la Asociación Nacional de Instituciones Financieras. El sentido de estas reformas planteaba incentivos tributarios a las grandes empresas, alza en las tasas y tarifas energéticas, flexibilización y abaratamiento de las condiciones de contrato laboral o una posible privatización de la empresa pública de pensiones, entre otras.

Para un presidente como Iván Duque, acusado por gran parte de la oposición de ser un simple subordinado displicente al completo servicio del expresidente Uribe, y con una tasa de desaprobación del 70% entre la población colombiana -la más alta desde su llegada al gobierno-, la aprobación efectiva de esta serie de medidas, que en gran medida hacían parte de la propuesta con la que consiguió vencer en los comicios del 27 de mayo de 2018, resultaba fundamental. Por el contrario, su gran apuesta política resultó ser el inicio del descontento social que estalló en las multitudinarias marchas del 21N y que, durante 16 días (no hay visos de que el paro tenga un final cercano), vienen sumando apoyos de diferentes sectores y colectivos en rechazo, ya no a un paquete de medidas o a un gobierno poco carismático, sino a la insostenibilidad de un modelo anacrónico, injusto y desalmado que ya no cumple con las expectativas de una población más que harta. Al contrario que con Duque, la percepción sobre el Paro resultó ser mucho más positiva, especialmente entre los sectores más jóvenes, quienes apoyan la movilización en un 70%, según datos del Centro Nacional de Consultoría, y de la cual hicieron parte un 65% de los menores de 25 años.
La profundización del neoliberalismo, los asesinatos selectivos, la vía libre al fracking o al uso del glifosato, la pauperización de la educación pública y las condiciones laborales y la falta de oportunidades de vida en un futuro cercano, convocaron a jóvenes, estudiantes, indígenas, campesinos, artistas, ambientalistas, feministas y cuantos quiera sectores y colectivos que se unieran al Paro, haciendo de este el movimiento social ciudadano más grande que se recuerda en la historia reciente del país latinoamericano.
Como respuesta al gran éxito de las movilizaciones, 5 días después de la primera manifestación social de fuerza, en su primera reunión con los representantes del Comité del Paro y sumidos en la desgarradora incertidumbre sobre la precaria salud de Dylan Cruz (el joven atacado por la policía antidisturbios, quién fallecería horas después), el presidente Iván Duque quiso desconvocar el paro ofreciendo a los convocantes “tres días al año sin IVA”.
La propuesta puede parecer totalmente incoherente a aquellos que sean ajenos al devenir político-social colombiano, pero lamentablemente, en el contexto nacional esto ya no resulta tan extraño. Noticias sobre falsos saqueos en las principales ciudades, un toque de queda militarizado al que se hizo caso omiso, registros ilegales de domicilios de estudiantes, detenciones sumarísimas sin más justificación que la participación de jóvenes en las marchas convocadas, todo ello sumido en un clima de desinformación en el que los principales líderes conservadores, afines al gobierno, pretenden dar una dirección político-partidista a un movimiento que nace en las calles y vive de la esperanza (así lo valoran el 80% de los menores de 40 años), alimentan el hartazgo de una población que, toda vez disperso el humo del conflicto sempiterno, comienza a comprender que su voz puede hacer más ruido que las balas, aun cuando la clase política aún viva de viejas ilusiones bélicas.
“¿De qué me hablas, viejo?” fue la respuesta del presidente Iván Duque a la pregunta del periodista Jesús Blanquicet acerca de su opinión sobre el bombardeo realizado el pasado 29 de agosto de 2019 en San Vicente del Caguán (Caquetá) por parte del ejército colombiano a un campamento de las disidencias de las FARC, en el cual fueron asesinados, entre otros, un grupo de civiles menores de edad que se encontraban cercanos a la zona (en el momento se habló de 8 menores muertos, pero las informaciones alcanzan ahora a las 18 víctimas) y cuyo intento de ocultamiento, manipulando cifras y presentándolos desde un principio como “delincuentes muertos en desarrollo de operaciones militares”, se saldó apenas con la renuncia del entonces ministro de Defensa, Guillermo Botero, amenazado y presionado por lo indecoroso que hubiera sido llegar a una moción de censura como la que ya había sido planteada en pleno. Acto seguido a las sintéticas declaraciones, el periodista denunció que la escolta del propio presidente le golpeó y la amenazó con la confiscación del material grabado.
Para Colombia no es novedad, en todo caso, que el presidente Duque decida no responder (o responder a su manera) a aquellas preguntas que puedan serle más incómodas, y mande en su lugar algún otro tipo de mensaje, muchas veces, más expedito. Su estrategia viene siendo, durante el año largo que viene ocupando el cargo, el silencio y el refugio en los representantes más osados de su partido. A la luz de las cifras, no parece estar siendo muy efectiva.
En este caso, quién respondió decidido fue el expresidente y actual senador Álvaro Uribe, mentor del propio Duque y fundador del partido Centro Democrático, quién, como de costumbre, utilizó su cuenta de Twitter para no dar pie a posibles objeciones: “Si hay unos niños en el campamento de un terrorista, ¿qué supone uno? ¿Llegarían allá por su curiosidad a jugar fútbol o fueron reclutados por el terrorista?”.
