Bolsonaro
contra la selva amazónica
Por Marcelo
Aguilar
El cielo
paulista se oscureció de repente, y las tres de la tarde se hicieron las tres
de la madrugada. A miles de quilómetros de la metrópolis, vastas extensiones de
la selva amazónica ardían desde hacía más de diez días. Hasta hoy arden. La
señal del 19 de agosto fue clara: la destrucción de la Amazonia nos afecta a
todos. La cantidad de queimadas, como se conoce a las quemas de extensiones de
selva para convertirlas en áreas de cultivo, es la mayor registrada por el
Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil (Inpe, por su sigla
en portugués). Sólo en agosto y hasta el martes 20 se constataron 23 mil focos
de incendio en la Amazonia, más de mil por día. Desde enero, son más de 53 mil.
La cantidad de incendios y la llegada de un frente frío sería la causa del
desplazamiento de las cenizas hasta San Pablo.
En el norte,
en el Estado de Pará, estancieros promovieron el Día del fuego, el
pasado sábado 10. Según dijo al diario local Folha do Progresso uno
de los organizadores, la idea era “mostrarle al presidente que queremos
trabajar y la única forma es desmontando. Para limpiar nuestras pasturas es
(necesario) el fuego”. Según el Inpe, en esa región los focos aumentaron 300
por ciento con relación al día anterior. Jair Bolsonaro se desmarcó y levantó
la sospecha de que podían ser incendios criminales promovidos por “oenegeros”,
en respuesta a los recortes del gobierno en los fondos de preservación de la
Amazonia. Marina Silva, ex ministra de Medio Ambiente y candidata a la
presidencia en la última elección por el partido Rede, escribió: “La Amazonía
está siendo quemada por una mezcla de ignorancia e intereses truculentos. El
gobierno está inaugurando un tiempo de delincuencia libre, en el que se puede
agredir la naturaleza y las comunidades sin miedo de punición”. Y quizás ahí
esté el punto central. Los efectos de estas queimadas pueden ser gravísimos y
su alcance, todavía incierto. Pero más grave aún es el contexto en el que se
encuadran.
Oscurantismo
La reciente
divulgación por parte del Inpe de datos sobre la deforestación de la Amazonía
puso el tema en el centro de la discusión pública brasileña y generó polémica a
nivel internacional. El instituto ya había señalado un importante aumento del
desmonte en junio de este año, un 88 por ciento mayor con relación al mismo mes
del año pasado. Los datos fueron recogidos por el sistema satelital Deter, que
rastrea el desmonte en tiempo real y genera alertas para colaborar con los
organismos de fiscalización. Las reacciones del gobierno no se hicieron esperar
y, en vez de hablar de la fiebre, el presidente le pegó al termómetro. El 19 de
julio, Bolsonaro atacó los datos publicados y dijo que el presidente del Inpe,
Ricardo Galvão, “podría estar al servicio de alguna Ong”. Galvão respondió, al
día siguiente, que Bolsonaro no puede actuar “como si estuviera en una
conversación de bar” y agregó que lo del presidente eran “comentarios impropios
y sin ningún fundamento (…), ataques inaceptables no solamente a mí, sino a las
personas que trabajan por la ciencia de este país”. El jerarca afirmó que no
renunciaría, pero la situación se volvió insostenible y el 2 de agosto fue
destituido. Pero nuevos datos, divulgados el 6 de agosto, mostraron un aumento
de la deforestación ocurrida en julio: 278 por ciento más en relación con julio
de 2018. En total, el aumento de los últimos 12 meses es de 40 por ciento
respecto de los 12 meses previos, y esa tendencia seguramente se confirmará con
los datos que se emiten anualmente, que se esperan para fines de octubre.
Carlos Nobre, doctor en Meteorología por el Mit que trabajó en el Instituto
Nacional de Investigaciones de la Amazonia y se desempeñó como investigador del
Inpe durante 35 años, dijo a Brecha sobre la salida de Galvão que “la
destitución de un científico renombrado, que es uno de los mejores gestores de
instituciones científicas que Brasil ha producido en las últimas décadas, es
una pésima señal y transmite una inseguridad muy grande sobre el papel de las
instituciones públicas de ciencia”. Nobre entiende que el mensaje es
“anacrónico” y remite a la idea de que “las instituciones no sirven a la
sociedad, sino al gobierno, y que si el gobierno está insatisfecho con un dato
que las instituciones difunden como parte de su misión, se las obliga a
alinearse en una posición política de sólo divulgar lo bueno”. Sin embargo,
“los satélites no mienten”, recordó Nobre. Por eso, el científico afirmó que la
estrategia de atacar al mensajero es de tiro corto: “Existen numerosos sistemas
de monitoreo de alta calidad en varias partes del mundo, que miden lo que
acontece con la vegetación en todo el planeta, principalmente en las selvas
tropicales. No tendría ningún sentido intentar esconder lo que pasa en la
Amazonia o enojarse por la divulgación de lo que está ocurriendo: esa política
no lleva a ningún lado”.
