Por Michel
Husson
“Se sabe que
el coup de puce al salario mínimo destruye empleos [con este
término, equivalente a “empujón” se entiende la revalorización del salario
mínimo en la mitad del aumento del poder de compra del salario horario de base,
que puede ser además mejorada por el gobierno, ndt], por lo que no es el método
correcto[1]”.
Este argumento, resumido por Muriel Pénicaud, la Ministra francesa de Trabajo,
tiene una larga historia de que este artículo trata de restituir. Muestra que
la tensión entre los exponentes eruditos de las leyes inevitables de la
economía y los partidarios de la justicia social siempre ha existido y que
subsiste en la actualidad.
Las siniestras leyes de la economía
“El cadáver en
el armario de Inglaterra es que su gente está desnutrida”, escribió en 1865 un
médico, Joseph Brown[2].
Hay “algo de podrido” tras el poder económico del país (p. 2). Sin embargo, un
aumento en los salarios no es el remedio apropiado, porque “¡las leyes de la
economía política son inexorables! Violadlas y el castigo caerá sobre vosotros”
(p. 7).
Este dilema
resume perfectamente el punto de vista de los economistas dominantes de la
época: ciertamente, hay situaciones sociales insoportables, pero las leyes de
la economía impiden que se puedan remediar. Este era ya el enfoque de John
Stuart Mill, uno de los economistas más influyentes de la época, en sus Principios
de economía política[3] publicados
en 1848. Mill examina allí los “remedios populares contra la reducción de
salarios”. La manera más simple “de mantener los salarios en una tasa adecuada
es una fijación legal [y] algunos han propuesto establecer un salario mínimo”.
La idea de un salario mínimo ya estaba pues en marcha [y] e incluso hay un
bosquejo de lo que la Trade Board de 1909 implementará: el
nivel del salario mínimo podría ser fijado paritariamente por los “consejos
llamados en Inglaterra Oficinas de Comercio [Trade boards], Consejos de
trabajo en Francia [donde se podría] discutir amigablemente las tasas
salariales y promulgarlas para que sean obligatorias para los patronos y para
los obreros. En este sistema no se determinaría según el estado del mercado,
sino según la equidad natural, para dar a los obreros un salario razonable y al
capitalista un beneficio razonable” (p. 403).
El camino del
compromiso ya estaba esbozado, pero planteaba un problema de doctrina: desde el
punto de vista de una economía política rigurosa, ¿qué significan salarios y
ganancias “razonables”? Pero hay más. Mill también examina la idea de una
garantía de empleo respaldada por un impuesto a los ricos: “el sentimiento
popular considera que es deber de los ricos o del Estado encontrar empleo para
todos los pobres. Si la influencia moral de la opinión no determina a los ricos
a ahorrar sobre su consumo lo que se necesita para dar a los pobres un trabajo
y un salario razonable, se supone que el deber del Estado es proporcionarlo
mediante impuestos locales o generales” (p. 405). Aquí nuevamente, se muestra
que la idea de una “garantía del empleo” (job guarantee) defendida hoy
por economistas heterodoxos ya estaba en el debate público.
Mill rechaza
estas propuestas sobre la base del argumento que se utilizará constantemente en
los debates sobre el salario mínimo: “si la ley o la opinión pública logran
mantener los salarios por encima del importe que resultaría de la competencia,
es evidente que algunos obreros se quedarían sin empleo”. Este párrafo ya
contiene la oposición fundamental entre la “opinión” y las leyes de la
competencia, en otras palabras, entre el ideal y la ciencia, en este caso la
economía política. La tarea del economista es, por lo tanto, decididamente
“sombría”: incluso si comparte las aspiraciones más generosas, debe explicar
por qué no son realistas y darían lugar a efectos perversos.
