Por Samuel Hayat
En las últimas semanas, tras la sorprendente
aparición del movimiento de los chalecos amarillos en Francia, un movimiento
centrado en la carestía de la vida y el cuestionamiento de las instituciones
políticas de la República personificado en la figura de Emmanuel Macron, se han
publicado algunos artículos intentando dar pistas sobre su composición de
clase, las causas de su surgimiento y el recorrido político que puede alcanzar.
Rafael Poch ha escrito sobre la crisis de régimen que atraviesa el país
para Contexto, la Revista Sin Permiso ha
traducido un artículo de Alain Birh sobre la configuración del
movimiento: Francia: Los “chalecos amarillos”: ¿porqué y
cómo comenzaron? Análisis y propuestas y Viento Sur, más
recientemente, ha entrevistado a Olivier Besancenot del NPA. Para aportar más elementos
al debate e intentar contrarrestar el déficit de análisis aparecidos en
castellano os ofrecemos aquí una traducción del artículo del politólogo Samuel
Hayat, donde partiendo del concepto de economía moral popularizado por el
historiador E.P.Thompson traza un paralelismo con el movimiento actual. MC
Los Chalecos Amarillos, la economía moral y el
poder
Es difícil no haberse visto sorprendido por la
aparición del movimiento de los Chalecos Amarillos. Todo es desconcertante,
incluso para los profesionales de la investigación y la enseñanza de la ciencia
política: sus actores y actrices, sus formas de acción, sus reivindicaciones.
Algunas de las creencias más ampliamente aceptadas son puestas en cuestión,
sobre todo las relacionadas con las condiciones de posibilidad y de felicidad
de los movimientos sociales. De aquí la necesidad, o al menos la voluntad, de
poner en claro algunas reflexiones nacidas de la libre comparación entre lo que
podemos observar del movimiento y nuestros conocimientos sobre otros sujetos. A
parte de las investigaciones sobre el movimiento en curso, esperamos que el
punto de vista indirecto que nos proporciona la comparación con otros terrenos
podrá aportar algo diferente sobre lo que está sucediendo.
La situación
Las imágenes recogidas por los medios –y lo
observado personalmente- durante las acciones del 1 de diciembre han mostrado
un París nunca visto, ni en 1995, ni 2006, ni 2016, a pesar de ser, estos tres,
momentos en los cuales el espacio-tiempo habitual de las movilizaciones
parisinas fue profundamente deformado. Algunos han llegado a hablar de
sublevación o de situación insurreccional, es posible. Sin embargo, en nada se
parece a lo que pudo ocurrir durante las insurrecciones de 1830, 1832, 1848 o
1871. Todas estas insurrecciones se producían en el barrio,
poniendo en juego las sociabilidades locales, un denso tejido relacional que
permitía desplegar la solidaridad popular[1].
Pero el 1 de diciembre, el fuego prendió en el corazón del París burgués, en
el noroeste parisino que no había sido nunca hasta ahora el teatro de
tales operaciones. Lejos de ser llevadas a cabo por fuerzas locales, erigiendo
barricadas para delimitar un espacio de autonomía, estas acciones fueron
realizadas por pequeños grupos móviles, habitantes de otros lugares.
Evidentemente, las sociabilidades locales juegan un
rol importante en la formación de estos grupos. No cabe más que observar fuera
de París para constatar la reapropiación colectiva del territorio, la formación
de relaciones duraderas… Pero el 1 de diciembre, esas solidaridades se
desplazaron a un espacio de manifestación más bien habitual: los centros del poder
nacional. Nos encontramos en un registro totalmente moderno. Al contrario de
los que hablan de jacqueries[2],
se trata de un movimiento nacional y autónomo,
retomando las categorías claves con las que Charles Tilly califica el
repertorio de acción típico de la modernidad. Pero las reglas de la
manifestación, fijadas de hace tiempo (situamos generalmente su formalización
en 1909[3]),
son ignoradas: no hay cortejo de manifestación, responsables legales, recorrido
negociado, servicio de orden, octavillas, pancartas, adhesivos… sino una
miríada de eslóganes personales escritos en las espaldas de los chalecos
amarillos.
