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Los orígenes del salario mínimo


Por Michel Husson

“Se sabe que el coup de puce al salario mínimo destruye empleos [con este término, equivalente a “empujón” se entiende la revalorización del salario mínimo en la mitad del aumento del poder de compra del salario horario de base, que puede ser además mejorada por el gobierno, ndt], por lo que no es el método correcto[1]”. Este argumento, resumido por Muriel Pénicaud, la Ministra francesa de Trabajo, tiene una larga historia de que este artículo trata de restituir. Muestra que la tensión entre los exponentes eruditos de las leyes inevitables de la economía y los partidarios de la justicia social siempre ha existido y que subsiste en la actualidad.

Las siniestras leyes de la economía

“El cadáver en el armario de Inglaterra es que su gente está desnutrida”, escribió en 1865 un médico, Joseph Brown[2]. Hay “algo de podrido” tras el poder económico del país (p. 2). Sin embargo, un aumento en los salarios no es el remedio apropiado, porque “¡las leyes de la economía política son inexorables! Violadlas y el castigo caerá sobre vosotros” (p. 7).

Este dilema resume perfectamente el punto de vista de los economistas dominantes de la época: ciertamente, hay situaciones sociales insoportables, pero las leyes de la economía impiden que se puedan remediar. Este era ya el enfoque de John Stuart Mill, uno de los economistas más influyentes de la época, en sus Principios de economía política[3] publicados en 1848. Mill examina allí los “remedios populares contra la reducción de salarios”. La manera más simple “de mantener los salarios en una tasa adecuada es una fijación legal [y] algunos han propuesto establecer un salario mínimo”. La idea de un salario mínimo ya estaba pues en marcha [y] e incluso hay un bosquejo de lo que la Trade Board de 1909 implementará: el nivel del salario mínimo podría ser fijado paritariamente por los “consejos llamados en Inglaterra Oficinas de Comercio [Trade boards], Consejos de trabajo en Francia [donde se podría] discutir amigablemente las tasas salariales y promulgarlas para que sean obligatorias para los patronos y para los obreros. En este sistema no se determinaría según el estado del mercado, sino según la equidad natural, para dar a los obreros un salario razonable y al capitalista un beneficio razonable” (p. 403).

El camino del compromiso ya estaba esbozado, pero planteaba un problema de doctrina: desde el punto de vista de una economía política rigurosa, ¿qué significan salarios y ganancias “razonables”? Pero hay más. Mill también examina la idea de una garantía de empleo respaldada por un impuesto a los ricos: “el sentimiento popular considera que es deber de los ricos o del Estado encontrar empleo para todos los pobres. Si la influencia moral de la opinión no determina a los ricos a ahorrar sobre su consumo lo que se necesita para dar a los pobres un trabajo y un salario razonable, se supone que el deber del Estado es proporcionarlo mediante impuestos locales o generales” (p. 405). Aquí nuevamente, se muestra que la idea de una “garantía del empleo” (job guarantee) defendida hoy por economistas heterodoxos ya estaba en el debate público.

Mill rechaza estas propuestas sobre la base del argumento que se utilizará constantemente en los debates sobre el salario mínimo: “si la ley o la opinión pública logran mantener los salarios por encima del importe que resultaría de la competencia, es evidente que algunos obreros se quedarían sin empleo”. Este párrafo ya contiene la oposición fundamental entre la “opinión” y las leyes de la competencia, en otras palabras, entre el ideal y la ciencia, en este caso la economía política. La tarea del economista es, por lo tanto, decididamente “sombría”: incluso si comparte las aspiraciones más generosas, debe explicar por qué no son realistas y darían lugar a efectos perversos.