La
demostración de Mill se basa en la llamada teoría del fondo de los salarios. Ya
había sido formulada muy claramente por John Ramsay McCulloch[4] en
1826: en un momento dado, “los salarios dependen del importe del fondo o del
capital dedicado al pago de los salarios, comparado con el número de
trabajadores” (pp. 4-5). Mill lo retoma tal cual: “Los salarios dependen, por
lo tanto, de la relación que existe entre el número de la población activa y
los capitales asignados a la compra de mano de obra, o, para abreviar, el
capital (...) El destino de la clase trabajadora solo puede mejorarse cambiando
la relación a su favor, y cualquier plan de mejora sostenible que no se base en
este principio conducirá a la decepción” (págs. 390-391).
Por lo tanto,
el importe total de salarios está dado. Si se aumentan los salarios
individuales, el número de personas empleadas debe caer aritméticamente. Hoy se
diría que la elasticidad del empleo al salario es igual a la unidad: un aumento
salarial del 1% conduciría a una caída de los efectivos del 1%. Sin embargo,
esta teoría no se ha abandonado realmente: es retomada al 70%, ya que se ha
establecido un “consenso” en torno a una elasticidad del 0,7[5].
Sin embargo,
Mill había abandonado esta teoría en su reseña del libro On Labor[6] de
su amigo William Thornton: “La doctrina enseñada hasta ahora por la mayoría de
los economistas (incluido yo mismo) que negaba la posibilidad que las
negociaciones colectivas (trade combinations) puedan aumentar los
salarios (...) ha perdido su fundamento científico, y debe ser rechazada[7]”
(p. 52).
Alfred
Marshall reemplazará a John Stuart Mill en el papel de economista de
referencia. También dijo que estaba preocupado por la lucha contra la pobreza,
que según él fue el motivo de su elección de la profesión de economista. Pero
su doctrina sobre este punto es confusa: como comenta Joan Robinson con su
causticidad habitual, Marshall tenía “una forma astuta (foxy) de salvar
su conciencia al mencionar excepciones, pero lo hacía de tal forma que sus
estudiantes pudieran continuar creyendo en la regla[8]”
(p. 2).
Encontramos en
Marshall la misma tensión entre las aspiraciones sociales y las duras leyes de
la economía. En una conferencia dada en Cambridge en 1896[9],
donde dio sus consejos a una nueva generación de economistas, reconoció que el
movimiento hacia un salario decente se basaba en “un principio grande e
importante” y que el economista debía hacer suya la idea de que “el bienestar
del gran número es más importante que el de unos pocos”. Pero el joven
economista no debe sin embargo “temer la conclusión a la que lleva el análisis
minucioso de los datos” porque él no tiene “intereses de clase o intereses
personales”. Esta cláusula es importante (y muy actual): se afirma que los
mensajes del economista se basan en pura objetividad científica, incluso si
pueden ir en contra de los sentimientos y preferencias del mensajero. No debe
temer “en ese caso”, e incluso esa es su misión, “oponerse a la multitud por su
propio bien”.
Marshall
constata así que las demandas a favor de un salario decente están aumentando
entre los estibadores, los mineros, los hilanderos de algodón y los sopladores
de vidrio. Desafortunadamente, estas “personas comunes y corrientes no ven que,
si fueran generalizadas, los medios más comúnmente recomendados empobrecerían a
todo el mundo” (p. 128).
La irrupción de la ciencia dura
Marshall
carecía de una teoría coherente sobre la que basar sus recomendaciones. La
llamada teoría marginalista (o neoclásica) va a suministrarla, al introducir un
punto de inflexión fundamental en la formalización del problema: el salario de
un trabajador está, o debería estar, determinado por su productividad “marginal”.
En un artículo
en el que John Bates Clark, uno de los inventores de esta teoría, hace una
presentación vulgarizada de la misma, se refiere a este “dato fundamental” (basic
fact): el salario “está limitado por la productividad específica del
trabajo”, y por lo tanto, solo “cuando el producto específico de un trabajador
es igual a su salario puede mantener su empleo (...) Exigir más de lo que
produce su trabajo es en la práctica equivalente a pedir un boleto de
vacaciones[10]”
(p. 111).
