Por Andy Robinson
Estados Unidos baraja
un escenario de hundimiento del Gobierno de Maduro, debido a las sanciones y al
embargo petrolero, y sin alternativa de poder dada la debilidad de Guaidó.
Tuve
la escalofriante experiencia en octubre pasado de ver en persona, durante un
evento del Atlantic Council, en Washington, a Carrie Filipetti, la ice
queen de la política venezolana del Departamento de Estado
estadounidense.
De
tez tan blanca y transparente y mirada tan fría, que sería material de casting para
la próxima teleserie de vampiros, Filipetti había sido invitada para hablar del
embargo petrolero a Venezuela. La invitada estrella del think tank más
querido del Departamento de Estado pidió, de manera previsible, más sanciones
contra Venezuela y el endurecimiento de un bloqueo que ha dificultado la
exportación de crudo, que supone el 95% de las exportaciones venezolanas y es
crucial para importar bienes esenciales.
Pese
a tener escasa experiencia en relaciones exteriores, Filipetti es responsable
de Cuba y Venezuela en el departamento de Mike Pompeo. Licenciada en estudios
religiosos por la Universidad de Virginia, fue responsable de la cartera de
donativos de la fundación del financiero neoconservador Paul Singer, el gestor
de fondos buitre que quiso provocar una guerra con Argentina.
En
la conferencia, Filipetti describió el panorama desolador de desabastecimiento
y migración masiva en Venezuela. Lamentó con verdadera indignación virginiana
que miles de venezolanos estén muriendo debido a la escasez de medicamentos.
Adoptó un tono de superioridad moral al arremeter contra chinos y rusos por su
negativa a apoyar la política de cambio de régimen y por intentar burlar el
embargo. “No actuar es ser cómplice de la maldad (evil fue la
palabra que ella eligió)”, denunció.
En
el Atlantic Council, un grupo de periodistas –entre ellos algún español– se
lanzó a intercambiar tarjetas de visita con la nueva cara de la diplomacia
evangelista de la nueva guerra fría en el Caribe. Pero nadie se atrevió a
preguntarle si en sus clases de metafísica en Virginia se llegó a plantear
alguna vez la moralidad de condenar una catástrofe humanitaria que uno mismo ha
ayudado a crear.
Unos
días después, el Atlantic Council celebró en la misma sede un brainstorming estratégico,
un llamado juego de paz, Peace game Venezuela. El
planteamiento de un desenlace fatal para la crisis venezolana y sus
correspondientes posibles escenarios resultó, sin embargo, ser todo menos un
juego de paz. Más bien se parecía a uno de esos siniestros war games que
se organizan en las salas oscuras del Pentágono. Esos en los que los generales
se asombran horrorizados por la devastación provocada por sus propias bombas.
Vamos
a esbozar la puesta en escena del juego Peace game Venezuela, pathways
to peace (rutas hacia la paz). Los jugadores son un puñado de
especialistas del establishment de la política exterior en
Washington (embajadores, ministros y militares) y ‘expertos’ latinoamericanos
admiradores casi todos de Carrie Filipetti y de su jefe, el secretario de
Estado, Mike Pompeo. Entre estos está el representante de la Organización de Estados
Americanos, que pide más sanciones contra Venezuela, y el representante de Juan
Guaidó en Washington, que ha intentado convencer a Estados Unidos de actuar
militarmente contra su propio país, cosa que ni Carrie Filipetti ve con buenos
ojos.
Por
motivos que el Atlantic Council no explica, el juego por la paz en Venezuela
fue patrocinado por la petro-teocracia de Emiratos Árabes. Los otros
patrocinadores eran la Universidad de Florida, estado en el que Donald Trump
busca el voto excubano, y la revista Foreign Policy, cuyo director
más influyente fue Moisés Naím, exministro de Fomento del venezolano Carlos
Andrés Pérez.
El
juego empieza con la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si la situación en
Venezuela se vuelve verdaderamente catastrófica y se produce el colapso? Es un
escenario que no se puede descartar por terrible que sea, coinciden los
jugadores. Así, manejan la hipótesis de que se produce una situación de caos
tras el hipotético colapso del gobierno de Nicolás Maduro, pero, dada la
debilidad total del supuesto gobierno alternativo de Guaidó, no hay otro poder
ejecutivo para sustituirlo.