La demostración de Mill se basa en la llamada teoría del fondo de los salarios. Ya había sido formulada muy claramente por John Ramsay McCulloch[4] en 1826: en un momento dado, “los salarios dependen del importe del fondo o del capital dedicado al pago de los salarios, comparado con el número de trabajadores” (pp. 4-5). Mill lo retoma tal cual: “Los salarios dependen, por lo tanto, de la relación que existe entre el número de la población activa y los capitales asignados a la compra de mano de obra, o, para abreviar, el capital (...) El destino de la clase trabajadora solo puede mejorarse cambiando la relación a su favor, y cualquier plan de mejora sostenible que no se base en este principio conducirá a la decepción” (págs. 390-391).

Por lo tanto, el importe total de salarios está dado. Si se aumentan los salarios individuales, el número de personas empleadas debe caer aritméticamente. Hoy se diría que la elasticidad del empleo al salario es igual a la unidad: un aumento salarial del 1% conduciría a una caída de los efectivos del 1%. Sin embargo, esta teoría no se ha abandonado realmente: es retomada al 70%, ya que se ha establecido un “consenso” en torno a una elasticidad del 0,7[5].

Sin embargo, Mill había abandonado esta teoría en su reseña del libro On Labor[6] de su amigo William Thornton: “La doctrina enseñada hasta ahora por la mayoría de los economistas (incluido yo mismo) que negaba la posibilidad que las negociaciones colectivas (trade combinations) puedan aumentar los salarios (...) ha perdido su fundamento científico, y debe ser rechazada[7]” (p. 52).

Alfred Marshall reemplazará a John Stuart Mill en el papel de economista de referencia. También dijo que estaba preocupado por la lucha contra la pobreza, que según él fue el motivo de su elección de la profesión de economista. Pero su doctrina sobre este punto es confusa: como comenta Joan Robinson con su causticidad habitual, Marshall tenía “una forma astuta (foxy) de salvar su conciencia al mencionar excepciones, pero lo hacía de tal forma que sus estudiantes pudieran continuar creyendo en la regla[8]” (p. 2).

Encontramos en Marshall la misma tensión entre las aspiraciones sociales y las duras leyes de la economía. En una conferencia dada en Cambridge en 1896[9], donde dio sus consejos a una nueva generación de economistas, reconoció que el movimiento hacia un salario decente se basaba en “un principio grande e importante” y que el economista debía hacer suya la idea de que “el bienestar del gran número es más importante que el de unos pocos”. Pero el joven economista no debe sin embargo “temer la conclusión a la que lleva el análisis minucioso de los datos” porque él no tiene “intereses de clase o intereses personales”. Esta cláusula es importante (y muy actual): se afirma que los mensajes del economista se basan en pura objetividad científica, incluso si pueden ir en contra de los sentimientos y preferencias del mensajero. No debe temer “en ese caso”, e incluso esa es su misión, “oponerse a la multitud por su propio bien”.

Marshall constata así que las demandas a favor de un salario decente están aumentando entre los estibadores, los mineros, los hilanderos de algodón y los sopladores de vidrio. Desafortunadamente, estas “personas comunes y corrientes no ven que, si fueran generalizadas, los medios más comúnmente recomendados empobrecerían a todo el mundo” (p. 128).

La irrupción de la ciencia dura

Marshall carecía de una teoría coherente sobre la que basar sus recomendaciones. La llamada teoría marginalista (o neoclásica) va a suministrarla, al introducir un punto de inflexión fundamental en la formalización del problema: el salario de un trabajador está, o debería estar, determinado por su productividad “marginal”.

En un artículo en el que John Bates Clark, uno de los inventores de esta teoría, hace una presentación vulgarizada de la misma, se refiere a este “dato fundamental” (basic fact): el salario “está limitado por la productividad específica del trabajo”, y por lo tanto, solo “cuando el producto específico de un trabajador es igual a su salario puede mantener su empleo (...) Exigir más de lo que produce su trabajo es en la práctica equivalente a pedir un boleto de vacaciones[10]” (p. 111).