Clark no
discute que sería deseable un aumento del salario mínimo: incluso sería
“odioso, para los ricos, negarlo”. Una vez más, encontramos la disociación
entre lo deseable y lo posible. La única pregunta es si la economía puede
soportarla, y la teoría desafortunadamente no deja lugar a dudas: “Podemos
estar seguros, sin necesidad de pruebas exhaustivas, de que aumentar los
salarios reducirá el número de trabajadores empleados”. Clark incluso llega a
afirmar que satisfacer las reivindicaciones de la época tendría un efecto en
las empresas concernidas “comparable a la de un huracán o una revolución
mexicana [sic]”.
Finalmente,
Clark señala que la indigencia y la angustia social llevan a los ciudadanos a
recurrir al Estado, pero este último no es “de ninguna manera responsable de
sus problemas”. Aquí, Clark recurre a un toque de estigmatización: los
“defectos sociales” de los más desfavorecidos son, a su entender, una
“explicación más convincente” (pp. 110-111). Este es el complemento necesario
que conducirá a muchas derivas: las aspiraciones a una vida digna no solo son
incompatibles con las leyes de la economía, sino que emanan de personas
responsables de su condición. Aquí tenemos en germen la contraparte habitual de
este montaje teórico: las personas paradas son “desempleables” porque su
productividad individual es demasiado baja para merecer ser empleadas. Y esta
deficiencia no depende ni de los empleadores ni del Estado.
Arthur Pigou
repite esta nueva doxa sobre el salario mínimo, al concluir su
libro sobre el desempleo[11]:
“cuando las consideraciones humanitarias conducen al establecimiento de un
salario mínimo por debajo del cual no se contratará a ningún trabajador, la
existencia de un gran número de personas que no valen ese salario mínimo es
causa de desempleo” (pp. 242-243).
En 1920,
en The Economics of Welfare[12],
Pigou mantiene esta posición: el remedio para los bajos salarios, que, por
supuesto, “ofenden a la conciencia pública”, no se encuentra en el
establecimiento de un salario mínimo nacional que destruiría los empleos, sino
en la “acción estatal directa dirigida a garantizar que todas las familias, con
ayuda estatal si es necesario, tengan un nivel mínimo adecuado en cada
departamento de la vida” (p. 558). Sin embargo, al mismo tiempo Pigou insistirá
en los límites de esta acción del Estado. Comienza señalando que “entre los
filántropos pragmáticos existe un acuerdo general de que se deben garantizar
las condiciones mínimas de existencia para evitar situaciones de extrema
miseria; y que es necesario poner en marcha las transferencias de recursos de
las personas relativamente ricas hacia las relativamente pobres para alcanzar
ese objetivo” (p. 789).
Se podría
pensar que Pigou se une a ese “acuerdo general” ya que él mismo se refiere a la
“acción directa del Estado con, si es necesario, ayudas de Estado”. Sin
embargo, si estas transferencias pudieran mejorar la suerte de los más
desfavorecidos, conducirían a una reducción en el “dividendo nacional”. Después
de una demostración bastante confusa, Pigou llega al argumento decisivo: “en la
situación actual, ninguna manipulación de la distribución garantizaría a todos
los ciudadanos un nivel de vida suficientemente alto. Por lo tanto, los
reformadores sociales deben renunciar a sus esperanzas: es inevitable que el
mínimo nacional todavía se establezca en un nivel deplorablemente bajo” (pp.
792-793).
Por lo tanto,
el razonamiento es definitivo y funciona en tres etapas: 1. los bajos salarios
son impactantes; 2. pero un aumento del salario mínimo destruiría empleos; 3.
las transferencias sociales serían, por lo tanto, mejores; 4.
Desafortunadamente, no serían suficientes para mejorar realmente la situación
de los más pobres y reducirían el ingreso nacional. Este es un buen ejemplo de
efecto perverso, un artificio clásico de la retórica reaccionaria[13].
Un siglo
después de Pigou, el razonamiento no ha cambiado realmente: el salario mínimo
no es la herramienta adecuada para combatir la pobreza, por lo que es mejor
utilizar diversas formas de prestaciones. Este es, en Francia, el argumento
clave del “grupo de expertos sobre el salario mínimo”.