No se respeta práctica alguna de mantenimiento del
orden, hemos podido observar como los profesionales de la represión, a pesar de
ser numerosos, de estar armados y entrenados, se vieron desbordados, incapaces
de asegurar incluso su propia seguridad, sin hablar de la seguridad de bienes y
personas. Podemos pensar que las fuerzas del orden no aceptaran mucho tiempo
esta situación y las violencias policiales, ya abundantes, corren el riesgo de
intensificarse, como el llamamiento a extender el uso de la fuerza o aplicar el
estado de emergencia. Este fracaso en el mantenimiento del orden físico ha ido
acompañado del fracaso aún mayor en el mantenimiento del orden simbólico: un
presidente de viaje a una cumbre internacional, un gobierno inaudible (el
precio a pagar por un poder personal rodeado de cortesanos mediocres[4]que
no puedan hacerle sombra), el pseudo-partido en el poder (LREM, La
República En Marcha) ocupado el mismo día en elegir un nuevo delegado
general, como si no pasara nada.
Las vacilaciones del orden dejaron la ciudad en
manos de los manifestantes. Todo estaba permitido y es en el espacio que
encarna el privilegio donde se tomaron libertades más allá de las normas
habituales de utilización del espacio público. No lloraremos por los
“familiares de los escaparates”[5],
sin embargo hace falta tomar la medida de la amenaza que esta destrucción hace
pesar sobre el poder: que el primer sábado de diciembre los barrios donde se
encuentran hoteles y comercios de lujo sean objeto de tales excesos, forzando
el cierre de los centros comerciales del bulevar Haussmann, constituye un
riesgo económico significativo[6].
Si descentramos el foco de la capital, la movilización ha sido ampliamente
secundada por todo el país, dificultando aún más el mantenimiento del orden,
imposibilitándolo. Dejar que la situación se descomponga hasta navidad –una
tentación para las autoridades antes del 1 de diciembre– es a partir de ahora
imposible.
La sociología de los movimientos sociales hace
tiempo que ha desmentido a los y las creyentes en la espontaneidad de las
masas. Detrás de todo movimiento aparentemente espontáneo encontramos proyectos
de movilización, personas capaces de poner el capital militante al servicio de
la causa, recursos materiales y simbólicos así como competencias a menudo
adquiridas durante luchas precedentes… No hay revolución tunecina sin Gafsa, ni
movimiento 15-M sin la PAH o Juventud Sin Futuro, no hay Nuit
Debout sin movilización contra la reforma laboral. ¿Actualizaremos este
tipo de genealogías para los chalecos amarillos? Es posible, pero
tendrán un escaso poder explicativo: la movilización ha echado raíces enseguida
y ha pasado al nivel nacional demasiado rápido como para poder interpretarla
como el resultado de un trabajo paciente de movilización por parte de las
organizaciones de los movimientos sociales, ni que fuera de manera informal.
Si bien es cierto que existe un trabajo de
representación del movimiento que lo hace existir como tal (“los Chalecos
Amarillos”), este trabajo está notablemente descentralizado, pasando por
múltiples grupos locales organizados a través de las redes sociales, por
agregación mediática de declaraciones diversas y por el trabajo de
interpretación realizado por periodistas, politólogos y sociólogos[7].
La voluntad de imponer al movimiento unos portavoces habilitados para negociar
con las autoridades ha fracaso –por el momento. Muchos comentaristas han
criticado la supuesta incoherencia de los motivos y los actores; al contrario,
dada la fragmentación de su representación, la unidad del movimiento es
sorprendente. Unidad de acción, solidaridad, consenso aparente sobre una serie
de reivindicaciones, unidad incluso en el ritmo de la movilización. La elección
del chaleco reflectante –prenda obligatoria para todo automovilista, que
justamente tiene por objetivo hacerlo visible– es particularmente afortunada y
ha sido seguramente una condición material de la rápida extensión de un símbolo
unificado. Pero la decisión de pasar a la acción y hacerlo con este vigor y
coherencia no puede ser el simple resultado de un emblema atrayente, del buen
uso de las redes sociales, ni del descontento, por muy grande y ampliamente
compartido que sea. Las palabras de descontento, rabia e insatisfacción son
pantallas que nos impiden entender las razones de la movilización –en el doble
sentido de las causas y las justificaciones que queramos dar. De lo que se
trata es de encontrar una explicación del movimiento que abarque al mismo
tiempo su forma (su descentralización, su radicalidad) y su fondo (las
reivindicaciones).