Tal astilla
La línea del
nuevo gobierno en política ambiental ya había quedado clarísima en diciembre
pasado, con la elección del ministro que se encargaría de implementarla.
Ricardo Salles es un cuadro de la derecha reaccionaria, ligado fuertemente a
los ruralistas. Actualmente miembro del partido Novo, y fundador del movimiento
conservador Endireita Brasil, durante la campaña repartió un panfleto con un
paquete de balas en el centro y con sus destinatarios alrededor: “Contra la
plaga del jabalí”, “Contra la izquierda y el Mst (Movimiento de los
Trabajadores Rurales Sin Tierra)”, “Contra el robo de tractores, ganado e
insumos”, “Contra los bandidos en el campo”. Impulsor de una línea dura de la
defensa de la propiedad privada, en una entrevista publicada en su cuenta
de Youtube y citada por el portal Nexo, manifestó:
“Tenemos que garantizar un ambiente seguro, estable y previsible para que la
producción rural pueda ir hacia adelante”. Léase: para aumentar su área de
expansión, o sea, aumentar el desmonte. En esa misma entrevista, Salles se
quejaba de “esas invasiones, esas cosas del Mst, de los quilombolas e indios
que amenazan la propiedad productiva. Eso es un gran atraso, y precisamos defender
al productor para que trabaje en paz. El productor rural siempre fue cuidadoso,
consciente de sus deberes, y ahora es amenazado todos los días a causa de esa
falta de seguridad jurídica y del exceso de Estado”. En la disminución del
papel del Estado, precisamente, está enfocado el gobierno.
Para Telma
Monteiro, pedagoga brasileña que se dedica desde hace años a la investigación
de las políticas ambientales y los procesos de licitación de grandes obras en
la Amazonia, esa es la cruzada del ministro elegido por Bolsonaro: “Está ahí
con un papel muy específico, que es acabar con las leyes ambientales y
desmontar la estructura de gobernanza ambiental que se ha construido en el país
a lo largo de los años”. De acuerdo con Monteiro, estas estructuras no siempre
funcionan para el bien del medio ambiente, pero al menos permiten que exista un
cierto contrapeso de la sociedad civil. Cree que el objetivo del gobierno es
abrirle paso a los monocultivos y acabar con ese contrapeso, y de ahí el
discurso tan radical contra las oenegés y las organizaciones sociales: “El
agronegocio precisa expandirse, y esa expansión solamente se puede dar en
regiones que todavía no fueron deforestadas. Para eso está Salles, para
trabajar desde adentro a favor de los ruralistas y contra la preservación
ambiental”. La investigadora afirmó a Brecha que Salles “no está informado, no
conoce la Amazonia ni sus problemas, ni a las poblaciones indígenas, no sabe
para dónde ni cómo corren los ríos, ni qué es lo que pasa en el suelo de la selva”.
Para Monteiro, la situación actual de deforestación puede alcanzar niveles
mucho más dramáticos, porque “si se atacan las estructuras que cohíben el
desmonte, caminamos hacia el caos total”.
Ni siquiera
dentro de los sectores ruralistas hay consenso sobre esta cruzada
antiambiental. Katia Abreu, una de las más radicales defensoras del
agronegocio, ministra de Agricultura de Dilma Rousseff entre enero de 2015 y
mayo de 2016, y actualmente líder de la bancada ruralista en el Senado, dijo en
una entrevista a O Estado de São Paulo publicada el lunes 13
que “los agricultores que están alegres hoy, van a llorar mañana”. Abreu, que
fue una de las voces más expresivas del antiambientalismo, cree que Bolsonaro
está “transfiriendo toda su visión reaccionaria al agro” y que ese discurso,
además de “alimentar el desmonte”, puede “cerrarle mercados a los productos
brasileños”. La senadora incluso defendió el trabajo de muchas oenegés y lo
calificó como “serio”, a contramano del gobierno. El propio Blairo Maggi, ex ministro
de Agricultura de Temer y uno de los pesos pesados del agronegocio, manifestó
a Valor Económico que el discurso “agresivo” de Bolsonaro
genera “confusión” y puede llevar al sector al “punto cero”, poniendo en
peligro el acuerdo comercial con la Unión Europea.