El nuevo dogma
está instalado. Philip Wicksteed, un economista marginalista y discípulo de
Stanley Jevons, solo lo repite. Si un individuo, explica, exige más que “el
valor económico que produce para otro (...) o si se hace por
él [el sindicato], nadie le empleará, porque todos preferirán prescindir de sus
servicios en lugar de pagarles más de lo que valen[14]”
(p. 77). El interés de Wicksteed es que -aunque sea pastor- tiene problemas
para vestir sus intereses de clase “científicamente”: “nosotros, los miembros
de la clase media, sabemos muy bien lo qué haríamos si se duplicaran los
salarios de los empleados domésticos”. Y si una ley impusiera esta duplicación,
“de ninguna manera mejoraría la suerte de los sirvientes a quienes hubiéramos
dejado de emplear” y los legisladores “descubrirían con asombro que había un
problema” (pág. 79).
Sin quererlo,
Wicksteed señala una de las fallas de la teoría neoclásica al reconocer que
“toda la riqueza es un producto social; que es imposible desenredar la
contribución precisa de cada individuo; y que la distribución de la riqueza
debe obedecer a leyes sociales”. Sin saberlo, encuentra la observación que
había hecho, mucho antes que él, el economista socialista Thomas Hodgskin[15]:
en la medida en que la producción es colectiva, “ya no hay nada que pueda
llamarse la remuneración natural del trabajo individual (...) la pregunta es
saber cuánto de este producto producido en común debe ir a cada una de las
personas involucradas en este trabajo” (p 85).
Pero sus
conclusiones son obviamente diferentes. Cuando Hodgskin piensa que “no hay otra
forma de resolver esta cuestión que dejar que los trabajadores mismos decidan
libremente” (p. 85), Wicksteed decreta que el término “salario” solo tiene
sentido en el campo de la economía. En consecuencia, la noción de “salario
decente” debe ser reemplazada por “un conjunto de dispositivos que pertenecen a
otra esfera [que la economía]” (p. 78).
Claramente,
muchos argumentos contemporáneos están presentes desde el siglo XIX. Se basan
en la distinción realizada entre dos campos: el de la economía “pura” y el de
las “leyes sociales”. En el ámbito económico prevalecen las leyes constrictivas
a las que hay que someterse, so pena de desencadenar efectos perversos. Por lo
tanto, es en el exterior donde se pueden imaginar los objetivos de justicia
social. Pero esta partición no podía resistir duraderamente a la irrupción de
las luchas sociales.
Desde la lucha contra el sweating system a las primeras
leyes
El
término sweating system es imposible de traducir (sweat significa
sudar). Designaba el trabajo en casas particulares o en pequeños talleres; los
fabricantes suministraban los materiales, a veces herramientas, y después
recuperaban los productos terminados, por los cuales los trabajadores -en su
mayoría trabajadoras-, eran pagados por pieza. El término se extendió
gradualmente al trabajo en las fábricas para designar las formas de
sobreexplotación.
En 1888 se
creó una comisión ad hoc de la Cámara de los Lores (Select
Committee of the House of Lords on the Sweating System), que oficializaba
así el concepto del sweating system. En su informe final, publicado
en 1890, propuso (después de mucha deliberación) la siguiente definición: “una
tasa salarial insuficiente para cubrir las necesidades de los trabajadores o
desproporcionada en relación con el trabajo realizado; horas de trabajo
excesivas; condiciones insalubres de las casas en las que se realiza el trabajo[16]”
(p. 388). La comisión estimaba en una cuarta parte la proporción de la fuerza
laboral industrial que caía dentro de esta definición. Más tarde, el término se
utilizará para designar todas las formas de sobreexplotación.
Es en este
contexto como se desarrollaron las encuestas sociológicas sobre las condiciones
de vida y de trabajo. Las más influyentes fueron la de Seebohm Rowntree[17] y
especialmente la, voluminosa, de Charles Booth, cuya publicación abarcó desde
1889 hasta 1902[18].
