Por Atilio Borón
Rebelión
Una de
las primeras lecciones que enseñan en todo curso sobre el sistema político de
Estados Unidos es que las guerras suelen revertir la declinante popularidad de
los presidentes. Con una tasa de aprobación de Donald Trump del 45 % en
diciembre del 2019, los “déficit gemelos” (comercial y fiscal) creciendo
inconteniblemente al igual que la deuda pública y una amenaza de juicio
político en su contra los consejeros y asesores de la Casa Blanca seguramente
recomendaron al presidente que apele al tradicional recurso e inicie una guerra
(o una operación militar de alto impacto) para recomponer su popularidad y
situarlo en mejor posición para encarar las elecciones de noviembre del
corriente año.
Esta
sería una plausible hipótesis para explicar el inmoral y sangriento atentado
que acabó con la vida de Qassem Soleimani, ciertamente el general más
importante de Irán. Washington informó oficialmente que la operación fue
explícitamente ordenada por Trump, con la cobardía que es tradicional entre los
ocupantes de la Casa Blanca, aficionados a arrojar bombas a miles de kilómetros
de distancia de la Avenida Pennsylvania y de aniquilar enemigos o supuestos
terroristas desde drones manejados por unos jóvenes moral y psicológicamente
desquiciados desde algunas cuevas en Nevada. Esa misma prensa se encargó de
presentar a la víctima como un desalmado terrorista que merecía morir de esa
manera.
Con esta
criminal actitud se tensa extraordinariamente la situación en Oriente Medio,
para satisfacción del régimen neonazi que gobierna Israel, las bárbaras
monarquías del Golfo Pérsico y los hampones dispersos del derrotado –gracias a
Rusia- Estado Islámico. El perverso cálculo es que en los próximos días la
popularidad del magnate neoyorquino comience a subir una vez que la maquinaria
propagandística de Estados Unidos se ponga en marcha para embotar, por enésima
vez, la conciencia de la población. Como decíamos más arriba, esta apelación a
la guerra fue utilizada rutinariamente en la historia de ese país. Tal como el
año pasado lo señalara el ex presidente James Carter Estados Unidos estuvo en
guerra durante 222 años de sus 243 años de vida independiente. Esto no es
casual sino que obedece a la nefasta creencia, profundamente arraigada tras
siglos de lavado de cerebros, de que Estados Unidos es la nación que Dios ha
puesto sobre la tierra para llevar las banderas de la libertad, la justicia, la
democracia y los derechos humanos a los más apartados rincones del planeta. No
se trata ahora de hacer un recuento puntual de las guerras iniciadas para
ayudar a presidentes en apuros, pero conviene traer a colación un caso reciente
que también involucra a Irak y cuyo resultado fue distinto al esperado.
En
efecto, en 1990 el presidente George H. W. Bush (Bush padre) se encontraba en
problemas de cara a su reelección. La operación “Causa Justa”, nombre
edulcorado para designar la criminal invasión de Panamá en Diciembre de 1989,
no había surtido el efecto deseado puesto que no tuvo el volumen, la
complejidad y duración necesarias como para ejercer un impacto decisivo sobre
la opinión pública. Tiempo después el Washington Post titulaba
en primera página (16-X- 1990) que la popularidad de presidente se desplomaba y
comentaba que “algunos republicanos temen que el presidente se sienta forzado a
iniciar hostilidades para detener la erosión de su popularidad”.
Previsiblemente, los demócratas triunfaron en las elecciones de medio término
de Noviembre de 1990. Bush captó el mensaje y optó por el viejo recurso:
duplicó la presencia militar de Estados Unidos en el Golfo Pérsico pero sin
declarar la guerra. Poco después se filtraba la declaración de uno de los
principales asesores de Bush, John Sununu, diciendo, en palabras que vienen
como anillo al dedo para comprender la situación de hoy, que “una guerra corta
y exitosa sería, políticamente hablando, oro en polvo para el presidente y
garantizaría su re-elección.” La invasión de Irak a Kuwait le ofreció a Bush
padre en bandeja esa oportunidad: ir a la guerra para “liberar” al pequeño
Kuwait del yugo de su prepotente vecino.
A
mediados de enero de 1991 la Casa Blanca lanzó la operación “Tormenta del
Desierto” –a la cual se asoció, para desgracia de la Argentina, el gobierno de
Carlos S. Menem- contra Irak, un país ya devastado por las sanciones económicas
y su larga guerra con Irán, y contra un gobernante, Saddam Hussein, previamente
satanizado hasta lo indecible por la mentirosa oligarquía mediática mundial con
la imperdonable complacencia de las “democracias occidentales.” Pero,
contrariamente a lo esperado por sus consejeros Bush padre fue derrotado por
Bill Clinton en las elecciones de noviembre de 1992. Y lo hizo con cuatro
palabras: “¡Es la economía, estúpido!” ¿Quién podría asegurar que un desenlace
igual no podría repetirse esta vez? Esto, por supuesto, dicho sin la menor
esperanza de que un eventual sucesor demócrata del sátrapa neoyorquino pueda
ser más favorable, o menos funesto, para el futuro de la humanidad. No
obstante, de lo que sí estamos seguros es que el “orden internacional”
construido por Estados Unidos y sus socios europeos exhibe un avanzado estado
de putrefacción.
De otro
modo no se entiende el silencio cómplice o la hipócrita condena, cuando no la
abierta celebración, de los aliados de la Casa Blanca y la “prensa libre” ante
un crimen perpetrado en contra de un alto jefe militar –no de un supuesto
ignoto “terrorista”- de un país miembro de Naciones Unidas ordenado por el
presidente de Estados Unidos y en abierta violación de la legalidad
internacional e, inclusive, de la propia Constitución y las leyes de Estados
Unidos. Una nueva guerra asoma en el horizonte provocada por Washington
invocando los habituales pretextos para encubrir sus insaciables ambiciones
imperiales. El “complejo militar-industrial” festeja con champán mientras el mundo
se estremece ante la tragedia que se avecina.