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El escaso futuro del trabajo


 Por Josep Nurgaya
Economistas frente a la crisis

El universo productivo industrial de la segunda mitad del siglo XX se está desmenuzando en el mundo digital. En Occidente venimos de sociedades hegemonizada por la clase media con trabajo, expectativas razonables de aumento del bienestar, de protección y seguridades estatales y de innovaciones tecnológicas, la mayoría de las cuales eran financiadas con fondos públicos. Justamente las tecnologías de la comunicación y la información que han generado esta profusión inaudita de grandes negocios privados tiene su origen en investigación y recursos estatales. Esta economía digital, paradójicamente, se caracteriza por crear una desigualdad cada vez mayor entre una pequeña élite y el resto de la población, sin que en ningún caso reposen en forma de impuestos las aportaciones públicas recibidas. Alguien ha definido esto como una "economía de donut", es decir, sin nada en medio. Una actividad, la de internet, que genera beneficios brutales pero casi sin empleados. Cuando Facebook compró WhatsApp en 2014, pagó el equivalente a 345 millones de dólares por cada uno de sus 55 trabajadores. La economía digital concentra riqueza y disminuye oportunidades. Los niveles salariales medios de los trabajadores en todo el mundo no han dejado de decrecer en las últimas décadas. En Estados Unidos lo han hecho un 30% en los últimos cuarenta años.

El entorno digital genera muy poco trabajo y aún parte del que crea es escasamente competente y extremadamente precario, especialmente en las fases de fabricación y en la de distribución hacia el consumidor final. Choca tanta tecnología innovadora y cómo esta requiere de trabajo tan poco cualificado en algunos aspectos, no incorporado a sus plantillas además de muy mal remunerado. Más allá de las múltiples formas de subcontratación y subrogación de funciones, la diferencia en puestos de trabajo entre la economía industrial y la digital resulta abismal. Mientras que Alphabet tenía a principios de 2018 una capitalización bursátil de 710.000 millones de dólares -la segunda después de Apple- sólo daba empleo directo a 70.000 personas; General Motors, con una capitalización doce veces inferior emplea a 250.000 personas. Lo refleja muy claramente el chiste americano: «una fábrica moderna sólo emplea a un hombre y un perro. Al hombre para que dé de comer al perro y al perro para que mantenga al hombre lejos de la maquinaria».

El huracán digital ha pulverizado sectores enteros de la economía, dando como resultado un proceso de concentración de los beneficios y la destrucción y precarización de multitud de puestos de trabajo. No se produce tanto un problema relacionado con la robotización, que afecta seriamente a algunas actividades de planta industrial, como el desplazamiento de trabajo formal a condiciones informales e incluso no monetizadas, como es especialmente evidente en las funciones que tienen que ver con la formación o con la creación de contenidos culturales. El modelo de negocio distribuido de Google se ha trasladado al turismo, con plataformas que han prácticamente liquidado las agencias de viajes, que facilitan la contratación directa de vuelos o plazas hoteleras. Airbnb está provocando serias dificultades en el sector hotelero, como Uber en el sector del taxi.

Se venden como innovadoras actividades que, en realidad, se constituyen de manera informal, sin empleados y sin pagar impuestos. John Doerr y el controvertido Travis Kalanick crearon Uber en 2009 con la aparente modesta pretensión de facilitar tecnológicamente formas innovadoras de transporte público. «Un software que come taxis» en palabras de Marc Andreessen. Sólo ocupa 1.000 trabajadores de manera directa. Aunque no dispone de ningún automóvil y sus activos son poco más que un software, tiene una valoración de más de 62.500 millones de dólares, que es mucho más que lo que valen conjuntamente las dos grandes compañías de alquiler de automóviles, Avis y Hertz, que entre ambas tienen más de 60.000 empleados. Participada por Arabia Saudí y Goldman Sachs, Uber ha generado muchas expectativas y disrupciones, pero sus resultados siguen en la zona de pérdidas. La maniobra de estas compañías de plataforma no es otra que reventar precios temporalmente, lo cual es posible con su abundante financiación, para acaparar el negocio y poder establecer precios elevados. Es la misma estrategia de Walmart en el comercio minorista analógico. Es un modelo tan antiguo que consiste en practicar dumping. Su triunfo no tiene que ver con la tecnología y sí más bien con su inmunidad para no respetar reglas ni legislaciones. No hay inocencia de ningún tipo en esta ilusión que se nos vende como «economía colaborativa». 

About Josep Burgaya, Director académico del Instituto Catalán de la Economía Verde (InCEV), Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona.