Por Robert Barry
Los servicios de streaming están
sometiendo la música a la publicidad y estafando a los músicos, pero podrían
ser útiles para finalidades más utópicas.
Los artistas llevan tiempo
quejándose de los míseros ingresos que les llegan de Spotify, el popular
servicio de streaming, y los royalties siguen disminuyendo mientras
las ganancias de la compañía suben. Cuantos más beneficios cosechan los
propietarios de los medios de producción, más son explotados los trabajadores
productivos. Bajo el sistema actual, los productores de música están siendo
doblemente alienados de su trabajo. La arquitectura del hallazgo musical en
Spotify está dominada por las playlists, y estas playlists están
siendo cada vez más una forma de publicidad patrocinada por corporaciones
globales como Nike, Starbucks, o BMW. Mientras que antes los grupos habrían
agonizado ante lo positivo y negativo de “venderse” para sobrevivir, hoy los
artistas pueden ser incluidos en estas playlists corporativas,
dando a parecer que aprueban la marca en cuestión, sin su consentimiento o sin
ni siquiera su conocimiento –y sin ganar ni un centavo por ello–. El sistema
equivale a lo que la escritora Liz Pelly llama la “automatización del
venderse”.
No sólo los músicos deberían
preocuparse por el crecimiento de plataformas como Spotify, Deezer, y Pandora.
En 2017, Damon Krukowsky de los grupos Galaxie 500 and Damon & Naomi
escribió un libro llamado “El Nuevo Analógico” sobre la escucha de música en la
era digital. Para Krukowski, el streaming online extirpa a la
música de su anclaje en un tiempo y lugar particulares. “Las plataformas
de streaming”, escribió, “crean un flujo de sonido que parece
existir sólo en el presente… lo que deja un espacio vacío para un tipo
completamente nuevo de marcadores identificativos”. Las empresas pueden
reemplazar el contexto original de las canciones por uno nuevo, determinado por
la publicidad.
A pesar de esto existe un
potencial utópico sin explotar del streaming de música
relacionado con las ‘Casas de Sonido” del cuento idílico de Francis
Bacon, La nueva Atlántida, capaz de generar ‘todos los sonidos” y
de transmitirlos a través de “troncos y tuberías, en trazos y distancias
extrañas”. El ancestro más antiguo de los servicios de suscripción de hoy
probablemente sea la Compañía de Música Eléctrica de Nueva York, fundada por
Thaddeus Cahill en 1906. Cahill tocaba música en un instrumento electrónico de
su invención llamado el Telharmonium, supuestamente capaz de reproducir el
timbre de cualquier instrumento conocido. Los conciertos del Telharmonic Hall
en Broadway se transmitían vía cables de teléfono a las casas de los
suscriptores.
En muchos sentidos, la Compañía
de Música Eléctrica de Nueva York sólo fue otro asunto de la edad dorada
industrial, pero el periodista Ray Stannard Baker vio en ella el nacimiento de
una nueva ‘democracia de la música”. En un momento en el que la grabación de
música estaba aún en pañales, el Telharmonium prometió “un cambio completo en
el sistema según el cual una cantidad comparativamente pequeña de gente rica
disfruta de la música excluyendo al resto”. Baker presentó esta nueva
tecnología como una realización de una escena de la ficción utópica enormemente
exitosa de 1888 de Edward Bellamy, Mirando Atrás, en la cual el
héroe de la novela, viajando en el tiempo, es invitado a una ´habitación de
música´ familiar en la que cualquiera puede disfrutar de los frutos de un
servicio de música cooperativo, directamente por cable.
Así que, ¿cómo podríamos, hoy en
día, cumplir algunos de estos potenciales utópicos y empezar a pensar sobre la
creación de un servicio de streaming socialista? El pasado
verano, cuando parecía que el popular servicio de distribución de música
SoundCloud iba a quebrar, el artista audiovisual Mat Dryhurst sugirió abrir la
plataforma a través de un proceso de “tokenización”. Tokenizar significaría
reemplazar las acciones de la compañía por “Tokens de Sonido”,
garantizados por blockchain, el libro de cuentas descentralizado
que sustenta criptomonedas como el Bitcoin. Estos tokens no
sólo se distribuirían entre los propietarios actuales de la empresa, sino
también entre los usuarios de esta web, colectivizando así su propiedad y
control.
Dryhurst, de hecho, participa en
la junta de un servicio cooperativo de streaming llamado
Resonate, que usa tecnología blockchain como una forma de
descentralizar su control a través de su red de usuarios. En lugar de las
suscripciones mensuales de Spotify, Resonate usa un modelo de pago por
reproducción, con un máximo de nueve reproducciones pagadas antes de que se
ofrezca una canción para descargar, un modelo que los fundadores de Resonate
creen que supone un acuerdo más justo para los artistas independientes. Para el
fundador de Resonate, Peter Harris, el modelo cooperativo de la web representa
no solo “un modelo de negocio de sonido” sino también “una protesta contra la
forma dominante de capitalismo”.
¿Pero necesitamos realmente blockchain para
democratizar la música? Las criptomonedas existentes son famosas por su
volatilidad, y su impacto ambiental es terrible. Por ejemplo, la energía
requerida para procesar la extracción de un Bitcoin produce una cantidad de CO2
comparable a un vuelo transatlántico. ¿Qué pasaría si ya tuviéramos enfrente
una solución más simple, cada vez que andamos por el centro de la ciudad?
Imagínese una tecnología como Spotify administrada por nuestro servicio de
bibliotecas públicas: de propiedad pública, acceso abierto, y enlazada a un
catálogo de información que proporcionase más contexto que hasta las más
elaboradas notas en la carátula de los CD. Si fuera accesible para todo el
mundo, un servicio como este podría ofrecer una verdadera democracia de la
música.