Por Miguel Alejandro Hayes
Rebelión
Hablar de
revoluciones nunca pasa de moda. Y es que las revoluciones son parte del
sistema cultural que nos acompaña en nuestra cotidianidad -para bien o para
mal, directa o indirectamente-. El estar permeadas las subjetividades por el
pensamiento mítico, hacen que sean las revoluciones más difíciles de abordar.
En la
modernidad, lo que ha marcado la reflexión sobre las revoluciones ha sido la
francesa. Su influencia, no solo ha determinado un modelo de teorizar sobre
procesos sociales, sino también hasta cómo se han auto-percibido estos. Por
tanto, dicha lógica ha ocupado un lugar en la cultura popular sobre las
revoluciones. Hecho este, que cómo mínimo dificulta el acercamiento a las
condiciones de cada época en revolución. Y es que no se pude olvidar aquel
llamado de Marx, de no juzgar la historia por como esta se piensa así misma.
Pero es
necesario enmarcar a qué nos referimos al hablar de revolución. No lo es,
todo aquello que se auto-declare como tal, o todo lo que por razones políticas
o de ideología política o intereses de clases, la posteridad la declare de esa
manera. Es decir, no nos referimos aquí a entender como revolución a lo que así
sea nombrado, sino a aquellos procesos de subversión social. Y subversión
social no es el cambio de una estructura política, ni del signo de esta, sino
el cambio en la cotidianidad. Hacemos referencia aquí a la subversión de la
cotidianidad.
Los
líderes de aquella Revolución Francesa creían que la preparación previa que
poseía un grupo –ellos-, cuando se estuviera en el momento de mayor
contradicciones económicas, llevarían a la formación de un alto sentido
político que terminaría con un estallido, en otras palabras, vendría el cambio
en la dinámica social. Ese pensar, lo podemos identificar como la teoría de las
luces.
Lo
curioso, no es que ese era el cristal por el que se miraba aquella parte
ilustrada de la revolución, sino que lo fuese también de todos los que
participaban en dicho proceso de subversión. La visión basada en “las luces”
era la que poseía el propio sujeto –el hacedor- revolucionario: la propia revolución
se pensaba producto del liderazgo, de los teóricos -iluminados-revolucionarios.
Y es que el pensamiento teórico que acompañaba a aquel proceso, no podía hacer
otra cosa que –como toda conciencia teórica- cumplir con su función de
rectificador del pensamiento cotidiano. Inevitable ha sido, que haya penetrado
la cotidianidad.
Luego, el
imaginario popular, en círculo dialéctico, vuelve a incidir sobre el
pensamiento teórico. Lo prueba el peso que se le confiere a las figuras de los
líderes en la historiografía, y en productos de consumo popular como series,
películas, etc.
Así hemos
visto que todos aquellos cambios que se hayan pensado a sí mismos como
revoluciones –hagamos abstracción si realmente lo han sido o no-, se han
codificado según aquel estereotipo heredado de 1789. Y es que si bien estos
reclaman ser transformaciones verdaderamente populares de participación
ciudadana –téngase en cuenta que sin eso no se es revolución-, por el otro lado
no deja de pensarse en la vanguardia, que es “la que sabe hacer las cosas”.
Estas ideas nos marcan, incluso, son el sistema referencial para los que se
oponen a ellas y que abogan una expontaneidad casi imposible que ignora
elementos como la hegemonía cultural.
Pero
debemos hacerle caso al llamado de Marx que antes mencionábamos y gozar de la
ventaja de no tener que buscar la lógica de la historia estando inmerso dentro
de ella, y así escapar de todos esos colores que ella misma se pone –o al menos
estando en un punto donde es más fácil escapar de esas pigmentaciones.
Para
ello, lo primero es dejar de ver los velos que se ponen los vencedores al
escribir la historia. Por suerte el pensamiento humano, a veces lento, a veces
en onda de corta expansión, es capaz de rectificarse, y desde hace alrededor de
60 años que se superó tal teoría de las luces.
Con ello,
se comprende que no existe tal preparación previa. La fuente de conocimiento
son las respuestas generadas en la subjetividad al propio todo social. No hay
un antes extrínseco que es fuente del saber necesario, sino este es
resultado del propio auto-movimiento social. La ausencia de un pensar
dialéctico que disipara la lógica de la causa y el efecto en relación lineal,
por tanto, la presencia de su opuesto -el principio de causa y efecto-, impedían
ver que los actores del proceso de subversión son portadores de las condiciones
para este –incluso antes de ser conscientes de ello-. No era tal preparación,
sino ellos, expresión de la gestación de un cambio dentro que generaba el
propio todo social. No era una fuerza externa personificada en la vanguardia,
sino el devenir autopropulsado del grupo humano.
Tampoco
el estallido tiene que ocurrir en el momento de mayor contradicción económica.
Puede pasar, siendo esta, mayor, menor, o incluso igual que en tiempos previos
a que se desate la lucha. Y es que esta visión cae en un mecanicismo que olvida
quiénes son los sujetos del proceso de revolución, y que esta depende de que
existan esos sujetos, o al menos, las condiciones para que estos actúen. Ello,
no depende exactamente del grado de “gravedad” de la fricción de los grupos
sociales vista desde un esquema exterior.
Por
último, hay que referirse a la cuestión política implícita en todo momento en
las ideas de la revolución y en la concepción de la luces. No se trata de la
conciencia política per se, sino de la conciencia cotidiana que la sostiene.
Esta, es la expresión de los conflictos existente entre aquellos que comparten
modos de vida, pero que su nivel más visible es la lucha política –que es lo
que causa la confusión de sobre cuál debe incidirse-. Es dicha cotidianidad, el
escenario de los verdaderos procesos de subversión de la realidad, y que se
aprecian y reflejan en lo político, lo teórico, lo jurídico, lo cultural.
Entonces, que no es el asunto del sujeto político, sino el sujeto real
–cotidiano-, si de revoluciones se trata.
Hoy, a
pesar de ser difícil el ejercicio de inculcar en el imaginario popular una idea
diferente de aquella que arrastramos de la Ilustración, no quiere decir que
deba también el pensamiento teórico sobre la revolución quedarse atrapado en
ella. Este, debe cumplir su papel de articular dichas conciencias cotidianas en
pro del cambio social.
Si la
ideología apuesta por una vanguardia, entonces, el pensamiento sobre la revolución,
debe ver el potencial en esta como factor de cambio –siempre sabiendo que no es
esta sola, sino en interacción con las masas-. No es tal subjetividad algo que
se puede destruir en poco tiempo. Utilizarlo a favor, también es parte de
pensar –y hablar de- la revolución.