Hachan, tiran, rompen, sacan
A comienzos de
mayo, y en un hecho inédito, los ocho ex ministros brasileños de Medio Ambiente
vivos se reunieron y lanzaron una carta en la que denunciaron que “la
gobernanza socioambiental en Brasil está siendo desmontada, en afrenta a la
Constitución”. Afirmaron que “en las últimas tres décadas, la sociedad
brasileña fue capaz, a través de sucesivos gobiernos, de diseñar un conjunto de
leyes e instituciones aptas para enfrentar los desafíos de la agenda ambiental
del país”, pero que actualmente se asiste a “una serie de acciones sin
precedentes, que vacían la capacidad de formulación e implementación de
políticas públicas por parte del Ministerio de Medio Ambiente”. También
cuestionaron “el discurso contra los órganos de control ambiental, en especial
el Ibama (Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales
Renovables) y el Icmbio (Instituto Chico Mendes para la Conservación de la
Biodiversidad), los cuestionamientos a los datos de monitoreo del Inpe”, que
“se suman a una crítica situación presupuestal y de personal de estos órganos”.
Todo esto, sostuvieron, refuerza “la sensación de impunidad, que es la señal
para más desmonte y más violencia”.
En su
respuesta, Salles recayó en los mismos clichés que acostumbra el presidente y
escribió: “Lo que viene perjudicando la imagen de Brasil es la permanente y
bien orquestada campaña de difamación promovida por oenegés y supuestos
especialistas, para dentro y fuera del país, ya sea por prejuicios ideológicos o
por una innegable contrariedad a las medidas de moralización contra la farra de
los convenios, los eternos estudios, los recursos transferidos, los
patrocinios, los viajes, los seminarios y charlas”. El ministro, al igual que
Bolsonaro, sostiene que existe un componente ideológico que vicia el accionar
tanto de los órganos estatales de control ambiental como del Fondo Amazonia
(FA), un mecanismo creado en 2008, durante la presidencia de Lula da Silva,
para captar recursos de Estados extranjeros y de empresas con el objetivo de
financiar proyectos de “preservación ambiental” y “desarrollo sustentable en la
Amazonia”. En una conferencia de prensa en San Pablo, en mayo de este año,
Salles dijo que habían encontrado “irregularidades en el cien por ciento de los
contratos (del FA) con oenegés” y cuestionó los resultados de los proyectos
financiados y la gestión de sus recursos (más de 840 millones de dólares). Sin
embargo, en una relatoría citada por O Globo este martes 14,
el Tribunal de Cuentas de la Unión –que comenzó una auditoría del fondo a fines
del año pasado– elogió la transparencia en la información y la gestión de
recursos del FA, contradiciendo al ministro. De todas maneras, el gobierno ya
afirmó que quiere utilizar esos recursos para indemnizar ruralistas afectados
por expropiaciones de tierras para unidades de preservación ambiental. La
reacción de las embajadas de Alemania y Noruega, principales financiadoras del
fondo, fueron inmediatas. El jueves 15, Noruega suspendió el pase anual de
recursos para el FA, equivalente a 33 millones de dólares, y siguió así los
pasos de Alemania, que había hecho lo propio días atrás. El ministro de Clima y
Medio Ambiente noruego, Ola Elvestuen, dijo que los aumentos en los índices de
destrucción de la Amazonia demuestran que “el gobierno brasileño ya no quiere
parar el desmonte”.
Guilherme
Carvalho, doctor en desarrollo sustentable del trópico húmedo por la
Universidad Federal de Pará y coordinador en la Amazonia de la Ong Fase, llamó
la atención, en diálogo con Brecha, sobre el papel de los diferentes niveles de
gobierno en el debilitamiento de las políticas ambientales: “El gobierno
federal es el eje propulsor, pero este es un proyecto de todo el bloque de
poder que está en control del Estado. Los gobiernos estatales y municipales
también desarrollan una serie de políticas en la misma línea. Muchos alcaldes
usan la revisión de los planos de directrices municipales para poder abrir más
áreas para grandes empresas, e intentan que cada vez más las licitaciones sean
realizadas por las intendencias y las alcaldías, donde las empresas tienen un
poder de lobby todavía mayor que en instancias superiores. Si estos gobiernos
pasan a tener la responsabilidad de adjudicar los proyectos en la región, gran
parte de la Amazonia va a caer”.
