Involución y
resistencias en América Latina
Por Decio
Machado
Terminado el
ciclo progresista, se ha abierto una nueva disputa por la hegemonía geopolítica
en América Latina. Entender esta nueva realidad de manera adecuada requiere un
análisis que aborde tanto la vertiente geoeconómica como lo que tiene que ver
con la gobernanza nacional, regional y global, con sus respectivos impactos en
el subcontinente.
Antecedentes
El ciclo
progresista se caracterizó por: a) el fortalecimiento/reposicionamiento de los
Estados nación anteriormente reducidos a su mínima expresión durante el periodo
neoliberal y en crisis, fruto del fenómeno de la globalización; b) el modelo
extractivo de producción y exportación de commodities como
base de la acumulación estatal, lo que se da en un periodo coincidente con los
más altos precios de los que estos gozaron en el mercado internacional, lo que
significó los mayores ingresos recibidos por la región en su historia
republicana; c) la aplicación de políticas sociales compensatorias con base en
los excedentes estatales producidos por la exportación de materias primas como
eje de las nuevas gobernabilidades; d) la realización de grandes obras de
infraestructura como pilar de la modernización de los Estados; e) la
articulación de un discurso soberanista enmarcado en la construcción de un
bloque regional que significó un notable impulso de organismos de integración
tales como ALBA, UNASUR o CELAC.
En ese
contexto cada uno de los elementos anteriores requiere de un somero análisis
que permita explicar el fracaso del laboratorio político progresista latinoamericano.
En primer
lugar, la nueva centralidad de los Estados frente a la sociedad devino en el
debilitamiento de los movimientos sociales que habían sido los protagonistas de
un periodo de convulsiones políticas y que entre 1989 y 2005 derribó a una docena
de presidentes en diferentes países de la región. En la actualidad, la
implementación de políticas agresivas contra los derechos adquiridos por las y
los trabajadores por parte de lo que se ha venido en denominar como un nuevo
periodo de reinstauración conservadora carece del nivel de
resistencia y organización expresados por los sectores populares durante los
momentos previos al ciclo progresista.
En segundo
lugar, el modelo extractivo anclado en los hidrocarburos, la minería a cielo
abierto y monocultivos como la soja fueron la clave del éxito económico y lo
que permitió políticas sociales ancladas en transferencias monetarias hacia los
sectores históricamente olvidados, convirtiéndose en el eje de la legitimidad
progresista durante sus momentos de gloria. Sin embargo, lo anterior implicó
que se haya agudizado la dependiente inserción internacional de la región como
proveedores de materias primas. Las economías latinoamericanas se
reprimarizaron, lo que significa mayor vulnerabilidad, subordinándolas a las
fluctuaciones erráticas de los mercados globales. La temporalidad del boom
de los commodities hizo que dichos gobiernos nacieran en
los momentos de bonanza económica latinoamericana y entraran en crisis con el
fin de esta.
Un tercer
factor reseñable es que, pese a la transferencia de excedentes estatales a los
sectores vulnerables –políticas de subsidios– durante el ciclo progresista,
América Latina sigue siendo el continente más desigual del planeta dado que no
se redistribuyó la riqueza acumulada por sus élites históricamente dominantes.
