Rusia
Por Ilyá
Matvéyev
El pasado 3 de
agosto, las calles gentrificadas del centro de Moscú estaban repletas de
jóvenes airados que protestaban por la descalificación de candidatos
independientes para las elecciones municipales. La policía acudió rápidamente
para disolver la manifestación. Cuando un grupo de manifestantes trató de huir
de las fuerzas del orden, estas los forzaron a entrar en un callejón sin
salida. Algunas personas consiguieron refugiarse en un edificio de oficinas, pero
otras permanecieron desafiantes sobre el asfalto, siendo detenidas
violentamente por agentes enmascarados, pertrechados con todo su equipo
antidisturbios.
En las últimas
semanas se han producido todos los sábados, en la capital rusa, manifestaciones
similares. Algunas han sido autorizadas por el poder y han
movilizado a muchísima gente. La más grande hasta la fecha, que tuvo lugar el
10 de agosto, reunió a 60.000 personas. No obstante, la mayoría de las veces el
poder no autoriza las manifestaciones y envía a los
antidisturbios y a la Guardia Nacional a disolverlas. Pese a ser estrictamente
pacíficas, las manifestaciones se enfrentan a una fuerza policial abrumadora. A
resultas de ello se han contabilizado unas 3.000 retenciones de corta duración,
varios cientos de detenciones administrativas de hasta 30 días y 13 personas
inculpadas por participar en disturbios masivos (un delito que
puede acarrear una condena de hasta ocho años de cárcel).
Si a veces se
piensa que la población rusa se mantiene pasiva ante el gobierno autoritario,
de hecho los choques han proliferado por todo el país. En la región
septentrional de Arjanguelsk, residentes de la zona han estado acampados
durante muchos meses en el bosque para protestar contra la construcción de un
vertedero que amenaza gravemente al ecosistema local. En Yekaterinburgo, una
gran ciudad en los montes Urales, la gente ganó una larga batalla contra la
iglesia ortodoxa rusa, que pretendía construir una catedral en un lugar ocupado
actualmente por un parque público (como es costumbre, la iglesia se conchabó
con especuladores locales, y la catedral formaba parte de un proyecto más
amplio que incluía edificios de oficinas y pisos de lujo). Los gruistas de
Kazán realizaron una huelga por reivindicaciones salariales y en materia de
seguridad. En lo que se convirtió en una acción ciudadana, fueron secundados
por activistas que protestaban contra la construcción de una incineradora de
residuos y compradores de viviendas que habían sido engañados por los
promotores.
Ante el
aumento de las protestas y la progresiva pérdida de legitimidad, el régimen ha
ido abandonando paulatinamente la compleja maquinara de la democracia
tutelada, para recurrir en mayor medida a la represión y la pura
propaganda. El 27 de julio, incluso cuando la policía estaba atacando
brutalmente a los manifestantes en Moscú, las pantallas de televisión mostraban
el inquietante espectáculo de Putin presidiendo con pompa regia una parada
naval en San Petersburgo. Con su debilidad por la imaginería posmoderna de
esplendor imperial, las autoridades parecen recrear casi deliberadamente la
atmósfera de la Rusia de comienzos del siglo XX, con una elite desfasada que
gobernaba sobre una población descontenta.
El putinismo veinteañero: sin espacio para maniobrar
En el fondo,
el régimen de Putin ha sido siempre el instrumento de dominación de clase de
los superricos. A cambio de no desafiar políticamente a Putin, los oligarcas
han podido mantener y ampliar sus imperios empresariales privatizados. También
han obtenido las reformas neoliberales que necesitaban, como por ejemplo el
nuevo Código del Trabajo, que básicamente prohíbe las huelgas. Desde mediados
de la década de 2000, la elite empresarial tuvo que hacer sitio a los amiguetes
de Putin, en su mayoría procedentes de los servicios de seguridad, que se
hicieron con el control del creciente sector público de la economía. Estos dos
grupos dominantes siguen siendo los principales beneficiarios del orden
político-económico de Rusia.