Clark no discute que sería deseable un aumento del salario mínimo: incluso sería “odioso, para los ricos, negarlo”. Una vez más, encontramos la disociación entre lo deseable y lo posible. La única pregunta es si la economía puede soportarla, y la teoría desafortunadamente no deja lugar a dudas: “Podemos estar seguros, sin necesidad de pruebas exhaustivas, de que aumentar los salarios reducirá el número de trabajadores empleados”. Clark incluso llega a afirmar que satisfacer las reivindicaciones de la época tendría un efecto en las empresas concernidas “comparable a la de un huracán o una revolución mexicana [sic]”.

Finalmente, Clark señala que la indigencia y la angustia social llevan a los ciudadanos a recurrir al Estado, pero este último no es “de ninguna manera responsable de sus problemas”. Aquí, Clark recurre a un toque de estigmatización: los “defectos sociales” de los más desfavorecidos son, a su entender, una “explicación más convincente” (pp. 110-111). Este es el complemento necesario que conducirá a muchas derivas: las aspiraciones a una vida digna no solo son incompatibles con las leyes de la economía, sino que emanan de personas responsables de su condición. Aquí tenemos en germen la contraparte habitual de este montaje teórico: las personas paradas son “desempleables” porque su productividad individual es demasiado baja para merecer ser empleadas. Y esta deficiencia no depende ni de los empleadores ni del Estado.

Arthur Pigou repite esta nueva doxa sobre el salario mínimo, al concluir su libro sobre el desempleo[11]: “cuando las consideraciones humanitarias conducen al establecimiento de un salario mínimo por debajo del cual no se contratará a ningún trabajador, la existencia de un gran número de personas que no valen ese salario mínimo es causa de desempleo” (pp. 242-243).

En 1920, en The Economics of Welfare[12], Pigou mantiene esta posición: el remedio para los bajos salarios, que, por supuesto, “ofenden a la conciencia pública”, no se encuentra en el establecimiento de un salario mínimo nacional que destruiría los empleos, sino en la “acción estatal directa dirigida a garantizar que todas las familias, con ayuda estatal si es necesario, tengan un nivel mínimo adecuado en cada departamento de la vida” (p. 558). Sin embargo, al mismo tiempo Pigou insistirá en los límites de esta acción del Estado. Comienza señalando que “entre los filántropos pragmáticos existe un acuerdo general de que se deben garantizar las condiciones mínimas de existencia para evitar situaciones de extrema miseria; y que es necesario poner en marcha las transferencias de recursos de las personas relativamente ricas hacia las relativamente pobres para alcanzar ese objetivo” (p. 789).

Se podría pensar que Pigou se une a ese “acuerdo general” ya que él mismo se refiere a la “acción directa del Estado con, si es necesario, ayudas de Estado”. Sin embargo, si estas transferencias pudieran mejorar la suerte de los más desfavorecidos, conducirían a una reducción en el “dividendo nacional”. Después de una demostración bastante confusa, Pigou llega al argumento decisivo: “en la situación actual, ninguna manipulación de la distribución garantizaría a todos los ciudadanos un nivel de vida suficientemente alto. Por lo tanto, los reformadores sociales deben renunciar a sus esperanzas: es inevitable que el mínimo nacional todavía se establezca en un nivel deplorablemente bajo” (pp. 792-793).

Por lo tanto, el razonamiento es definitivo y funciona en tres etapas: 1. los bajos salarios son impactantes; 2. pero un aumento del salario mínimo destruiría empleos; 3. las transferencias sociales serían, por lo tanto, mejores; 4. Desafortunadamente, no serían suficientes para mejorar realmente la situación de los más pobres y reducirían el ingreso nacional. Este es un buen ejemplo de efecto perverso, un artificio clásico de la retórica reaccionaria[13].

Un siglo después de Pigou, el razonamiento no ha cambiado realmente: el salario mínimo no es la herramienta adecuada para combatir la pobreza, por lo que es mejor utilizar diversas formas de prestaciones. Este es, en Francia, el argumento clave del “grupo de expertos sobre el salario mínimo”.