Merece que le dediquemos algo de tiempo,
justamente, a las reivindicaciones. Sabemos poco sobre la manera en que han
sido concebidas, pero una lista de 42 demandas ha sido ampliamente difundida,
tanto entre los grupos de los chalecos amarillos como por los
medios de comunicación[8].
Algunas de sus características más destacadas ya han sido comentadas: están
mayoritariamente centradas en las condiciones de vida, más allá de la cuestión
del precio de la gasolina; contienen posiciones contra la libre circulación de
migrantes; proponen cambios institucionales que refuercen el control de los
ciudadanos electos, situando su remuneración en el nivel del salario mediano.
Esta lista ha sido cualificada de “magma de reivindicaciones heterogéneo”[9].
Me parece, por el contrario, que se trata de un conjunto de reivindicaciones
profundamente coherente. Lo que le da su coherencia es también lo que ha
permitido a la movilización de los chalecos amarillos enraizarse
y durar: las reivindicaciones se centran en lo que podemos llamar economía
moral de las clases populares.
La economía moral de los Chalecos Amarillos
El concepto de economía moral es bien conocido por
los investigadores en ciencias sociales[10].
Fue desarrollado por el historiador E.P. Thompson para designar un fenómeno
fundamental en las movilizaciones populares del s. XVIII: la defensa que hacían
de concepciones ampliamente compartidas sobre lo que debía ser un buen
funcionamiento, en sentido moral, de la economía[11].
Era evidente que ciertas reglas debían ser respetadas: el precio de las
mercancías no podía exceder demasiado su coste de producción, las normas de
reciprocidad eran preferibles al juego del mercado para regular los intercambios,
etc. Y cuando estas normas no escritas se veían amenazadas por la extensión de
las leyes del mercado, el pueblo se sentía plenamente en su derecho de
rebelarse, a menudo a iniciativa de las mujeres, sea dicho de paso. El motivo
era básicamente económico, pero no en el sentido habitual: no se movían por
intereses estrictamente materiales sino por reivindicaciones morales sobre el
funcionamiento de la economía. Encontramos revueltas similares en Francia en la
misma época e incluso más tarde: los mineros de la Compañía de Anzin, por
ejemplo, la mayor empresa francesa durante gran parte del siglo XIX,
regularmente hacían huelga para recordar a los patrones las normas que debían
según ellos organizar el trabajo y su remuneración, generalmente en referencia
a un antiguo orden de las cosas, en definitiva en base a la tradición[12].
La resonancia con el movimiento de los chalecos
amarillos es asombrosa. Su lista de reivindicaciones sociales es la
formulación de principios económicos esencialmente morales: es imperativo que
los más vulnerables (los sin techo, las personas dependientes…) sean
protegidas, que los trabajadores sean correctamente remunerados, que la
solidaridad funcione, que los servicios públicos estén garantizados, que los
defraudadores fiscales sean castigados y que cada uno contribuya según sus
posibilidades, resumido perfectamente bajo la fórmula empleada “que los grandes
paguen mucho y los pequeños poco” (Que les GROS payent GROS et que les
petits payent petit). Este llamamiento en defensa de lo que puede parecer
el sentido común popular no es tan evidente: se trata de decir que contra la
glorificación utilitarista de la política de la oferta y la teoría del derrame
tan apreciadas por las élites dirigentes (dar más a los que tienen más, “a los
primeros de la cordada”[13],
para atraer capitales), la economía real debe fundarse sobre principios
morales. Ahí está lo que da fuerza al movimiento y el apoyo masivo entre la
población: articula, bajo la forma de reivindicaciones sociales, principios de
la economía moral que el poder actual no ha parado de atacar explícitamente,
incluso jactándose. De este modo la coherencia del movimiento se entiende
mejor, así como el hecho de haber podido prescindir de organizaciones
centralizadas: como pudo mostrar James Scott, el recurso a la economía moral
engendra la capacidad de actuar colectiva –una agency–, incluso
entre los actores sociales desposeídos de los recursos habitualmente necesarios
para la movilización[14].