Aquí cabe una primera aclaración: la reducción de la pobreza en América Latina
durante el período de boom de los commodities no
es un proceso exclusivo de los regímenes progresistas y basta comparar para
ello un par de datos: siguiendo indicadores oficiales, entre 2007 y 2014
–momento de la caída de los precios de las materias primas y comienzo de la
parálisis económica en diversos países del Sur global–, la pobreza medida por
ingresos en el Ecuador correísta se redujo del 36,7% al 22,5%, mientras que en
la Colombia de Uribe y Santos se pasó del 45,06% al 28,05%, es decir, la
Colombia neoliberal redujo su tasa de pobreza en 3,25 puntos porcentuales más
que el Ecuador del socialismo del siglo XXI. En términos globales podríamos
decir que la combinación de lo que fue una creciente demanda global de recursos
naturales por parte de las economías emergentes, especialmente de China, y una
serie de sucesivas reducciones de los tipos de interés estadounidenses –en aras
a mantener su recuperación económica tras la burbuja tecnológica de 2001–
determinó que ingentes cantidades de dinero aterrizasen en los países del Sur
haciendo crecer mercados emergentes a partir de 2003. De hecho, a nivel global
se asistió a la racha de crecimiento económico más extendida que ha vivido el
mundo en el transcurso de su historia. Entre los años 2003 y 2007, la tasa de
crecimiento promedio del PIB de los países del Sur pasó del 3,6% en las dos
décadas anteriores al 7,2%, quedando muy pocos países en desarrollo fuera de
ese fenómeno.
En lo que
respecta a los países con gobiernos denominados progresistas, durante este
periodo y pese a las óptimas condiciones para hacerlo, no se actuó sobre los
pilares estructurales de la desigualdad, lo que implica que en la actualidad el
10% más rico de la población del subcontinente concentre el 71% de la riqueza
regional. El propio Banco Mundial ha elaborado informes recientes en los cuales
se indica que si esta tendencia continúa, en menos de una década el 1% más rico
de la región tendrá más riqueza que el 99% restante. Desde que la riqueza
derivada del auge de los precios de los commodities desapareciera,
allá por el año 2015, los indicadores de pobreza latinoamericanos se han vuelto
a incrementar de forma paulatina. Pero más allá de que durante el ciclo
progresista no se transformase la matriz de acumulación económica heredada de
la era neoliberal anterior, tampoco se superó la matriz cultural colonial pese
a grandilocuentes discursos de corte popular nacionalista. Un estudio realizado
por Oxfam hace apenas tres años demostró que la carga impositiva para las
empresas nacionales latinoamericanas seguía equivaliendo al doble de la carga
efectiva soportada por las compañías transnacionales en la región.
En cuarto
lugar, y más allá de la enorme corrupción destapada en la asignación de
contratos para la realización de megaproyectos por los gobiernos
latinoamericanos en la última década y media (Club de los Contratistas en Perú,
caso Odebrecht en múltiples países, descomposición al interior de Petrobras y
PDVSA o sobreprecios de constructoras chinas involucradas en la realización de
megaobras en prácticamente todos los países de la región), la canalización de
gran parte de estas infraestructuras estuvo vinculada de una u otra forma a lo
que fue la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional
(IIRSA), hoy redenominada Cosiplan dentro de la moribunda UNASUR. El desarrollo
de las infraestructuras latinoamericanas en este período de insólita expansión
se articuló en torno a lógicas vinculadas a la acumulación por desposesión, la
nueva fase de acumulación capitalista en la región, en beneficio final del
capital global centralizado, fundamentalmente en el hemisferio norte y el Asia
emergente. Carreteras, ferrovías, represas, puertos, aeropuertos, hidrovías y
líneas de transmisión formaron parte de una amplia cartera de megaproyectos
destinados a profundizar el extractivismo a escala interamericana con sus
correspondientes impactos sociales y ambientales en los territorios explotados.
Por último hay
que significar que el discurso soberanista quedó supeditado a una mayor
dependencia respecto a los mercados globales y la tan aireada refundación de
–en términos bolivarianos– la Patria Grande se enmarcó en una lógica de integración
regional que quedó paralizada incluso antes del cambio hacia la nueva hegemonía
política conservadora. La última cumbre con cierto dinamismo de la CELAC tuvo
lugar en La Habana el 28 y 29 de enero de 2014, las comisiones de trabajo de la
UNASUR prácticamente se paralizaron en el transcurrir del año 2015 y el ALBA
–especialmente Petrocaribe– dejó de ser útil para los países implicados a
partir de la agudización del deterioro económico de Venezuela en el año 2016.
Todo ello coincidente con el impacto en las economías latinoamericanas de la
caída de los precios de los commodities en los mercados
internacionales.