Precisamos parar
En un texto de
1977 llamado Brasil: tierra de los indios, el reconocido
antropólogo brasileño Darcy Ribeiro escribía: “Los efectos del impacto de la
civilización sobre las poblaciones indígenas son tan dramáticos y destructivos
que, sin duda, las tribus indígenas de Brasil que todavía sobreviven
desaparecerán si no son objeto por parte del gobierno federal de una protección
específica y más eficaz que la actual. Esto significa que todavía no se
interrumpió la guerra secular de diezmado y opresión: continuamos matando a
nuestros indios. ¡Precisamos parar!”. Cuarenta y dos años después, la
administración liderada por Jair Bolsonaro se empeña en atacar justamente el
único punto que para Darcy Ribeiro podría garantizar la supervivencia indígena:
la protección del gobierno federal. En el primer día de mandato, el presidente
transfirió la responsabilidad de la demarcación y regulación de las tierras
indígenas de la Fundación Nacional del Indio (Funai) al Ministerio de
Agricultura, liderado por Tereza Cristina, ex líder de la bancada ruralista en
el Congreso. El propio Congreso, al analizar a fines de mayo esa decisión
presidencial, devolvió la potestad a la Funai, pero Bolsonaro insistió y emitió
un nuevo decreto para revertir la decisión. En ese momento, dijo: “El que
demarca tierra indígena soy yo. El que manda soy yo”. El pasado 1 de agosto, y
por unanimidad, el Supremo Tribunal Federal mantuvo la responsabilidad de la
Funai, tras una sesión en la que el magistrado Celso de Mello dijo haber visto
“resquicios indisfrazables de autoritarismo” en el accionar del presidente.
Diez días después, durante un evento en Pelotas, Río Grande del Sur, Bolsonaro
afirmó: “Caca de indio petrificada dificulta la licitación de obras
importantes”. Luego dijo que es necesario “integrar a los indios a la sociedad
y buscar un proyecto para el Brasil”. La referencia a las heces viene de una de
sus declaraciones previas, cuando había dicho que se podía resolver la cuestión
ambiental “haciendo caca día por medio”. En otras ocasiones, el presidente ya
había defendido la integración forzada de los indígenas, que, según dijo en
enero de este año, “viven aislados y son manipulados por oenegés”. Otro de los
ataques del gobierno a los pueblos originarios fue la amenaza –realizada en
marzo– del eventual cierre de la Secretaría Especial de Salud Indígena, que
depende de recursos del gobierno federal. De concretarse, la atención de los
indígenas pasaría a depender de recursos municipales y ellos engrosarían las ya
saturadas filas de los hospitales. Luego de protestas en varias regiones del
país, el gobierno reculó.
Cleber César
Buzatto, secretario ejecutivo del Consejo Indigenista Misionero, una
organización religiosa que actúa junto con los pueblos indígenas de Brasil
desde 1972, dijo a Brecha que hay en marcha un cambio radical, fundamental para
entender la gravedad del momento actual: “A través del discurso de Bolsonaro,
el gobierno no solamente da indicios de omisión, sino que señala hacia dónde
pueden y deben ir los agresores de los pueblos indígenas, y los incentiva. Por
eso su discurso es mucho más grave que una simple carta blanca. No
sólo es una especie de autorización: es combustible”. La omisión del Estado,
explica, siempre existió y permanece. Pero ahora “es el propio gobierno el que
dirige las amenazas y los procesos de agresión y ataque”. Buzatto observa un
“aumento significativo de denuncias y reclamos sobre nuevos procesos de
invasión” que indica que “está en curso en Brasil una nueva fase de saqueo, de
robo de tierra indígena, en la que se ataca incluso tierras ya demarcadas y
debidamente regularizadas que ahora pasan a ser loteadas, comercializadas
ilegalmente o víctimas de deforestación con corte raso”. Esto se suma al
congelamiento en la demarcación de nuevas tierras indígenas, que “aumenta el
potencial de conflicto en las regiones y acaba eternizando la situación de
vulnerabilidad socioeconómica que sufren estos pueblos”. Para Buzatto, en esta
nueva fase, “se corren riesgos muy serios de que ocurran genocidios, especialmente
en la región amazónica, contra pueblos que desde el punto de vista numérico son
menores, o grupos aislados, libres, que viven sin contacto”. Pero siempre, y
como hace más de 500 años, hay lugar para la esperanza: “Los pueblos
originarios han demostrado que no van a alterar su posicionamiento y su
disposición para luchar y resistir. No se han amedrentado. Esto alimenta la
esperanza de que ese proyecto genocida del gobierno sea vencido por los pueblos
como fue vencido el proyecto genocida de la dictadura militar”.