El nuevo dogma está instalado. Philip Wicksteed, un economista marginalista y discípulo de Stanley Jevons, solo lo repite. Si un individuo, explica, exige más que “el valor económico que produce para otro (...) o si se hace por él [el sindicato], nadie le empleará, porque todos preferirán prescindir de sus servicios en lugar de pagarles más de lo que valen[14]” (p. 77). El interés de Wicksteed es que -aunque sea pastor- tiene problemas para vestir sus intereses de clase “científicamente”: “nosotros, los miembros de la clase media, sabemos muy bien lo qué haríamos si se duplicaran los salarios de los empleados domésticos”. Y si una ley impusiera esta duplicación, “de ninguna manera mejoraría la suerte de los sirvientes a quienes hubiéramos dejado de emplear” y los legisladores “descubrirían con asombro que había un problema” (pág. 79).

Sin quererlo, Wicksteed señala una de las fallas de la teoría neoclásica al reconocer que “toda la riqueza es un producto social; que es imposible desenredar la contribución precisa de cada individuo; y que la distribución de la riqueza debe obedecer a leyes sociales”. Sin saberlo, encuentra la observación que había hecho, mucho antes que él, el economista socialista Thomas Hodgskin[15]: en la medida en que la producción es colectiva, “ya no hay nada que pueda llamarse la remuneración natural del trabajo individual (...) la pregunta es saber cuánto de este producto producido en común debe ir a cada una de las personas involucradas en este trabajo” (p 85).

Pero sus conclusiones son obviamente diferentes. Cuando Hodgskin piensa que “no hay otra forma de resolver esta cuestión que dejar que los trabajadores mismos decidan libremente” (p. 85), Wicksteed decreta que el término “salario” solo tiene sentido en el campo de la economía. En consecuencia, la noción de “salario decente” debe ser reemplazada por “un conjunto de dispositivos que pertenecen a otra esfera [que la economía]” (p. 78).

Claramente, muchos argumentos contemporáneos están presentes desde el siglo XIX. Se basan en la distinción realizada entre dos campos: el de la economía “pura” y el de las “leyes sociales”. En el ámbito económico prevalecen las leyes constrictivas a las que hay que someterse, so pena de desencadenar efectos perversos. Por lo tanto, es en el exterior donde se pueden imaginar los objetivos de justicia social. Pero esta partición no podía resistir duraderamente a la irrupción de las luchas sociales.

Desde la lucha contra el sweating system a las primeras leyes

El término sweating system es imposible de traducir (sweat significa sudar). Designaba el trabajo en casas particulares o en pequeños talleres; los fabricantes suministraban los materiales, a veces herramientas, y después recuperaban los productos terminados, por los cuales los trabajadores -en su mayoría trabajadoras-, eran pagados por pieza. El término se extendió gradualmente al trabajo en las fábricas para designar las formas de sobreexplotación.

En 1888 se creó una comisión ad hoc de la Cámara de los Lores (Select Committee of the House of Lords on the Sweating System), que oficializaba así el concepto del sweating system. En su informe final, publicado en 1890, propuso (después de mucha deliberación) la siguiente definición: “una tasa salarial insuficiente para cubrir las necesidades de los trabajadores o desproporcionada en relación con el trabajo realizado; horas de trabajo excesivas; condiciones insalubres de las casas en las que se realiza el trabajo[16]” (p. 388). La comisión estimaba en una cuarta parte la proporción de la fuerza laboral industrial que caía dentro de esta definición. Más tarde, el término se utilizará para designar todas las formas de sobreexplotación.

Es en este contexto como se desarrollaron las encuestas sociológicas sobre las condiciones de vida y de trabajo. Las más influyentes fueron la de Seebohm Rowntree[17] y especialmente la, voluminosa, de Charles Booth, cuya publicación abarcó desde 1889 hasta 1902[18]. También vemos aparecer una reflexión en torno a la pacificación de las relaciones profesionales: Industrial Peace será, por ejemplo, el título de una de las primeras obras de Pigou, publicada en 1905[19].