El posicionamiento de China en América Latina
La República
Popular China se ha posicionado como un global player desde
comienzos del presente siglo, fruto del proceso de reformas y apertura iniciado
en diciembre de 1978 por Deng Xiaoping. En estas cuatro décadas, y mediante la
estrategia definida como “cruzar el río sintiendo las piedras”, el gigante
asiático ha ido liberalizando de manera escalonada su economía sin privatizar
masivamente sus empresas estatales.
A inicios del
siglo XXI, China impulsó la estrategia go out mediante la cual
rompió sus barreras tradicionales con respecto a la política económica externa,
reafirmando su posicionamiento en el sistema económico internacional y
colocando montos crecientes de capitales propios en inversiones en el exterior.
Esto implicó un drástico reforzamiento de los vínculos comerciales de China con
las economías emergentes y en desarrollo, entre ellas las de América Latina.
Así es que
entidades como China Development Bank y Export-Import Bank of China han
financiado iniciativas de infraestructura, energía, transporte y logística en
el subcontinente, si bien la mayoría de estos créditos han sido condicionados a
la intervención de empresas chinas en su desarrollo y al interés estratégico
del nuevo imperio asiático (creación de corredores para el suministro de
petróleo, minerales y soja hacia Asia y la modernización de instalaciones
portuarias en la costa latinoamericana del Pacífico). China se ha convertido en
un proveedor de capital clave para la región en los últimos años, proceso que
tiene su origen en el arranque del ciclo político progresista y justificado
políticamente bajo un discurso de ruptura con las instituciones de Bretton
Woods. En paralelo, las necesidades de materias primas para el desarrollo
industrial chino hicieron que desde 2003 las economías de América Latina y
Caribe, especialmente las de América de Sur, hayan considerado al gigante asiático
como su principal cliente en el ámbito de la exportación de commodities.
Sin embargo, y
fruto de un proceso de reformas propugnadas por Beijing que tuvo su arranque a
partir de 2010 –con la meta de cambiar su modelo productivo y enfocada a que el
motor de la economía sea el consumo interno y no las exportaciones–, en los
últimos cinco años la demanda de materias primas de China ha disminuido, motivo
por el cual los asiáticos pusieron el foco en los proyectos de infraestructura
latinoamericanos. Sea por inversión extranjera directa o a través de la entrega
de créditos por parte de bancos chinos, la presencia del país asiático en
América Latina ha ido cambiando de forma en los últimos años.
Pero si algo
distingue a la diplomacia china de la occidental es que siempre han sido
hábiles practicantes de la realpolitik y estudiosos de una
doctrina estratégica claramente diferente de la estadounidense. El ideal chino
hace hincapié en la sutileza, la acción indirecta y la paciente acumulación de
ventajas relativas. Es por algo que frente al ajedrez (un juego de estrategia
que surgió en Europa durante el siglo XV como evolución del juego persa shatranj y
donde existen 32 piezas móviles en un tablero dividido por 64 casillas que
buscan la batalla decisiva para matar al rey), los chinos juegan
a Wei Qi –conocido en Occidente con el nombre japonés go–,
donde lo que se mueven son 360 piezas en 361 posiciones bajo una lógica de la
batalla prolongada que busca rodear al enemigo.
Consciente de
las ingentes necesidades de recursos por parte del subcontinente, Beijing se ha
asegurado que los cambios políticos de tendencia conservadora desarrollados en
los últimos años en la región no afecten a sus flujos comerciales e inversiones
en los diferentes países latinoamericanos. Es más, en el segundo foro de
ministros de la República Popular China, América Latina y el Caribe, que se
celebró en enero de 2018 en Chile, el gigante asiático se comprometió a
incrementar notablemente su inserción económica en una región ya hegemonizada
por gobiernos de perfil conservador.