También vemos aparecer una reflexión en torno a la pacificación de las
relaciones profesionales: Industrial Peace será, por ejemplo,
el título de una de las primeras obras de Pigou, publicada en 1905[19].
En 1906,
el Daily News organizó una exposición para denunciar las
fechorías del sweating system a domicilio. Se podía observar a
los trabajadores (principalmente trabajadoras) en el trabajo, asistir a
conferencias, como las de George Bernard Shaw o James Ramsay MacDonald (futuro
primer ministro laborista), e incluso a proyecciones con linterna. La guía de
la exposición[20] es
un documento fascinante que incluye una rica iconografía y un análisis
detallado (tiempo de trabajo, ingresos, etc.) de las diferentes actividades.
Esta
exposición fue el primer paso hacia la fundación, unos meses después, de
la National Anti-Sweating League, que organizó en octubre de
1906 una conferencia por un salario mínimo[21].
Esta conferencia reunió a representantes de sindicatos, partidos políticos de
izquierda y organizaciones de mujeres como la Women’s Co-operative
Guild. Reunió a 341 delegados que representaron a 2 millones de
trabajadores organizados. La alta proporción de mujeres involucradas explica
que fueron principalmente las organizaciones de mujeres las que tomaron la
iniciativa en este campo, más que los sindicatos: lo atestigua otra conferencia
sobre las sweated industries celebrada en Manchester en 1906[22].
Hacia el salario mínimo
Uno de los
oradores principales era William Pember Reeves; fue Ministro de Trabajo de
Nueva Zelanda desde 1892 hasta 1896, y como tal el promotor de uno de los
primeros experimentos de mínimos de sector. Describe en detalle (págs. 69-72)
las tres etapas del sistema de Nueva Zelanda: “Primero buscamos obtener un
acuerdo sectorial entre el patrón y los trabajadores (master and men);
la solución de controversias queda asegurada por las oficinas de conciliación;
y, en última instancia, es el Tribunal de Arbitraje el que tiene la autoridad
para resolver las diferencias”. Sugiere un experimento que consiste en “tomar
el sistema de Nueva Zelanda como es pero, en lugar de aplicarlo de forma
general, hacer una lista de los sectores a los que ustedes crean que podría
aplicarse”.
Reeves no oculta
(“no quiero navegar bajo colores falsos frente a ustedes”) que este dispositivo
tiene como objetivo “la prevención de huelgas y cierres patronales, que son una
molestia para el público y cuyas consecuencias para los trabajadores que
participan en él son injustas y arbitrarias”. En resumen, Reeves está de
acuerdo con su “amigo Sidney Webb” en que hay “una mejor manera de resolver
disputas laborales que el antiguo sistema de huelgas y cierres patronales”.
Este “viejo sistema” debe ser abandonado: “debéis decir a la gente: ‘vamos a
tener condiciones justas y paz social’ ”.
Estas
movilizaciones conducirán a la votación de la Trade Boards Act en
1909, tras la victoria del Partido Liberal (cuyo gobierno incluyó a
representantes del Partido Laborista). Esta legislación fue el resultado de un
proceso de sensibilización y movilización social, en un contexto económico
difícil. El período 1873-1896, abierto por un pánico financiero, estuvo marcado
por una desaceleración de la actividad económica y podría llamarse “la larga
depresión”. Esta coyuntura estuvo acompañada de revueltas, especialmente en
Londres en durante los inviernos 1886 y 1887. Sin embargo, la Trade
Boards Act solo se refería a cuatro sectores industriales: confección;
fabricación de cajas de papel; encajes y redes; fabricación de cadenas[23].