En 1906, el Daily News organizó una exposición para denunciar las fechorías del sweating system a domicilio. Se podía observar a los trabajadores (principalmente trabajadoras) en el trabajo, asistir a conferencias, como las de George Bernard Shaw o James Ramsay MacDonald (futuro primer ministro laborista), e incluso a proyecciones con linterna. La guía de la exposición[20] es un documento fascinante que incluye una rica iconografía y un análisis detallado (tiempo de trabajo, ingresos, etc.) de las diferentes actividades.

Esta exposición fue el primer paso hacia la fundación, unos meses después, de la National Anti-Sweating League, que organizó en octubre de 1906 una conferencia por un salario mínimo[21]. Esta conferencia reunió a representantes de sindicatos, partidos políticos de izquierda y organizaciones de mujeres como la Women’s Co-operative Guild. Reunió a 341 delegados que representaron a 2 millones de trabajadores organizados. La alta proporción de mujeres involucradas explica que fueron principalmente las organizaciones de mujeres las que tomaron la iniciativa en este campo, más que los sindicatos: lo atestigua otra conferencia sobre las sweated industries celebrada en Manchester en 1906[22].

Hacia el salario mínimo

Uno de los oradores principales era William Pember Reeves; fue Ministro de Trabajo de Nueva Zelanda desde 1892 hasta 1896, y como tal el promotor de uno de los primeros experimentos de mínimos de sector. Describe en detalle (págs. 69-72) las tres etapas del sistema de Nueva Zelanda: “Primero buscamos obtener un acuerdo sectorial entre el patrón y los trabajadores (master and men); la solución de controversias queda asegurada por las oficinas de conciliación; y, en última instancia, es el Tribunal de Arbitraje el que tiene la autoridad para resolver las diferencias”. Sugiere un experimento que consiste en “tomar el sistema de Nueva Zelanda como es pero, en lugar de aplicarlo de forma general, hacer una lista de los sectores a los que ustedes crean que podría aplicarse”.

Reeves no oculta (“no quiero navegar bajo colores falsos frente a ustedes”) que este dispositivo tiene como objetivo “la prevención de huelgas y cierres patronales, que son una molestia para el público y cuyas consecuencias para los trabajadores que participan en él son injustas y arbitrarias”. En resumen, Reeves está de acuerdo con su “amigo Sidney Webb” en que hay “una mejor manera de resolver disputas laborales que el antiguo sistema de huelgas y cierres patronales”. Este “viejo sistema” debe ser abandonado: “debéis decir a la gente: ‘vamos a tener condiciones justas y paz social’ ”.

Estas movilizaciones conducirán a la votación de la Trade Boards Act en 1909, tras la victoria del Partido Liberal (cuyo gobierno incluyó a representantes del Partido Laborista). Esta legislación fue el resultado de un proceso de sensibilización y movilización social, en un contexto económico difícil. El período 1873-1896, abierto por un pánico financiero, estuvo marcado por una desaceleración de la actividad económica y podría llamarse “la larga depresión”. Esta coyuntura estuvo acompañada de revueltas, especialmente en Londres en durante los inviernos 1886 y 1887. Sin embargo, la Trade Boards Act solo se refería a cuatro sectores industriales: confección; fabricación de cajas de papel; encajes y redes; fabricación de cadenas[23].

Un liberalismo sui generis

El gobierno tenía entonces una mayoría liberal, pero era un “nuevo liberalismo” del que es interesante examinar las referencias doctrinales, bastante distantes del liberalismo clásico. Leonard Hobhouse, uno de los principales teóricos de esta corriente, escribe, por ejemplo: “En cierto modo, hay un problema en el sistema social, un defecto en la máquina económica que el trabajador, como individuo, no puede corregir. Es el último en opinar sobre el control del mercado. No es su culpa si hay una sobreproducción en su industria, o si un proceso nuevo y menos costoso deprecia su habilidad particular. No dirige ni regula la industria. No es responsable de sus fluctuaciones, pero no obstante debe soportar las consecuencias. Por eso no es la caridad sino la justicia lo que reclama[24]” (pp. 158-159).

