Por Vijay Prashad
Millones de personas están en las calles,
desde India hasta Chile. La democracia es tanto lo que prometen como lo que las
ha traicionado. Sus aspiraciones tienen un espíritu democrático, pero
encuentran que las instituciones de la democracia, saturadas de dinero y poder,
son inadecuadas. Están en las calles para lograr más democracia, una democracia
más profunda, otro tipo de democracia.
En todas y cada una de las regiones de India, gente común y
corriente sin militancia en ningún partido político ha salido a las calles
junto a la izquierda para exigir que se retire la ley fascista que
convertiría a los musulmanes en no ciudadanos. Esta inmensa oleada ha surgido
incluso cuando el gobierno intenta declarar ilegales las manifestaciones y ha
cortado el acceso a internet. Hasta ahora, veinte personas han sido asesinadas
por las fuerzas policiales. Nada de esto ha detenido al pueblo, que ha
declarado con fuerza que no va a aceptar el ataque de la ultraderecha. Se trata
de un levantamiento popular imprevisto y abrumador.
La democracia ha sido encadenada por el poder capitalista. Si la
soberanía se tratara solo de números, entonces los trabajadores y campesinos,
los pobres de la ciudad y la juventud estarían representados por personas que
ponen sus intereses primero y que son capaces de exigir más del fruto de su trabajo.
La democracia promete que las personas puedan controlar su destino. El
capitalismo, por otro lado, está estructurado para permitir a los capitalistas
—los dueños de la propiedad— tener el poder sobre la economía y la sociedad.
Desde la perspectiva capitalista, las implicancias completas de la democracia
no se pueden permitir. Si la democracia consiguiera sus objetivos, entonces se
democratizarían los medios de producción de riqueza. Eso sería un atentado
contra la propiedad, y es por eso que la democracia es limitada.
Los sistemas de democracia liberal crecen en torno al Estado, pero
no se puede permitir que estos sistemas se vuelvan demasiado democráticos.
Deben ser controlados por el aparato represivo del Estado, que exige restringir
la democracia en nombre de “la ley y el orden” o de la seguridad, que se
vuelven barreras contra una democracia completa. En vez de decir que el
objetivo del Estado es defender la propiedad, se dice que es mantener el orden,
lo que significa una asociación de las prácticas democráticas más amplias con
el vandalismo y la criminalidad. Se considera robo el exigir el fin de la
apropiación privada de la riqueza social —que es en sí misma un robo—; son los
socialistas, no los capitalistas, quienes son identificados como criminales no
contra la propiedad, sino contra la democracia.
Con este truco, a través del financiamiento de medios de
comunicación privados y otras instituciones, la burguesía logra mostrar de
manera convincente que ella es la defensora de la
democracia. Así, define la democracia simplemente como elecciones y libertad de
prensa —cuando ambas pueden comprarse como cualquier otra mercancía—, y no como
una democratización de la sociedad y la economía. Tanto las relaciones sociales
como las económicas quedan fuera de la dinámica de la democracia. Los
sindicatos —el instrumento para la democratización de las relaciones
económicas— son despreciados abiertamente y sus derechos restringidos; los
movimientos sociales y políticos son deformados, y emergen las ONG, usualmente
limitando sus agendas a pequeñas reformas en lugar de desafiar las relaciones
de propiedad.
Como resultado del muro entre las
elecciones y la economía, entre reducir la política a las elecciones y evitar
la democratización de la economía, surge una sensación de futilidad. Esto se
manifiesta en la crisis del marco de representatividad de la democracia
liberal. El descenso de la cantidad de votantes es un síntoma, pero otros
incluyen el uso cínico del dinero y de los medios de comunicación para desviar la
atención de cualquier discusión relevante sobre problemas reales hacia
problemas fantasiosos,
de encontrar aspectos comunes a los problemas sociales a inventar problemas
falsos sobre la sociedad. El uso de asuntos sociales que producen división
permite evadir temas como el hambre y la desesperanza. Esto es lo que el
filósofo Ernst Bloch llamaba “el espejismo del éxito” (swindle of fulfillment en
inglés). El beneficio de la producción social, escribió Bloch, “es recogido por
el estrato más alto de los capitalistas, que usa ensoñaciones góticas contra
las realidades del proletariado”. La industria del entretenimiento debilita la
cultura proletaria con aspiraciones ácidas que no pueden ser logradas bajo el
sistema capitalista. Pero estas aspiraciones son suficiente para apartar
cualquier proyecto de clase popular.
A la burguesía le interesa destruir cualquier proyecto de la clase
trabajadora y el campesinado. Esto puede hacerse a través del uso de la
violencia, la ley, o del espejismo del éxito, es decir, la creación de
aspiraciones dentro del capitalismo que destruyen la plataforma política para
una sociedad postcapitalista. Se burlan de los partidos populares por su
fracaso en producir una utopía dentro de los límites del capitalismo, se burlan
porque se dice que sus proyectos no son realistas. El espejismo del éxito y los
sueños góticos son vistos como razonables, mientras el socialismo se representa
como irrealizable.
Sin embargo, el orden burgués tiene un problema. La democracia
requiere de apoyo de masas. ¿Por qué las masas habrían de apoyar a partidos
cuyas agendas no cumplen con las necesidades inmediatas de las clases
populares? Aquí es cuando la cultura y la ideología cumplen roles importantes.