Sobre esta
base se erigió una superestructura de democracia tutelada. Los
aparatos políticos regionales que se desarrollaron en la década de 1990 fueron
centralizados a la fuerza para generar mayorías electorales fiables a favor de
Putin y Rusia Unida, el partido del gobierno. Se toleró la existencia de unas
pocas fuerzas políticas distintas a modo de oposición sistémica:
inofensivas, pero necesarias como parte de la fachada democrática. Entre dichas
fuerzas, el Partido Comunista contaba con la organización más fuerte en la
base, pero su función no era diferente de la de otros partidos sistémicos:
absorber el descontento y ayudar a estabilizar el régimen. Mediante una serie
de purgas, la dirección del partido se deshizo de todos los disidentes de
izquierda, lo que permitió al partido desempeñar su papel de oposición
ficticia, traicionando una y otra vez a su electorado principal, formado por
patriotas nostálgicos de la época soviética.
La democracia
tutelada funcionó de acuerdo con lo previsto en la década de 2000.
Partiendo de una base precaria y sacando partido de factores como la
devaluación de la moneda, los elevados precios del petróleo y la disponibilidad
de créditos en los mercados de capitales internacionales, la economía avanzaba
viento en popa. Después de la traumática década de 1990, la población se
retrajo a la vida privada para curar sus heridas. El contraste con la caótica
primera década de la historia postsoviética de Rusia, resaltado machaconamente
por los medios controlados por el Kremlin, bastó para afianzar el apoyo pasivo
al régimen.
La
oposición no sistémica, es decir, la verdadera, era diminuta. Sus
mitines nunca atrajeron a más de unos cuantos centenares de personas. Las
autoridades seguían cometiendo errores, como la dogmática reforma neoliberal de
las prestaciones sociales en 2005, que provocó manifestaciones masivas
espontáneas en todo el país. Sin embargo, los cuantiosos beneficios del
petróleo permitieron compensar estos errores con dinero contante y sonante. La
crisis económica de 2008-2009 fue el primer toque de atención para el
putinismo, al revelar la vulnerabilidad fundamental de la economía rusa a las
fluctuaciones del precio del petróleo y la volatilidad en los mercados de
capitales internacionales. De todos modos, las reservas acumuladas permitieron
al gobierno implantar un vasto programa de estímulo (salvando de paso a los
oligarcas endeudados) y los precios del petróleo se recuperaron pronto, con lo
que la economía volvió a la senda del crecimiento.
El siguiente
desafío fue de carácter político. A pesar del crecimiento económico, el grado
de apoyo al régimen descendió en 2010-2011. Una de las causas fue la
incapacidad de las autoridades para transformar una economía primitiva y
dependiente del petróleo después de la crisis, pese a que el gobierno de Dmitri
Medvédev prometió un amplio programa de modernización. En 2008,
Putin tuvo que dejar la presidencia debido a la limitación constitucional a dos
mandatos sucesivos. Se hizo sustituir por el políticamente débil Medvédev,
mientras él pasó a ejercer de primer ministro. En noviembre de 2011, Putin
anunció de repente su retorno a la presidencia. Aunque la mayoría de la gente
se lo esperaba, la forma abrupta y perentoria del anuncio indignó y frustró a
muchas personas. Una semana después del anuncio se celebraron elecciones
parlamentarias. Habiendo observado de cerca el proceso electoral y contemplado
claros pucherazos en YouTube, la gente salió a la calle, protagonizando el
mayor movimiento de oposición en Rusia desde comienzos de la década de 1990.
La fuerza del
movimiento, que culminó con una manifestación de 100.000 personas a finales de
2011, sorprendió a las autoridades. La época de apatía política de la población
ya era cosa del pasado. Después de alguna vacilación, las autoridades
respondieron con una oleada represiva parecida a la que vemos actualmente, así
como con una ofensiva ideológica. El Kremlin adoptó diversas posiciones
nacionalistas, conservadoras y tradicionalistas, acercándose todavía más a los
populistas de derechas de todo el mundo, tanto que de hecho trató de apoyarles,
organizarlos y dirigirlos. Sin embargo, esta solución no resultó muy efectiva:
la gente seguía manifestándose y el grado de aprobación del régimen en las
encuestras continuó menguando en 2012 y 2013. Además, a finales de 2012 la economía
se desaceleró a pesar de los elevados precios del petróledo, inaugurando un
periodo de estancamiento que todavía perdura.
