Por Massimo
Modonesi
La noción de
hegemonía que Gramsci desplegó, enriqueció y complejizó en su Cuadernos de la
Cárcel ha ido simplificándose y fetichizándose en su uso político y analítico,
que esté o menos sustentada en alguna sofisticación teórica como la que
avanzaron Laclau y Mouffe.
Si bien el
llamado populismo de izquierda asume el desafío de la subjetivación política
inherente al principio de hegemonía –lo cual no es evidente ya que ha sido
recuperado principalmente como concepto relativo al ejercicio del poder
estatal- lo desplaza y lo deforma respecto de su origen y proyección
primordial.
Si me pasan la
metáfora, que no pretende ser sistemática sino sugestiva y provocadora, la
hegemonía –entendida exclusivamente como construcción de alianzas y de consenso
en términos de opinión pública y de elecciones- se convirtió en un fetiche, es
decir un objeto al que se rinde culto, al que se atribuye un poder, el poder de
la eficacia y del consiguiente éxito político. Esto ocurre justamente porque la
idea de hegemonía se objetivó en un dispositivo estratégico que produce poder
–sea estatal, partidario que remite a una institución o una organización- que
no solo se ejerce, sino que se toma, se adquiere y se posee; es entonces un
instrumento, una herramienta. Objetivar la hegemonía contribuye a desubjetivar
a la política y viceversa. Esto no quiere decir que no haya actores en el
escenario hegemónico –no me puedo detener en la distinción entre actor y
sujeto- pero tanto el actor que produce como el que consume este tipo de
consenso son consubstanciales a la mercantilización de la política. Bajo esta
forma de concebir a la hegemonía, toda producción de subjetividad política se
mide en términos valor de cambio y no de uso, es decir la subjetivación no se
realiza en sí misma, en su capacidad de retener valor, de fortalecer a los
sujetos en su paulatina constitución interna, sino en función de su inmediata
venta y consumo en el mercado político.
En este
sentido, la hegemonía como apariencia del sujeto, como discurso e instrumento
táctico, mistifica, sobrepone la existencia de un actor político-institucional
a la ausencia de un sujeto socio-político de fondo, simula una relación entre
personas mientras se retroalimenta de los vínculos entre aparatos, dirigentes o
intelectuales orgánicos, en el sentido ampliado por Gramsci.
Como
producción discursiva y como artificio táctico permite efectivamente construir
alianzas en la sociedad política y consenso en la sociedad civil, pero opera
como falsa conciencia y se convierte en un obstáculo a la auto-conciencia
necesaria a un real proceso de subjetivación política de las clases
subalternas.
La hegemonía
como fetiche es un dispositivo fundamental del llamado populismo de izquierda
ya que le permite obtener rendimientos políticos coyunturales. Al mismo tiempo,
como lo han demostrado muchas experiencias recientes latinoamericanas y
europeas, son resultados superficiales y efímeros porque obtenidos a través de
una huida hacia delante en la toma del poder estatal, saltando una serie de
pasajes -problemáticos pero fundamentales- del proceso de subjetivación
política tal y como se vislumbraba en los debates marxistas en los cuales
destacó la contribución de Gramsci y los que siguieron, en particular en los
años 60 y 70.
Huida hacia
delante que tiende a acelerarse, volviéndose desenfrenada y compulsiva, rehén
de la inmediatez, del tiempo corto de la “pequeña política” y que, por lo
tanto, necesita siempre más cortar camino, buscando atajos para evitar las
dificultades inherentes a los procesos de constitución lenta de los sujetos
socio-políticos, la cual se diluye al punto de desaparecer o ser invisibilizada
en la convulsa y vertiginosa cotidianidad de los medios de comunicación masiva
y de las redes sociales, aun cuando en ellas, se producen también lentos y menos
perceptibles cambios moleculares que conforman tanto el sentido común como los
núcleos de buen sentido a través de los cuales sectores de las clases
subalternas conforman su visión del mundo.
La prisa
tiende a justificarse en razón de la emergencia; emergencia en su doble
acepción, como novedad que aflora y como urgencia frente a la crisis
civilizatoria que vivimos. Por otra parte, los ritmos vertiginosos llevan, en
ocasiones, a forzar la lógica de guerra de movimiento hasta el punto de
desenterrar la idea de blitzkrieg, la guerra relámpago. Blitzkrieg que, aun
triunfando, produce una modificación de la correlación de fuerzas en el plano
más superficial y efímero del sistema político y del gobierno en turno, sin la
penetración cultural de la derechización, el subsuelo hegemónico que la sigue
sosteniendo.