Efectivamente,
la economía moral no es únicamente un conjunto de normas compartidas
pasivamente por las clases populares. También es el resultado de un pacto
implícito con las clases dominantes y, por lo tanto, siempre se encuentra
inserto en las relaciones de poder. Ya en las clases populares del siglo XVIII
estudiadas por E.P. Thompson, esta economía moral tenía rasgos profundamente
paternalistas: se esperaba que quienes detentaban el poder garantizasen el
orden social –del que se
beneficiaban–, a cambio de
que fuera globalmente aceptado. Pero si el dominante rompía este pacto,
entonces las masas podían, con la revuelta, hacer una llamamiento al orden.
Esto se puede observar en la huelga de los mineros de Anzin en mayo de 1833 (Émeute
de quatre sous): los mineros protestaron contra la bajada salarial, pero
para ello se colocaron bajo la protección de los antiguos patrones, apartados
por los nuevos capitalistas al frente de la empresa, cantando “¡Abajo los
parisinos, viva los Mathieu de Anzin!”. Es poco decir que las autoridades
actuales han roto el pacto implícito, tanto por sus medidas antisociales como
por su constante desprecio hacia las clases populares del que encima hacen
alarde. La revuelta no surge de la nada, de un simple descontento o de una agency[15] popular
indeterminada puesta en movimiento espontáneamente. Es el resultado de una
agresión del poder, aún más violenta simbólicamente porque no parece
reconocerse como agresión. Y el presidente de la República, supuestamente
representante del pueblo francés, se ha convertido en la encarnación de esta
traición, con sus frasecitas sobre “la gente que no es nadie”, los consejos para
poder comprarse una camisa o para encontrar trabajo simplemente “cruzando la
calle”. En lugar de ser el protector de la economía moral, Emmanuel Macron no
ha dejado de atacarla, con una naturalidad desacomplejada, hasta convertirse en
el representante por excelencia de las fuerzas que se oponen a la economía
moral, es decir del capitalismo. Como anunció durante la campaña presidencial,
a propósito de la supresión del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna (ISF),
“no es injusto porque es más eficaz”: no sabríamos ilustrar mejor el
desconocimiento, ver el desprecio, por toda otra norma que no sea la de las
finanzas. Macron ha roto el pacto y es a él a quién se dirige la algarabía
nacional de estos momentos. Podemos pensar que terminará con una sangrienta
represión o con su dimisión.
Si bien sólo podemos desear que sea la segunda de
las alternativas posibles la que acabe produciéndose, tampoco podemos
sobrestimar las consecuencias que tendría tal acontecimiento. Las revueltas
fundadas en la economía moral no se transforman necesariamente en movimiento
revolucionario, dado que solo hace falta que el pacto sea restaurado para que
la revuelta se apague. En esto, la economía moral, si bien revela la capacidad
colectiva del pueblo y la existencia de un margen de autonomía real vis a vis
de los gobernantes, es de naturaleza conservadora. Su activación trastorna
temporalmente el funcionamiento habitual de las instituciones, pero lo que
persigue es antes que nada un retorno al orden, no una transformación revolucionaria.
Hay ahí algo a veces difícil de entender y formular: que un movimiento sea
auténticamente popular, enraizado en las creencias más comúnmente compartidas,
no lo hace un movimiento emancipador. Para retomar las categorías de Calude
Grignon y Jean Claude Passeron, creer que el pueblo no puede actuar por sí
mismo, que está siempre sometido a la dominación simbólica, es una prueba de
legitimismo y miserabilismo[16].
El movimiento de los chalecos amarillos, por su fuerza,
espontaneidad, coherencia e inventiva, representa una negación flagrante y
bienvenida a los enfoques de este tipo. Sin embargo, hay que cuidarse de no
caer en el exceso inverso, lo que estos autores califican de populismo,
imaginarse que porque un movimiento es popular, ello significa que está en lo
cierto, personifica la autenticidad y el bien. No es tanto el signo de una
revolución, sino más bien un sobresalto frente a un verdadero deterioro de las
instituciones del gobierno representativo.
