Economistas frente a la crisis
El
universo productivo industrial de la segunda mitad del siglo XX se está
desmenuzando en el mundo digital. En Occidente venimos de sociedades
hegemonizada por la clase media con trabajo, expectativas razonables de aumento
del bienestar, de protección y seguridades estatales y de innovaciones
tecnológicas, la mayoría de las cuales eran financiadas con fondos públicos.
Justamente las tecnologías de la comunicación y la información que han generado
esta profusión inaudita de grandes negocios privados tiene su origen en
investigación y recursos estatales. Esta economía digital, paradójicamente, se
caracteriza por crear una desigualdad cada vez mayor entre una pequeña élite y
el resto de la población, sin que en ningún caso reposen en forma de impuestos
las aportaciones públicas recibidas. Alguien ha definido esto como una
"economía de donut", es decir, sin nada en medio. Una actividad, la
de internet, que genera beneficios brutales pero casi sin empleados. Cuando
Facebook compró WhatsApp en 2014, pagó el equivalente a 345 millones de dólares
por cada uno de sus 55 trabajadores. La economía digital concentra riqueza y
disminuye oportunidades. Los niveles salariales medios de los trabajadores en
todo el mundo no han dejado de decrecer en las últimas décadas. En Estados
Unidos lo han hecho un 30% en los últimos cuarenta años.
El entorno digital genera muy
poco trabajo y aún parte del que crea es escasamente competente y
extremadamente precario, especialmente en las fases de fabricación y en la de
distribución hacia el consumidor final. Choca tanta tecnología innovadora y
cómo esta requiere de trabajo tan poco cualificado en algunos aspectos, no
incorporado a sus plantillas además de muy mal remunerado. Más allá de las
múltiples formas de subcontratación y subrogación de funciones, la diferencia
en puestos de trabajo entre la economía industrial y la digital resulta
abismal. Mientras que Alphabet tenía a principios de 2018 una capitalización
bursátil de 710.000 millones de dólares -la segunda después de Apple- sólo daba
empleo directo a 70.000 personas; General Motors, con una capitalización doce
veces inferior emplea a 250.000 personas. Lo refleja muy claramente el chiste
americano: «una fábrica moderna sólo emplea a un hombre y un perro. Al hombre
para que dé de comer al perro y al perro para que mantenga al hombre lejos de
la maquinaria».
El huracán digital ha
pulverizado sectores enteros de la economía, dando como resultado un proceso de
concentración de los beneficios y la destrucción y precarización de multitud de
puestos de trabajo. No se produce tanto un problema relacionado con la
robotización, que afecta seriamente a algunas actividades de planta industrial,
como el desplazamiento de trabajo formal a condiciones informales e incluso no
monetizadas, como es especialmente evidente en las funciones que tienen que ver
con la formación o con la creación de contenidos culturales. El modelo de
negocio distribuido de Google se ha trasladado al turismo, con plataformas que
han prácticamente liquidado las agencias de viajes, que facilitan la
contratación directa de vuelos o plazas hoteleras. Airbnb está provocando
serias dificultades en el sector hotelero, como Uber en el sector del taxi.
Se venden como innovadoras
actividades que, en realidad, se constituyen de manera informal, sin empleados
y sin pagar impuestos. John Doerr y el controvertido Travis Kalanick crearon
Uber en 2009 con la aparente modesta pretensión de facilitar tecnológicamente
formas innovadoras de transporte público. «Un software que come taxis» en
palabras de Marc Andreessen. Sólo ocupa 1.000 trabajadores de manera directa.
Aunque no dispone de ningún automóvil y sus activos son poco más que un
software, tiene una valoración de más de 62.500 millones de dólares, que es
mucho más que lo que valen conjuntamente las dos grandes compañías de alquiler
de automóviles, Avis y Hertz, que entre ambas tienen más de 60.000 empleados.
Participada por Arabia Saudí y Goldman Sachs, Uber ha generado muchas
expectativas y disrupciones, pero sus resultados siguen en la zona de pérdidas.
La maniobra de estas compañías de plataforma no es otra que reventar precios
temporalmente, lo cual es posible con su abundante financiación, para acaparar
el negocio y poder establecer precios elevados. Es la misma estrategia de
Walmart en el comercio minorista analógico. Es un modelo tan antiguo que
consiste en practicar dumping. Su
triunfo no tiene que ver con la tecnología y sí más bien con su inmunidad para
no respetar reglas ni legislaciones. No hay inocencia de ningún tipo en esta
ilusión que se nos vende como «economía colaborativa».
About Josep Burgaya,
Director académico del Instituto Catalán de la Economía Verde (InCEV), Doctor
en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona.