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India: ¿Qué pasa con la izquierda?


el desorden global

Por Jules Naudet y Stéphanie Tawa-Lama Rewal

De los movimientos campesinos que organizan la marcha de decenas de miles de agricultores a lo largo de varios días a las movilizaciones de cientos de miles de dalits que denuncian las discriminaciones de que son objeto, pasando por las luchas contra los desplazamientos de población asociados a la construcción de grandes presas hidroeléctricas como la Narmada Bachao Andolan, el panorama de luchas sociales en India destaca por su diversidad y su energía 1/. Estas movilizaciones en torno a causas concretas se producen por todo el país y a menudo se estructuran alrededor de un sangharsh samiti, un comité de lucha local.

No obstante, en un país que alberga a más de un tercio de los pobres del planeta, este dinamismo de los movimientos sociales no implica que la izquierda sea fuerte. Ni estas luchas, ni las movilizaciones sindicales y de los partidos, llegan a tener suficiente peso para conquistar una mayor protección jurídica de la gente trabajadora, el acceso universal a servicios públicos de calidad (educación, sanidad, etc.), una mejor redistribución de la plusvalía del trabajo y más en general el reencaje de la economía en la sociedad (Polanyi, 1983). Emulando a Werner Sombart, que se preguntaba por la ausencia de un movimiento socialista en EE UU, cabe preguntarse por las razones de esta debilidad de la izquierda en el subcontinente indio.

Neoliberalismo y dispersión de las condiciones sociales

Las dificultades de la izquierda india –su repliegue a una posición fundamentalmente defensiva– suelen explicarse por dos factores. El primero, común a la mayoría de las sociedades contemporáneas, es la hegemonía creciente, en un contexto de financiarización de la economía, del neoliberalismo, que podemos definir como un fenómeno que asocia una teoría económica, una ideología política, una filosofía de las políticas públicas y, finalmente, un imaginario social que ensalza las virtudes del mercado y de la competencia (Hall y Lamont, 2013). Las promesas del liberalismo seducen a las clases medias urbanas y estas nuevas aspiraciones las distraen de solidarizarse con los grupos más dominados. Este desplazamiento del poder a favor de las finanzas, en detrimento del Estado y de la patronal, no está todavía suficientemente teorizado por las fuerzas de izquierda, los intelectuales o los partidos. La izquierda se halla de este modo en una situación de anomia, privada de una ideología y de repertorios de acción colectiva adaptados a los desafíos contemporáneos.

La segunda explicación que se formula a menudo destaca la disparidad de las condiciones sociales en India, en función de la clase, la casta, el género, la religión, la lengua hablada o la pertenencia regional (Ferry, Naudet y Roueff, 2018). Esto dificulta mucho la formación de una conciencia de clase común a los grupos dominados. Esta fragmentación se agrava con la obsesión por la pequeña diferencia o la desigualdad graduada generada por el sistema de castas y que, según Ambedkar, favorece la indiferencia ante las desigualdades (Herrenschmidt, 1996). También se refuerza con la escasa convergencia de las reivindicaciones de la clase trabajadora rural y urbana, así como con las protecciones jurídicas muy dispares de que se benefician el sector organizado y el sector informal. En efecto, conviene subrayar la importancia que tiene en India la división entre trabajo organizado (es decir, sometido a las normas de derecho laboral, que ofrecen cierta protección a los trabajadores) y trabajo no organizado, que escapa a toda normativa estatal y afecta a una parte de la población activa del país que abarca entre el 40 y el 85 % según las evaluaciones (véase en particular Harriss-White, 2004).

Más allá de la constatación evidente de la extrema fragmentación sociológica de la sociedad india y del creciente dominio del neoliberalismo sobre las conciencias políticas, este ensayo pretende explorar algunas de las razones por las que hoy por hoy no existe una izquierda fuerte en India. Puesto que se trata de un vasto Estado federal, este intento de ofrecer una panorámica de conjunto de la izquierda no tiene más remedio que pasar por alto numerosos aspectos, en particular la variedad de culturas políticas locales, ricas en tradiciones singulares. Sin pretender agotar el tema, analizaremos en particular las dinámicas electorales, la debilidad estructural del sindicalismo, la criminalización de la clase política y el acallamiento de la crítica social por las fuerzas fascistas. En efecto, estos registros de explicación, pocas veces movilizados conjuntamente, permiten comprender un poco mejor por qué un frente común de las diferentes fuerzas de izquierda, capaz de dar pie a un nuevo compromiso de clase, es un horizonte que hoy por hoy parece lejano.