Un liberalismo sui generis
El gobierno
tenía entonces una mayoría liberal, pero era un “nuevo liberalismo” del que es
interesante examinar las referencias doctrinales, bastante distantes del
liberalismo clásico. Leonard Hobhouse, uno de los principales teóricos de esta
corriente, escribe, por ejemplo: “En cierto modo, hay un problema en el sistema
social, un defecto en la máquina económica que el trabajador, como individuo,
no puede corregir. Es el último en opinar sobre el control del mercado. No es
su culpa si hay una sobreproducción en su industria, o si un proceso nuevo y
menos costoso deprecia su habilidad particular. No dirige ni regula la
industria. No es responsable de sus fluctuaciones, pero no obstante debe
soportar las consecuencias. Por eso no es la caridad sino la justicia lo que
reclama[24]”
(pp. 158-159).
Esta acusación
lleva a una justificación para la intervención del Estado: su función es
“asegurar las condiciones que permitan a los ciudadanos obtener con sus propios
esfuerzos todo lo necesario para su plena eficiencia cívica”. El “derecho al trabajo”
y el derecho a un “salario decente” (living wage) son tan legítimos como
los derechos de la persona o de la propiedad. Por lo tanto, son una parte
integral de un orden social equilibrado”.
Otro de los
teóricos de esta corriente es el economista John Hobson (más conocido por sus
trabajos sobre el imperialismo). Aunque no se reclama del socialismo, se
acercará al Partido Laborista después de la Primera Guerra Mundial. En todo
caso, rechaza claramente las presuposiciones del liberalismo clásico y, en
particular, la idea de que “un trabajador debería ser libre de vender su
trabajo como lo considere conveniente”. Esta supuesta libertad para trabajar se
reduce a la “libertad para trabajar como decida su empleador”, de forma que el
trabajador no es “una unidad aislada, cuyo contrato de trabajo solo le
concierne a él y a su empleador[25]”
(p. 187).
Hobson busca
pues responder al argumento clásico (y aún actual) que resume de la siguiente
manera, en una conferencia en la que trata de la influencia de un salario
mínimo legal en el empleo: “Los opositores a una legislación sobre el salario
mínimo argumentan que reduciría el volumen de empleo en sectores sujetos
al sweating system, lo que no se compensaría con un aumento
correspondiente en el empleo en otras ramas; en una palabra, que agravaría el
problema del desempleo” (p. 34).
Las propuestas
presentadas por Hobson se inspiran en particular en el trabajo de Ludwig
Stein, La cuestión social a la luz de la filosofía[26].
Resume así, asumiéndolo por su cuenta, el proyecto de un “mínimo vital” que
podría "obtenerse en parte por el empleo público, en parte por la
influencia ejercida directamente por la industria estatal en el mantenimiento
de condiciones de trabajo y salarios dignos en la industria privada, en parte
mediante la recaudación de impuestos”. Hobson menciona favorablemente la
política alternativa propuesta por Stein, que apuntaría a restringir el “poder
económico de los capitalistas privados”, y que se basa en “la tributación de
los ingresos, la riqueza y las sucesiones[27]”
(p. 381). Probablemente sea superfluo notar la similitud de estas proposiciones
con las presentadas por Thomas Piketty en su última obra[28].
Para Hobson[29],
la Trade Boards Act, se inscribe en una lógica que se niega a
confiar en el juego libre del mercado: “La fijación de los salarios por la
supuesta libre competencia no garantiza de ninguna manera la obtención de un
salario de eficiencia, ni incluso de subsistencia. Desde el punto de vista de
los beneficios inmediatos de los empleadores, el sweating siempre
vale la pena. Pero desde la perspectiva de la sociedad, nunca paga. En este
sentido, la política de los trabajadores organizados, que busca implementar la
doctrina del salario mínimo, no es solo una política de autoprotección de las
clases trabajadoras, sino una política social saludable. Es por esta razón que
el Estado interviene creando las Trade Boards para hacer
respetar la aplicación de este principio en las llamadas industrias del sweating y
establece, al menos en teoría, su validez para todos los empleos y mercados
públicos” (p. 197).
Estos largos
extractos son adoquines en el conjunto de la teoría económica dominante que se
reclama de las leyes del cálculo económico puro. Ya encontramos allí todos los
ingredientes de las propuestas hoy consideradas heterodoxas, y en particular la
responsabilidad del Estado para el respeto de los derechos al empleo y a un
salario decente, lo que implica una redistribución de la riqueza.