Esta acusación lleva a una justificación para la intervención del Estado: su función es “asegurar las condiciones que permitan a los ciudadanos obtener con sus propios esfuerzos todo lo necesario para su plena eficiencia cívica”. El “derecho al trabajo” y el derecho a un “salario decente” (living wage) son tan legítimos como los derechos de la persona o de la propiedad. Por lo tanto, son una parte integral de un orden social equilibrado”.

Otro de los teóricos de esta corriente es el economista John Hobson (más conocido por sus trabajos sobre el imperialismo). Aunque no se reclama del socialismo, se acercará al Partido Laborista después de la Primera Guerra Mundial. En todo caso, rechaza claramente las presuposiciones del liberalismo clásico y, en particular, la idea de que “un trabajador debería ser libre de vender su trabajo como lo considere conveniente”. Esta supuesta libertad para trabajar se reduce a la “libertad para trabajar como decida su empleador”, de forma que el trabajador no es “una unidad aislada, cuyo contrato de trabajo solo le concierne a él y a su empleador[25]” (p. 187).

Hobson busca pues responder al argumento clásico (y aún actual) que resume de la siguiente manera, en una conferencia en la que trata de la influencia de un salario mínimo legal en el empleo: “Los opositores a una legislación sobre el salario mínimo argumentan que reduciría el volumen de empleo en sectores sujetos al sweating system, lo que no se compensaría con un aumento correspondiente en el empleo en otras ramas; en una palabra, que agravaría el problema del desempleo” (p. 34).

Las propuestas presentadas por Hobson se inspiran en particular en el trabajo de Ludwig Stein, La cuestión social a la luz de la filosofía[26]. Resume así, asumiéndolo por su cuenta, el proyecto de un “mínimo vital” que podría "obtenerse en parte por el empleo público, en parte por la influencia ejercida directamente por la industria estatal en el mantenimiento de condiciones de trabajo y salarios dignos en la industria privada, en parte mediante la recaudación de impuestos”. Hobson menciona favorablemente la política alternativa propuesta por Stein, que apuntaría a restringir el “poder económico de los capitalistas privados”, y que se basa en “la tributación de los ingresos, la riqueza y las sucesiones[27]” (p. 381). Probablemente sea superfluo notar la similitud de estas proposiciones con las presentadas por Thomas Piketty en su última obra[28].

Para Hobson[29], la Trade Boards Act, se inscribe en una lógica que se niega a confiar en el juego libre del mercado: “La fijación de los salarios por la supuesta libre competencia no garantiza de ninguna manera la obtención de un salario de eficiencia, ni incluso de subsistencia. Desde el punto de vista de los beneficios inmediatos de los empleadores, el sweating siempre vale la pena. Pero desde la perspectiva de la sociedad, nunca paga. En este sentido, la política de los trabajadores organizados, que busca implementar la doctrina del salario mínimo, no es solo una política de autoprotección de las clases trabajadoras, sino una política social saludable. Es por esta razón que el Estado interviene creando las Trade Boards para hacer respetar la aplicación de este principio en las llamadas industrias del sweating y establece, al menos en teoría, su validez para todos los empleos y mercados públicos” (p. 197).

Estos largos extractos son adoquines en el conjunto de la teoría económica dominante que se reclama de las leyes del cálculo económico puro. Ya encontramos allí todos los ingredientes de las propuestas hoy consideradas heterodoxas, y en particular la responsabilidad del Estado para el respeto de los derechos al empleo y a un salario decente, lo que implica una redistribución de la riqueza.