El motivo más
probable es la falta acumulada de inversiones. En el periodo anterior bastó con
relanzar y modernizar las fábricas de la era soviética para asegurar el
crecimiento. Sin embargo, para finales de la década de 2000, este recurso
estaba agotado. Después de un breve respiro originado por la crisis, la
economía alcanzó rápidamente su límite de capacidad productiva. Como es típico
de una burguesía compradora, los grandes beneficios de los oligarcas se
destinaron a la compra de inmuebles de lujo en Londres y no a importantes
proyectos de inversión en Rusia.
Los
acontecimientos de 2014 ayudaron al Kremlin y al mismo tiempo exacerbaron sus
problemas a largo plazo. La anexión de Crimea generó un amplio apoyo
nacionalista al régimen a pesar de que el estancamiento se convirtió en
recesión y el gobierno aplicó severas medidas de austeridad (ganándose el
elogio del FMI). El interminable torrente de propaganda tildó a los miembros de
la oposición de proucranianos, traidores a la nación y quintacolumnistas. Esto
pareció finalmente dar sus frutos: la resistencia política al régimen se
disipó, aunque no por mucho tiempo.
En 2017, el
activista de oposición Alexéi Navalny denunció la corrupción de Medvédev con un
vídeo que ha sido visionado 31 millones de veces en YouTube, poniendo en marcha
una nueva ola de protestas. Para entonces, Navalny se había convertido en el
líder incontestado de la oposición no sistémica. A diferencia de
otras figuras liberales, que a menudo muestran inclinaciones elitistas,
profiere un mensaje directamente populista: el pueblo contra la
elite. Sus investigaciones meticulosas e ingeniosas sobre la corrupción de
alto nivel demostraron ser el vehículo perfecto para comunicar este mensaje,
dotándolo de fuerza y autenticidad.
Sin embargo,
al igual que otros populistas, Navalny básicamente no rinde cuentas ante sus
seguidores; su movimiento adolece de un liderismo extremo. Además, al margen de
su núcleo populista, su política oscila entre la izquierda y la derecha.
Recientemente ha incorporado algunos temas de izquierda, al atacar a los
oligarcas no solo por sus lazos corruptos con el régimen, sino también por los
salarios de miseria que perciben sus trabajadores. Por otro lado, su retórica
tampoco está completamente libre de tintes nacionalistas. Si bien sus
declaraciones abiertamente xenófobas de épocas anteriores ya no se repiten,
todavía aboga por cerrar a cal y canto las fronteras con los países de Asia
Central.
El ambiente en
2017 era distinto del de 2011-2012. Años de crisis e ingresos reales menguantes
dieron pie a la confrontación directa con la elite corrupta y absurdamente rica
del país, reforzando aún más el mensaje de Navalny. Además, la nueva generación
de personas que participaban en las manifestaciones creció en los años
politizados de la década de 2010 y no en la apatía de la década de 2000. El
interés por la política es cada vez más común entre la juventud.
A pesar de los
esfuerzos de Navalny por impulsar el boicot a las elecciones, la maquinaria
electoral todavía logró reunir un 77 % de votos a favor de Putin en 2018.
Sin embargo, justo después de las elecciones, el gobierno desplegó la última
parte del programa de austeridad: el aumento de la edad legal de jubilación de
55 a 60 años para las mujeres y de 60 a 65 años para los hombres. Los
estrategas políticos del Kremlin supusieron con razón que la reforma de las
pensiones sería la medida política más impopular del gobierno en varias
décadas, tal vez incluso desde que Putin accedió al poder en 1999.
La reforma se
orquestró cuidadosamente para que concidiera con el comienzo del nuevo ciclo
político y la Copa Mundial de fútbol de 2018, que tuvo lugar en Rusia. No
obstante, tuvo un efecto directo y potente: la quiebra del consenso de
Crimea, ya muy tocado a raíz de las manifestaciones de 2017. Los sondeos,
por cuestionables que sean en un régimen autoritario, muestran cómo el grado de
aprobación de la dirección del Estado ha descendido a niveles similares a los
de antes de la anexión de Crimea. La propaganda gubernamental ha perdido gran
parte de su eficacia: la gente se ha cansado del maníaco frenesí nacionalista
en televisión.