Las reticencias sindicales
En sus
evaluaciones ex post de la aplicación del Trade Board
Act[30],
Richard Henry Tawney, un cristiano socialista y reformador social influyente,
hizo “una constatación tan corriente como generalmente ignorada” que prefigura
la teoría moderna del salario de eficiencia: “con el aumento de los salarios
pagados, la calidad de las cadenas producidas ha mejorado”. En otras palabras,
“los malos salarios producen mal trabajo” (p. 113).
Sin embargo,
hay una advertencia que se deslizó alrededor del estudio de Tawney sobre la
industria de la confección[31]:
“No hay necesidad de plantear la cuestión más amplia de un sector que no podría
pagar bajos salarios mínimos fijados por la Trade Board de
la ropa, ya que nuestro estudio sugiere que la industria de la confección puede
hacerlo” (p. 105). ¿Pero quid hay de las demás? Y
Tawney se pregunta qué pasaría en una fase de mala coyuntura y reconoce que es
“demasiado pronto para determinarlo[32]”
(p. 70).
Un poco más
tarde, Tawney insistirá, sin embargo, en la ruptura introducida por la nueva
legislación que significó “el abandono silencioso de la doctrina, defendida
durante tres generaciones con una intensidad casi religiosa, según la cual los
salarios deben ser fijados por la libre competencia, y solo por libre
competencia[33]”.
Tawney hizo
otra observación importante. En sus encuestas, observó la desconfianza de los
sindicatos que temen que se reduzca su papel: una vez que se haya establecido
el salario mínimo, los empleadores podrían usarlo como argumento para decir que
no queda nada por negociar. Multiplica los argumentos en contra de estas
preocupaciones, explicando, por ejemplo, que la introducción de un salario
mínimo “no hace que el sindicalismo sea menos necesario, porque las tarifas
establecidas por la Trade Board son solo un mínimo, son
inevitablemente menos de lo que las secciones más exitosas de una industria
pueden pagar[34]”(p.
91).
Esta
reticencia hacia el salario mínimo ha sido durante mucho tiempo la posición de
los sindicatos ingleses, que temían que se redujera el alcance de la
negociación colectiva o que, fijado demasiado bajo, el mínimo pudiera servir
como punto de referencia para otros niveles salariales. Encontramos esta misma
desconfianza en los Estados Unidos, donde Samuel Gompers, el líder de la AFL (Federación
Americana del Trabajo) siempre se ha opuesto a las leyes de salario mínimo.
Para él, “el mínimo se convertiría en el máximo y rápidamente tendríamos que
tomar distancias”. En lugar de un salario mínimo único (que Gompers también se
niega a especificar el nivel) mejor es un “principio, una regla de vida global[35]”.
En una carta a
Maud Younger[36],
una sindicalista y feminista, Gompers es aún más categórico: si se estableciera
un salario mínimo legal, “solo quedaría un paso para obligar a los asalariados
a trabajar de acuerdo con el buena voluntad de sus empleadores, o del Estado, y
eso sería la esclavitud. Queremos que se establezca un salario mínimo, pero lo
queremos por la solidaridad de los trabajadores mismos, apoyándose en la fuerza
de sus sindicatos, en lugar de por cualquier ley”.
Esta misma
reticencia alimentó durante mucho tiempo la negativa de los sindicatos alemanes
de la industria a introducir un salario mínimo, antes de que finalmente se
unieran a este proyecto. Pero los sindicatos suecos e italianos aún invocan el
mismo tipo de argumento dentro de la CES (Confederación Europea de Sindicatos)
para oponerse a la perspectiva de un sistema europeo de salarios mínimos[37] (Schulten, y
al ., 2016)
La utilidad del espejo retrovisor
La razón de
este breve viaje en el tiempo es mostrar que todos los argumentos movilizados
sobre la cuestión del salario mínimo ya estaban presentes desde las primeras
horas del capitalismo constituido. Del lado de los dominante, la defensa de los
intereses de clase (aunque la expresión no le guste a Marshall) siempre se ha
envuelto en las nobles vestimentas de una “ciencia” cada vez más formalizada,
pero cuyo mensaje es casi inmutable: al querer mejorar su suerte, las “gentes
ordinarias” (gentes “que no son nada”, diría Macron) corren el riesgo de
degradar la situación económica. Y, al no lograr alterar las relaciones
sociales, los dominados oscilan entre legislación nacional y compromisos
locales.