Una izquierda fuerte tras la independencia

Cuando el país accedió a la independencia en 1947, localizar a la izquierda en el escenario político indio era relativamente sencillo. En parte se encontraba en el seno mismo del Congreso Nacional Indio (CNI), partido paraguas cuya corriente socialista se emancipó progresivamente, por mucho que Nehru, quien fue primer ministro hasta 1964, del mismo modo que su hija, Indira Gandhi, no dejara jamás de reclamar su pertenencia a esta familia política. Fuera del CNI, la izquierda estaba representada por el Partido Comunista Indio (PCI), abocado al fraccionalismo desde su nacimiento en la década de 1920. A partir de 1957, sin embargo, el PCI ganó las elecciones en el pequeño Estado costero de Kerala, y en 1967, convertido en PCI (M) 2/, surgió como partido importante en el otro extremo del subcontinente, en Bengala Occidental.

En este Estado, y ese mismo año, los trabajadores agrícolas del distrito de Naxalbari se apoderaron de las tierras cuya distribución más equitativa venían reclamando desde hacía tiempo. El proyecto político de quienes pronto se llamarían naxalitas era de inspiración maoísta: se trataba de poner fin, con las armas, al sistema parlamentario fraudulento, semicolonial y semifeudal para sustituirlo por una dictadura democrática popular. Los asesinatos políticos se multiplicaron en Calcuta, donde se asistió, en la década de 1970, a la instauración de una espiral de violencia entre el terrorismo urbano de los insurgentes (Kohli, 1991) y la represión despiadada por parte de la policía y el ejército. El movimiento naxalita pasó entonces a la clandestinidad y se desplazó a las regiones del centro de India, donde sobrevivirá hasta una nueva fase de desarrollo en la década de 2000.

En cuanto al PCI (M), después de varios años de vacilación, optó por impulsar su proyecto ideológico por la vía del reformismo y de la democracia parlamentaria. Ganó las elecciones de Bengala Occidental en 1977, en el seno del Frente de Izquierda, lo que le permitió gobernar en solitario; sus mayores éxitos políticos fueron una amplia reforma agraria y una fuerte descentralización. En Kerala, donde el Frente de Izquierda se alternaba en el poder con una coalición dominada por el CNI, la principal victoria del PCI (M) fue el alto nivel de desarrollo humano de este Estado, en gran medida tributario de la tupida red asociativa de la sociedad keralesa, resultante de una intensa tradición de movilización impulsada por los partidos y los sindicatos (Heller e Isaac, 2003, p. 84) y por las organizaciones religiosas, de casta y otras ONG.

La lenta fragmentación ideológica de la izquierda india

Situar la izquierda en el tablero político indio se torna mucho más complicado a partir de la década de 1980. En el curso de ese decenio, el panorama político cambia: por un lado, el Bharatiya Janata Party (Partido Popular Indio, BJP), de la derecha nacionalista hindú, se impone progresivamente como el otro partido panindio, junto al Partido del Congreso; por otro, aparecen los llamados partidos regionales, cuya carrera (por no decir ambición) política se circunscribe al perímetro regional. La competición política alcanza entonces un grado inaudito, puesto que cada vez resulta más difícil gobernar en los Estados, y después en el centro, sin esos partidos. La noción vaga, pero muy utilizada en el debate político indio, de política identitaria, remite al fenómeno de movilización en torno a identidades regionales, de casta y religiosas que orquestan, más o menos explícitamente, estos partidos.