Las reticencias sindicales

En sus evaluaciones ex post de la aplicación del Trade Board Act[30], Richard Henry Tawney, un cristiano socialista y reformador social influyente, hizo “una constatación tan corriente como generalmente ignorada” que prefigura la teoría moderna del salario de eficiencia: “con el aumento de los salarios pagados, la calidad de las cadenas producidas ha mejorado”. En otras palabras, “los malos salarios producen mal trabajo” (p. 113).

Sin embargo, hay una advertencia que se deslizó alrededor del estudio de Tawney sobre la industria de la confección[31]: “No hay necesidad de plantear la cuestión más amplia de un sector que no podría pagar bajos salarios mínimos fijados por la Trade Board de la ropa, ya que nuestro estudio sugiere que la industria de la confección puede hacerlo” (p. 105). ¿Pero quid hay de las demás? Y Tawney se pregunta qué pasaría en una fase de mala coyuntura y reconoce que es “demasiado pronto para determinarlo[32]” (p. 70).

Un poco más tarde, Tawney insistirá, sin embargo, en la ruptura introducida por la nueva legislación que significó “el abandono silencioso de la doctrina, defendida durante tres generaciones con una intensidad casi religiosa, según la cual los salarios deben ser fijados por la libre competencia, y solo por libre competencia[33]”.

Tawney hizo otra observación importante. En sus encuestas, observó la desconfianza de los sindicatos que temen que se reduzca su papel: una vez que se haya establecido el salario mínimo, los empleadores podrían usarlo como argumento para decir que no queda nada por negociar. Multiplica los argumentos en contra de estas preocupaciones, explicando, por ejemplo, que la introducción de un salario mínimo “no hace que el sindicalismo sea menos necesario, porque las tarifas establecidas por la Trade Board son solo un mínimo, son inevitablemente menos de lo que las secciones más exitosas de una industria pueden pagar[34]”(p. 91).

Esta reticencia hacia el salario mínimo ha sido durante mucho tiempo la posición de los sindicatos ingleses, que temían que se redujera el alcance de la negociación colectiva o que, fijado demasiado bajo, el mínimo pudiera servir como punto de referencia para otros niveles salariales. Encontramos esta misma desconfianza en los Estados Unidos, donde Samuel Gompers, el líder de la AFL (Federación Americana del Trabajo) siempre se ha opuesto a las leyes de salario mínimo. Para él, “el mínimo se convertiría en el máximo y rápidamente tendríamos que tomar distancias”. En lugar de un salario mínimo único (que Gompers también se niega a especificar el nivel) mejor es un “principio, una regla de vida global[35]”.

En una carta a Maud Younger[36], una sindicalista y feminista, Gompers es aún más categórico: si se estableciera un salario mínimo legal, “solo quedaría un paso para obligar a los asalariados a trabajar de acuerdo con el buena voluntad de sus empleadores, o del Estado, y eso sería la esclavitud. Queremos que se establezca un salario mínimo, pero lo queremos por la solidaridad de los trabajadores mismos, apoyándose en la fuerza de sus sindicatos, en lugar de por cualquier ley”.

Esta misma reticencia alimentó durante mucho tiempo la negativa de los sindicatos alemanes de la industria a introducir un salario mínimo, antes de que finalmente se unieran a este proyecto. Pero los sindicatos suecos e italianos aún invocan el mismo tipo de argumento dentro de la CES (Confederación Europea de Sindicatos) para oponerse a la perspectiva de un sistema europeo de salarios mínimos[37] (Schulten, y al ., 2016)

La utilidad del espejo retrovisor

La razón de este breve viaje en el tiempo es mostrar que todos los argumentos movilizados sobre la cuestión del salario mínimo ya estaban presentes desde las primeras horas del capitalismo constituido. Del lado de los dominante, la defensa de los intereses de clase (aunque la expresión no le guste a Marshall) siempre se ha envuelto en las nobles vestimentas de una “ciencia” cada vez más formalizada, pero cuyo mensaje es casi inmutable: al querer mejorar su suerte, las “gentes ordinarias” (gentes “que no son nada”, diría Macron) corren el riesgo de degradar la situación económica. Y, al no lograr alterar las relaciones sociales, los dominados oscilan entre legislación nacional y compromisos locales.