Notas
[1] Muriel Pénicaud, “Pas de “coup au pouce” au Smic car
“ça détruit des emplois”, Europe 1, 9 de diciembre de 2018
[3] John Stuart
Mill, Principes d’économie politique,
Tome1, 1848 [Principios de economía política, Fondo de Cultura
Económica, 1997].
[4] John Ramsay McCulloch, A Treatise
on the Circumstances which Determine the Rate of Wages and the Condition of the
Working Classes, 1826.
[5] Michel Husson, Créer des emplois en
baissant les salaires ? Editions du Croquant, 2015. Ver esta síntesis: “Coût du travail et emploi : une
histoires de chiffres”, julio de 2014.
[6] William Thornton, On Labour.
Its Wrongful Claims and Rightful Dues, Its Actual Present and Possible Future, 1869.
[8] Joan Robinson, “What has
become of the Keynesian Revolution?”, in Joan Robinson (ed.), After Keynes,
1973.
[9] Alfred Marshall, “The Old
Generation of Economists and the New”, The Quarterly Journal of Economics,
Vol. 11, No. 2, January 1897.
[13] Alfred Hirschman, Deux siècles de rhétorique réactionnaire,
1991; The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy.
[14] Philip Wicksteed, “The Distinction Between Earnings and Income, and
Between a Minimum Wage and a Decent Maintenance: A Challenge”, en
William Temple, ed,. The Industrial Unrest and the Living Wage,
1913.
[16] What is Sweated Industry?”, extraído del Fifth
Report from the Select Committee of the House of Lords on the Sweating System (1890);
reproducido en W. H. B.Court, British Economic History 1870-1914.
Commentary and Documents, 1965.
[18] Albert Fried and
Richard M. Elman, eds (1969), Charles Booth’s London. A Portrait of
the Poor at the Turn of the Century, Drawn from His “Life and Labour of the
People in London”.
[23] J. J. Mallon, The Trade Boards Act, National
Anti-Sweating League, 1910 ; appendices to Philip Snowden, The Living Wage, 1912.
[27] John Hobson, “review of Ludwig Stein, Die Sociale Frage im Lichte der Philosophie”, The
Economic Journal, Vol. 8, No. 31, September 1898.
[30] Richard
Tawney, The Establishment of Minimum Rates
in the Chain-Making Industry Under The Trade Boards Act of 1909,
1914.
[31] Richard Tawney, The Establishment of Minimum Rates in the Tailoring
Industry Under The Trade Boards Act of 1909, 1915.
[33] Richard Tawney, “On
minimum wage fixing” in League of Nations Union, Towards industrial
peace, 1927 ; cité par Sheila Blackburn, “Ideology and Social Policy: The Origins of The Trade
Boards Act”, The Historical Journal, Vol. 34, No. 1,
March 1991, p. 43.
[35] Samuel Gompers, “A
Minimum Living Wage”, American Federationist, 1898, citado por
Thomas A. Stapleford, “Defining a ‘living wage’ in
America: transformations in union wage theories, 1870–1930”, Labor
History, Vol. 49, No. 1, February 2008, p. 3.
[36] Samuel Gompers, “Letter to Maud Younger”, May 17, 1912, en
Peter J. Albert, Grace Palladino, eds, The Samuel Gompers Papers,
volume 8, 2001.
[37] Thorsten Schulten,
Torsten Müller et Line Eldring, “Pour une politique de salaire minimum européen :
perspectives et obstacles”, La revue de l’Ires n°
89, 2016/2.