La estrategia
del Kremlin consistía en llevar a cabo la reforma de las pensiones sin que ello
perjudicara demasiado a la imagen personal de Putin. Para ello había que
arrojar a las fieras al gobierno y al partido Rusia Unida. Se exigió a los
parlamentos regionales que emitieran declaraciones de apoyo explícito a la
reforma, para mayor escarnio del partido gobernante. A resultas de ello, los
aparatos políticos regionales empezaron a fallar bajo la presión popular, pese
a las manipulaciones y los fraudes electorales: Rusia Unida perdió las elecciones
a gobernador en cuatro regiones, cosa que no tenía precedentes. El mismo nombre
del partido se volvió tóxico: candidatos favorables al Kremlin rompieron sus
carnés de afiliación al partido y se declararon independientes allí donde
pudieron. La situación no ha mejorado en 2019, año en que ha de tener lugar una
nueva ronda de elecciones regionales, incluidas las municipales de Moscú.
Moscú: movilización popular y política electoral
Las elecciones
en Moscú siempre han representado un desafío para el régimen. Mientras que Yuri
Lúshkov, el alcalde de Moscú de 1992 a 2010, construyó un aparato político
particularmente potente e integrado verticalmente, en la ciudad se desarrolló
un sólido electorado liberal. En 2013, Navalny se presentó a las elecciones a
la alcaldía frente al sucesor de Lúshkov, Serguéy Sobyanin, y obtuvo el
27 % de los votos. Sobyanin evitó a duras penas la segunda vuelta de las
elecciones, gracias exclusivamente al puro fraude electoral. En las elecciones
municipales de 2017, diversas fuerzas de oposición consiguieron unos 20
escaños, el 15 % del total. Las asambleas municipales constituyen el
escalón inferior del poder en Rusia. En Moscú, su influencia es especialmente
baja, pero a pesar de ello, los diputados de la oposición abordaron toda clase
de problemas locales, a menudo mundanos, de sus distritos y estrecharon lazos
con la población de la urbe.
El declive
general de la popularidad de Rusia Unida a lo largo del año pasado fue
especialmente pronunciado en Moscú, con sus fuertes tendencias liberales. En
este contexto, las autoridades tienen que prepararse para las elecciones a la
asamblea municipal, llamada Duma. Los comicios están convocados para el 8 de
septiembre. En el contexto de crisis política larvada, las autoridades han decidido
presentar a todos sus candidatos como independientes, ocultando su afiliación a
Rusia Unida. Esto de por sí ya refleja los problemas que tiene el régimen en
Moscú.
Sin embargo,
la falta de apoyo a Rusia Unida no es el único reto que tiene delante. La oposición
ha presentado a sus propios candidatos en alrededor de un tercio de los 45
distritos electorales moscovitas. Algunos de ellos son miembros del equipo de
Navalny, otros son políticos liberales, en su mayoría con experiencia
municipal. La izquierda tiene su propio candidato en uno de los distritos,
Serguéy Tsukásov. Diputado municipal con profundas raíces en la población
local, este cuenta con el apoyo de varios grupos de izquierda como el
Movimiento Socialista Ruso (MSR), una organización con unas cuantas docenas de
miembros de Moscú cuyo activista más conocido, el poeta y músico Kirill
Medvédev, también se presentó a las elecciones municipales de hace dos años
(aunque sin éxito).
Ante esta
coyuntura, las autoridades de la ciudad no tenían muchas opciones. Finalmente
han decidido extremar la apuesta: todos los candidatos de la oposición han sido
descalificados para participar en las elecciones. Esta medida provocó
importantes movilizaciones en la calle, las más numerosas desde 2011-2012. La
respuesta fue extremadamente represiva: detenciones masivas y juicios penales.
Casi todos los candidatos independientes están actualmente detenidos. Navalny
también se halla bajo arresto administrativo. Es muy probable que decenas de
personas serán condenadas a penas de prisión. Sin embargo, a día de hoy, las
protestas en la calle continúan.