En todo caso, varios de ellos se reclaman de pensadores políticos que son claramente –aunque de maneras distintas– de izquierda. Periyar, reformador ateo, racionalista y feminista, es el principal inspirador del movimiento antibramanes y posteriormente de los partidos dravidianos (el DMK, formado en 1949, y su rival surgido de una escisión en 1972, el AIADMK) en Tamil Nadu. Bhim Rao Ambedkar, principal autor de la Constitución india, partidario de la abolición de las castas y adalid de los dalits, así como de los derechos de las mujeres, es el héroe del Bahujan Samaj Party (Partido de la Mayoría), creado en 1984 en Uttar Pradesh. Ram Manohar Lohia, gran pensador del socialismo indio, es la figura tutelar de los partidos surgidos de las sucesivas escisiones del Janata Dal (Frente Popular), que llegaron al poder en la década de 1990 en Karnataka, Odisha, Bihar o Utar Pradesh: Janata Dal (Unidos), Biju Janata Dal, Rashtriya Janata Dal y Samajwadi Party.

Sin embargo, se alejan muy pronto de su inspiración más o menos radicalmente reformista en su ejercicio del poder. En el sur, los dos grandes partidos dravidianos que gobiernan por alternancia en Tamil Nadu desde 1967 no impidieron la manifestación de violencias recurrentes contra los dalits ni la regresión del feminismo de Periyar a favor de una celebración simplista de la maternidad. En el norte, el Samajwadi Party y el Rashtriya Janata Dal son partidos profundamente patriarcales. Aunque todos afirman que quieren luchar contra la pobreza, insisten sobre todo en las identidades de casta o de cultura. En efecto, la casta ha demostrado ser terriblemente eficaz en el plano electoral: ha sustituido a las grandes ideologías como cuestión central de la movilización (Jaffrelot, 1998). Hoy, todos los partidos políticos se dedican a movilizar a determinadas castas para ganar las elecciones, y el uso de los llamados bancos de votos constituye el núcleo de la democracia de patrocinio (Chandra, 2004).

La percepción mutante de las desigualdades

El juego electoral, sin embargo, no es el único que está en tela de juicio, ya que la importancia del concepto de justicia social en el discurso de los partidos dravidianos en el sur o de los llamados partidos de las castas bajas en el norte pone de manifiesto un enfoque particular de las desigualdades. Este concepto, tan ambiguo como ambicioso, expresa una reivindicación de reparación de la injusticia histórica de la que han sido víctimas ciertos grupos sociales, dominados según el caso por los bramanes, las castas altas, la gente del norte, etc. Pero del mismo modo que el perjuicio sufrido, la reparación reclamada concierne a un grupo particular, aunque dicho grupo pueda ser muy amplio: así, los dalits constituyen el 15% de la población india; y las otras castas inferiores, categoría heterogénea que engloba las castas que no son intocables ni superiores, abarcan el 52%.

El sistema de reservas (es decir, de cuotas) establecido durante el periodo colonial, pero consolidado tras la independencia, pretendía compensar las discriminaciones que afectan a los grupos de casta inferior y las poblaciones tribales forzando su incorporación a tres instituciones de las que estaban excluidas de hecho: la administración, la universidad y las asambleas elegidas. Sin embargo, actualmente numerosas castas dominantes 3/, como los jats en Haryana, los patels en Gujarat, los yadavs en Utar Pradesh o los redys en Andra Pradesh reclaman a su vez que se fijen cuotas.

Tanto si estas demandas son legítimas –en el caso de las castas inferiores, que son víctimas de una discriminación histórica– como si lo son en menor medida –en el caso de las castas dominantes–, todas estas movilizaciones no hacen más que reforzar las fronteras entre castas, pues su éxito supone que funcionan como grupos de interés. Tales movilizaciones priorizan las lealtades de casta sobre las de clase, en detrimento, en particular, de numerosos miembros de las castas dominantes que viven en condiciones de gran precariedad económica. Muchas instituciones formales (asociaciones de casta, templos, sectas religiosas, etc.) o informales (cultura de casta, redes clientelares, estrategias matrimoniales, etc.) contribuyen, por lo demás, a profundizar esta separación entre castas a expensas de otras líneas de fractura.