El “espejismo del éxito” es otro modo de pensar sobre la hegemonía: el arco de
cómo la conciencia social de la clase trabajadora y del campesinado se forma no
solo por sus propias experiencias, que les permiten reconocer el engaño, sino
también por la ideología de la clase dominante que azota su conciencia a través
de los medios de comunicación, las instituciones educacionales y las
formaciones religiosas.
El espejismo se amplifica cuando se cortan en pedazos las
estructuras básicas del bienestar social que han sido empujadas por el pueblo a
la agenda de los gobiernos. Para aliviar la crudeza de la desigualdad social
producida por la apropiación privada de la riqueza social por parte de la
burguesía, el Estado se ve forzado por el pueblo a crear medidas de bienestar
social: salud y educación públicas, así como programas focalizados para las
personas en situación de pobreza e indigencia. Si estas medias no se
implementan las personas comenzarán a morir, por montones, en las calles, lo
que pondría en tela de juicio el espejismo del éxito. Sin embargo, como
consecuencia de la larga crisis de rentabilidad, estos programas han sido
recortados durante las últimas décadas. El resultado de esta crisis de la
democracia liberal debida a las políticas neoliberales de austeridad es una
alta inseguridad económica y un creciente enojo frente al sistema. Una crisis
de rentabilidad se transforma en una crisis de legitimidad política.
La democracia es un juego de números. Las oligarquías están
forzadas por el establishment de
los sistemas democráticos a respetar el hecho de que las masas deben participar
en la vida política. Las masas deben participar en la política, pero —desde el
punto de vista de la burguesía— no se debe permitir que controlen la dinámica
política; deben participar en la política y ser despolitizadas a la vez. Deben
movilizarse en cierta medida, pero no deben movilizarse tanto como para que
desafíen la membrana que protege la economía y la sociedad de la democracia.
Una vez que se rompe esa membrana, la fragilidad del sistema capitalista
termina. No se puede permitir que la democracia entre al campo de la economía y
la sociedad, debe permanecer en el nivel de la política, donde debe
restringirse a los procesos electorales.
Los regímenes de austeridad perjudican la vida de las masas. No
pueden ser engañados con la idea de que no están sufriendo con los recortes y
la cesantía. La austeridad disipa la niebla del engaño; el espejismo del éxito
ya no es tan atractivo como era antes de que los recortes restringieran las
necesidades básicas. La burguesía prefiere que el pueblo se constituya como
“masas” y no “clases”, como grupos indistintos de diversos intereses en
conflicto que puedan ser moldeados de acuerdo al marco producido por la
burguesía, en vez de por sus propias posiciones de clase y sus intereses.
Mientras los neoliberales ven agotado su proyecto político, ya que sus propios
sueños de éxito en torno a términos como “emprendimiento” se convierten en
pesadillas de desempleo y bancarrota, la ultraderecha emerge como el campeón
del momento.
A la extrema derecha no le interesan las complejidades del momento.
Aborda los principales problemas sociales —el desempleo y la inseguridad—, pero
no observa el contexto de estos problemas ni examina de cerca las
contradicciones reales que deben afrontarse para que la gente pueda superarlos.
La contradicción real es entre el trabajo realizado socialmente y la
acumulación privada; la crisis de desempleo no puede solucionarse sin que esta
contradicción sea resuelta a favor del trabajo realizado socialmente. Debido a
que eso resulta impensable para la burguesía, esta ya no busca resolver la
contradicción sino que se conforma con una estrategia de “gato por liebre”:
está permitido hablar sobre desempleo, por ejemplo, pero no es necesario culpar
al capital privado por ello; en cambio, culpan a los migrantes o a otro chivo
expiatorio.
Para lograr hacer pasar “gato por liebre”, la extrema derecha debe
ir en contra de otra corriente de pensamiento en el liberalismo clásico: la
protección de las minorías. Todas las constituciones democráticas han sido
conscientes de la “tiranía de la mayoría”, estableciendo barreras al
“mayoritarismo” a través de leyes y regulaciones que protejan los derechos y
las culturas de las minorías. Estas leyes y regulaciones han sido esenciales
para la profundización de la democracia en las sociedades. Pero la democracia de la
ultraderecha no se basa en estas protecciones, sino en su destrucción. Busca
inflamar a la mayoría contra la minoría para poner a las masas de su lado, pero
no permite que las clases en su interior desarrollen sus propias políticas. La
extrema derecha no tiene fidelidad con las tradiciones y regulaciones de la
democracia liberal. Usará las instituciones mientras sean útiles, envenenando
la cultura del liberalismo, que ya tiene limitaciones serias, pero que al menos
ha ofrecido un espacio para el debate político. Ahora ese espacio se está
estrechando, ya que cada vez logra más legitimidad una defensa muy violenta de
la ultraderecha.
Las minorías son privadas de representación en nombre de la
democracia; se da rienda suelta a la violencia en nombre de los sentimientos de
la mayoría. La ciudadanía se estrecha según las definiciones de la mayoría; se
le dice a la gente que acepte la cultura de la mayoría. Esto es lo que el
gobierno del BJP ha hecho en India con la Ley de Ciudadanía (Enmienda) de 2019.
Eso es lo que la gente rechaza.
Mediante el espejismo del mayoritarismo, la extrema derecha puede
parecer democrática cuando opera para proteger la membrana entre la política
(en un sentido meramente electoral) y la sociedad, así como la economía. La
protección de esta membrana es esencial, cualquier expansión de la democracia
hacia la sociedad y la economía está prohibida. La ficción de la democracia se
mantiene mientras la promesa de la democracia se deja de lado.