El desenfreno
populista de izquierda basado en el fetiche de la hegemonía necesita tomar
atajos. Menciono cuatro de ellos.
El atajo
del discursivismo, es decir del reduccionismo comunicacional de la política, a
través del cual se diluyen los procesos de organización y participación y se
desatienden los procesos de sedimentación cultural, de la educación y la
cuestión de los aparatos ideológicos en general.
El atajo
del caudillismo (o cesarismo o bonapartismo, aun cuando estos conceptos remiten
a experiencias de gobierno a las cuales no todos los populismos accedieron) por
medio del cual se producen efectos carismáticos de agregación gregaria –si me
perdonan el trabalenguas-, se ahonda la delegación, inhibiendo o distorsionando
la subjetivación autónoma de las clases subalternas, su capacidad de
autoconsciencia, autoorganización y autodeterminación -no totalmente
espontánea, pero tampoco necesariamente heterodirecta.
El atajo
del estatalismo (o estadolatria) por medio del cual se asume y reproduce la
concentración y la institucionalización del poder político como horizonte de la
transformación, desdibujando o eliminando toda hipótesis de socialización del
mismo. Recluyendo, de paso, en el palacio y sus locales anexos la cuestión del
equilibrio, la secuencia y la articulación entre ser dirigente y ser dominante
que inquietaba a nuestro camarada encarcelado.
El atajo
de la desclasificación, es decir la disolución de toda comprensión clasista de
la realidad social y política en aras de formular hipótesis transversales como
las de pueblo o de ciudadanía. Si bien el prisma de las clases sociales puede
resultar limitado y amerita ser renovado y enriquecido, es evidente que su
eliminación obtura toda posibilidad de formulación de proyectos políticos que
asuman horizontes emancipatorios en el contexto de sociedades capitalistas. La
negación de los efectos clasistas del capitalismo pone en discusión la
existencia misma del capitalismo tal y como ha sido caracterizado y entendido
por las izquierdas en los últimos 150 años y, valga la ironía de la historia, y
lo reduce a un modo de producción en el sentido más técnico y economicista del
concepto.
Estos atajos,
que por falta de tiempo simplifiqué al límite de la caricatura, conllevan a
que, aún en la hipótesis de un éxito, la acumulación hegemónica se configure
inexorablemente como revolución pasiva, aun con variaciones en términos de
intensidad transformadora y de su sesgo progresivo o regresivo.
Revolución
pasiva que se coloca como escenario ideal del populismo de izquierda. Un
proceso que, en el mejor de los casos, amerita el sustantivo revolución, porque
emprende reformas progresivas intra-capitalistas para estabilizar y relanzar un
orden socio-económico. Que es pasiva en tanto impuesta desde arriba, es decir
no sustentada en la activación y el protagonismo de las clases subalternas,
construida sobre su insuficiencia. Una pasividad que, en el caso de gobiernos
de tinte progresista, se lamenta y se asume la iniciativa desde arriba por
delegación, en los casos más regresivos, que se desea y propicia en clave
reaccionaria o una combinación de ambos, como suele ocurrir al margen de las
tipologías. Revolución pasiva como transformación conservadora que además
refleja los efectos de los atajos antes mencionados: demagogia, verticalismo
del líder y desde el Estado, negación de los conflictos de clase. En ella se
manifiesta, embellecido por el espejismo del cambio, el lado obscuro de la
hegemonía, ya no instrumento de subjetivación política desde abajo sino
herramienta de sujeción y de control desde arriba.
La tentación
de asumir el horizonte de la revolución pasiva como programa, como menor de los
males o como único horizonte de lo posible parece ser, a la luz de múltiples
experiencias de ayer y hoy, el desenlace natural y lógico de una estrategia
centrada en la fetichización de la hegemonía.
Gramsci
pensaba en la hegemonía de forma muy diferente como una dinámica que partía de
la autonomía, la autoconciencia y la organización de un sujeto particular capaz
de ampliarse y articularse con otros al interior de un horizonte emancipatorio
de alcance universal.