A comienzos del siglo XXI, los naxalitas son los únicos que sitúan todavía la lucha de clases en el centro de su proyecto y de su acción. Este movimiento maoísta consolida su presencia en las regiones tribales del centro de India, donde defiende los derechos de los llamados adivasis (indígenas) sobre bosques muy codiciados por la industria minera, porque su subsuelo es uno de los más ricos del país. Se habla de un corredor rojo que abarcaría un tercio de los distritos del país (Harriss, 2010), hasta el punto de que en 2009 el ministro de Interior del gobierno central (entonces dirigido por el CNI) consideraba que el movimiento constituía “la principal amenaza para la seguridad nacional”, atribuyendo al PCI (maoísta) la condición de organización terrorista, antes de desplegar el ejército, con el apoyo de milicias locales, en las regiones en cuestión. Los pocos investigadores que se arriesgan a acudir allí hablan de una verdadera guerra civil (Shah, 2014), aunque en la profundidad de la selva y lejos de la atención mediática, es una guerra olvidada. En efecto, el movimiento maoísta es hoy en día un movimiento totalmente marginado: desacreditado por su recurso a la violencia, invisibilizado por los intentos de intimidación frente a intelectuales que escriben sobre él y aplastado por la fuerza militar desplegada contra él.

Desde la independencia, la historia de los partidos políticos de izquierda revela de este modo la dificultad de articular casta y clase en la denuncia de las injusticias. Mientras que el hecho de centrar las estrategias electorales en la cuestión de la casta ha favorecido las derivas identitarias del juego político, la rigidez ideológica de los partidos marxistas les ha llevado, por el contrario, a dejar de lado esta cuestión que, sin embargo, es intrínseca a las dinámicas de explotación.

El desaparecido compromiso de clase

Una de las razones por las que las fuerzas de izquierda tienen hoy tantos problemas para hacer valer sus reivindicaciones sociales tiene que ver también con la debilidad estructural del sindicalismo, que jamás logró establecer una relación de fuerzas entre capital y trabajo suficientemente ventajosa para las clases populares para sentar las bases de un compromiso de clase.

En el momento de la independencia, cuando el mundo empresarial denunció las exageradas reivindicaciones de los trabajadores y trabajadoras y la proliferación de huelgas, la conferencia de la Tregua Social, que reunió al gobierno, trabajadores y empresarios, pretendió buscar una salida a los conflictos sentando las bases de un diálogo social (Chibber, 2014). Esta conferencia, sin embargo, comportó la desmovilización de los sindicatos, que aceptaron abandonar la estrategia de la confrontación en beneficio de la participación en los organismos de cogestión. Además, la instauración de un nuevo marco legislativo debilitó la posición de los y las trabajadoras, en particular con la Ley de Conflictos Laborales (1947). Esta solo autoriza la huelga y el cierre patronal después de un preaviso de 14 días, por lo menos, e impone un procedimiento de arbitraje cuyos laudos no se dictan más que varios meses o incluso años después. De ahí se deriva una situación en la que la búsqueda del consenso pasa más por el arbitraje obligatorio que por los convenios colectivos y en que la “dinámica política de un compromiso de clase” se convierte en “una forma de paternalismo de Estado característica del sistema que rige las relaciones laborales” (Chibber, 2014: 54). En efecto, aún reclamándose del socialismo, el gobierno del CNI dirigido por Nehru tomó partido por el capital en contra del trabajo desde muy temprano.

La importancia de la economía sumergida y el reducido tamaño del sindicalismo organizado dificultan de entrada toda organización y coordinación por parte de los trabajadores y trabajadoras. Por tanto, en India no hubo ningún momento socialdemócrata 4/. Como afirman Lloyd y Susanne Rudolph, a escala nacional “el movimiento obrero no fue capaz de poner en tela de juicio la ideología y la política centristas propias de India, es decir, de crear y apoyar a un partido de clase anclado en la izquierda” (Rudolph y Rudolph, 1987: 259). Los sindicatos no lograron el apoyo político más que en los Estados de Kerala, Bengala Occidental y Tripura, donde el partido comunista estuvo durante mucho tiempo en el poder.

Hoy, la capacidad de la clase obrera para influir en la acción política es menor que nunca. Las últimas grandes huelgas se remontan a 1982 cuando, durante cerca de 18 meses, más de 250.000 trabajadores y trabajadoras del textil de Bombay trataron de obtener una mejora de las condiciones de trabajo (Heuzé, 1989). La huelga se saldó trágicamente con el cierre de las fábricas y su deslocalización a otros Estados del país. Tras las oleadas de liberalización de la economía en 1991, proliferaron las reformas que fragilizaron los derechos de las y los trabajadores al amparo del proyecto de Ley de la Pequeña Empresa, que declaraba las fábricas de menos de 40 empleados exentas de numerosas regulaciones de las condiciones de trabajo (Kaur, 2015). La huelga general del 2 de septiembre de 2016 movilizó a más de 150 millones de trabajadores y trabajadoras y puso sobre el tapete reivindicaciones originales relativas a la regulación de la economía sumergida, pero solo duró una jornada y no dio pie a un relanzamiento del movimiento social.