En los últimos
seis años, el presidente Xi Jinping ha realizado cuatro giras por América
Latina, visitando 12 países; más de las realizadas por Barak Obama y Donald
Trump durante la última década. Mauricio Macri, uno de los representantes del
cambio de ciclo político en la región, ha sido más visitado por Xi Jinping que
Nicolás Maduro, presidente de un país suministrador de petróleo, coltán y oro a
China, que además debe a los créditos asiáticos el balón de oxígeno financiero
gracias al que aún subsiste el gobierno bolivariano.
De esta
manera, en el año 2018 el volumen del comercio bilateral entre China y América
Latina alcanzó un récord de 307.400 millones de dólares, lo que implica un
aumento del 18,9% respecto al año anterior. En la actualidad, China es el
principal socio comercial de la región, pese a que la relación entre ambos
lados del Pacífico sea notablemente asimétrica: la mayoría de los países de la
región mantiene déficits comerciales con China, los escasos superávits
existentes se generan gracias a las ventas de productos primarios, y las
manufacturas chinas han desplazado a las latinoamericanas tanto en sus propios
mercados como en terceros mercados. Mientras las exportaciones de América
Latina a China se mueven en ratios de un 70% de bienes primarios y un 25% de
manufacturas basadas en recursos naturales de bajo valor agregado, el
subcontinente importa del país más poblado del mundo un 41% de manufacturas de
alta tecnología y un 27% de manufacturas de tecnología media.
En los últimos
años, además del avance en obras de infraestructuras, la inversión china
directa en América Latina se ha expandido también a sectores como los servicios
financieros, comercio, adquisición de bienes raíces para alquiler y actividades
manufactureras. Otra gran parte de esa inversión reciente se debe a fusiones o
compra de empresas latinoamericanas, aunque esto no ha significado ni el
aumento de capital productivo ni generación de empleo.
En el ámbito
hidroeléctrico, China invertirá en la segunda etapa de un programa de
modernización de represas hidroeléctricas Jupiá e Ilha Solterira en Brasil y la
compra del 100% de la empresa hidroeléctrica Atiaia Energía. Ampliando este
marco de acción, la China Southern Power ha pasado a controlar el 28% de las
acciones de la compañía chilena de electricidad Transelec.
En materias
primas destacan dos recientes grandes inversiones regionales: Tianqi Lithium
–con sede central en Chengdu, capital de la provincia china de Sichuan– se hizo
con el 24% de la chilena Sociedad Química y Minera (SQM) y Chinalco –rama
peruana de la firma de capitales chinos Aluminum Corp of China Ltd– expandirá
su mina de cobre Toromocho en Junín.
De igual
manera destacan las últimas intervenciones chinas en Panamá, país convertido en
su centro de comercio y logística para América del Norte y del Sur, con quien
ha firmado en menos de año y medio 47 acuerdos comerciales. En breve, el Banco
de China tendrá una sede regional en Ciudad de Panamá.
Otro de los
ejemplos más recientes de diversificación de inversiones chinas en la región es
la adquisición que hizo Didi Chuxing –una especie de Uber chino– de la empresa
99, denominada popularmente como el Uber brasileño. El Business
Plan de Didi Chuxing en América Latina apunta a su expansión regional,
combinándola con servicios de asesoramiento en inteligencia artificial a
gobiernos municipales de varias ciudades latinoamericanas. Al respecto, es
destacable indicar que casi todos los gigantes tecnológicos chinos están
entrando en los mercados latinoamericanos: TCL –firma electrónica china–
estableció una empresa conjunta con Radio Victoria, el mayor fabricante de
productos electrónicos de Argentina; Huiyin Bockchain Venture ha invertido en
el servicio argentino de procesamiento de pagos en bitcoins Ripio, y la empresa
Mobike, la más grande red de bicicletas compartidas sin estaciones de
aparcamiento, ha lanzado recientemente sus servicios en Ciudad de México y Santiago
de Chile.
Desde una
perspectiva meramente comercial, los países latinoamericanos son un gran
mercado de consumo donde marcas como Huawei y Xiaomi venden smartphones baratos
y de alta calidad en poderosos mercados como Brasil, México, Colombia o Argentina.