Poco antes de la masacre del Caguán, el 22 de abril de este mismo año, cuatro disparos realizados por el arma de un militar en la vereda de Convención, en pleno Catatumbo (Norte de Santander), acababan con la vida de Dimar Torres, desmovilizado de las Farc que se acogió en 2017 a la amnistía otorgada a los condenados por delitos políticos a partir de la firma de los acuerdos de paz en el año 2016 y que, según reporta la Fiscalía, en la actualidad se dedicaba a labores de agricultura y buscaba poner en marcha un proyecto productivo de gallinas. De nuevo, el intento de ocultamiento y las contradicciones en el caso recordaron el horror de aquello que en territorio colombiano se conoció con el nombre de ‘falsos positivos’ -asesinatos civiles llevados a cabo por la fuerza pública, que luego vestían a las víctimas como guerrilleros para presentarlos como bajas en combate y poder recoger así los beneficios derivados-, sobre los cuales, asociaciones de campesinos de la región presentaron ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) informes de 158 ejecuciones extrajuduiciales entre los años 2005 y 2008. Si bien Iván Duque no se pronuncia, es en un primer momento el propio Ministro de Defensa quien defiende públicamente la hipótesis de los propios implicados en que se trató de un homicidio en defensa propia, aunque finalmente aceptara los hechos y lo calificara de homicidio doloso.
El caso de Dylan Cruz, más conocido por ser más urgente, reúne el disparo a bocajarro y por la espalda de una granada bean bag rellena de balines por parte de un efectivo del Escuadrón Móvil Antidisturbios -el tristemente famoso ESMAD- durante las movilizaciones del 23 de noviembre a un joven manifestante, a tan solo días de graduarse como bachiller. La crueldad de los hechos, unido a la crudeza de las imágenes y los videos que circularon inmediatamente del cuerpo desplomado, se adhieren a la agonía de un cuerpo joven que luchó por más de dos días contra un destino inevitable. Al silencio elocuente del presidente, le hicieron eco las palabras de la senadora de su partido, María Fernanda Cabal, quien durante la jornada del día 24 twitteo: “Los menores de edad deben estar a esa hora en sus casas. Éste joven está siendo instrumentalizado por adultos perversos para que les sirva de trofeo en su lucha revolucionaria. ¿Dónde están sus padres? ¿Quién los llevó allí? ¡Esos son los responsables! No al revés”. Precisamente esta misma semana, la ONG Temblores presentó un informe sobre los 20 años de vida del ESMAD, en el que se reportan 34 muertos por acción de sus agentes.
Con estos breves antecedentes, cabe destacar que aún hoy en el presupuesto aprobado en Colombia para 2020, el gasto en defensa sigue superando al total del gasto en salud. Y que durante la última década, el presupuesto (más de 31 mil millones de pesos) y el número de efectivos (3328) del ESMAD se triplicó, en loa de la seguridad del pueblo. En Colombia, no solo el Estado no protege a sus ciudadanos, sino que en reiteradas ocasiones, se acaba convirtiendo en su principal enemigo, ya sea por acción directa o por omisión de responsabilidades. Y, sin embargo, hace tiempo que nos cuentan que existe la paz en Colombia. Será esa la paz que no encontró Dimar, ni Dylan, ni los 18 niños asesinados por el Estado. Ni tampoco los 171 desmovilizados de las Farc que perdieron la vida durante el periodo de gobierno de Duque. Ni los 247 líderes sociales que encontraron la muerte en este año largo de democracia, ni los 168 indígenas que perecieron de forma violenta en tiempos de posconflicto. Ni tampoco los millones de jóvenes sin un futuro digno, ni los 7,8 millones de desplazados por la violencia, ni los miles afectados por problemas de salud derivados de la contaminación, ni las más de 3000 mujeres que en 2018 se reportaron como víctimas de violencia machista.
O será, más bien, la paz la que piden las calles, que solo exigen el cumplimiento riguroso de la Constitución del 91: la implementación integral de los acuerdos de paz, la aprobación definitiva de los puntos contenidos en la Consulta Anticorrupción de 2018, la sustitución del ESMAD por un cuerpo de concertación regido por el cumplimiento riguroso del respeto a los derechos humanos, el cumplimiento de los acuerdos alcanzados con los estudiantes y profesores durante las movilizaciones por la educación pública los pasados meses, el fin de las reformas tributarias regresivas, el reconocimiento de la salud como un derecho fundamental, garantías reales para la protección efectiva de los líderes sociales, la construcción de una política eficaz para la eliminación de la desigualdad de género, la implementación de un sistema pensional multipilares, medidas para la protección de especies en vía de extinción y contra la deforestación masiva y la explotación minera que ponga en riesgo el bienestar ambiental, así como el desincentivo a tecnologías contaminantes, el incremento del presupuesto de la Rama Judicial y la Fiscalía General, el retiro del Proyecto de Ley 212 y el fortalecimiento de la participación sindical y de los trabajadores en la toma de decisiones pública, la declaración de los derechos del campesinado colombiano, la efectiva ejecución de los procesos de restitución de tierras y la reorganización de las Fuerzas Armadas, orientadas, de nuevo, por el respeto a los derechos humanos.
Aunque no quieras, de todo eso es de lo que te estamos hablando. Y el ruido es cada vez más alto.