Criminalización del juego político

La débil articulación de los partidos políticos con los movimientos obreros se ve agravada además por la creciente criminalización de la clase política. Los grandes partidos políticos tienden a recurrir cada vez más masivamente a candidatos implicados en actividades ilegales, pues es evidente que, en el mundo de la política india, “el crimen paga” (Vaishnav, 2017). Incluso se ha vuelto indispensable para conseguir el sufragio democrático. Entre 2004 y 2014, los candidatos a las elecciones nacionales que hubieran sido objeto de un proceso judicial, por lo menos por un asunto criminal, tenían un 18 % de posibilidades de ganar las elecciones, frente a un 6 % nada más para los candidatos que no tenían ninguna causa penal pendiente contra ellos. Y cuanto más grave es la acusación (agresión o asesinato), tanto mayores son las posibilidades de ganar (Vaishnav, 2017: 121-122).

Las campañas electorales son cada vez más costosas, pues los candidatos tratan a menudo de comprar los votos del electorado (Chandra, 2004). El reparto de paquetes de arroz, botellas de alcohol o dinero se ha convertido en una práctica corriente y aunque estos regalos no garantizan la victoria, no ofrecerlos supone a menudo la derrota (Vaishnav, 2017: 140-142). Dado que para ganar la votación los elevados gastos son inevitables, los partidos, para aliviar sus presupuestos, reclutan cada vez más a candidatos capaces de autofinanciarse. Además, puesto que el techo fijado por la Junta Electoral suele situarse por debajo del umbral de gasto mínimo para aspirar al triunfo, los partidos buscan además candidatos capaces de manejar grandes sumas de dinero negro, una cualidad que habitualmente reúnen las personas del mundo del crimen. Por consiguiente, todos los partidos tienden a descartar a los candidatos menos adinerados y a favorecer a los candidatos poco escrupulosos.

Milan Vaishnav muestra de este modo el círculo vicioso en el que está presa la clase política, que no puede aspirar a obrar por el bien común hasta haber consolidado previamente, con métodos generalmente ilegales, su presencia en las redes de patrocinio locales o nacionales. Estos cambios estructurales han favorecido lo que Lucia Michelutti denomina el reino de la mafia (mafia raj), “un sistema híbrido de gobernanza política y económica que combina lógicas de redistribución, de libre mercado, de depredación y de democracia” (Michelutti, 2017). Esta deriva mafiosa afecta incluso al PCI (M), el más importante de los partidos comunistas indios; es una de las causas de su derrota en 2011, después de 34 años de reinado en su bastión de Bengala Occidental, por mucho que las políticas de expropiación de los campesinos para la construcción de fábricas hayan contribuido en gran medida a separar al partido de su base electoral.

En este contexto, la capacidad de dominar el programa ideológico del partido ha dejado de ser el primer criterio de atribución de las candidaturas electorales, lo que conduce a una verdadera “indiferencia hacia las ideas” (Vaishnav, 2017, p. 135) y a una homogeneización de los programas que resulta fatal para las ideas de izquierda y la defensa de los intereses de las clases populares en los debates políticos. El BJP, el partido del hinduismo radical, es uno de los escasos partidos que han logrado conservar su anclaje ideológico al tiempo que se conformaba a este nuevo contexto criminal.

El ovni del PAA

En este contexto de disolución de la izquierda y de criminalización de la política, un partido atípico ha parecido ofrecer, estos últimos años, una respuesta de nuevo tipo a las aporías ideológicas y estratégicas de los partidos comunistas y a favor de la justicia social. El Partido Aam Aadmi (PAA, Partido del Hombre Corriente), surgido del movimiento de lucha contra la corrupción que sacudió los grandes centros urbanos en 2011, se constituyó en 2012 con el fin, según sus fundadores, de “limpiar la política desde dentro” porque “India necesita una revolución”. De entrada, este partido, que se reclama de Gandhi y pretende regenerar la democracia impulsando la participación, suscitó desconfianza y sarcasmos por parte de la izquierda marxista, que denunció la ingenuidad de su postura “ni de derecha ni de izquierda”, la miopía de su programa anticorrupcióny el elitismo de su base social.