Porque lo que también revela el recurso a la
economía moral por parte de los chalecos amarilloses la envergadura
del desierto político instalado desde hace décadas. Que haya hecho falta
esperar a que el pacto implícito fundamental que ligaba gobernantes y
gobernados se rompa para que aparezca dicho movimiento, cuando desde hace
décadas el poder nos bombardea con medidas de seguridad y políticas
antisociales, muestra bien que las capacidades de movilización de las fuerzas
sindicales y políticas se han evaporado o que las formas adoptadas por sus
movilizaciones son inocuas. Para decirlo claramente, no es nada satisfactorio
que haya hecho falta llegar hasta aquí, hasta este punto de ruptura, para que
se produzca alguna cosa, y una cosa que adopta formas pre-modernas de la acción
colectiva, bajo formas ciertamente renovadas. Aquí está el límite, pero también
una importante lección, la de la pertinencia de la comparación entre los chalecos
amarillos y las revueltas surgidas de la economía moral: esta
comparación no debería ser factible dada la distancia que supuestamente separa
las condiciones políticas de estas situaciones, sin embargo dicha comparación
se nos impone con fuerza. La economía moral pertenece a épocas y espacios donde
no han actuado las formas de politización nacionales e ideologizadas de la
modernidad democrática, reposando sobre el enfrentamiento entre proyectos
políticos e incluso entre visiones del mundo opuestas. En este aspecto, el
movimiento de los chalecos amarillos es posiblemente de otro
tiempo. Pero dice mucho de nuestra época.
Esto tiene un coste que hace falta mesurar: los
movimientos fundados en la economía moral se inscriben en el recuerdo de una
tradición, la sumisión a un orden justo, pero también en el marco de una comunidad.
La economía moral es conservadora, no solo porque recuerda normas intemporales,
sino también porque relaciona entre ellas personas definidas por una
pertenencia común. De este modo, sus potencialidades de exclusión no son las de
la escoria de la que nos podemos fácilmente deshacer, se encuentran en el
centro del movimiento. Para tomar el ejemplo más flagrante, las
reivindicaciones contra la libre circulación de migrantes, por la expulsión de extranjeros
y, más aún, por la integración forzosa de los no nacionales (“vivir en Francia
implica hacerse francés (curso de lengua francesa, de historia de Francia y de
educación cívica con un certificado al final del programa)”), todo ello es
indisociable del movimiento, pues es la consecuencia lógica de la aplicación de
una economía moral que es antes que nada comunitaria, aunque ella pueda luego
ser trabajada por el movimiento en direcciones diferentes. La economía moral es
la proclamación de que las normas de una comunidad, no entiende la lógica de la
igualdad de derechos para los extranjeros, del mismo modo que no reconoce los
conflictos internos, en particular ideológicos. Este último punto esclarece
bajo otra luz el anunciado rechazo de los partidos. Es cierto que se trata de
un cuestionamiento del poder de los representantes a favor de una reapropiación
popular de la política. Pero también se trata del rechazo del carácter
partisano de la democracia, de la oposición entre proyectos políticos diferentes,
en beneficio de una unidad que sabemos bien que se puede fácilmente transformar
en “agrupación de odio alrededor de Aquel que excluye”[17].
El rodeo de esta comparación histórica con épocas
superadas podrá parecer poco convincente para comprender la situación en su
excepcionalidad. Tal vez sea simplemente un ejercicio intelectual. Pero puede,
por el contrario, ser revelador de ciertas características fundamentales del
movimiento actual: su improbable unidad, su arraigo popular, su carácter
amotinador pero también sus aspectos conservadores, anti-pluralistas y
excluyentes. Puede que también indique que nos encontramos al inicio de una nueva
época, que las condiciones de repolitización están presentes, fuera del marco
de los viejos partidos y de las viejas formas de la política
institucionalizada. En Anzin, los mineros no se quedaron en las huelgas
apoyándose sobre la economía moral. Con el contacto con las primeras fuerzas
socialistas y sindicales de la región, se apropiaron de las ideas y las formas
hasta convertirse en uno de los hogares donde surgió el anarcosindicalismo.
Algunos comités locales de los chalecos amarillos, lejos de permanecer
en la protesta en nombre de la economía moral, convocan a la formación de
comités populares y a la democracia directa, es decir a una emancipación
política radical. Nada está garantizado, todo queda abierto.