Sin embargo, los países latinoamericanos que no pueden ofrecer un gran mercado
interno también son de interés para las tecnológicas chinas. Sin ir más lejos,
las autoridades venezolanas han asignado a primeros de año a ZTE Corpora-tion
70 millones de dólares para el desarrollo de tecnologías aplicables a la
creación de un sistema nacional de identificación electrónica de las ciudadanas
y ciudadanos del país.
En paralelo, y
desde una perspectiva geopolítica más convencional, Beijing ha conseguido en el
marco de su política denominada Una sola China que países como
Costa Rica (2007), Panamá (2017) y República Dominicana (2018) hayan roto
relaciones diplomáticas con Taiwán. En la actualidad, los países en los que
Taiwán mantiene embajadas en el subcontinente son escasos y carecen de
importancia estratégica y económica.
Rusia en América Latina: los enemigos de mis enemigos son mis amigos
El interés de
Rusia por América Latina es relativamente reciente. Tras la desaparición de la
Unión Soviética (1991), los rusos no habían vuelto a mirar al subcontinente
hasta el conflicto armado en Osetia del Sur, cuando la Nicaragua de Daniel
Ortega (2008), e inmediatamente después la Venezuela de Hugo Chávez (2009),
fueron los dos primeros países del planeta –tras el Kremlin– en reconocer la
independencia de Osetia del Sur y Abjasia. Esta fuerte actividad diplomática
rusa en la región volvió a repetirse en 2014 tras la crisis en Crimea y la
guerra en el Donbáss (este de Ucrania), como respuesta a las correspondientes
sanciones impulsadas por Washington y la Unión Europea contra Moscú.
A diferencia
de China, el comercio ruso de bienes en el subcontinente es insignificante y
apenas representa el 2% de toda su actividad comercial global. Su principal
socio es Brasil, con un comercio bilateral de unos 4.000 millones de dólares, y
en segundo lugar Venezuela, a quien compra alrededor de 1.700 millones de
dólares de petróleo. El resto de las actividades comerciales rusas en la región
es marginal y la influencia del Kremlin es prácticamente nula.
Desde una
visión clásica de la geopolítica, Vladímir Putin ha buscado en los últimos años
aliados estratégicos en una región cercana a Estados Unidos buscando emular las
acciones realizadas por Washington en la periferia de la Federación Rusa.
Es así como
Moscú ha prestado a Venezuela unos 16.000 millones de dólares desde 2006 hasta
la fecha, siendo estos préstamos reembolsados a través de envío de petróleo. En
la actualidad, Venezuela está utilizando al gigante energético ruso Rosneft
para evadir las sanciones comerciales de Estados Unidos contra el gobierno de
Nicolás Maduro. Desde el pasado mes de enero –momento en el que Juan Guaidó fue
parcialmente reconocido por la diplomacia internacional como presidente
encargado de Venezuela–, la petrolera estatal venezolana PDVSA, bajo una
estrategia de triangulación contable, cobra gran parte de sus facturas de venta
de petróleo a través de Rosneft. Este inusual acuerdo de pago es parte de una
serie de esquemas estratégicos puestos en marcha por el gobierno de Maduro para
tener acceso a efectivo en medio de las sanciones internacionales que sufre el
país en la actualidad, incluida la venta de reservas de oro por parte de su
Banco Central. De esta manera, una parte del flujo económico hacia Venezuela pasa
a través del banco ruso-venezolano Evrofinance Mosnarbank, entidad financiera
que desde el pasado mes de marzo también ha sido colocada bajo sanciones
estadounidenses.
Estados Unidos y América Latina en el marco de la guerra comercial con
China
Entre los
escasos compromisos electorales de Donald Trump en materia de política exterior
destaca su promesa de contener la emergencia de China a nivel global y limitar
el libre comercio con Asia y América Latina. Evidentemente, entre ambos existe
una contradicción, pues los espacios dejados por el repliegue estadounidense a
nivel global son rápidamente ocupados por los intereses chinos.
