Por Jorge Majfud
Hace décadas que escribimos y contestamos llamadas de medios para discutir las matanzas en Estados Unidos. Virginia Tech, Sandy Hook, Orlando, Las Vegas… Por no hablar de la criminalidad común de varias ciudades grandes que se aproximan bastante a los vergonzosos números de algunos países de América Central. Uruguay está bajo una fuerte crítica, interna y de Estados Unidos, por haber aumentado su tasa de asesinatos hasta 11.2 cada cien mil habitantes mientras sus turistas se sienten seguros en Miami Beach, sin reparar que la ciudad de Miami, en sus mínimos históricos, tiene la misma tasa de asesinatos. Por no hablar de otras cuarenta grandes ciudades que superan esos guarismos, como St. Louis, que llega a 60.
No en pocas ocasiones me he despedido de esos amigos periodistas
con el doloroso humor negro de “hasta la próxima matanza”. En mis clases,
algunos estudiantes me han reprochado la dureza de este tipo de expresiones.
Tal vez es parte del problema que comparte la religión de las armas con el
racismo rampante de este país: se cuida demasiado el lenguaje para no ofender a
nadie pero no se soluciona el problema. Se lo empeora.
Las dos últimas matanzas por tiroteo, de las 250 que van en el año,
llamaron la atención por su número de muertos y por su proximidad una de otra
(13 horas). Ambas poseen elementos en común, pero en su naturaleza ideológica
difieren mucho.
Empecemos por la segunda, la de Dayton en Ohio. El asesino, un
joven de 24 años, no tenía motivaciones raciales, ni siquiera ideológicas. Como
le gustan decir a los políticos especialistas en rezar como único recurso, era
un “enfermo mental”. De hecho era simpatizante de la izquierda y de la
regulación de las armas y entre las nueve de sus víctimas estaba su propia
hermana, de 22 años. Claro que entre enfrentarse a un enfermo mental con un
rifle y a otro con un palo, cualquiera elegiría este último.
La tragedia ocurrida 13 horas antes en El Paso, Texas, ya está
alimentada y motivada por razones claramente raciales. El asesino de 21 años,
de cuyo nombre no quiero recordar, manejó nueve horas de Dallas hasta la
frontera sur para matar hispanos. En un manifiesto plagado de faltas
ortográficas y, peor, de conceptos históricos, advierte de su plan debido a la
“invasión de hispanos a Texas”. El Paso posee una población del 80 por ciento
de estadounidenses mexicanos, además de mexicanos visitantes. Gran parte del
tercio oeste de Estados Unidos posee una fuerte cultura y una numerosa
población hispana no sólo porque desde que Estados Unidos tomó posesión de esas
tierras los mexicanos han cruzado permanentemente una frontera invisible para
trabajar en las zafras del norte, regresando al sur ese mismo año, sino porque
por siglos fue tierra de España o de México.
Texas, que tanto enojaba al asesino, se independizó de México en
1836 porque los mexicanos habían abolido la esclavitud en esa provincia y los
nuevos inmigrantes anglos no podían prosperar sin esclavos negros, los que
solían escapar hacia México buscando la libertad. Cuando Texas se une a Estados
Unidos y el Norte entra en guerra civil con el Sur, Texas se une a la
Confederación para mantener sus privilegios esclavistas. Desde su derrota a
manos de Lincoln, el Sur esclavista convirtió esa derrota en una victimización
moral de los blancos, desviando la atención sobre la esclavitud y narrando en
libros, películas y salones de clase la idea de que la Guerra Civil fue una
lucha desigual por “los valores” del Sur.
La misma fundación de Texas tiene una raíz profundamente racista,
como la fundación de Estados Unidos. Pero tanto Estados Unidos como Texas han
sido capaces de integrarse a las grandes luchas sociales de los años 60s, no
sólo de Martín Luther King sino de muchos otros líderes latinos como Cesar
Chávez, Dolores Huerta o Sal Castro. Los países no tienen dueños. Incluso
Jefferson había dicho algo por demás obvio: la tierra le pertenece a los vivos;
no a los muertos.
Sin embargo, aquí radica el centro del problema de la ideología
supremacista blanca: el concepto de defensa de una raza para que su predominio
perdure más allá de los individuos. ¿Por qué me importaría que mi país
conservase una población que se parezca a mí? Es más, sería una pesadilla
levantarse un día y ver que todos se parecen a nosotros y piensan como
nosotros.
El moderno concepto de supremacía blanca en Occidente surge a
principios del siglo XX en las colonias británicas. Vaya casualidad. Justo
cuando Europa y Gran Bretaña comienzan a perder el privilegio de esclavizar al
resto del mundo aparece una teoría infantil del “genocidio blanco”. Según esta
teoría que se hace popular en Estados Unidos en la década del 20, la “raza
blanca” está bajo amenaza de extinción por parte de las otras razas, negra,
marrón, amarilla, roja… Todo a pesar de que ninguna de estas “razas” nunca en
la Era Moderna invadió ni Europa ni Estados Unidos sino, exactamente, lo
contrario. África fue, por trecientos años, hasta muy recientemente, el patio
trasero de Europa y allí los crímenes se contaban por decenas de millones de
negros, por decenas de gobiernos destruidos, intervenidos o aniquilados. En los
últimos tiempos en nombre de la lucha contra el comunismo pero desde mucho
antes en nombre de la defensa de la “raza hermosa”, la raza blanca que debía
dominar al resto. Exterminación, lisa y llana. Lo mismo América Latina con
respecto a Estados Unidos. Lo mismo diferentes pueblos de Asia y Medio Oriente
con respecto a las potencias Occidentales.
Pues, resulta que ahora los niños de bien se quejan de una
“invasión hispana”, de una “genocidio blanco” y otras pataletas. ¿Por qué?
Estados Unidos es el único país “desarrollado” cuya expectativa de
vida ha decrecido en los últimos años. Los estudios indican que se debe al deterioro
de la salud de la población blanca debido a la epidemia de drogas, en
particular opioides (que se cobra la vida de 50.000 personas por año), el
alcoholismo y la depresión. Esta terrible situación no es una conspiración
racial sino de sus bienquerida libertad de negocios, los negocios farmacéuticos
que han creado y mantenido un beneficio de 75 billones de dólares anuales para
que la gente siga muriendo.
El asesino de El Paso, en su manifiesto, además se quejaba que si
bien los inmigrantes hacen el trabajo sucio, sus hijos suelen tener éxito en
las universidades. Es decir, que hasta podría tolerar que la raza inferior haga
un trabajo sucio siempre y cuando no demuestren que pueden trabajar más duro y
alcanzar algún mérito académico. Ésta es la cultura del competidor. Como
siempre: competencia sí, sólo mientras yo tengo todas las de ganar.
Cuando una sociedad sufre de la soberbia del ganador, es muy
difícil que reconozca errores y crímenes. Normalmente una minoría crítica lo
hace, pero eso no es suficiente. No se debe subestimar la ignorancia y el
fanatismo de un significativo sector de la población que considera que
cualquier cambio, cualquier forma de ser diferente es “antiamericano”.
Como
otras tragedias, esta pasará de la memoria colectiva. Porque si hay algo que la
cultura estadounidense sabe hacer muy bien es olvidar. Los edificios históricos
se echan abajo como el pasado más cercano, y en su lugar se levanta algo nuevo
(un Walmart, un McDonald’s) y se dice que siempre estuvo allí desde que Dios
creó el mundo.