Sin embargo, cuando en las elecciones regionales de 2013, el PAA se hizo con escaños suficientes para formar el gobierno del semi Estado de Delhi, demostró que en India todavía era posible movilizar a mucha gente en torno a un programa no identitario y ganar elecciones con muy poco dinero. Entonces sedujo a una parte de la izquierda india y logró movilizar a dirigentes de la sociedad civil organizada contra el BJP en 2014. Así, militantes del Narmada Bachao Andolan, del movimiento antinuclear o de la campaña por el derecho a la información, concurrieron en las listas del PAA, mientras que, en sendas tribunas mediáticas, personalidades comunistas explicaron su apoyo al nuevo partido.

En 2015, el PAA ganó por segunda vez las elecciones en Delhi, con una gran participación electoral, obteniendo 67 escaños de 70. Sin embargo, su ejercicio del poder resultó ser particularmente caótico por motivos sobre todo internos: rivalidades en el seno de la dirección, divergencias estratégicas, tendencia a actuar precipitadamente y sin concertación, comunicación agresiva. Sin embargo, el examen de las políticas adoptadas muestra que el partido tomó opciones claras: dio prioridad a los servicios básicos urbanos y favoreció sobre todo a la gente más pobre (gratuidad del agua y tarifa eléctrica reducida para los pequeños consumidores, desarrollo de una red de dispensarios de barrio, aplicación del derecho a la educación a través de la movilización de los padres y madres de alumnos en las escuelas públicas). Sin embargo, el gobierno central (dominado por el BJP) dificultó sistemáticamente la puesta en práctica y la comunicación de estas políticas, ejerciendo un boicot de hecho a este gobierno regional.

La asfixia de la crítica social

El encarnizamiento del BJP contra el PAA, que va mucho más allá de la rivalidad habitual entre partidos que compiten, se inscribe en un conjunto de prácticas encaminadas a ahogar progresivamente a las fuerzas críticas. Estas, numerosas y diversas, constituyen la base de la democracia india, pero actualmente son víctimas de un ataque sin precedentes.

Uno de los principales pilares de la crítica social lo constituye el tejido asociativo, particularmente denso en India: “Si se incluyen las asociaciones de castas, los grupos de demanda, la política de los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, podemos leer India como un país que tiene una vida asociativa omnipresente y extraordinariamente activa, tal vez una de las más participativas del mundo” (Rudolph, 2003, p. 4). Hoy, el sector no gubernamental está muy debilitado: a finales del año 2016, el ministerio del Interior se negó a renovar a unas 20.000 ONG la licencia que les permitía recibir ayuda financiera del extranjero, privándolas así de los medios necesarios para llevar a cabo un combate judicial o mediático.

Los medios de comunicación, otro pilar de la crítica, también son víctimas de una censura polimorfa. Si bien existe en India una viva tradición de periodismo de investigación y de crítica del poder, actualmente es objeto de ataques repetidos. The Hoot, un observatorio privado, pero reputado, de los media indios, publica todos los años su Informe sobre la libertad de prensa. En 2017, este informe comenzaba con estas palabras:

“El clima en que se ejerce el periodismo en India se ha vuelto claramente hostil en 2017. Una serie de criminales han atacado

a periodistas, fotógrafos e incluso redactores a base de asesinatos, agresiones, amenazas, procesos judiciales por difamación, sedición e infracciones asociadas a internet. Este año, dos periodistas fueron asesinados con arma de fuego y otro fue apaleado hasta la muerte delante de la policía, que dejó hacer a la multitud”.

Efectivamente, la ley contra la sedición, heredada del periodo colonial, se ha utilizado para intimidar a periodistas y también para detener a líderes estudiantiles. Particularmente draconiana y de alcance muy amplio, puede aplicarse prácticamente a cualquier forma de crítica al gobierno y prevé incluso la cadena perpetua; constituye por tanto una amenaza temible contra la libertad de expresión. Esta policía del pensamiento viene acompañada de la vigilancia que ejercen unas milicias emanadas de la constelación de organizaciones del hinduismo radical. No contentos ya con acosar a sus adversarios en las redes sociales, estos defensores autoproclamados de la nación no dudan en agredir físicamente en público a los intelectuales, sean escritores (como Kancha Illaiah) o académicos (como Nivedita Menon).