Notas

[1] Muriel Pénicaud, “Pas de “coup au pouce” au Smic car “ça détruit des emplois”, Europe 1, 9 de diciembre de 2018
[2] Joseph Brown, The Food of the People, 1865.
[3] John Stuart Mill, Principes d’économie politique, Tome1, 1848 [Principios de economía política, Fondo de Cultura Económica, 1997].
[5] Michel Husson, Créer des emplois en baissant les salaires ? Editions du Croquant, 2015. Ver esta síntesis: “Coût du travail et emploi : une histoires de chiffres”, julio de 2014.
[7] John Stuart Mill, “Thornton on Labour and Its Claims”, Fortnightly Review, May & June 1869.
[8] Joan Robinson, “What has become of the Keynesian Revolution?”, in Joan Robinson (ed.), After Keynes, 1973.
[9] Alfred Marshall, “The Old Generation of Economists and the New”, The Quarterly Journal of Economics, Vol. 11, No. 2, January 1897.
[10] John Bates Clark, “The Minimum Wage”, The Atlantic Monthly n°112, September 1913.
[11] Arthur Pigou, Unemployment,1913.
[12] Arthur Pigou, The Economics of Welfare, 1920 [La economía del bienestar, Ed. Aranzadi, 2017] .
[13] Alfred Hirschman, Deux siècles de rhétorique réactionnaire, 1991; The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy.
[14] Philip Wicksteed, “The Distinction Between Earnings and Income, and Between a Minimum Wage and a Decent Maintenance: A Challenge”, en William Temple, ed,. The Industrial Unrest and the Living Wage, 1913.
[16] What is Sweated Industry?”, extraído del Fifth Report from the Select Committee of the House of Lords on the Sweating System (1890); reproducido en W. H. B.Court, British Economic History 1870-1914. Commentary and Documents, 1965.
[17] Seebohm Rowntree, Poverty, A Study of Town Life, 1901.
[18] Albert Fried and Richard M. Elman, eds (1969), Charles Booth’s London. A Portrait of the Poor at the Turn of the Century, Drawn from His “Life and Labour of the People in London”.
[21] National Anti-Sweating League, Report of Conference on A Minimum Wage, 1907.
[22] Chetham’s Library, “Sweated industries”, June 2018 .
[23] J. J. Mallon, The Trade Boards Act, National Anti-Sweating League, 1910 ; appendices to Philip Snowden, The Living Wage, 1912.
[24] Leonard Hobhouse, Liberalism, 1911.
[27] John Hobson, “review of Ludwig Stein, Die Sociale Frage im Lichte der Philosophie”, The Economic Journal, Vol. 8, No. 31, September 1898.
[28] Thomas Piketty, Capital e ideología, Editorial Deusto, 2019.
[32] Richard Tawney, 1914, ya citado.
[33] Richard Tawney, “On minimum wage fixing” in League of Nations Union, Towards industrial peace, 1927 ; cité par Sheila Blackburn, “Ideology and Social Policy: The Origins of The Trade Boards Act”, The Historical Journal, Vol. 34, No. 1, March 1991, p. 43.
[34] Richard Tawney, 1915, ya citado.
[35] Samuel Gompers, “A Minimum Living Wage”, American Federationist, 1898, citado por Thomas A. Stapleford, “Defining a ‘living wage’ in America: transformations in union wage theories, 1870–1930”, Labor History, Vol. 49, No. 1, February 2008, p. 3.
[36] Samuel Gompers, “Letter to Maud Younger”, May 17, 1912, en Peter J. Albert, Grace Palladino, eds, The Samuel Gompers Papers, volume 8, 2001.
[37] Thorsten Schulten, Torsten Müller et Line Eldring, “Pour une politique de salaire minimum européen : perspectives et obstacles”, La revue de l’Ires n° 89, 2016/2.