Traducción de Ivan Gordillo para Marxismo
Crítico
Fuente: Blog de Samuel Hayat: Les
Gilets Jaunes, l’économie morale et le pouvoir
Notas:
[1] Laurent Clavier, Louis Hincker y Jacques Rougerie, “Juin 1848.
L’insurrection”, en 1848 : actes du colloque international du cent cinquantenaire,
tenu à l’Assemblée nationale à Paris, les 23-25 février 1998, Jean-Luc
Mayaud (dir), Paris, Creaphis, 2002, p. 123-140; Maurizio Gribaudi, Paris
ville ouvrière: une histoire occultée (1789-1848), Paris, La Découverte,
2014; Michèle Riot-Sarcey, Le procès de la liberté: une histoire
souterraine du XIXe siècle en France, Paris, La Découverte, 2016. Gracias a
Célia Keren por su revisión.
[2] Gérard Noiriel muestra correctamente las implicaciones de esta
calificación: https://noiriel.wordpress.com/2018/11/21/les-gilets-jaunes-et-les-lecons-de-lhistoire.
Ndt: “Una jacquerie es un término francés empleado en la
historia de Francia para referirse a las revueltas de campesinos que tuvieron
lugar en Francia durante la Edad Media, el Antiguo Régimen y durante la
Revolución francesa. El término proviene de la Grande Jacquerie de 1358. En la
crónica que hizo de este levantamiento el cronista medieval Jean Froissart,
éste denominaba a los campesinos “Jacques Bonhomme” probablemente por la
chaqueta que solían llevar, la jaque. De la misma manera, los
nobles llamaban de manera despectiva “Jacques” a los siervos y campesinos que
trabajaban en sus tierras” (Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Jacquerie)
[3] Samuel Hayat, “La République, la rue et l’urne”, Pouvoirs,
vol. 116, 2006, p. 31-44.
[4] Escuchamos a Agnès Buzyn declarar el 1 de diciembre que “todos los
días actuamos para hacer desaparecer la rabia y el miedo” o Benjamin Griveaux,
el día siguiente, decir que “no cambiaremos de rumbo porque este es el
correcto”.
[5] Ndt: esta expresión hace referencia a una pintada aparecida
durante las últimas manifestaciones -“Une pensée aux familles des vitrines…”-
en la que irónicamente se da el pésame a los “familiares de los escaparates”
maltratados por los manifestantes.
[6] https://www.lemonde.fr/economie/article/2018/12/02/gilets-jaunes-nouveau-coup-dur-pour-le-commerce-et-le-tourisme_5391675_3234.html
[7] Ver ídem.: https://noiriel.wordpress.com/2018/11/21/les-gilets-jaunes-et-les-lecons-de-lhistoire.
[8] Por ejemplo: https://www.francebleu.fr/infos/societe/document-la-liste-des-revendications-des-gilets-jaunes-1543486527
[9] https://www.liberation.fr/france/2018/12/04/les-gilets-jaunes-un-magma-de-revendications-heteroclite_1695802
[10] El tema ha sido mencionado
por diversos comentaristas, sobretodo el estudiante Léo Labarre (https://lvsl.fr/le-17-novembre-au-dela-des-gilets-jaunes)
y el historiador Xavier Vigna (http://www.leparisien.fr/economie/gilets-jaunes-ils-inventent-leurs-propres-codes-estime-un-historien-26-11-2018-7954086.php)
.
[11] Edward
Palmer Thompson, “The Moral Economy of the English Crowd in the Eighteenth
Century”, Past & Present, n.º 50, 1971, p. 76-136
[12] Samuel Hayat, “Une
politique en mode mineur. Ordre patronal et ordre communautaire dans les mines
du Nord au XIXe siècle”, Politix, n.º 120, 2017
[13] Ndt: “aux premiers de
cordée”, metáfora alpina utilizada por Macron para referirse a las empresas o
sectores punteros.
[14] James
C. Scott, The Moral Economy of the Peasant Rebellion & Subsistence
in Southeast Asia, New Haven, Yale University Press, 1977
[15] Ndt: En inglés en el
original
[16] Claude Grignon, Jean-Claude
Passeron, Le savant et le populaire misérabilisme et populisme en
sociologie et en littérature, Paris, Gallimard Le Seuil, 1989
[17] Jacques
Rancière, Aux bords du politique, Paris, Folio, 2004