La izquierda india ante el peligro fascista

Esta violencia emana al mismo tiempo del Estado, a través de la policía y la justicia, y de la sociedad civil, a través de las milicias de la nebulosa nacionalista hindú o de los grupos de Protectores de la Vaca. Actúa sobre la base de acusaciones de perseguir objetivos antinacionales. Es la cara visible de un fuerte ascenso de fuerzas que pueden calificarse de fascistas, sobre la base de la definición propuesta por Ugo Palheta del fascismo como “movimiento político de masas que pretende contribuir a la regeneración de la nación (concebida como una totalidad homogénea o, por el contrario, fuertemente jerarquizada y dominada por un grupo etnorracial particular) mediante la anulación de todo conflicto (de ahí la denuncia de la división izquierda/derecha, por ejemplo), de toda contestación –política, sindical, religiosa, periodística o artística– y de todo lo que parezca poner en peligro su unidad imaginaria (racial y/o cultural), en particular las minorías raciales, religiosas y/o sexuales” (Palheta, 2018).

La izquierda india, sociológicamente fragmentada, ideológicamente dividida y cada vez más privada de recursos materiales y simbólicos, se ve por tanto intimidada por la violencia física de una derecha triunfante cuyo proyecto político y cultural parece estar a punto de volverse hegemónico. El discurso ultranacionalista sostenido por las fuerzas de la hindutva y la amortiguación de la crítica mediática, intelectual y política favorecen en particular la expansión de un sentimiento patriótico muy fuerte y la creciente estigmatización de los musulmanes. El laicismo indio, denominador común de las izquierdas del país, está más debilitado que nunca.

Hoy en día está claro que ningún movimiento político, sea un partido o no, ofrece un repertorio ideológico capaz de hacer converger los intereses de los dalits, los musulmanes, las mujeres, las llamadas poblaciones tribales, los jornaleros, el pequeño campesinado, los obreros industriales y las y los trabajadores de la economía sumergida. Las reivindicaciones planteadas por estos grupos diversos parecen condenarlos a competir unos con otros, cuando muchos individuos se sitúan en la intersección de varios de ellos y comparten en buena medida la condición de víctimas de la explotación económica cada vez más asociada a la financiarización de la economía. En el contexto político actual, la lucha sin cuartel contra el ascenso del fascismo constituye probablemente la única vía que tiene la izquierda para tratar de reencontrar cierta unidad y, sobre todo, para mantener su influencia en la India del siglo XXI.


Traducción: viento sur

Notas
1/ Más de 760 millones de personas viven con menos de 3,2 dólares al día.
2/ En 1964, el PCI se divide entre un sector minoritario que ve a la URSS como su modelo, preconizando la vía parlamentaria (autorizada por Jrushchov en 1956), y la mayoría, que se niega a abandonar un proyecto revolucionario más radical y constituye el PCI (Marxista) (PCI (M)). Para más detalles sobre el fraccionalismo del PCI, véase Cabalion (2011).
3/ Lo que los sociólogos denominan casta dominante no es una casta considerada superior en virtud de su condición en la escala de pureza ritual, sino una casta que a pesar de su condición religiosa intermedia es poderosa en el plano local por el efecto acumulado del número de sus miembros y de su control de la propiedad inmobiliaria y agraria y del poder político.Este predominio numérico, patrimonial y político no impide que importantes sectores de estos grupos vivan en condiciones de pobreza real.
4/ Sin embargo, India estuvo cerca de ese momento socialdemócrata entre 2004 y 2009, cuando los partidos comunistas dieron su apoyo a la investidura del gobierno del CNI sobre la base del Programa Mínimo Común Nacional, que se concretó en un número inaudito de políticas públicas a favor de los más pobres. Pero el hecho de que los partidos comunistas hubieran abandonado la coalición en 2008, y las dificultades halladas en la aplicación de los programas adoptados, no permitieron una verdadera refundición de las lógicas redistributivas.
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