Los
jugadores imaginan, pues, el siguiente escenario: “Conforme se colapsa el
Estado venezolano, el sistema de sanidad se desintegra también. Los cortes de
luz ya crónicos, la falta de agua y las condiciones insalubres se generalizan.
El escenario se despliega con un brote de sarampión en Petare (una barriada
pobre de Caracas). (…), la violencia, el hambre y la desesperación intensifican
los flujos migratorios desde Caracas de 5.000 a 10.000 al día…”.
Echándole
todavía más imaginación morbosa, los jugadores del Atlantic Council se inventan
un escenario –tal vez sugerido por el jugador colombiano integrante del
gobierno de Iván Duque– en el que la facción disidente de las FARC (que se
desarmó hace dos años) se hace con el control en Venezuela junto con otro grupo
de la “narco guerrilla” , ELN, y colectivos chavistas. “Las FARC, el ELN y los
colectivos toman el poder conforme la situación se deteriora. Estos grupos aprovechan
el vacío del poder para elevar su apoyo y legitimidad y su poder de
negociación”, reza el guión.
Con
ese grado de imaginación, el peace game del Atlantic Council
empieza a parecer uno de esos videojuegos de fantasía gótica y violenta. Dark
souls (almas oscuras), por ejemplo, con su primera entrega
titulada Prepárense para morir, que, dicho sea de paso, tiene
algunos personajes que se parecen bastante a Carrie Filipetti.
Al
final del juego, los participantes logran estabilizar la situación: “La emergencia
humanitaria consigue armonizar una respuesta a la crisis de seguridad pero no
antes de numerosas muertes de civiles”.
Hay
algo perverso en la metodología del juego Peace game Venezuela. Las
catástrofes humanas que vislumbran los expertos en sus fantasiosas tormentas de
ideas son la consecuencia, precisamente, de las premisas iniciales del juego:
las sanciones y el embargo petrolero implementado por la administración Trump.
“El
escenario [del juego] plantea que EE.UU. y Europa vayan intensificando la presión
económica sobre el régimen de Maduro al abortar totalmente la capacidad de
Venezuela para usar el sistema de pagos internacionales”, se explica. “Las
endurecidas sanciones, en tándem con la incapacidad para acceder a los mercados
financieros, empujan finalmente al régimen de Maduro hasta el abismo y
desencadenan el colapso político y económico del Estado y todas las
instituciones nacionales”.
Sería
lógico, dada la evolución de este juego, que se intentara hacer otro peace
game, en el que las condiciones iniciales fuesen otras. Por ejemplo, la
retirada del embargo y las sanciones a cambio del respaldo de Maduro a
negociaciones entre el Gobierno y la oposición con el fin de convocar
elecciones en 2021. O tal vez, otras premisas iniciales podrían ser un programa de alimentos por petróleo,
como el que propone Francisco Rodríguez, economista y asesor del líder opositor
Henri Falcón. Habría sido interesante poder ver los escenarios correspondientes
a esas condiciones iniciales de juego alternativo. Pero, al parecer, el
Atlantic Council y los jugadores del peace game son todos
defensores acérrimos de las sanciones y, al igual que Filipetti, acusan de
crímenes morales a cualquiera que cuestione su eficacia o que intente sortear
el embargo.
Mientras
los participantes del juego en el Atlantic Council barajaban escenarios de
muerte, unas manzanas más al sur, Pompeo advertía de que, en lo que se refiere
a las sanciones, EE.UU. no ha terminado aún. “The United States is not done”,
dijo como si se tratara de una hamburguesa medio engullida. Seguirán apretando
las tuercas. Es un castigo colectivo que viola la convención de Ginebra y, por
tanto, el derecho internacional humanitario. Además, tal y como ha quedado claro,
no sirve para forzar una salida de Maduro si eso es lo que se quiere. Pero da
para jugar un divertido peace game.
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* Andy Robinsones es
licenciado por la London School of Economics en Ciencias Económicas y
Sociología y en Periodismo por El País UAM. Fue corresponsal de ‘La Vanguardia’
en Nueva York y hoy ejerce como enviado especial para este periódico. Su último
libro es ‘Off the Road. Miedo, asco y esperanza en América’ (Editorial Ariel,
2016).