Además, las
autoridades no han resuelto realmente su problema electoral. Después de
descalificar a todos los candidatos de la oposición, Navalny y otras figuras
prominentes han llamado a sus seguidores a votar estratégicamente por el
candidato registrado más popular que no se halle en la lista del Kremlin.
Irónicamente, en la mayoría de distritos esto supone votar por el candidado del
Partido Comunista. Temeroso ante todo de las represalias del Kremlin, este
partido ha hecho todo lo posible por distanciarse de los manifestantes, pese a
que estos le aportarán decenas de miles de votos al apoyar a sus candidatos.
Sin embargo, mientras que el partido como tal permanecerá probablemente
profundamente fiel al régimen, algunos de sus candidatos al menos podrán probar
la acción política independiente.
Alternativas estratégicas para la izquierda
Las
manifestaciones actuales en Moscú comportan ventajas y desventajas para la
izquierda. Por un lado, su inmersión en la política municipal de base está en
línea con la estrategia y la experiencia de los grupos socialistas de la ciudad
en los últimos años. Por otro lado –esto debe quedar claro–, las
manifestaciones tienen cierta tendencia de clase. La geografía del voto liberal
en Moscú está estrechamente asociada a los precios de la vivienda, y certifica
el hecho de que suele ser la clase media la que vota contra Rusia Unida y a
favor de candidatos de oposición como Navalny.
Sin embargo,
la mayoría de grupos de izquierda han decidido participar en las
manifestaciones, incluido el Frente de Izquierda de Serguéy Událtsov, pese a su
reciente giro a favor de la izquierda patriótica favorable a
la integración de la región ucraniana de Donbass. La razón es sencilla:
precisamente gracias a la influencia de la izquierda, el movimiento tiene la
posibilidad de ampliar su base social y de este modo resultar más efectivo. En
el plano local, la izquierda moscovita denuncia sobre todo las desigualdades de
acceso a la educación y la sanidad y la corrupción municipal que contribuye al
deterioro de los barrios obreros.
En su afán por
alcanzar la condición de ciudad global, el ayuntamiento de Moscú ha
invertido mucho dinero en las zonas gentrificadas del centro, pero ha dejado de
lado en gran medida el sector público asistencial. En 2014, la implacable
reestructuración neoliberal del sistema sanitario de la ciudad provocó
protestas masivas, en las que la izquierda pasó a ser una parte importante del
movimiento contra la austeridad. Estas experiencias, así como la de la lucha
contra la reforma de las pensiones, han configurado la estrategia actual de la
izquierda y de la plataforma electoral de Tsukásov.
Como afirma el
Movimiento Socialista Ruso en una declaración, “Hoy no solo luchamos por unas
elecciones limpias, sino también por la participación de las masas en la
política, mediante elecciones, huelgas, concentraciones y todas las formas de
autoorganización… La tarea de la izquierda no consiste tan solo en apoyar
incondicionalmente al movimiento popular, sino también en introducir en las
movilizaciones demandas de justicia social y de eliminación del poder de las
grandes empresas. El MSR llama a todas las fuerzas democráticas, a los
sindicatos independientes y a los movimientos ecologistas y vecinales a
coordinar sus acciones, ampliar la geografía de las protestas y practicar la
solidaridad mutua.”
Grietas en la muralla
La crisis política en curso en Moscú no es más que la más reciente
manifestación de la creciente debilidad del régimen. El aparato político de
la democracia tutelada sufre cada vez más tropiezos. Es más,
la oposición ha aprendido a combinar las manifestaciones callejeras con la
votación estratégica, obteniendo el máximo efecto político. No obstante, en su
debilidad el régimen es más peligroso que nunca antes. No duda en utilizar
cualquier grado de intimidación hasta aplastar simplemente toda protesta en vez
de tratar de acomodarla. Esta táctica suele mermar la estabilidad y la
resiliencia del autoritarismo, aunque a un coste tremendo para los miembros del
movimiento de oposición. La lucha en Rusia implica tragedia y dolor, pero sus
participantes no pierden la tenacidad ni la esperanza.
Traducción: viento sur