La nueva
Estrategia de Defensa Nacional de Estados Unidos, presentada en enero de 2018
por James Mattis –general que ejerció como secretario de Defensa hasta
diciembre del pasado año–, indica que “la competencia estratégica entre los
Estados, no el terrorismo, es ahora la principal preocupación de seguridad
nacional de Estados Unidos”. Lo anterior significa un cambio respecto al enfoque
de la seguridad realizado por Washington tras los atentados del 11 de
septiembre de 2001, e identifica a China y Rusia como las nuevas principales
amenazas, posicionando a Corea del Norte e Irán en un segundo estadio.
Bajo un plan
estratégico definido como “competir, impedir y ganar”, se asevera que “los
costos de no implementar esta estrategia están claros e implicarán una
disminución de la influencia global de Estados Unidos, la erosión de la
cohesión entre aliados y socios, así como la reducción del acceso a mercados,
lo que contribuiría al declive en la prosperidad y el modo de vida
estadounidense”.
Aterrizando lo
anterior a América Latina, vemos cómo desde marzo de 2018 –momento en que
comenzara el conflicto comercial entre Estados Unidos y China– Donald Trump ha
ido anunciando el recorte de la ayuda económica a Centroamérica como respuesta
al flujo migratorio, ha retrotraído parcialmente los niveles de apertura del
gobierno Obama respecto a Cuba, incrementó el volumen de sus amenazas respecto
al cierre de la frontera con México, le espeta a Colombia que “no ha hecho
nada” contra el narcotráfico y en la actualidad aplica duras sanciones
económicas contra Venezuela.
Pese a que la
diplomacia estadounidense ha lanzado una ofensiva en el subcontinente planteando
que Washington es mejor socio comercial que China, sigue sin ser capaz de
proponer una política especialmente atractiva para los gobiernos
latinoamericanos, lo que demuestra la carencia de planes estratégicos
orientados a la región.
Con un enfoque
que busca priorizar acuerdos comerciales bilaterales país a país –condición que
se ve beneficiada por el actual desmantelamiento de las herramientas de
integración regional impulsadas durante el ciclo progresista– y la reducción de
su déficit comercial, Estados Unidos busca reposicionarse en la región mediante
una variedad creciente de actividades económicas trasladadas al ámbito digital
(online), abarcando varias tecnologías de información y comunicaciones (TIC)
que tienen un impacto transformador en la manera de hacer negocios, y en la
interacción de las personas entre sí y con el gobierno y las empresas. Las
exportaciones de Estados Unidos relacionadas con el comercio digital están
aumentando, junto con la inversión extranjera directa en esas industrias. Lo
anterior indica una dura competencia frente a China por la hegemonía
tecnológica en América Latina.
Sin embargo,
la nueva derecha latinoamericana en el poder y la que viene camino de hacerlo
en los escasos gobiernos progresistas que quedan en la región, es tremendamente
pragmática y, salvando el caso brasileño, tiene escaso conflicto en articular
relaciones con el capital, venga este de donde venga, en aras a implementar sus
nuevas políticas neoliberales.
Donde sí se
atisban cambios estratégicos es en la política de seguridad regional. La nueva
agenda, orientada nuevamente por Estados Unidos, tiene dos características
esenciales: mayor participación de inteligencia estadounidense en la lucha
contra el narcotráfico y la delincuencia organizada, lo que a la postre tendrá
su impacto en los mecanismos de control sobre la disidencia política, así como
la vuelta a las maniobras militares conjuntas con operativos de apoyo de
Estados Unidos, tal y como fue el caso de Amazon Log17 en territorio amazónico
brasileño durante el gobierno de Michel Temer.
Esta condición
implica, más temprano que tarde, que habrá una colisión entre la hegemonía
militar estadounidense y la nueva hegemonía comercial china en la región.
Cómo
se canalice su desenlace es lo que está por verse…
Decio Machado es director de la Fundación Nómada (Ecuador)