Aumento en la aprobación de agrotóxicos. El señor de los venenos
En lo que va
del año, el gobierno de Bolsonaro liberó 262 agrotóxicos. Un récord. La
explosión vino después del impeachment. Empezando en 2016, que había tenido el
número más alto de liberaciones de los últimos seis años (106), los permisos
casi se duplicaron en 2017 (203), siguieron aumentando en 2018 (239) y en lo
que va de 2019 (262). En la última tanda de productos aprobados, en julio de
este año, 18 son “alta o extremadamente tóxicos”, según Greenpeace. De los
liberados el año pasado, 43 por ciento entran en esa categoría, y dentro de ese
grupo, 31 por ciento no son permitidos en la Unión Europea. De acuerdo con el
Ministerio de Agricultura, hay más de 2 mil productos esperando aprobación.
Mientras tanto, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria de Brasil aprobó,
el último mes, nuevas reglas para clasificar a los agrotóxicos, lo que generó
una disminución drástica de los considerados como “extremadamente tóxicos”. Esto
ocurre, entre otras cosas, porque la agencia utilizará solamente el riesgo de
muerte para definir su clasificación, dejando de lado irritaciones en la piel o
problemas respiratorios.
Franciléia
Paula de Castro, ingeniera agrónoma, magíster en salud pública e integrante de
la Campaña Permanente Contra los Agrotóxicos y por la Vida, dijo a Brecha que
“la liberación de estos nuevos registros no tienen nada que ver con la
eficiencia agronómica. Es una acción volcada hacia los intereses de las
industrias químicas y de la bancada ruralista”. Paula describió otro de los
puntos graves: “¿Quién fiscaliza los agrotóxicos en Brasil? Los órganos que
defienden liberar nuevos productos y vuelven más laxas las normas, como la de
la clasificación toxicológica, son los mismos que deberían fiscalizar. Esa es
una gran fragilidad a nivel institucional y es lo que permite esa liberación
abusiva de nuevos registros”.
Las consecuencias de la deforestación. El rastro del Capitán Motosierra
En medio de
las polémicas, Bolsonaro ironizó diciendo que él era el “Capitán Motosierra”.
Pero aunque el presidente se los tome con poca seriedad, los efectos de su
política son extremadamente graves. En 1989, Carlos Nobre hizo la primera
investigación y alertó sobre la posibilidad de que la deforestación en la
Amazonia podría llevar a una “sabanización” de la región: incluso parando el
desmonte, la selva no volvería y el paisaje se convertiría en una sábana
biodegradada. Nobre dice que hoy en día se conoce mucho mejor la relación entre
el desmonte, el calentamiento global y el aumento de los incendios forestales,
y que al analizar estos factores, la academia llegó a la siguiente conclusión:
“Si el desmonte pasa del 25 por ciento del área de la selva, llegaríamos a un
punto de ruptura, en el que la vegetación comenzaría a desaparecer de a poco
durante los próximos 30 o 40 años, y perderíamos así hasta el 60 por ciento de
la selva. De hecho, la deforestación en la cuenca amazónica está entre el 15 y
el 17 por ciento, no estamos lejos de ese riesgo”. Nobre explicó lo que está en
juego y lo que se puede perder: “En primer lugar, si eliminamos la selva, la
temperatura aumentará entre 1 y 3 grados no solamente en la Amazonia, sino
también en el centro del país, por causa de los vientos. Estás calentando una
región que ya de por sí es caliente. Eso tiene enormes perjuicios para la salud
humana y para la propia agricultura de esa región, con picos de calor que
disminuyen muchísimo su productividad”. Por otro lado, sostuvo que “el proceso
de sabanización tiene un lastre enorme de extinción. Estamos hablando de que
desaparecerían de la tierra decenas de miles de especies”. Para el científico,
es necesario ir en sentido contrario: “Restaurar selvas en todo el planeta, y
sobre todo en los trópicos, es un mecanismo fantástico para retirar gas
carbónico de la atmósfera. Necesitamos políticas de restauración forestal”. Y
cambiar el paradigma: “Es necesario basar la economía en la biodiversidad, en
la selva viva. Su potencial económico es muy superior al de la carne o la
soja”.